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martes, 8 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 10. Palermo Purgatorio

Capítulo 10

Palermo Purgatorio

abandonen toda esperanza los que aquí entran

Estas palabras de color oscuro
vi yo escritas en lo alto de una puerta;
y dije: “Maestro, su significado me es duro”

Y él me dijo, como persona sabia:
“Aquí conviene abandonar toda sospecha,
Toda cobardía conviene que sea muerta.”
Dante Alighieri, 1321

Podía cagarme a puteadas con Santos Capobianco por los problemas más importantes o las nimiedades más pelotudas, pero no podía, nunca pude, negarme a una misión.
Despedimos al Tony con instrucciones claras de que se deje de hacer el otro y le hinque el diente a La Divina Comedia. Aceptó macanudo, sobre todo porque le compramos una hermosa edición bilingüe en tres tomos reventando un poco más la ya kirchnerizada tarjeta de crédito que Larreta me regaló después que le arrancamos con la lucha la última titularización de media.
Pasé la noche removiendo objetos del pasado en mi casa para encontrar alguno que nos llevara al ciclo lectivo 1992, cosa de poder enganchar al profesor Teodosio Muñóz Molina. Me llevé la libreta de calificaciones que nos daban en el Colegio Guadalupe a cada estudiante por esos años, un librito de 100 páginas con tapas de cartón duro plastificado donde escrachábamos cada nota cotidiana, los exámenes, los promedios de cada trimestre y también los crímenes cometidos y las sanciones correspondientes.
Un librito buchón que nos obligaban a llevar y traer firmado por nuestros viejos, cosa que supieran exactamente qué hacían sus vástagos en el Colegio. También cargué todas las monedas que tuviesen grabada esa fecha de impresión en la cara, por las dudas que el librito no diera garantías y de paso también cargué la Cédula de Identidad que la Policía Federal obligaba a portar en esos años.
Pasada la madrugada, Santos me cargó en el Toro negro. La charla camino al Barolo fluyó por los lugares más acostumbrados y desopilantes, algo que era habitual entre nosotros, y a decir verdad los días asombrosos que estábamos viviendo no las hicieron ni un poco más interesantes que las de siempre. Caracterizamos posibles escenarios, cómo encararíamos a mi profe, qué partes del asunto convenía decirle y cuáles no… en fin, nos preparábamos para la nueva actividad.
Estábamos entrando por la enorme puerta de vidrio de Avenida de Mayo cuando lo más sorprendente del día –y eso que iba a ser un día sorprendente en realidad- nos ocurrió antes de siquiera alcanzar los ascensores. Victoria venía toda cagada de risa a abrazarnos, salida de la nada misma y fuera de todo cálculo.
-A ustedes los andaba buscando –dijo con una risa canchera que parecía un baile de cuerpo entero.
-¿De dónde saliste, boluda? –creo que dije con una mezcla de estupor y alegría.
-Descubrí el mejor Buquebús del mundo, Leo, hace quince minutos estaba paseando por la Plaza Independencia, después de caminar miles de horas desde Flor de Maroñas hasta la 18 de Julio, pegarle una vuelta a la Rambla bajo el sol, con la calabaza y las Canarias en la piel, me acordé de vos, del tarado éste y de Julito y me mandé de caradura… ¡¡y salí acá!!!
-¿Cómo tarado?
-No discutamos boludeces, Santos, la cuestión es que encontré la forma de cruzar el charco. Cortázar tenía razón, entré por el Palacio Salvo y salí acá. Tengo mucho para contarles.
-Nosotros también, Negra, pero ahora estamos medio jugados, nos estábamos tomando el bondi a 1992 para entender a Borges y resolver el problemita éste.
-¿Borges? ¿Qué tiene que ver Borges, eh?
-Ahora te cuento. Mientras tanto, mandate vos sólo Leíto, sos el que mejor conoce al profe, tenés más chances de que te de bola.
-Como siempre, me llenás la cabeza con un delirio, me convencés de tus disparates, me asegurás que vas a venir conmigo para que me quede tranquilo y después me dejás en bolas, sos un reverendo hijo de…
-Dale, no seas llorón, nosotros te hacemos la guardia en la oficina para que no tengas ningún drama en ir y volver y de paso vemos qué descubrió ésta en Uruguay.
-Alarma PDT, Santos…
-Vos me bardiaste primero, reina…
-Mientras me aseguren que no van a andar garchando como suicidas en la oficina mientras yo me tiro por el “tobogancito”, hagan lo que quieran y mátense juntos.
Chicana va, chicana viene, ganamos la oficina y antes de que me suba al desván octogonal con la libreta del colegio en las manos, Santos me para, todo ceremonioso, cosa rara en él, casi sensibilizado digamos, y me pasa el hermoso gabán de paño azul marino con solapas enormes y cruzadas y un cuello alto hasta el mentón, todo abotonado, que usaba para los viajes en altamar.
-Llevate mi abrigo por si caés en un día muy porteño, esa campera de montaña que te agarraste no se fabricaba cuando vos tenías quince… y cuídate mucho, no hagás boludeces.
No hubo abrazo pero conocía lo suficiente a Santos Capobianco para saber que en esa entrega había algo de fetiche, de amuleto protector, de despedida de amigo.
-Y pase lo que pase, Leo, nunca te olvides quién sos, de dónde venis.
-¿Qué tal? ¿Me parezco al Corto Maltés?- dije para cortar un poco la emoción y cuando cerré el gabán con la mano donde llevaba la libreta, ya había pisado sin saberlo el desván, la pequeña habitación volvió a iniciar su danza de engranajes ocultos y el suelo desapareció bajo mis pies.
Cuando volví a sentir el piso en los pies empecé un camino –sin saberlo- que me llevaría a lo más profundo y oscuro de mí mismo.
Durante todo el camino hacia el Colegio Guadalupe, desde que salí de la galería del Barolo, cada paso me hacía caer una ficha que anticipaba que algo trascendental estaba por ocurrir y ocurriría en algún momento de ese viaje, pero no podía asegurar qué sería. Decidí dejar de luchar contra la imposibilidad de deducirlo y dejarme llevar. Como si el tobogán espacio-tiempo no se hubiese cerrado detrás de la puerta del desván, como si hubiese una inercia particular en este barco invisible. Como vivir la sensación de un dejà vu permanente y al revés, como esos minutos u horas que dura el embobamiento entre que te vas despertando del último sueño y vas rascándote el cuerpo, prendiendo la ducha, poniendo la pava y tratando de discernir si lo que estás pensando es parte del sueño que tuviste o si todavía estás viviendo en él.
-Algo de la energía emocional que contienen los cuerpos debe operar en el mecanismo de la máquina del tiempo-, recuerdo que pensé cuando llegué a la calle, porque sabía con plena confianza en qué momento del año de 1992 me encontraba. Podría haber llegado en diciembre, coincidiendo con el mes en que tomé la máquina en 2015, aunque esa lógica ya había sido refutada por mi encuentro el 12 de octubre con mis dos viejos. Podría haber llegado en algún momento de diciembre, todavía, pensando en que es a fin del último trimestre que las autoridades entregaban la libreta completa de calificaciones, como la que yo tenía en las manos.
Sin embargo, el plomo de las nubes, aunque cerraba todo vestigio de luz sobre la ciudad, dejaba la claridad suficiente para saber que no era una mañana de verano. El olor de los primeros cafés, la cantidad de tránsito que recién arranca el ritmo vertiginoso del centro porteño, los padres subiendo al asiento trasero a sus hijos e hijas entre guardapolvos de jardines de infantes, cada indicio de la vida cotidiana decía que estábamos entre las seis y las siete de la mañana de algún día del otoño de 1992.
Agradecí el gesto extraño de Santos y me calcé las solapas del cuello del gabán marinero lo suficiente para que impidieran que el frío y acuoso viento del sur se me metiera por la garganta. Crucé al medio Plaza Loria saludando en mi interior el recuerdo de los anarcos y el enfrentamiento con el joven Teniente de hace unos días y a medida que me acercaba al Palacio del Congreso Nacional me debatía con fuerza, si tomar por Entre Ríos hacia la izquierda, hacer dos cuadras hasta Moreno, subir hasta el 5to B de un terrible edificio al milochocientos y pico, abrazar a mi vieja y resolver el doloroso nudo en el que toda la familia estaba metida, echar luz sobre la negrura de los nubarrones de amargura que inundaban nuestra respiración en esos días, evitar de la forma que fuera que pasara lo que finalmente pasó en junio.
Me detuve fracciones de segundo y una eternidad frente a las escalinatas del Congreso, justo en el medio equidistante de esa enorme mole de cemento perfectamente simétrica, con la punta de la cúpula de bronce verde marcando el cenit de mi angustia bajo el plomizo cielo de Buenos Aires, y el terror de volver a pisar ese departamento fatídico fue mucho más fuerte que la audacia esperanzada y delirante de revertir toda la segunda mitad de mi vida en un solo momento. Giré sobre mis talones hacia la derecha y no volví a mirar nunca más hacia atrás.
La parada del 12 no tenía techo y pantallas de plástico duro con publicidades como después, era todavía el caño azul típico con la chapa arruinada medio desdibujada con la lista de calles y plazas u hospitales que señalaban el recorrido del colectivo. Como una chicana amistosa de esas con las que nos bolaceábamos entre amigos, noté que la chapa estaba mal puesta, señalando el recorrido inverso al del colectivo que iba a tomar, desde la cabecera en Plaza Falucho hasta el viejo Puente Pueyrredón, cuando estaba parado sobre el fin de Entre Ríos, a punto de viajar hacia Palermo. Error que era bastante común en esos años y que en ese momento me pareció una última tentación del destino para que me jugase la última ficha.
Hice la cola y terminé subiendo a una de esas viejas unidades cuadradas con la fila de dos asientos a la izquierda y la fila de un asiento contra la ventanilla detrás del chofer, sin ninguna de esas novedades raras que tienen ahora, con el hueco donde se agolpa todo el mundo a la mitad del bondi, sentando el culo cansado en la baranda tubular amarilla que fue puesta para caretear un servicio a las personas de movilidad reducida que subiesen en silla de ruedas.
Pagué al chofer, no a una maquinita ni a un pequeño visor de tarjetas, con una moneda de 25 centavos de las que había rescatado en mi casa y miré con alegría de niño el boleto de papel con franjas verticales blancas y violetas que me devolvió el fercho con un diestro y fugaz movimiento de la mano derecha. Jugué con los números del boleto que no salieron capicúa y me reí por adentro sabiendo que el refrán del dorso del boleto esta mañana no iba a descubrirme nada tan asombroso ni enigmático como el viaje mismo que estaba llevando adelante.
Agradecí al chofer con una dulzura en la voz que explicaba su cara de asombro mezclada con el sueño y la cara de ojete del explotado del volante a esas horas, y me mimeticé con la veintena de cuadros colgados de las manijas de plástico duro que caían desde el techo del colectivo. Tuve que contener el acto involuntario de sacar el celu y revisar las notificaciones del fesibuk o el guasáp para no escracharme y decidí entretenerme con el juego de encontrar las diferencias entre ese camino que hice durante todas las mañanas hábiles desde marzo de 1991 hasta diciembre del 94, lo que duró mi martirio cotidiano de terminar el secundario.
Del otro lado de las ventanillas cerradas y empañadas por el vapor de cuarenta y tres alientos, Callao estaba llena como siempre, pero los autos volvían a ser Peugeot 504, Dunas y Regattas, todos nuevitos y con las patentes con la C de Capital, la B de la provincia y cada tanto una X cordobesa o alguna otra que ya no recordaba de qué provincia venía, tanto tiempo sin jugar ese juego mnemotécnico tan típico de los pibes del interior. Me saltaba el corazón de alegría cada vez que veía uno de esos viejos taxis Falcon 78 que tenían el asiento continuo, con la barra para el pasajero o los últimos sobrevivientes del 404 con los faros traseros terminados en punta y latón como si estuviésemos en los 60.
La avenida ancha se sostenía en su furor de coches y caminantes como lo hizo toda la vida, pero sin el orden ficticio que imponían los carriles exclusivos de bondis y taxis que tiene ahora, permitiendo que el 60 hiciera un quilombo para doblar antes de la Iglesia de El Salvador hacia Lavalle o que el 12 abandonara el amplio paisaje de cielo para meterse en el cajón fúnebre, todo gris cemento, de Marcelo T. hacia el noroeste.
Sacando la ropa que delataba la moda de los 90 o algún que otro bar diferente en alguna esquina de Pueyrredón, la ciudad parecía ser la misma en ese tramo de veinte cuadras que van desde las puertas del Colegio Pellegrini hasta que Marcelo T. se hace Charcas cruzando Coronel Díaz. Sin embargo, el 12 volvió a doblar por Gallo como hizo toda la vida, contragiró en Güemes y veintitrés años después, cuando nunca en la vida me hubiese imaginado que iba a volver a hacerlo, apreté bien fuerte con el pulgar derecho el frío y duro pezón del timbre sobre la puerta trasera, y pisé de nuevo la parada de Jerónimo Salguero.
 Mientras remontaba las calles con las manos en los bolsillos del gabán y un Particulares en la comisura derecha, mirando hacia la Plaza Güemes que intuía detrás de las bocacalles que tenía por delante, recordaba la soledad intensa que sentí esa primer mañana de marzo del 91 del primer día de clases en el nuevo Colegio. Venía de terminar un frustrante primer año bachiller en otro Colegio católico de varones en Posadas, donde como mucho todo el año tiene dos semanas de Julio con 10 grados de temperatura, que los misioneros llamamos con mucha audacia y desparpajo “invierno”, y que nos obligaba a la campera inflada, el gorro de lana y la bufanda. El frío y la humedad del barroso Río de la Plata no tenían nada que ver con el humor dulzón y amistoso del glorioso y ancho Paraná.
En toda mi vida había pasado tanto tiempo subido a un colectivo, si es que alguna vez lo había usado para ir desde mi casa en Colón y Tucumán hasta el Anfiteatro de la Costanera. Ni qué hablar del pánico que sentía todavía, pocos meses en la Gran Capital de ver tanta y tanta cantidad de gente, autos, edificios y bares.
Cuando levanté la cabeza en el borde de la Plaza para mirar los dos crucifijos de hierro forjado que coronaban sendos campanarios de la enorme Basílica de Guadalupe, habré sentido lo mismo que el campesino del Valle del Éufrates cuando contemplaba por primera vez la cara del Zigurat de Ur, acostumbrado a un terreno llano sin montañas, apesadumbrado del poder de quienes le robaban la vida en impuestos, capaces de parir montañas de adobe y piedra caliza en medio de las llanuras y desiertos.
Solo y pequeño, indefenso, vulnerable frente a la enorme urbe porteña y sus instituciones.
Esta parte de Palermo que todavía deben llamar Plaza Freud –debido al impacto que generó en los porteños de la década del 60 la gran cantidad de psicoanalistas que alquilaban sus primeros consultorios en las manzanas linderas- sí estaba cambiada. Volví a distanciarme del ensimismamiento en esos días de pubertad vulnerable cuando comprobé que el tiempo es capaz de destruir incluso aquéllas cadenas de fast food que nos parecieron tan del primer mundo en esos ingenuos años y la visión frente mío del Pumper-Nic y el logo caimanesco me hicieron retomar la confianza.
Una bandada de adolescentes en chombas celestes con el nombre del colegio en la espalda y el escudo azulgrana en el bolsillo izquierdo, con sus horribles pantalones de paño gris y sus kikers marrones o negros de cordones cuadrados -imposibles e inútiles-, corriendo desesperados para que el portero jorobado y jodido no les cerrara el enorme portón de madera de la calle Paraguay en la cara, bajo el fin de la ilusión y el idilio matutino que marcaban las campanas de la Iglesia tocando la hora definitiva de entrar a estudiar, me pasó rauda por los costados del gabán y por un segundo pude retener algo de lo mejor de la rebeldía de aquéllos años, sabiendo que las corridas desesperadas alguna vez supieron terminar en rateadas al nuevito shópin Alto Palermo o aquella mucho más poética escapada a Caminito y el Museo Quinquela Martín, que valió la pena del tirón de orejas y las quichisientas amonestaciones que nos comimos con Santiago Iribarne en el único acto valiente que ese pibe debe haber cometido en toda su vida, sea donde sea que lo haya llevado si es que sigue vivo en el futuro.
Me dí cuenta por primera vez que llevaba toda la mañana viviendo el mundo desde 15 o veinte centímetros debajo de mi altura adulta, como si estuviera absorbido por esta extraña vivencia de retomar la senda de mi vida veintitrés años después. Sentí claramente que me despegaba por primera vez la vista y podía mirar desde arriba a estos adolescentes torpes y engreídos de la comunidad palermitano-guadalupana, secta de víctimas no tan inocentes de las arrogantes familias de la pequeña y gran burguesía, que bajaban de lujosos autos entre saludos de compromiso con el chofer o el padre profesional que cumplía con sus obligaciones antes de ir a chupar medias y cagar empleados a los bancos y empresas donde fungían de ejecutivos.
Oculté mi viejo desprecio contra toda esa casta de comemierdas que, me enorgullecí de mí mismo, mantuve durante todos estos años, incólume. Porque siempre me sostuve en ese lugar marginal de pibito de clase media, hijo de la sufrida dueña de una modesta mercería en Balvanera, gurisito del Interior lejano que sólo se había mezclado con esta bosta por la puta coincidencia de la Congregación de pederastas con sotana de origen alemán que habían fundado el colegio misionero donde hice toda mi primaria y ésta enorme masa de cemento, rejas y caoba en los márgenes del Viejo Palermo allá por el 1901, con todas las concesiones inmobiliarias e impositivas que la municipalidad siempre tuvo para con los esbirros Vaticanos por estas tierras, desde la Conquista hasta el futuro de donde venía.
-Gracioso -pensé- a punto de entrar al Infierno, mirando las puertas de la enorme Basílica en esta mañana gris y húmeda de otoño porteño, donde debería leer el clásico “abandona aquí toda esperanza” que según el Dante figuraba escrito en la entrada del Reino de Lucifer, lejos de entrar con la cabeza gacha y cagado hasta las patas, la enseña que me asegura la salida exitosa de la misión es “Nunca te olvides quién sos, de dónde vienes y a dónde te diriges”-.
Encaré con total impunidad hacia la intendencia de la Planta Baja y me presenté.
-Busco al Profesor Muñoz Molina. ¿Vino a trabajar hoy?
El bedel de turno levantó un poco los ojos de una montaña de papeles y sobre sus lentes de lectura me señaló la escalera, indicando con el gesto que me fijara en la sala de profesores.
En un destello del margen del ojo pude ver a las falanges de los cursos y divisiones de varones celestes y grises formados en perfecta escuadra, tomando distancia con el hombro derecho de adelante y el del costado izquierdo, como en el ejército, en el fondo de la olla de baldosas grises de ese patio atroz, rodeado del edificio de la Basílica y los cinco pisos de aulas y gimnasio, con las crueles rejas sobre el muro exterior de la calle Julián Álvarez. Con el acero del cielo cerrado sobre ellos ahí estaba la mejor imagen que mi inconsciente le podría haber puesto al primer círculo del infierno. Una cárcel aburrida y opresiva de una Iglesia vaticana y nacionalista, cría de fascistas de mucha guita: eso era ese patio, ese colegio.
-Cuna de garcas -volví a pensar, y subí los escalones de mármol desgastados hasta la Sala de Profesores en el primer piso. Pasé de largo sin prestarle importancia a las oficinas del Rector Académico, un petiso que había sido bochado por esta natural condición del Ejército y por alguna degenerada fijación este resentido había llenado cada centímetro de la pared de su oficina con fotos y referencias del Ejército y la Marina en combate, en exhibición, en actos protocolares, desde los 70 hasta el presente. Hacía un culto del lugar donde lo habían discriminado por petiso.
Seguí de largo por la Rectoría del obeso sacerdote alemán que regía los destinos morales de su estudiantado y manejaba a discreción las enormes sumas de francos alemanes que venían de la casa matriz. Este hijo de puta osó decirme en confesión que la más bella alma de todas las que conocía iba a pasarse la eternidad en la tortura cotidiana del infierno por haber intentado quitarse la vida. Años después, se supo que se morfaba la guita de Alemania y casi funde el Colegio junto a un famoso y gris secretario que desapareció con un par de valijas cuando el chanchuyo estuvo por descubrirse.
La Sala de Profesores era una de esas que no existen en las escuelas del Estado en las que laburé durante quince años. Inmensa, con ventanales de finas maderas barnizadas que daban a las arboledas de la calle, una enorme mesa de caoba en el centro de la sala y pintorescos casilleros de madera con pequeñas etiquetas señalando los títulos nobiliarios de cada docente que guardaba sus bártulos allí.
Reconocí a Muñoz Molina más por su típica pose, sentado, de piernas cruzadas, pero como si se estirase en el sillón, con un Chesterfield largo entre los largos y finos dedos de la mano derecha, que sacudía mecánicamente con la uña del pulgar, unas veces sacudiendo el filtro y otras veces sacando la ceniza directamente con la uña larga del meñique en estrambótica pero aparente fina maniobra.
Lo veía de atrás, charlando con esa típica voz de carraspera crónica de los viejos fumadores, frente al profe de Literatura de cuarto, que lo veneraba como a un Maestro medieval y como un sincero amigo. Despósito se llamaba, se llama creo. Me vió de frente y con el gabán, esperando como uno de los fantasmas de Scrooge y cortó la sonrisa sarcástica que generó el último comentario de su amigo, le tocó porteñamente la rodilla y me señaló.
-¿Quién carajo me interrumpe en el remate de una anécdota? –gritaba con la voz arenosa pero todavía llena de vitalidad el viejo cascarrabias mientras giraba hacia mí, entrecerrando los ojos detrás de los dos culos de botella de los anteojos de carey, parapetados sobre la gruesa nariz y el bigote tupido y amarillento sobre el pucho.
-Mi nombre es Santos Capobianco, -dije con calma y aplomo- necesito hablar con usted, es un tema grave.
-No conozco a nadie con ese nombre- respondió bajándose de la pose irónica.
-Si me permite hablar a solas, le demostraré que sí lo conoce.
-Si el tema es grave podemos hablar. No entro hasta la última hora y los pibes de tercero B están de excursión. Vamos al aula, pase por aquí.
Traté de no aflojarme ante la vista de las viejas aulas, de no buscar en cada rostro sentado aquéllos tantas veces vistos, el mío propio.
-Dígame en qué lo puedo ayudar joven -dijo con precaución mientras se sentaba detrás del escritorio del profesor, especie de sólido púlpito horizontal desde donde dominaba el centro del aula, mirándome con ojos de halcón miope, radiografiándome.
-Como estábamos en público me ví obligado a darle un nombre falso. En realidad me llamo Leonardo Grande Cobián, usted me conoció.
-Mire, no sé qué puede estar pasando acá pero le aclaro dos cosas –el viejo no se amedrentaba frente a nada una vez sentado en su escritorio- si quiero pego dos gritos y acá se llena de pibes, docentes y autoridades y no respondo de su integridad física; y la segunda es que Leonardo Grande Cobián tiene quince años y en este momento debe estar pelotudeando en la clase de Geografía o sacudiéndose la pistolita en el baño. Pongámonos de acuerdo, ¿quién es usted? O grito.
-No hace falta que se alarme o alarme a nadie. Sé perfectamente que Leonardo debe estar donde usted dice en este momento. Yo soy él mismo, vengo del futuro-. Y antes que pudiese gritar le puse en el escritorio la libreta con todas las calificaciones y observaciones del año entero con las firmas de los profesores y autoridades, incluida la suya propia, y mi letra manuscrita por todos lados.
Analizó la libreta con detenimiento y atención. Levantó los ojos de los culos de botella y me registró completo. En un espasmo alzó el largo brazo izquierdo y gritó en dirección a la puerta del aula, detrás de mí:
-¡Eh, pibe, andá al aula de tercero A y deciles que te den la libreta de Leonardo Grande Cobián, que la pido yo! ¡Y volvé corriendo pendejo!!
Se volvió hacia mí y dijo, todavía midiendo el tono de voz y las palabras.
-Supongamos que esto no sea una absurda falsificación y que usted sea quien dice ser, ¿qué se supone que hace aquí? ¿Qué busca?
-No le puedo dar detalles de mi misión. La máquina que me trajo hasta aquí fue construida con un objetivo, digamos, macabro. Pertenezco a un grupo de gente secreto, independiente de cualquier fuerza estatal, que pretende descubrir ese objetivo y detenerlo. Y para descubrir de qué se trata necesito entender completa y acabadamente la opinión de Borges sobre la Divina Comedia de Dante Alighieri. Aunque parezca absurdo, o irreal, usted es la única persona que conozco que puede ser capaz de explicarme el problema de manera que lo entienda.
Corté la explicación porque entraba el estudiante con el mandado. Muñoz se lo sacó de las manos y lo despidió con un insulto irónico y pueril del aula. Tomó las dos libretas y pasó un par de minutos examinándolas con sumo cuidado.
-Son idénticas –concluyó- pero la suya está completa y desvencijada. –levantó los ojos por encima de los lentes y preguntó, con agudeza- ¿qué edad tiene ahora?
Entendí la sutileza de la pregunta y respondí sosteniendo el tono del juego –Vengo de noviembre de 2015, cumplí 38 años el último 18 de julio. Ahora tengo quince años.
-Veintitrés años no son mucho tiempo para justificar un viaje en una máquina fantástica, pero imagino que son suficientes para que incluso alguien tan importante como yo no haya tenido la suerte de poder charlar con usted en 2015…
-Traigo conmigo una foto de su obituario, si es que lo desea.
-No va a ser necesario. Como fanático de este tipo de historias está claro que no deseo quitarle lo único bello que tiene la vida, el misterio de no saber cuándo ni cómo uno ha de abandonarla. Siéntese. ¿A qué se dedica?
-Gracias. Soy docente.
-No estará aquí para reprocharme la estupidez de su decisión profesional, imagino.
-Para nada, aunque en buena medida se la debo a usted.
-¿Es un buen docente?
-Todo lo bueno que puedo.
-Pensaba que odiaba la gramática y la sintaxis.
-Las sigo odiando, enseño Historia.
-No entiendo entonces qué tuve que ver.
-Sus clases sobre Mika Waltari, el escritor finlandés de las novelas históricas de los años 50, las leí completas el verano siguiente a este otoño y confundí mi vocación. Creí que me apasionaba la Historia, cuando lo que debía haber aprendido es que me fascinaba la literatura. Nunca fui un alumno atento.
-Aceptado. Algo más antes de empezar con su pedido, ¿por qué se presentó con ese apellido?
-Es una larga historia. Pero sí, recuerda usted bien, también en el juego de mis seudónimos usted es responsable.
-¿Qué quiere saber de La Divina Comedia y de Borges?
-Todo. Desde el principio. No la he leído. Ni las observaciones de Borges. Me urge.
-Imagino de todos modos que alguna impresión general tiene del asunto. Borges opinaba que La Divina Comedia era la novela más importante de la literatura mundial en occidente, una especie de obra monumental equivalente a Las Mil y Una Noches para la literatura árabe. Me tocó la suerte de estar en la primera de las siete conferencias que dictó en el 77 sobre diversos temas. Qué curioso, ahora que lo pienso esa charla sobre la Comedia fue en julio…
-Cuando yo nacía. Sí, curioso…
-En fin, Borges es puteado y alabado como un gran genio culto, pero el tipo siempre mantuvo un humor, un carácter, cómo decirlo, bien porteño. Aunque le pueda parecer indignante, no es el tema la moral del asunto, el tipo tenía un humor muy sarcástico, casi imperceptible. En 1980 se publicaron las desgrabaciones de las charlas y cuando las leí recordé que se refirió a la época en que había leído por primera vez la Comedia diciendo que había sido “antes de la dictadura”. Usted notará la fineza, en vez de referirse a la dictadura de Videla, no iba a decir que había leído a Dante un año antes de dar la charla…
-Se refería al peronismo…
-jejejeje… claro. Una porquería de persona, pero muy gracioso. Le marco este hecho porque habla mucho de Borges, y de su amor por la Comedia.  Antes del 45 Borges ya no era más un muchachito bohemio jugando a la rebeldía con sus amigotes que soñaban con ser grandes escritores o pintores, recorriendo los arrabales de Ortúzar, Palermo o Villa Crespo para vivir aventuras en prostíbulos o pulperías de malevos, haciéndose los anarquistas y bolcheviques. La guita de la vieja familia señorial y la casona de Palermo ya no andaban más y el tipo se tomaba el tranvía para ir a laburar en una biblioteca del Estado en Carlos Calvo y La Plata.
-Almagro.
-Almagro sur, dice Borges, que era un fanático de las precisiones, más en cuanto a sus geografías. Y en el tranvía, en lugar de matar el tiempo muerto leyendo el diario o una novela o cualquier folletín, como haría cualquier laburante normal, el tipo se bajó los tres tomos de una edición bilingüe, del toscano antiguo al inglés, diciendo con altanería que cuando llegó a las últimas páginas ya lo leía directamente del italiano… un fuera de serie.
-¿Por qué es importante esa anécdota?
-El tipo la contaba para explicar la importancia de leer la Comedia en idioma original, porque era un defensor acérrimo del uso musical de la lengua, porque el escritor supremo para Borges es un artesano dedicado que además del sentido, del contenido de lo que se escribe, presta atención a la musicalidad con que se dice. Más en una obra en verso. Porque la Comedia está escrita en cien cantos o capítulos de 49 tercetos y un verso final cada uno. Es una obra narrativa, porque cuenta, describe, una historia, con su inicio, nudo y desenlace pero en verso, con rima. Lo que se clasifica como poesía épica. Y Borges subraya algo muy bello en esa charla, que la poesía nos recuerda que toda la literatura nació en la oralidad, cuando los primeros seres humanos le contaban los hechos significativos del pasado a sus hijos tratando de recordar muchos eventos muy antiguos y la única manera de hacerlo sin poder escribir, es decir, la única forma de recordar tantas cosas era rimándolas. “El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto” y por lo tanto “la idea de que nosotros estamos hechos para el arte, estamos hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son esencialmente distintas”.
Aunque aceptaba el juego que me proponía mi viejo profesor, no sabía distinguir si cada epifanía que iluminaba una parte de mi propia vida surgía azarosamente de mis relaciones mentales sobre lo que oía o si estaba metido en un juego mental donde era guiado como un simple títere.
-Usted quiere decir que no me confundí tanto, y entre la Historia que terminé estudiando y la Literatura no hay mucha diferencia.
-En todo caso lo dice Borges, no yo, si le interesa mi opinión su error fue ser docente…
-Eso está claro. Además de la relación atávica entre poesía e historia, qué otra cosa ilustra la anécdota del tranvía. Usted señaló dos cosas…
-Claro. Siempre me llamó la atención que hiciese una referencia tan tierna de su juventud. Borges medía cada centímetro de lo que decía o escribía. Entonces creo que esa ternura en el recuerdo de un momento transicional, además de cierta nostalgia por una juventud, una lozanía y una visión que ya no volvería a tener, encubría también la explicación de su amor por la Comedia. Porque Borges reivindica que su placer por la Comedia no era puramente erudito sino hedónico.
-Explíquese por favor.
-Borges era un intelectual erudito del estilo de los grandes sabios del siglo XVIII o XIX, un intelectual aristocrático, un tipo con el tiempo suficiente para dedicarse a estudiar en detalle grandes porciones del conocimiento universal, en idioma original incluso. Intelectuales que no existen más como no existen más las castas de nobles y mecenas que permitían que eso existiera. Borges despreciaba a la burguesía porque era una clase social muy adinerada pero que no cultivaba con su opulencia este tipo de placeres intelectuales. Sin embargo, y aunque seguramente estudió cada ensayo importante o menor sobre la Divina Comedia y toda la obra de Dante, Borges quería explicar que la primera vez que la leyó, la leyó por el simple placer de leer una buena historia, por puro placer estético-emocional. Y eso, que creo que es sincero, es maravilloso. En esa conferencia, y en los 9 ensayos que publicó poco después sobre la Comedia, Borges insta permanentemente a leerla con la inocencia de un adolescente o un niño, como él mismo dice, citando a Coledrige, “con fe poética, una voluntaria suspensión de la incredulidad”. O sea, despojándose de la sabiduría de que se trata de una obra escrita en determinado siglo, con determinado objetivo, etc. etc.
-Creyéndosela.
-Pongamoslé. Entonces dice que claro, que nadie puede decir la barbaridad de que Dante creía que el infierno, el purgatorio y el cielo eran así como los describe, que existían realmente de esa particular forma que él los describe. Pero que había que leer la Comedia de corrido, como quien mira una película sin pensar que son actores interpretando un guión, sino pensando en que Dante soñó realmente con los sucesos que describe, tratando de creerse el universo que Dante soñó.
-¿Y cómo es ese universo?
-Bueno, a ver si recuerdo…
Algo parecido a la fascinación me pasa cuando detecto que estoy escuchando a un tipo citar de memoria y con exactitud un texto. Me doy cuenta por la forma en que entornan los ojos, como en una visión chamánica, por la forma en que cambian el tono de voz, como si se tratase de los viejos cantores que recitaban la Torá o el Antiguo Testamento en las liturgias antiguas. Son tipos que tienen lo que se llama una memoria fotográfica y son capaces de hacer eso que Borges hacía, citar con exactitud, con las mismas comas que en el texto original.
-La Tierra es una esfera inmóvil; en el centro del hemisferio boreal (que es el permitido a los hombres) está la montaña de Sión; a noventa grados de la montaña, al oriente, un río muere, el Ganges; a noventa grados de la montaña, al poniente, un río nace, el Ebro. El hemisferio austral es de agua, no de tierra, y ha sido vedado a los hombres; en el centro hay una montaña antípoda de Sión, la montaña del Purgatorio. Los dos ríos y las dos montañas equidistantes inscriben en la esfera una cruz. Bajo la montaña de Sión, pero harto más ancho, se abre hasta el centro de la Tierra un cono invertido, el Infierno, dividido en círculos decrecientes, que son como las gradas de un anfiteatro. Los círculos son nueve y es ruinosa y atroz su topografía; los cinco primeros forman el Alto Infierno, los cuatro últimos, el Infierno Inferior, que es una ciudad con mezquitas rojas, cercada de murallas de hierro. Adentro hay sepulturas, pozos, despeñaderos, pantanos y arenales; en el ápice del cono está Lucifer, “el gusano que horada el mundo”. Una grieta que abrieron en la roca las aguas del Leteo comunica el fondo del Infierno con la base del Purgatorio. Esta montaña es una gran isla y tiene una puerta; en su ladera se escalonan terrazas que significan los pecados mortales; el jardín del Edén florece en la cumbre. Giran en torno de la Tierra nueve esferas concéntricas; las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino, llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, donde la Rosa de los Justos se abre, inconmensurable, alrededor de un punto, que es Dios.”.
-Impresionante. Muy bello también, lo felicito.
-Es la mejor descripción del mapa de la obra de Dante que he leído.
-O sea, una montaña en el hemisferio norte que adentro tiene un cono, que es el infierno, en la punta del cono está lucifer y de ahí se pasa a la otra montaña, en el hemisferio sur, que es el purgatorio, se sube esa montaña y se llega al cielo. ¿Más o menos así?
-Con mucha menos poesía. Hizo bien en ser docente, Grande Cobián.
-Ahora, lo de los cielos es la astronomía de Ptolomeo, lo del infierno y purgatorio es la escolástica clásica de la teología católica oficial… ¿pero según el tipo la Tierra es una esfera? ¿Esa idea no estaba prohibida en el 1300?
-Muy perspicaz, estimado historiador. Claro, es una idea herética para la época. La Santa Inquisición decía que el mundo era plano. Y no es la única idea hereje de la Comedia. Están los personajes principales, los protagonistas. La historia es muy sencilla, a la mitad de su vida, y en medio de una crisis existencial, Dante desciende al Infierno, purga sus pecados mortales escalando el Purgatorio y es recibido en el Cielo por Beatrice Portinari, su amada, su amor más puro y perfecto. Por eso está en el cielo, y porque la mina palmó a los 25 años, antes de que Dante escribiera la Comedia. El tipo que guía a Dante por el Infierno y el Purgatorio, el que lo conduce hacia el Paraíso, es Virgilio, el gran poeta latino, es decir, un tipo que no era cristiano, que era pagano. Dios le permite a un tipo que no murió –Dante es el único personaje vivo de la novela- que atraviese su creación guiado por un tipo que no cree en Dios sino en los miles de dioses paganos de la antigüedad romana y griega.
Y algo más, que señala Borges con mucha genialidad, a medida que Dante va atravesando cada canto, se encuentra con cientos de personajes reales, es decir, que existieron en su época o antes, que fueron condenados por sus pecados y que están siendo castigados por Dios o bien que los están purgando, y el Dante, reconociendo la justicia del designio divino, se pasa toda la novela sintiendo compasión por algunos de ellos, lo cual es una forma de perdonarlos…
-O sea que ocupa el lugar de dios…
-Claro, el peor de los pecados. De hecho una lectura posible es que el Dante de carne y hueso, no el personaje de la novela de Dante, escriba como una forma rara y estrambótica de confesar su pecado de orgullo, para poder limpiarse, en vida, de todas sus porquerías y así tener el privilegio de, una vez muerto, poder llegar al cielo, donde está seguro que se va a encontrar con Beatrice, a quien amaba profundamente.
-El tipo se había casado con Beatrice.
-No, ahí está el chiste. El Dante real estuvo enamorado de Beatrice desde los 9 años, nunca le dijo nada, cuando fue adulto se casó con otra mina cumpliendo con los compromisos y necesidades político-financieras de su familia…
-En última instancia eso es el matrimonio.
-Veo que algo entendió de mis clases, Grande Cobián. Y después, a los 25, Beatrice espicha, y Dante se queda con las ganas, o sea que el suyo fue un amor platónico, no carnal, es decir, para la teología católica…
-Puro, sagrado, santo.
-Exacto.
-O sea que el tipo escribe la novela más leída en 600 años para poder estar con la mina que amaba toda la eternidad… simple, pero genial.
-Claro. ¿Usted sigue siendo católico Grande Cobián?
-No, gracias a Dios.
-Jejejeje. Pero recuerda algo del asunto.
-Sí, que la Iglesia ha traicionado el mensaje clasista y anti-imperialista original del cristianismo primitivo y después de ser comprada por Constantino en el siglo IV d.C. adoptó el dogma de Platón, un pagano de mucho prestigio en el Bajo Imperio, inventó la truchada de que a Cristo lo matan los propios judíos para lavarle la responsabilidad al Estado que combatieron los mártires durante 300 años y adopta esta teología de control social de la dualidad entre la pureza del espíritu, los pecados de la carne y la búsqueda del Reino de los Cielos después de muerto. Unos hijos de puta.
-Bueno, usted recordará que yo no soy un chupa-cirios, pero no me atrevería a tanto. Después vinieron Santo Tomás, la Rerum Novarum, el propio Juan Pablo II.
-Mire Muñoz, no he venido de tan lejos a pelearme con usted, y mejor no le cuento los muchachos que agarraron después de Juan Pablo II para que no le agarre un bobazo prematuro, pero ese aspecto de mi pasado ya lo he dilucidado.
-¿Ah sí? ¿No será un poco soberbio de su parte? No vaya a ser que termine como el Dante, encontrando una excusa para escribir una novela inmortal…
-No sé el Dante, por lo que usted dice el tipo reivindica una cosmovisión platónica del infierno y el paraíso. La necesidad de atravesar la tortura física más desgarradora, para despojarse de las pasiones sensoriales, el disfrute de la comida, el sexo, el perdón de su soberbia y así “limpiarse” de las “tentaciones” del mundo real para granjearse un lugar de pureza celestial, sabiduría y contemplación eterna. No es mi caso.
-¿Cuál es su caso, si me permite la curiosidad?
-Para hacérsela corta, durante este mismo año, en esta misma escuela, con mis humildes y vulnerables quince años, me estallaron en la jeta la enorme cantidad de mentira e hipocresía en las que se sostenía toda mi vida, la de mi familia y la de mi escolarización desde los 5 años. Mi familia encubría una bestia que abusaba por lo menos psicológicamente de sus miembros más indefensos, protegido por el mandato patriarcal de sostenernos materialmente y una vez que estalló la verdad, todo mi mundo me traicionó, para encubrirlo. Antes que los psicólogos y psiquiatras del Hospital de Niños y de las clínicas privadas, antes que los jueces y abogados que cagaron a mi vieja, estuvo esta puta escuela y sus clérigos. En los siguientes dos años, hasta que terminé el secundario se fueron al bombo más de la mitad de las familias de clase media palermitana en las que vivían mis mejores amigos y lejos de sostenerlos como miembros lastimados de la gran familia católica, los propios curas salieron a cobrarles la deuda de la cuota o mandarlos al carajo. Este Colegio me enseñó que el catolicismo es una religión de estafadores morales y traidores que sólo bailan por el mísero dinero.
-El pecado de Simonía…
-¿El qué?
-El viejo pecado de Simonía, de corrupción material de los obispos y sacerdotes. Déjeme que le haga un regalo, Grande Cobián.
Y le volvió a gritar a otro estudiante que pasaba por el pasillo para que trajese de la Biblioteca un ejemplar del primer tomo de la Comedia de Alighieri.
-Usted comprenderá que estoy corto de tiempo, Muñoz, para una de sus gracias. Con todo respeto.
-Treinta y ocho años y sigue siendo un pendejo insolente, Grande Cobián. Acá está, déjeme ver… aquí, lea aquí.
Leí:
ahí, Costantin, di quanto mal fu matre,
non la tua conversión, ma quella dote
che da te preste il primo rico patre!”.
-No entiendo.
-Claro. Es el canto XIX, del Infierno. Dante y Virgilio se encuentran con Giovanni Gaetano Orsini, el Papa Nicolás III entre 1277 y 1280, contemporáneo del Dante, que lo ubica enterrado vivo por los demonios boca abajo, castigo destinado en la Florencia real a los asesinos. Dante acusa a este Papa -y en su nombre a muchos otros- de haberse dedicado a acumular riquezas y venderse por coimas. En el verso que leyó recién, Alighieri resume su posición política sobre el punto, ya que ubica el origen de todos los males de corrupción de la Iglesia en el momento que Constantino le otorga al primer Papa (il primo patre) los fondos del Estado romano para mantener a la Iglesia como aparato de legitimación del poder político. Pero no le reprocha haberse convertido al catolicismo, es decir, Dante no reniega de la religión, ni siquiera de la Iglesia, las jerarquías y la Curia. En última instancia se pasó toda su vida, incluso después del destierro, tratando de ser contratado por funcionarios católicos. Lo que parece defender el Dante es la separación de la Iglesia del poder terrenal, del Estado imperial y los recursos económicos del Estado.
-Mire usted…
-Su misma conclusión, 600 años antes, Grande Cobián. Sin embargo, Borges diría que todo el tema de las herejías de Dante, el contexto histórico, la lucha de güelfos y gibelinos, debería ser olvidado para leer la Comedia.
-¿Olvidarse que el tipo escribe un manifiesto político para defender sus posiciones materiales? Es pretender arrancarle al Dante uno de los sentidos más importantes de su obra.
-Puede ser, pero usted quería comprender a Borges. Borges ama la Comedia como hecho artístico, literario, como quien ama una preciosa obra de un genial artesano. Ama la literatura como invención humana de alcance divino. Le gusta el invento y cómo fue inventado. Reconoce haber encontrado en la Comedia una serie de técnicas literarias que decide intentar.
-¿Por ejemplo?
-¿Por qué la curiosidad? ¿Quiere ser escritor?
-Uno nunca sabe, pero sólo trato de entender.
-Por ejemplo el recurso tan eficaz de diseñar un largo viaje de auto-conocimiento con una dupla de amigos como protagonista, algo que Cervantes usó en el Quijote y Sancho Panza; por ejemplo una forma muy particular de metáfora, el intento de fusionar en una sola imagen dos conceptos diferentes pero relacionados; por ejemplo la idea del personaje “monstruoso”, es decir un personaje que se construye con miles de caras de personas diferentes que no puede ni debe ser resumido a una persona de carne y hueso... Mire, se lo resumo. En el prólogo de los Nueve ensayos dantescos, del 82, cuatro años antes de morir, el tipo compara la Comedia con una “lámina pintada hace muchos siglos”, “en una biblioteca oriental” que contiene en sus dibujos, grabados o pinturas todo lo que existe, lo que existió, lo que existirá. Es el mismo concepto que buscó con su propia literatura toda su vida, es la explicación definitiva de El aleph, la letra sagrada de la khabalah hebrea, el alfa y el omega, el infinito, el punto del sótano de la casa de Beatriz Viterbo –un símbolo de su amor puro- que encuentra él mismo después del entierro de la mina… En algún punto Jorge Luis Borges intentó ser Dante y crear su propia Comedia.
-Una tesis interesante la suya.
-No es mía, es una confesión del propio Borges. Fíjese en una de las cosas que más rescata de la técnica del artesano-escritor, del inventor de ficciones, la enorme capacidad de Dante por describir el carácter de un personaje en una sola pincelada, resumiendo a toda la persona en un solo hecho de su vida, en una decisión. El planteo de la cifra mágica, del nombre o número que encierra el todo. En el Infierno los personajes están allí por el pecado que cometieron –y del que no se han arrepentido- es decir, la acción vital que los define; en el Purgatorio lo mismo con la diferencia que se han arrepentido y aceptan el castigo necesario para regenerarse. Finalmente, los personajes que habitan el Paraíso son aquéllos que se definen por una virtud, que también define su vida.
-La idea central del único cuento de Borges que me gusta enterito, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, su explicación de por qué Cruz se pasa de bando, deja de ser policía y lucha junto al perseguido Martín Fierro contra su propia partida. Imagina una biografía que explique esa sola decisión, tan singular, que lo define para siempre.
-Exacto. Y de esa forma gana su lugar en la eternidad, ya sea que se trate de un pecado irredento, un pecado arrepentido o una virtud sin pecado. Si usted prefiere, Borges elige despojar al arte de todo contexto histórico, político, mundano, porque en su decisión de ser un inventor de ficciones, en su búsqueda por inventar “la lámina oriental” donde está todo, él mismo quiere salvarse eternamente, o condenarse…
-Entonces quiere ser juzgado como él juzga a Dante, en abstracción de sus decisiones “mundanas”, su izquierdismo juvenil, su traición y posterior pasaje a la derecha liberal gorila, su militancia a favor de la dictaduras anti-obreras desde Isaac Rojas hasta Videla…
-Claro, esos son hechos banales, cosas que los seres humanos nos vemos obligados a hacer para cumplir con necesidades elementales, alimentarse, existir. Existir simplemente no es propio de las divinidades, y Borges quiere vivir en el Paraíso, junto a los dioses, sus iguales…
-Una forma interesante y refinada de defender el esteticismo.
-No sea injusto, en última instancia estamos discutiendo de arte y de artistas, no de política.
-Ahí está nuestra diferencia, Teo, si me permite el trato cordial.
-Le permito. Aunque no entiendo bien.
-A Borges y a usted el pensamiento dualista, incluso en la más refinada versión de la “síntesis aristotélica” de Santo Tomás, le permiten separar arte y política, las necesidades de la vida mundana de las aspiraciones científicas o artísticas, del elevado campo de la actividad humana. De esa forma se pueden perdonar los “errores” y mantenerse con sus suelditos. No quiero ser cruel, pero por alguna razón usted, que fue uno de los profesores críticos  que alimentaron mi ruptura con esta institución y todo lo que sostiene, sigue dando clases aquí.
-Yo ya estoy viejo para algunas batallas…
-No lo juzgo, entiéndame bien. Pero siempre se dio el lujo de provocar el conformismo intelectual, moral y ético de este lugar amparándose en que “los curas tendrían que rematar la Basílica para pagarle una indemnización” pero su esfuerzo ni siquiera va a valer que esta aula lleve su nombre…
-Mire. Toca la hora, la conversación ha sido muy estimulante pero tengo que entrar a laburar. Sólo déjeme decirle, querido Fantasma de las Navidades Futuras, que la única aula que me interesa que lleve mi nombre, es la cabeza de alguno de los que pasaron por acá. Y si usted se tomó el trabajo de atravesar veintipico de años para venir a consultarme, creo que me puedo morir satisfecho, ¿no le parece, Grande Cobián?

Ahora váyase y déjeme de joder.

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