PRIMERA PARTE: LUNA LLENA DE PRADIAL
Capítulo 1
El retorno de
Santos Capobianco
“Nel mezzo
del cammin di nostra vita
mi ritrovai
per una selva oscura
ché la
diritta via era smarrita”
La Divina Comedia
Dante
Alighieri, 1321
Escribo con
apuro porque siento el aliento de la muerte a cada paso que damos. Necesitamos
que este informe llegue a la militancia y simpatizantes para que sepan que
estamos dando batalla. Intentaré ser honesto, aunque veo la historia de esta
última semana frente a mí como si saliera de un fantástico sueño, como en un
grabado de Escher donde todo lo que parece, no es.
Todo comenzó
en el pasaje del domingo 22 de noviembre del 2015 hacia el lunes 23. La radio
seguía voceando los resultados definitivos del año más electoralero de la
historia argentina. Treinta y tres semanas de las cincuenta y dos que tardamos
en darle la vuelta entera al sol, nos las pasamos de votadera.
La fiesta de
la democracia había sido una enorme borrachera y dejaría flor de resaca.
La ventana
del departamento de la calle Artigas que alquilaba hace dos años sería la única
iluminada del viejo barrio Rawson. Entre mates y Particulares, corregía los
jeroglíficos de mis estudiantes secundarios de Balvanera y Soldati, y las
galeras del que quería ser mi primer libro de cuentos.
El viento no
se movía. Los árboles del Parque de Agronomía, al costado de la cancha de Comu,
no venían a susurrarme sus leyendas como antes. El viento norte aseguraba el calor
sin necesidad del sol. La madrugada –para ser precisos- era una selva negra y
húmeda.
Estaba a
punto de abandonarme al sueño y el cansancio cuando sonó el clásico rington del
wasáp. Detrás de su foto de perfil, Santos Capobianco volvía a aparecer en mi
vida.
“-Estás?
Tenemos que encontrarnos urgente. Me persigue la SIDE.”
Ya estaba
acostumbrado a estas apariciones sorpresivas de Capobianco. Siempre usaba
alguna artimaña, una especie de emboscada imposible de gambetear. Ya sabía que
no era sano negarse. Lo mejor era rendirse y entregarse, aceptar el destino.
Hacía más de
dos años que no lo veía, desde que me reclutó para fiscalizar el escrutinio
definitivo de las PASO del 2013 en una provincia grande del Litoral. Necesitaba
un cerebro obsesivo para deducir las boletas robadas en las urnas, detrás de
los numeritos “objetivos” de los telegramas de la justicia electoral. La peor
cloaca de la democracia que pisé en mi vida.
Aunque
militaba en El Partido desde su primera adolescencia, Santos Capobianco llevaba
unos años autoasignándose lo que él mismo había bautizado como “operaciones
especiales”. Así había resuelto sus innumerables crisis intentando mantener una
militancia profesional y una vida propia. Llevaba tatuado en el cuerpo el
programa del Partido, que consideraba el mejor que existía en esta coyuntura,
pero se negaba a casarse “hasta que la muerte los separe” con la organización
concreta que lo encarnaba. Por eso se ofrecía a las tareas más difíciles, abrir
frentes nuevos de lucha, meterse en escenarios nunca abordados.
Reconozco
que lo idealizo. En mi imaginación, Santos Capobianco hacía todo lo que yo
hubiese deseado hacer si me alcanzara el coraje. Era el espejo donde quería
duplicarme. Aunque nos criamos frente al mismo Paraná, mientras la infancia me
nutrió de cobardías y padrenuestros, “no te metás” y “por algo habrá sido”,
Santos escuchaba de su vieja las nanas de la lucha de los setenta en la que
había dejado lo mejor de su juventud. Cuando la vida me puso de testigo entre
las masas sublevadas el 20 de diciembre del 2001, Santos Capobianco tiraba las
piedras que tumbaron al presidente y que yo hubiese querido empuñar.
Cultivábamos
con menos esfuerzo del requerido una amistad importante, de esas que definen en
muchos aspectos la vida de un hombre. No me avergüenza confesar que admiraba su
particular sensibilidad para comprender el funcionamiento de la realidad social
y política del país y del mundo, así como esa romántica y libertaria ética que
guiaba sus relaciones personales con el resto de la especie.
Era obrero
de cuna. “Cuarta generación de esclavos” como le gustaba recordar para autodefinirse
con el comienzo de su novela preferida, el Espartaco
de Howard Fast. Así resumía el árbol familiar de sus abuelos, que habían dejado
de ser campesinos en la vieja Europa para venir a remarla en el barro de campos
y fábricas de la pampa húmeda, fusionándose con los herederos de los gauchos y
guaraníes en una ciudad que se había prendido como un gajito a orillas del
Paraná Medio.
Admito que
admiraba la historia de su vida. Todos los obreros jóvenes de este país vienen
naciendo con las heridas emocionales y materiales de la explotación de sus
padres tatuadas en el cuerpo y la mente. Para sostenerse en la madurez están
obligados a un enorme esfuerzo de reconstrucción sobre esos escombros. Nacen
con el alma partida y no les queda otra que soldarla a golpes de fragua para
caminar por sus propios medios.
La presión
por resolver las necesidades que obliga la pobreza y el imperativo de
sostenerse fiel a su conciencia de clase fueron las dos características que
Santos siempre sostuvo en este valle de lágrimas. Dos madres que lo dotaron de
una increíble creatividad, capaz de encontrar las soluciones más disparatadas
para los problemas más imposibles.
Pero también
lo hacían un individuo demasiado genial para ser absorbido y asimilado
fácilmente por el estómago de la sociedad, no ya de la burguesía, a quien nunca
quiso seducir, sino de sus propios compañeros de viaje y lucha, que la mayor
parte de las veces no lográbamos encontrar la forma de encastrarlo en alguna de
nuestras normas de sociabilidad y militancia.
Eterno
vagabundo, nómade irredento, parecía sufrir físicamente los períodos
prolongados de tiempo cuando la vida lo obligaba a sedentarizarse alrededor de
un trabajo fijo y rutinario. En los últimos años, después de millones de
profesiones, había recalado en una que no tiene oficina ni fábrica fija: era
mecánico de barcos, obrero industrial y marinero al mismo tiempo.
Era una
solución perfecta y dialéctica para sus obsesiones, una conexión con el mundo
arraigada en un viaje permanente. Satisfacía su ansiedad lúdica de conocer
nuevos paisajes y personas, enriquecerse con las diferentes formas azarosas de
vivir y luchar en este planeta. Cuando un lugar lo atraía, pasaba temporadas
enteras allí, escogía un trabajo, se camuflaba como un explotado más,
organizaba la lucha y disfrutaba los fines de semana con sus nuevos hermanos y
hermanas de clase. Hacía realidad la fantasía que reconoció leyendo por
accidente La noche quedó atrás de Jan
Valtin.
De paso,
combinaba sus capacidades políticas de organizador con su curiosidad de niño
juguetón. Cuando pasaba tiempo en tierra organizaba los frentes más diversos y
anudaba lazos de una red internacional. Una tarea, además, que al Partido le
resultaba útil para concretar el esfuerzo de organizarse junto a los explotados
del mundo.
Cada vez que
encaraba una aventura política que necesitaba de alguien “serio”, se aparecía
como un fantasma, desplegando su histrionismo seductor para reclutarme a su
servicio. Éramos amigos, sin duda, pero en la lucha yo era su asistente. Me
gustaba pensar que formábamos un buen equipo.
Aunque era probable
que se tratase de un delirio paranoico, la vida me había enseñado a no
subestimar nunca los pedidos de ayuda de mis amistades, por disparatados que me
pudieran parecer. Así que respondí al wasáp proponiéndole una cita en horarios
más normales.
Casi al
mismo tiempo que las dos tildes del chat se volvieron azules, el timbre del
portero sonó corto y claro. Me asomé al balcón y lo ví, parado en la esquina,
mirándome debajo de una gorra negra raída, con el escudo de Peñarol en la
frente y una sonrisa triunfal dibujándose detrás de la sombra de la visera.
Me resigné a
lo que vendría y le tiré las llaves para que subiera.
Después del
abrazo, se repetía el ritual. Con la impunidad de un amigo íntimo, Santos
comenzaba a criticar cada aspecto de mi hogar, cambiando de lugar objetos,
tirando a la basura otros, barriendo o limpiando donde le parecía. Un vendaval
que me ayudaba a ponerle fin al desorden insoportable de la casa con el que
también preparaba el escenario para su epifanía.
No parecía
un hombre perseguido, todo lo contrario, estaba eufórico.
-¿En serio
te persigue la SIDE o no sabías qué carajo inventar para caerte a casa a esta
hora? ¿No podés ser un amigo normal, rata de alcantarilla?
-Creo que se
pudrió todo, Leo.- dijo, con una sonrisa de felicidad que confirmaba la
veracidad de la situación, ya que a Santos Capobianco la presencia del enemigo,
lejos de perturbarlo, lo estimulaba.
-Ya que no
queda otra, contame.
-No es tan
sencillo de contar. Vamos a necesitar algo más. ¿Tenés el Jameson?
El whiskey
irlandés era un código. Confirmado, no iba a ser una noche más. Le habilité el
culito de la última botella que me regalaron el invierno anterior y me dispuse
a participar de esa danza mágica que Santos desencadenaba cada vez que venía a
reclutarme para sus aventuras.
-¿Qué le
estás poniendo?
-Esencia de
milenrama, lo descubrí en un pueblito rural a orillas del Río Amarillo. Tenés
que verlo, es lo más parecido al Paraná que existe en Asia.
-No
menciones su santo nombre en vano.
-Con todo
respeto, vos sabés. Es el fermentado natural que se usa para hacer Absentya en el Mediterráneo.
-¿Ajenjo?
¿No está prohibido eso?
-Todo lo que
me hace bien está prohibido por los dueños de este mundo, Leíto. Cuchá, vine
porque me acordé de esta piedra.
Tenía en sus
manos uno de los tantos recuerdos que poblaban las repisas de mis dos
bibliotecas de pino. Entre las manías obsesivas que vengo desarrollando desde
la juventud, está la de juntar todo tipo de souvenirs. Alguna vez leí a los 15
años que los etruscos, mucho antes de la expansión militar de Roma, tenían la
tradición de juntar una piedra del camino cada vez que vivían un momento clave de
su vida. Las ponían dentro de un jarrón específico y antes de morir, rompían su
jarrón y rememoraban el viaje y sus paradas. O al menos así recuerdo que empieza una de las novelas que
más profundo impacto me causó en esos años sombríos, El etrusco, de Mika Waltari.
Las seis
repisas de mis bibliotecas, la estufa camuflada de hogar a leña y cada plano
sin función aparente de mi depto estaban colmados de recuerdos de ese estilo:
adoquines de madera o piedra de diferentes calles de Buenos Aires, un pedazo de
los palcos de la Bombonera, tornillos de hierro recolectados de vías de
ferrocarril, muñequitos, adornitos, globos sin inflar, anillos, relojes, la
casa entera era un jarrón lleno de fetiches.
-No es una piedra, más respeto.
-Bueno,
señor acumulador, por este pedazo de baldoza que tenés en la repisa. ¿Cuándo
vas a tirar toda esta basura a la mierda? ¿Tan poco te interesa coger a vos?
-No entiendo
por qué mierda tenés que venir a romperme las pelotas con las “piedras” cada
vez que venís a pedirme un favor. Y soy tan pelotudo que no te rajo de una
patada en el orto sino que encima te dejo que me liquides el Jameson. Contame
qué tiene que ver esa baldoza con la SIDE y dejá de sermonearme, carajo.
-Siempre tan
amable, vos.
Santos
combatía sin vaselina mi nostágico apego al pasado porque sabía que muchas
veces se transformaba en el tobogán nefasto de la melancolía y la depresión.
-Dale,
explícame que no entiendo nada.
-¿Nunca
pensaste que los objetos pueden retener la energía de la persona que los usó?
¿Como una llave o una cajita, que si se usa bien, si encontrás la puerta
correcta te puede llevar a ese mismo momento?
-¿Entonces
en vez de un viejo acumulador, mi biblioteca es un contenedor de emociones?
-Como si
fueses el guardián y protector de las llaves de la puerta dimensional. Un
anticuario de máquinas del tiempo y el espacio.
-¿Es joda
no?
-Para nada.
El tema es así –cambió de tono, se ató el pelo con una gomita y se dispuso
corporalmente para la epifanía. Contemplo con el asombro de la primera vez el
placer de relajarme y atestiguar una sucesión inconexa de gestos e historias, como
ver a Ringo Bonavena haciendo sombra en el lívin de su casa, como leer las mil
historias en los tatuajes del hombre
ilustrado de Bradbury, un monstruo
de mil caras moviéndose en el comedor de mi casa transformado en escenario de
Shakespeare.
-Me vine de
emergencia de Kobane.
-¿No te habías
ido a Siria?
-En el
verano pasado, sí, en un barco petrolero. Hicimos escala técnica y aproveché
para retomar contactos que no veía hace mucho. La situación no está tan linda
como cuando estalló la primavera del Magreb. En Siria se está librando el ensayo
de la próxima guerra mundial, Leo.
-Sí, ya leí
El Periódico, pero ¿cómo llegaste a Kobane?
-Estuve un
tiempo en un pueblo que se llama Urem-al-Kubra, 150 km al sudoeste de Aleppo,
en una brigada internacionalista intentando sostener una fábrica textil tomada
por sus 700 obreros y sus familias. Aguantamos lo que pudimos. Los compañeros
se la habían expropiado al patrón que los negreaba para proveer al ejército de
Assad y los rusos y se negaban a laburar para los nacionalistas musulmanes del
Ejército de Liberación, para no bancar ni a los yanquis ni a los turcos.
Teníamos la esperanza de que un sector de la clase obrera siria encontrase una posición
independiente de las bandas del imperialismo que se prueban las uñas con la
masacre de su pueblo, pero nos duró poco: le metieron un bombazo teledirigido y
se acabó la esperanza.
Así que
aproveché que mi barco seguía rumbo hasta el Mar Negro, por el Bósforo,
cargando crudo y gas licuado por donde pasaba, como un lechero que agarra la 14
de acá a Posadas, pero por el Mediterráneo…
-Qué tipo
con suerte sos, la concha de la lora…
-En algún
momento arreglé que me enganchaba en la vuelta en algún puerto georgiano o
turco, me rajé para el Kurdistán y me plegué a la lucha contra el Estado
Islámico.
-No te puedo
creer…
-¿Te parece
que me lo iba a perder, bolas? ¿Luchar contra el fascismo islámico bancado por
la CIA? ¡Qué poco me conocés!
-¡Como irte
a las brigadas internacionales a España en el 36!!
-¡Mejor
todavía, ganando! Llegué justo para colaborar en la liberación de Kobane, en
enero, y me quedé.
-Basta, no
me cuentes más. Me hacés sentir mal. La envidia me mata.
-No boludo,
es en serio. Me tuve que venir de todo eso antes, imagínate lo serio que es.
-¿Y por qué
volviste?
-Cuando
estábamos revisando fotos del enemigo que nos llegaban de la inteligencia rusa,
reconocí una cara.
-Me jodés.
-Para nada, resulta
que era el mismo tipo de la SIDE que tiraba plomo colgado de la puerta del Duna
por Avenida de Mayo el 20 de diciembre de 2001. La misma cara.
-Naaaa. A vos te hizo mal el sol del desierto. ¿A eso
viniste? ¿Por eso te tomaste lo que quedaba del whiskey? ¿O te pegó mal el
milenrama?
-Te hablo
muy en serio, pelotudo, hay un agente de la SIDE que me está persiguiendo.
-¿Desde el
Argentinazo, Santos? ¿Hasta Kobane? ¿Catorce años después?
-No te estoy
diciendo que sea lógico, ni que entiendo lo que está pasando. Por eso vengo a
verte. Para entender.
-¿Porque
tengo un cascote del Argentinazo en la repisa de mi biblioteca?
-Ponele. Y porque
sos el tipo más obsesivo que conozco para una investigación y lo suficientemente
delirante para darme bola. Y porque estoy preocupado. Porque me persigue el
Estado.
-A través
del tiempo y el espacio.
-¿Ves?
-Era
sarcasmo Santos, sar-cas-mo.
-Averigüémoslo
de todos modos.
-Suponiendo
que te de bola, ¿cómo investigamos un delirio así?
-No sé, tocá
tus contactos, tus amigos del Ojo Obrero estuvieron filmando ese día, sacaron
un video. En una de esas aparece el tipo en alguna imagen, o tienen acceso a
material de archivo. Si hay una imagen de ese tipo ellos sabrán cómo
detectarla.
-Ah, lo
pensaste en serio. Ahora sí que estoy preocupado. ¿Cómo sabés que no es una
confusión entre dos caras parecidas?
-Sencillo,
porque tengo recuerdos perfectos de ese día. De los dos días digo, el miércoles
19 y el jueves 20. Porque cuando estoy combatiendo físicamente al enemigo la
adrenalina me pone extremadamente lúcido, como un ácido lisérgico.
-Como en la
remera esa “La droga que más me pega…
-…es luchar
contra el Estado”. Claro, como en la remera. Pero posta. Me pasa eso. Antes de
llegar a la columna de Diagonal Norte me habían mandado con otros compañeros a
caracterizar la posibilidad concreta de avanzar por Avenida de Mayo hasta la
Plaza. Y en medio de los gases, por 9 de Julio, pude ver al Duna chirriando
gomas y escupiendo plomo contra la masa. Del rostro que tiraba sentado en la
ventanilla no me olvido más.
-¿Y estás
seguro que es la misma cara de Kobane?
-Sí.
-¿Positivamente?
-Sep.
Debo
confesar que a pesar de conocerlo, no estaba preparado para creer una cosa así.
Y eso que una de las cosas que me atraían de Santos era que sus delirios siempre
se hacían realidad. Pero a pesar de todo, éste era claramente el más delirante
de todos. Sin embargo, lo que contó después terminó de convencerme de la
misión.
-Hay otra
cosa, hasta que vi la foto no le daba mucha importancia, pero me pasó algo más
ese 20 de diciembre. Estuve en muchas luchas, vos lo sabés, pero ese día fue
muy especial, diferente de todas. No era una marcha más o un piquete que
terminaba en bardo. Fue la primera vez que luchábamos por el poder, Leo. Otra
droga diferente, ¿me seguís?
-Claro.
Obvio, tumbamos un presidente.
-Eso. Eso
mismo. Desde diciembre de 2001 en adelante me pasa cada vez que piso la Avenida
de Mayo… una cosa rara… ¿cómo decirte?
-¿Más rara
que lo del rati que te persigue en el tiempo y el espacio?
-Mirá, es
como que cada vez que paso por la Avenida de Mayo, para lo que sea, un trámite,
una pelotudez, tengo flashes de aquel día. Si me pega el sol en la cara, siento
que es el mismo sol abrasador de ese jueves, me aturde en los ojos y veo las
nubes de gases, siento el lacrimógeno otra vez, como si lo estuviera repitiendo
en la garganta. Veo un cartel luminoso en Corrientes y el Obelisco y me parece
que son las banderas rojas de la columna de la izquierda entrando por Diagonal
Norte, escucho el ruido de una moto de mensajería y veo la fila de motoqueros
del SIMECA entrando protegidos por el túnel de la columna, con las molo en la
mano preguntando por dónde tiraban los milicos……
-A todos nos
pasa algo parecido, nene. Marchamos tantas veces por Avenida de Mayo que si no
tengo nadie que me ataje me mando a caminar por el medio de la Avenida como si
fuese mía, como si me hubieran dado un permiso a perpetuidad para cagarme en
las leyes que rigen el tránsito del resto de los mortales. La costumbre…
-No, Leo, no
te digo eso, es algo más, es como si se abriera una ventana y aparecieran
imágenes de esa tarde, como en un cine pero en la vida real.
-La
publicidad de TNT te pegó mal.
-Yo también
me cagaba de risa, pensaba que era un raye más de los míos, hasta que vi la
cara nítida del “servicio” en medio de las trincheras del Estado Islámico y
empecé a pensar que la ventana que se me abre es posta, es de verdad…
-A ver si te
entiendo, ¿vos decís que en Avenida de Mayo y 9 de Julio hay una especie de portal
tiempo-espacio que te conecta con el 20 de diciembre?
-Algo así. Sí,
ponele.
-¿Vos te das
cuenta que es un nivel de delirio inusitado incluso para vos, no?
-Por eso
mismo me lo tomo en serio, por eso mismo creo que puede ser verdad. ¿Me vas a
ayudar o no?
-Claro que
sí, hermano, considerame reclutado.
Cuando
desatamos la tensión del encuentro, hablamos un poco más de aquellas jornadas
históricas. Se desplegó en toda su fascinante magia para contar anécdotas. Era
como un cantor popular de esos a los que les tirás un tema y arrancan la payada,
como una Sherezade de arrabal y pulpería.
Nos pasamos
horas a carcajada limpia rememorando el mejor momento de nuestras vidas, desde
el arranque en el primer piquete enorme que hicimos en Ruta 3, en La Matanza, hasta
el plan de lucha que terminó con los últimos 20 años de ajuste del
fondomonetario y la caída de Duhalde después de Puente Pueyrredón.
Entre risas
y conclusiones profundas, lo despedí cuando se disiparon el whiskey y sus
efectos más brillantes, comprometiéndome a indagar el asunto. Nos citamos para
la marcha del 25, el día mundial de lucha contra todo tipo de violencia hacia
las mujeres, para cruzar info.
Para ser
sincero, cuando volví de saludarlo en la puerta de casa me desplomé en un sueño
profundo y reparador, más parecido al alivio que se tiene cuando pasaste una
noche con los sentimientos a flor de piel que cuando uno se ha encontrado ante
un misterio aterrador.
Pero como
siempre, la realidad se iba a encargar de sacudirme de este sueño inocente.
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