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jueves, 13 de octubre de 2016

Sensación Balbastro

Me meto, pongo la SUBE sobre el molinete. Recuerdo que antes le pagaban un sueldo a un trabajador o trabajadora para venderme un cospel, luego una tarjeta de plástico, y ahora en cualquier momento lo limpian, la limpian, un sueldo menos. Cada vez que pongo la sube sobre el viejo molinete de Estación Entre Ríos/Rodolfo Walsh una combinación de sensaciones activan recovecos de mi memoria para hacerme recordar, sentir en la piel, la derrota de la lucha. El viejo molinete ahí está, cuántos puestos de trabajo menos, cuantas bocas menos alimentadas, cuántos obreros u obreras recorriendo calles y oficinas buscando un puesto de trabajo menos.
No recuerdes. Basta. Un día más. Nada más. No pienses.
Bajo por ese túnel hediondo de humedad y cañerías rotas que nadie va a arreglar nunca jamás, sin luz. Me sumerjo en el túnel más oscuro y olvidado del Subte porteño, espero borrego el vagón japonés amarillento que me carga como un pedazo de bofe junto a miles de mi condición hasta que me vomite la garganta abierta de estación Virreyes.
Leo Virreyes, recuerdo la lucha de una escuela primaria y su famoso director por cambiar el nombre de la estación que bautizaron los milicos genocidas y masacradores. Lucha cultural, pienso, y se me hace un rictus la comisura izquierda pensando en la futilidad del concepto. Claro. Cómo le van a hacer un homenaje a los representantes del gobierno español en una colonia que regó en pampas y cordilleras la sangre de millones de negros/as, mulatos/as y aborígenes para sacarse de encima a esos Virreyes. Cómo le van a hacer un homenaje a los amos de la mita y el yanaconazgo, de las haciendas y los encomendados, los asesinos de aymaras, inkas y quícwas en el sector de la ciudad donde se concentra el grueso de la inmigración quíchwa y aymara.
Cuarenta años después una escuela logró que un gobierno que adora a los milicos genocidas pintase murales hermosos de pueblos aborígenes en las paredes, de la Estación que se sigue llamando Virreyes.
Y me vuelve la cabeza al origen.  A quienes con mucho orgullo lograron que la Estación Entre Ríos lleve de segundo nombre el recuerdo del gran revolucionario que fue secuestrado por una patota en las puertas de esa estación, el mismo mes del mismo año en que yo respiraba por primera vez la bocanada de aire de la vida, allá por julio del 77.
Lucha cultural que le permitió al gobierno compensar y llenar de ilustraciones vomitivas en favor de la “vida” en contra del derecho al aborto en la Estación Medalla Milagrosa.
No pienses. Basta. Es otro día, entrás, hacés tu laburo, salís. El sueldo, tus cosas. Sobreviví.
Me duele todo el puto cuerpo porque el sol se mete en la ilusión del horizonte y yo recién arranco la segunda mitad de mi jornada.
Encaro el Premetro. Cola, empujones con otros y otras miserables como yo para encontrar un asiento donde aflojar la tensión o un lugarcito en la ristra de ganchos de carnicero para colgar la res hasta llegar a destino. El chofer que tiene que fumarse al cobani de la Federal que viaja a su costado imponiéndome docilidad, agachá cabeza y seguí, no pienses, no recuerdes, no me mires a los ojos porque te rompo la cabeza.
Y obreros y obreras que ponen cara de olor a mierda cuando miran un boliviano o boliviana, tenga mil años o siete. Con el mismo desprecio insoportable que el olor a cuerpos cansados y sudorosos que nos agolpamos en un miserable vagón sin aire acondicionado ni espacio suficiente para cargarnos a todos con comodidad. Nunca en diez años de Premetro escuché que la mirada despectiva se dirija al policía reclamándole en su carácter de agente del Estado el reclamo de que se agregue un vagón más a la formación, para que viajemos cómodos o que pongan un maldito ventilador para que nuestros propios olores no nos lastimen la dañada sensibilidad.
El Premetro me grafica un concepto: barbarie. Todos contra todos. Las víctimas enojándonos con las víctimas. El dolor transformado en dolor, contra el lastimado. Sin pensar. Sin razonar. Me pegan los de arriba, me hacen la vida mierda y como si fuese una descarga eléctrica mi cuerpo, mi consciencia, son un mero cable que transmite la mierda hacia otro cuerpo, más débil, más indefenso.
Todos los días. No pienses. No sientas. No recuerdes. Llegar a la parada, no mirar a nadie, no sentir empatía, bajate con las manos en los bolsillos, no levantés la cabeza. De reojo fijate cómo está la cuadra de la parroquia. Aná midiendo como puedas el clima del barrio hoy, esta tarde. Fijate si hay operativo de Gendarmería en Carrillo o Los Pinos, si la manzana está llena de señoras vendiendo ropa, cds, verduras o si levantaron los puestos porque hubo bronca.
No te regales. Simplemente no te regales. Fijate de llegar lo antes que puedas a la puerta de la escuela.
Después de muchos robos en cuerpo propio o ajeno supe que no debía bajarme en la parada de Cruz aunque me quede más cerca de la escuela. La avenida es zona liberada. No manda nadie y mandan ellos.
Me queda entrarle al barrio por la calle de la parroquia. Ahí mandan los pibes de la vereda pintada con el escudo de Sacachispas. Si vas con la cabeza gacha y el cuerpo encorvado, sin orgullo ni llamar la atención, podés pasar. Si alguien te va a afanar o bardear son ellos. Si está todo bien con ellos, pasaste.
Es la entrada más segura.
Si Gendarmería no anda bardeando a los pibes que entran y salen de la secundaria, todo bien, no pasa nada. Si los andan bardeando alos gritos y manoseos, fijate que hacés. La cantidad de veces que encaramos a los gendarmes en defensa de nuestros propios estudiantes sobraron para que también te miren mal los defensores del orden.
No pienses. No recuerdes. Otro día. Actitud positiva. ¿Por qué siempre pensás en todo lo que puede salir mal? Entrás. Geografía, Historia, trabajo práctico, de acá hasta acá, nota, planillas, firmar la entrada. Punto. Hacé tu trabajo.

Empalaron hasta morir a una nena en Mar del Plata. Apareció una mujer maniatada en una caja en un basural. Madre acuchilla a su hija porque es lesbiana. 

Recuerdo una nena de once años empalada a muerte en Quilmes a principios de año.

No recuerdes, no pienses, no sientas. Entrar, salir, fichar...

¿Y si no puedo? Qué pasa si no es una cuestión de decidir? Qué pasa si simplemente me asaltan estas ideas, estos recuerdos. Qué pasa si no se trata de optimismo vital ni pesimismo pequeño burgués? ¿Qué hacés si no podés apagar esa parte del cerebro o de la piel que te inyecta odio, pena, dolor, bronca?
Parada Balbastro. Ya no hay vuelta atrás. El vagón del Premetro a arrancado y en pocos minutos hay que bajarse y laburar. Finalmente me resigno. No pienso en nada. Levanto la cabeza. A la altura de mi horizonte visual termina el ventanal del vagón que mira hacia el sudoeste y comienza el techo. Afuera, en primer plano, el cartel naranja con el nombre de la parada, Balbastro.
Atrás del cartel, un muro de ladrillo a la vista, encima del muro se puede ver una línea de tierra negra. De la tierra surgen, alternativamente, árboles, arbustos y cruces de cal blanca. Muchas cruces.
En este momento mi cuerpo, nuestros cuerpos, están ubicados a la misma altura de los restos humanos enterrados en el Cementerio de Flores. Yo respiro en el vagón del Premetro, entra el sol del crepúsculo inundando de luces ocres y calidez primaveral el vagón, pero yo me siento debajo de la línea de tierra, debajo de los árboles y arbustos, debajo de las cruces de cal blanca.
Barbarie. Alienación. Explotación. Sobrevivir. Sobre-vida. Vida en muerte.
No soporto más esta enfermedad. Espero ansioso el buen día que mis patrones decidan regalarme una muerte humana, indolora e incolora.
Para no pensar más. Para no sentir más. Para no recordar más.

Esta cotidiana sensación Balbastro.

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