Muchos ojos me miran, se posan en mí. A todos ellos los
siento. Pero algunas veces, algunos de los seres de agua endurecida que caminan
por la selva, se mete dentro mío y me penetra.
Algunos nacieron de huevos,
otros, de los huevos embutidos en las panzas de sus madres. Todos me miran.
Algunos caminan erguidos, se despegan del horizonte
colorado de la tierra, y entre ellos algunos de ellos, a veces gurí, otras
gurisa, a veces locos, a veces poetas, se miran en mí mientras le beso las
suaves garras sobre el húmedo pasto.
Se sientan ahí donde termino. Arriba de la barranca colorada
o bajo el sauce que llora. Su mirada se funde con las cosas del mundo y se
pierden.
Entonces yo, que no tengo ojos, ahora me veo todo con los
suyos. Alguno se me metió tan adentro, tan imposiblemente dentro de mi
impenetrable piel sin poros ni escamas que ahora soy él.
Veo por primera vez los colores del lomo del Dorado
majestuoso, surcándome desde adentro y siento que son mis colores impresos en
la escama. Lo siento corcovear frente al anzuelo, combatir la línea del
pescador y me pongo orgulloso de su orgullo. Puedo ver al generoso Pacú y al
soberbio Surubí ahí abajo, bien contra el fondo de mi panza.
Ahora que tengo ojos también puedo ponerle palabras a las
cosas. Un juego que sólo algunos de los que caminan saben jugar. Se siente raro
pero aprendo rápido. Supe en una noche de luna llena, cuando el calor estallaba
en el aire sin necesidad del gran fuego del cielo, que eso que sentí en la cara
del pescador desnudo, acostado boca arriba en su canoa, cuando le toqué los
ojos y los labios salpicándolo a propósito, se llama libertad. O felicidad. Y
las dos cosas.
Todo brío soy. Ancho, caudaloso, lleno de furia. Todo
rebotando contra el camino de tierra abajo mío, cayendo sin fin por este
tobogán inclinado que no me deja detenerme más tiempo del que puedo demorarme
en alguna bahía, en algún recodo, a refrescarme un poco bajo los tacurales,
robarme el susurro de unos versos soñados por los poetas.
Cabalgo las selvas y soy borbotón, soy todo burbujeo, soy la
vida.
Corriendo a los empujones, saltando, me vengo a topar de
golpe una vez con sus arpones de cemento y piedra. De orilla a orilla me lacean,
quieren ponerme montura y látigo, frenillo, brocal y gris pretil. Algunos de
los que caminan pretenden gobernarme. Destruyo poco a poco y a veces con toda
mi furia sus caminos de hierro verde entubado, sus pasos de cemento gris sobre
mi lomo. Pero no se detienen. Ahora me dicen cuándo soy borbotón y cuándo manso
falso lago, para sacarme de la furia contenida del cuerpo el rayo látigo del
cielo encabronado de truenos. Y me llevan a motores y cables de cobre y conozco
el interior de sus casas, y las caras llenas de moco de sus pequeñas crías y la
golpiza secreta en las camas grandes y la batalla extraña pero entusiasta del
amor de sus cuerpos desnudos.
Ahí pasando nomás el más grande pretil de cemento después de
la curva, bajando ya de la selva de piedra negra, aprendí a sentirles su dolor.
Me obligaron a detenerme y no puedo. Me hice ancho de repente y entré a subir
las barrancas y hasta el monte. Barrí sus casitas de madera y sus juguetitos.
Desbordé sus cocinas y me llevé a sus muertos de sus entierros.
Y de los huesos brotaron
las historias que ya no son. Los arranqué del olvido fijo para que sus vivos
pudieran seguir, les limpié las miradas sin siquiera tocarlos. Pero sus dolores
ahora los siento tan míos como los aguaciles que me cosquillean el lomo por las
noches. Y el tobogán por el que caigo se hizo pozo y me sentí sólo por primera
vez cuando me tiraron sus metales y su muerte por los tubos que escupen las
costas barrosas. Algunos de ellos inventaron la muerte de una forma nueva, una
muerte que se hace más fuerte cuanto más devora y transforma en muerte todo lo
que ahoga.
Ahí te sentí por primera vez. Cuando mi abuelo viento te
trajo de allá detrás de las verdes selvas y esteros donde aparece el fuego en
el cielo, todo sangre todo azul, todo claridad. Eras igual a mí pero tus gotas
caían sobre las mías y sentí tus diferencias. Tus sabores eran otros y muy
parecidos también.
Y empecé a anhelarte, a soñar con tu encuentro. Más abajo en
la rodada infinita de mis andares escuche hablar de vos al uturú que venía
caminando el cielo con las alas. Le cantaba a sus amigos que eras menos rabiosa
que yo que lo único que te hacía diferente de resto de nuestra especie era la
belleza de tu piel acostándose en las riberas de arena al otro lado del verde y
el monte.
Recién te empecé a conocer allá cerca del final, cuando el
tobogán se hace llanura y me vuelvo lento, lento, casi que me voy deteniendo.
La barranca se hizo tan blanda que se me cayó adentro y los camalotales venían
henchidos de vos, de tus aguas dulces y cariñosas, y debajo de las casitas de
madera de largas patas nos fuimos tocando.
-¿Quién sos? –te pregunté esa tarde en medio de la Plaza de
los Dos Congresos, como saliendo de un encantamiento.
Amor de catorce años ya largos. Caminamos muchas cuadras
deshojando nuestras cortas historias pero a las tres de la tarde, tirados en la
gramilla roja y sucia debajo de ese florero grande como estatua de bronce, nos
desbordábamos de amor en las lenguas y las manos. Primer estallido juvenil que
no encontró cauce. La sangre hirviendo y bombeandosé al músculo, el esperma
espesándose en las arterias del sexo, burbujas empujando la piel y los
sentidos. Todo el cerebro anegado en dopamina y adrenalina.
Me cabalgaste por primera vez sin importarte nada el pudor y
las miradas de los laburantes del sábado inglés, sin importarte mi nombre o el
de mi familia, lejos muy lejos de las leyes que te ataban a las buenas
costumbres. Me hiciste hombre sin consumarme y nos teníamos que ir. Vos a tu
abuela y tus deberes. Yo a la parada del 86 para encontrarme con los pibes en
La Boca y salir juntos a ver por primera vez al xeneize en Banfield. Y no me
acuerdo nada del partido salvo al pelotudo de mi mejor amigo aplaudiendo al
asesino apodado Abuelo en su entrada romana en la tribuna visitante y los
hermosos techos y columnatas de la bucólica estación británica y el sorete de
Menotti tirando achiques y sanatas para volvernos con la derrota y los palos de
los cabeza de tortuga apretujado todo junto en la congoja del vagón sucio del
Roca.
Después desapareciste no sé cómo. Las negativas extrañas. Primer
amor, amor inexperto, ese momento en que descubrís que no sabés un teléfono, no
te fijaste dirección ni portero eléctrico y no te la volviste a cruzar nunca
más a la salida del colegio de tu hermana.
Las noticias sobre vos dejaron de llegar y la butaca vacía
al lado mío en el Gaumont, cuando estrenaron Tango Feroz se hicieron eternas. Y en ese desgarro primero de amor
también me hiciste hombre por primera vez.
Ahora, un cuarto de siglo después, tendría que preguntar tu
nombre para recordarlo, si quisiera.
¿Te habré seguido buscando en todas las sábanas que
siguieron, en todas las manos que amasaron la lujuria de mi cuerpo? ¿Será tu ausencia
la explicación de la amargura después de los orgasmos?
-¿Qué pasó?
Me explicaste que perdí la conciencia un segundo. El cuarto
de hotel por horas del este de Balvanera era el mismo de mi adolescencia.
Sentía tus palabras hablando y aclarando cada cosa que tocaban pero no se
movían los labios ni tus cuerdas vocales. Con ese silencio que brillaba locuaz
de la comisura de tus pupilas barrosas me dijiste que al fin nos encontrábamos.
-¿Quién sos?
-Soy vos, al fin volvemos a sernos. Esa tarde que te
suspendieron la jornada y te bajaste varias paradas antes de la muerte en la
estación del Parque Chacabuco me pareció que eras vos pero no estuve segura. Te
intuí en las anécdotas y la dulzura de tus infancias relatadas pero no me animé
a tocarte. El otro día en la Plaza Loria, al costado del Soñador de la Montaña
cuando nos tocaron las gotitas agujitas frías del río que venían volando desde
el estuario supe que eras vos y no pudimos completarnos. La luna era negra y
hasta que renaciera el cuarto creciente la vida no debe apurar su salida. La
piel falsa tejida no nos dejaba vernos. Y ahora finalmente nos hicimos agua
juntos y nos mezclamos. Ahora nos vemos. Al fin.
Empezaba a comprender con lentitud. Salía de la rigidez y me
ablandaba todo de nuevo. Volví a sentir el fuego del cielo quemándome la piel
cuando no hay viento y eras vos que me quemabas.
-¿Por qué tenemos esta forma?
-En algún momento te saliste de vos y te hiciste hombre para
caminar como ellos por tierra seca y sentir lo creado como ellos lo sentían. Y
te fui perdiendo. Te perdiste en su obsesión de construir otros mundos
parecidos al mundo y creíste que podías parcelar el tiempo y dominarlo. Como
ellos. La espesura del agua se te hizo sangre y esperma y músculo, te hiciste
hueso y te pusiste pieles de hilo, le arrancaste la piel a nuestras hijas para
cubrirte del frío, vos, justo vos que jugabas a enojarlo porque nunca pudo
congelarte.
-Me había olvidado.
-Pero ahora ya no importa porque nos encontramos.
-¿Cómo me encontraste?
-Me preocupé cuando los caburés ya no me decían donde
andabas y salí a buscarte. Fui el primer Surubí, alma que fluye con piel sin
escamas, para preguntarle a los pescadores si te habían visto y me hice
yaguareté para caminar la selva hasta donde me dijeron que te vieron. Que eras
igualito a mí pero más rebelde y juguetón, menos azul, me dijeron, y más cobre.
Me indicaron que siguiera el camino del fuego por el cielo y atravesé los
montes y las picadas. Mi piel dibujada de mil ojos negros en fondo de oro los
encandilaba. Algunos me adoraron, me imitaron y a cambio de tu huella les enseñé
a alimentarse, a esconder las toneladas de músculo vivo en la selva. A aparecer
sólo en el salto final, en la fauce clavando la aorta del cuello de la presa.
Otros que ya se vestían de pieles de hierro y plata me empezaron a perseguir y
matar. Me hice mburucuyá para que me distinguieras entre todas las flores
hermosas y te pude ver en toda tu hermosura bajando a pelo por las gargantas de
la piedra y el volcán allá por el norte. Al final me quise zambullir en vos
hecha pez sin escamas, para poder tocarte y me arrinconé fuerte contra el fondo
de tu panza.
Pero ya no estabas. Entonces quise ser mujer, para atraerte
a mi pecho. Filtré la arcilla colorada de las barrancas, escalé las raíces del
sauce viejo, me hice savia y remonté las araucarias, te grité todos los
crepúsculos del mundo en la voz de las chicharras para que no pudieras no
escucharme, me largué a colonizar todas las palmeras de la selva y más allá
bajo la escama suave de la verde piel –y azul, y roja- de las cotorras y los
guacamayos…
-¿Eras vos también en las selvas mayas y el quetzal?
-En toda selva ando yo buscándote.
-¿Sos vos todas esas tardes raras en los parques?
-No en todos los parques, sólo en esos que el caos le escapa
un poco a la supuesta perfección de los imitadores.
-¿Cómo te llamás?
-Nosotros no hablamos, no nos nombramos, porque no somos
diferentes ni diferenciables. No al menos en los términos que hablan estas
formas humanas.
-¿Cómo te dicen ellos?
-Cuando les enseñamos sus primeros lenguajes y el fuego, y
la pesca, y todo lo que sabían, me dijeron agua
del urutaú y a vos, pariente del mar.
-Ahora entiendo esa dolorosa adicción por las escolleras y
los acantilados.
-Porque tenemos que completar nuestro destino.
Y me besó la sombra de los ojos y aprendí a llorar de nuevo.
Y me hice agua en ella cuando me inundó de sus fluidos, todo jugo vaginal, sudor y sangre. Me ablandó el músculo
del sexo en sus cavidades, y fuimos uno y una, y otros todo de nuevo.
El grito del orgasmo me quebró la costra dura de la humedad
en el pecho. La primavera trunca de largo invierno al fin se hizo deshielo.
Abrió la caja de los huesos y el cuartucho de hotel se llenó de risas
revoloteando en carcajada por los rincones, buscando en bandada alegre la salida en los haces de luz furtivos detrás de la sombra de la persiana.
Así me enseñó a amarla de nuevo.
-¿Por qué tenés el cuero duro y brillante?
-Me fui endureciendo hasta encontrarte. Al principio me
adoraron con miles de nombres.
Los seducía mi audacia, mi astucia, la destreza
en la caza y el combate, los aterraba mi tormenta en la defensa de las crías.
Pero llegaron otros de muy lejos. Se fueron filtrando de las aguas y las
lianas, bajaron el fuego del cielo y nos quemaron vivos, empuñaron el corazón
de la montaña y nos cortaban en partes. Nos obligaron a vivir en dibujos de
piedra y cemento, taparon los cielos y cagaron las aguas sagradas. Trajeron
esta lengua en la que hablamos aquí. Me mataron mil veces y mil veces renací.
Me pusieron vestidos brillantes y absurdos, me hicieron madre de un hijo muerto
en una cruz. Tu última madre me rezó en una casita de cemento frente al Parque
Rivadavia para que nacieras sano y se lo concedí.
Te anduve buscando pero nunca nos encontramos a tiempo.
-¿Siempre fuiste vos en el olor de las tipas en octubre,
volando en el calor del viento de la selva?
-Sí.
-¿Siempre fuiste vos en la espuma de la yerba caliente, en
el sabor acogedor del estómago, en la nueva esperanza mirando el amanecer sobre
las copas del Parque Centenario, por encima de los patos del lago, entrando por
la ventana de la cocina?
-Siempre. Les enseñé a hablar con el viento en las tacuaras,
en las cuerdas del arpa y la guitarra, te llamé mil veces en guaranias, suaves
chamamecitos valseados, te grité fuerte y te sacudí esa noche en Vélez, cuando
tu banda preferida rockeaba El Toro en la acordeona verdulera de tu conocido de
Candelaria. Nos amamos mil veces cuando escuchabas al poeta garupeño entonando
sus gualambaos esas noches de primavera en el mágico barrio de Cortázar.
-¿Pero por qué en Buenos Aires, amor?
-Ese nombre feo le pusieron los conquistadores, nuestra
gente nunca habló así. Aprendimos hace mucho a desconfiar de los españoles.
Aunque usemos sus palabras, nunca nos entregamos. Los primeros caminantes
desnudos –no los que nacen de huevos sino los primeros que nacieron del huevo
de la panza de sus madres y comieron de sus pechos- le pusieron un nombre
práctico,
Ysyry rape ñuaiti…
-Ruta de agua que se
encuentra, recuerdo. Quisimos recordar la forma de volver al corazón de la
selva sin perdernos.
-Se oyó después que le decían mokoi ysyry oñoguaitiramo…
-Algunos se dieron cuenta que las aguas corrían sintiendo lo
mismo que nosotros nadando en ellas y recordaron con nostalgia las dos aguas que se encuentran.
Ahora recuerdo todo. Ella vino a mí como canto de calandria,
nostalgia de sauce y piñón de araucaria, como templo maya y teja jesuítica,
vino en cada alegría triste de verano, en cada campanilla lila de jacarandá, se
hizo larga serpiente de río para rozarme los pies y blindarme la piel.
-Me endurecí la corteza lo más que pude para aguantarme el
desgarro de la muerte en vida de las trabajadoras que paren el mundo de sol a
sol en los campos y las fábricas buscandoté… soy lapacho y mbói jagua para sobrevivir y abrazarte.
Desde el otro río ancho y amarillo, al otro lado de la
esfera girante se hizo dragón con las alas imaginarias de los primeros poetas
chinos y surcó los glaciares helados para entrar en las pesadillas de vikingos
y gaélicos montañeses, hasta ser serpiente de quetzal y hablarme en la memoria
de los bardos náhuatl, en la vía láctea de los fogones y las danzas lisérgicas
de la selva, la pampa y el desierto, hasta llegar a mí en los papiros y los
papeles de la corteza de nuestros serruchados hijos.
-También fuiste vos aquellos atardeceres estallando sobre
las mezquitas árabes y los cuarteles de Palermo…
-… y en los crepúsculos poéticos en medio de la barbarie
descompuesta del patio de una escuela de Villa 3…
- …fueron tuyos los ojos en cataratas frente a aquél mural
lleno de muertos luchando para salir del incendio en Plaza Once y señalar a sus
asesinos…
-…pero también la sensación de río desbordando -te acordás- cuando
nos estirábamos por el pasto y la tierra colorada, trabando fuerte todo tobillo
para evitar el gol y saliendo rápido con pelota dominada, limpios y sin falta
escarpando la punta derecha a toda velocidad de diez añitos recién cumplidos y
la gambeta para afuera, sobre la raya blanca y la alegría estallando el pecho
y los tímpanos llegando al fondo con el último aliento, el corazón golpeando para
salir cuando el pie se abría para empujarla a la red en vez de tirar el mismo
centro de siempre y las tardecitas de sol y amigos eran al fin perfectas en ese
abrazo de victoria…
-¿…y las estaciones de tren…
-… y tantos cementerios en ruinas.
Ahora que somos uno, ella quiere que consumemos nuestro
destino. Me empuja a morir definitivamente en las grandes aguas del este,
volver a juntarnos con el agua madre –toda salitre toda gigantesca ballena toda
paíño de Wilson- de la que salimos todos y todas alguna vez después del viento
eterno. Quiere que seamos mar y océano y útero salado de la vida para abrazar a
la estrella de fuego en el cósmico baile de la eternidad.
-Queda mucho por corregir, todavía, en este corto mundo –la contradije.
Tenemos que seguir horadando las ciudades de cemento para limpiar el cáncer que
nos destruye. Es nuestra obligación.
Me dijo que no iba a quedar nada en pié, que el tiempo iba a
hacer su trabajo, indefectiblemente.
-¿Van a poder arrancarse del sufrimiento y conquistar
nuevamente su derecho a gobernar?
-Siempre, por más heridos que estuvieran, se rearmaron y
dieron batalla.
Finalmente la convencí de ser un poco más ahora, antes de no
ser más nunca y de volver a nacer en el mar. Pactamos seguir encontrándonos
varias lunas crecientes más. Ayudarlos a encontrar la salida del frío y la
humedad, sostenerles el verano hasta que sequen sus lágrimas de ajuste.
Retomamos nuestras formas humanas de relojes y corpiños y
caminamos erguidos nuevamente. Acostumbrados a correr en paralelo, nos
despedimos en la Plaza que nos encontró, ella tomaría el surco subterráneo sin
agua que corría paralelo al viejo arroyo de las Naves, hasta alguna colmena de
cemento en el sudoeste; yo me sumergí a correr en el vagón de metal pintado de
punzó, hasta el lago del centro del universo, duplicando en los mapas el camino
que vengo haciendo desde el origen de las selvas.
Ahora veo todo con claridad. Cuando bajé en Ángel Gallardo
comprendí de nuevo el llamado cotidiano de esas imágenes en la cerámica de las
paredes.
Esta ciudad mal bautizada, mal encallada de cemento en el
lodazal, represa gigante que sueña detener el fluir correntoso del río y
enterrar la paz eterna de la laguna, cajón del cielo y puerto del desamparo, no
podrá nunca borrar del viento el nombre que los poetas interpretaron sabiamente,
de los sueños de sus diosas de agua, pe
tenda umi ysyry ojotopahape ojapo hagua mborayhu.
Que nadie lo desmienta, hasta que el cemento vuelva a
disolverse en la vida, y la vida vuelva a ser digna de llevar ese nombre.
[Intervención de Marcia Schvartz Clementi]
La imagen , hace entender todo , será el cause de un río de gente ,jamás laguna, y seguir soplando como el viento .
ResponderEliminarGracias Romina, enorme viniendo de una artista visual a la que le admiro tanto la imaginación y la forma de expresarla.
Eliminar