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sábado, 22 de octubre de 2016

El informe secreto de Tiresias

Ishtambul, primavera de 1877

Sir James George Frazer,
Colegio de Estudios Sociales y Antropológicos,
Cambridge:

Estimado director, escribo rápido y con imprecisiones porque el aliento de los cañones anticipa el fin de la rara calma en la capital del Imperio. Hemos terminado con su encargo gracias a la generosidad de los otomanos en recompensa por la actitud de Su Majestad Británica colaborando en su defensa territorial contra el asedio de los serbios y búlgaros apoyados por el hambre expansivo de los zares. Pero la invasión parece inminente y cuando los cañones hablan, las plumas callan. De un momento a otro empezarán a sonar los preparativos de guerra y los generosos otomanos han dispuesto todos los recursos a la defensa.

Mientras termino de escribir el resto del equipo prepara las valijas.

Creo que el material que adjuntamos confirma su hipótesis: los antiguos dioses griegos existieron realmente. El conjunto de cartas escritas en una forma arcaica de jonio de una excelsa caligrafía confirman su intuición de que la carta manuscrita encontrada en el Templo de Hera en Paestum podría ser, efectivamente, del propio Hades.

Hemos analizado los documentos del archivo personal del Arzobispo Eustacio de Tesálonica con detenimiento desde la tregua de diciembre pasado con los Búlgaros y encontramos las cartas también consideradas apócrifas, y creemos que pueden y deben considerarse de genuina autoría del mitológico sacerdote de Zeus y Hera, el ciego Tiresias.

Efectivamente, como usted creía, la ampliación del relato mitológico sobre sus andanzas eróticas como varón y mujer, los siete capítulos tan floridos en experiencias sexuales variadas, no podían pertenecer a la imaginación cerrada a estos menesteres de un encumbrado miembro de la Iglesia Cristiana del siglo XII. Su alto cargo le habría permitido acceder a los documentos reservados que la Iglesia de Roma habría preservado de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Hemos confirmado que los siete capítulos de los Comentarios al debate sobre la sexualidad humana de Tiresias se basan en sendos informes enviados por el ciego adivino a Zeus y Hera, de sus investigaciones para determinar cuál de los dos géneros disfrutaba más del placer carnal.

Es posible como usted supone que finalmente la carta de Hades y el debate entre Hera y Zeus provengan de algún momento de crisis entre la aparición del patriarcado y el sometimiento de las mujeres en el ámbito helenístico y que los dioses hayan participado activamente en esta tragedia tan humana.

Creo que todavía nos falta mucho trabajo para determinar, como mi equipo de trabajo ha sugerido a vuestra eminencia la posibilidad que las teogonías posteriores hayan sido dictadas por el sector vencedor, el mismo Zeus encabezando otra vez una revuelta contra las viejas diosas del Olimpo pero esta vez en la configuración de la gens griega.

Pero más allá de los hechos constatados y la imaginación febril de nuestro equipo de intérpretes, me apresuro a escribirle para alertarlo de un grave problema que merece su más extrema preocupación y delicadeza. Entre los papeles que estudiaba el arzobispo hemos encontrado un octavo informe, que no fue reseñado por Eustacio en los Comentarios y que tampoco aparece mencionado en ninguno de los relatos previos y posteriores.

El último informe de Tiresias no describe una experiencia sexual, digamos, tradicional

Entendemos que el alcance de sus conclusiones pondría en tela de juicio no solamente los estudios sobre las antiguas mentalidades de los fundadores de la civilización occidental, sino a la civilización occidental misma, justo en estos momentos que comienza a conquistar el progreso definitivo de la raza humana toda. Suponemos que por eso mismo Zeus y el propio Arzobispo decidieron censurarlo.

Notará ud. que el texto está inconcluso en el lugar más inoportuno.

Nos atrevimos a eliminar el original una vez copiado. Entiendo que la lectura del mismo alcanzará para que vuestra excelencia comparta y admita nuestro crimen.

Esperando verlo pronto,
suyo,

Profesor John Whitehead.


Tebas, la de las siete puertas, Templo de Apolo

Zeus y Hera, eternos, éste es mi último informe. Este envase precario en el que habito, incluso a pesar de los dones con que me han agraciado ustedes, sigue resintiéndose al finalizar cada investigación. Cometí un error que deseo corregir con esta última misiva.
En el último que os envié estaba convencido sin lugar a dudas de haber resuelto el encargo que os preocupaba. Después de tantos años vagando el mundo de los mortales bajo la apariencia de sus hembras y en el cuerpo de sus varones, creí entender que el más abierto de los varones sensibles era incapaz de sentir más de una décima parte del placer sexual que era capaz de sentir una mujer que disfrutara plenamente de su sexualidad.

No obstante, mientras me encontraba dispuesto a emprender mi camino hacia el Olimpo para ofrecer detalles de mis misivas anteriores, hube de toparme por pura casualidad con una bella pareja de iguales en uno de los arrabales de mi querida Beocia. Los crucé en un crepúsculo particular, en una playa, y a pesar de la notable juventud de sus cuerpos, me atrapó la madurez de su amor. Mi experiencia en las tareas encomendadas por los eternos simplemente me dijeron que se trataba de un amor sincero, indestructible, colmado de afecto y un profundo conocimiento interior y del otro.

La belleza de su amor era plena. No podría, como acostumbran los mortales, escindir el placer de observar sus bellas formas y volúmenes, los matices tornasolados de sus pieles, la divina contemplación de sus rostros y cabellos, de la calidez que me embargaba al comprender la ternura infinita de sus miradas cuando éstas se encontraban en circunstancias banales.

Debo decir que Eros me unió a ellos como si fuesen una sola persona. No me enamoré únicamente de la musculatura firme y marmórea de él, de la esbelta cadera y las magníficas piernas, largas y torneadas de ella, sino de ambos, como perfecto conjunto.

Embebido de este elixir me acerqué en mi forma masculina y les ofrecí disfrutar de una cena frugal en mi residencia de verano, pero prefirieron la suya. Una hermosa y acogedora casa con dependencias y graneros propios, pertrechada de los mejores vinos y manjares que los eternos pudieron poner a la humilde disposición de los mortales.

La charla fue excelente. La sintonía que había notado en sus miradas se hacía presente en su conversación. Sus opiniones podían divergir pero ambos sostenían el placer de descubrirse en nuevos matices, en sugerentes ideas que brotaban de la respetuosa contraposición.
Funcionaban como una entidad de dos caras.

Luego de la cena nos retiramos a las literas bajo el parral. La noche y la brisa marina estaban tan dulces como las uvas. Todo nos fue embriagando hasta que ella dejó caer su suave túnica al suelo y con una sonrisa franca nos ofreció de sus pechos, su abdomen y los pliegues más íntimos de sus muslos para saciar nuestra lujuria. 

La vimos de frente, blanca pero acariciada por el sol del mediodía, el cabello rubio caía en cascada por unos hombros aterciopelados, sus pechos eran justos en su redondez juvenil y miraban hacia afuera, sus caderas invitaban al abrazo, el beso y a cebalgar en ellas y ser montado.

Todo su cuerpo sabía a fruta madura. La miel podía brotar de sus areolas tímidamente carmesí como de la puerta de su vientre. Al fondo de sus largas piernas, esa vagina latía al compás de la sangre y el néctar que brotaba de su cuerpo entero conmovido. Mientras su esposo se fusionaba en un beso apasionado, acariciando con sus férreos pero tiernos brazos toda la piel estremecida yo sentía los espasmos en mis labios, apoyados también en los de ella, pero con la cabeza entre sus piernas.

Recuerdo claramente como bebí de la copa de su vientre hasta sentirme saciado y saciarla a ella. En algún momento él supo dar continuidad a sus caricias sobre mi cuerpo, tomando mi sexo de varón con seguridad, haciéndome sentir cada centímetro de los muslos y las nalgas erizados y bullentes, empujando la savia de mi interior, humedeciéndome en la punta de mi virilidad, deseando que esa boca barbada, ese bello rostro de ojos claros y pómulos salientes me engullera todo desde lo más íntimo hasta lo más profano.

Si debo decir algo, diré que no he sentido mayor placer en toda la vida que en esa noche bajo la tibia brisa del Ática. El placer de los sentidos cabalgaba sobre la confianza incondicional de los amantes como en ninguna de mis experiencias previas. Nuestro único deseo era completarnos y elevarnos, atravesar las puertas de los sentidos hacia la sabiduría ancestral.

Confieso que no pude dominarme. En medio del cúmulo inabarcable de placer físico perdí el control de mis formas y cuando en el medio de brazos y piernas encontraba la mirada de ojos color oliva de ella sin obligarme un segundo muté a mi forma femenina y fui alcanzado por el profundo placer de sus besos en los recovecos íntimos de mi genitalidad. Sentir sus turgentes pechos empujando los míos, los pezones erectos en su lengua, no hay mayor placer que el que surge del conocimiento del propio cuerpo, y así esa mujer me hizo redescubrirme como mujer, encontrar nuevos rincones insospechados.

Él tenía el cuerpo trabajado por el sol de verano y las tareas del campo. Brazos y piernas vigorosos y un sexo generoso, sólido y bien proporcionado. Su espalda parecía sostener el universo y en ella había dejado grabarse con tintas frescas imágenes misteriosas que contaban historias antiguas. Sus pectorales eran amplios y generosos, su barba corta no terminaba de esconder dos labios gruesos y húmedos.

Y mientras intentaba que el deseo brotara brioso del miembro de mi amigo sin pensarlo volví a mi forma masculina y sentí profundo placer, nunca sentido, cuando él me penetró, con fuerza y sabiduría. Pude sentir toda su fuerza sobre mi espalda, en un abrazo íntimo, que me sostenía en la seguridad del amor y daba paso a la entrega del placer. 

Sus bocas palpitando mi sexo masculino hasta estallarlo, sus bocas lamiéndome pechos, cuello y espalda al unísono, serán recuerdos imborrables grabados para siempre en mi piel.

Nuestros líquidos fluían con suavidad y nos empalagaban, al mismo tiempo que lubricaron nuestros abrazos finales.

Y así disfrute de ambos como varón y mujer y fui fagocitado por sus movimientos expertos y llenos de ternura perdiendo la conciencia y el detalle de lo que me sucedía.

Mis conclusiones previas deben ser corregidas. Entiendo ahora con total claridad la fuente misma del placer físico entre los mortales.

Comprendo que estas nuevas conclusiones sólo pueden ser entendidas cabalmente por seres superiores como vosotros y estimo que ellas abrirán un nuevo sendero en esta cruel disputa entre padres y madres que asola el mundo de los mortales en nuestra era. En vuestra sabiduría dejo pues la tarea de resolver la lucha entre varones y mujeres, pues yo no les debo mayor agradecimiento que el de haberme permitido gozar tan plenamente de la capacidad humana de amar.

Si he de decidir quién siente mayor placer, entre mujeres que se satisfacen entre ellas, varones que se satisfacen entre ellos o las parejas de sexos contrapuestos, la conclusión es clara”

Cambridge, abril de 1877

Profesor Whitehead: 

Exijo urgente respuesta. ¿Cuál es la conclusión definitiva de Tiresias? No abandone Ishtambul bajo ninguna excusa hasta encontrarla. Repito. Son órdenes directas: ¡!!NO ABANDONE LA INVESTIGACIÓN HASTA ENCONTRAR LA CONCLUSIÓN FINAL!!!

Sir JGFrazer

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