“El siglo XIX tiene
aversión al realismo
porque siente rabia de
ver reflejada en él
su propia cara.”
Oscar Wilde,
en El retrato de Dorian Gray,
1890
“Porque para mí, la vida era angustia: angustia
en la soledad, angustia en el amor, angustia recordando, angustia ente el
futuro. Y para Juan –pensaba- la angustia no existe. Con un enérgico movimiento
había transformado esa angustia en lucha.”
Enrique Wernique,
La Ribera, 1955, p. 116
“-Entonces lo llevo en los genes.”
Hipo, descubriendo a su madre en
Cómo
entrenar a tu dragón 2, 2014
Lunes, último
día de unas largas vacaciones. Se despierta asustado. Siente en su interior un
alarido indescriptible que lo aturde. No sabe si lo escuchó realmente o es el
recuerdo de un grito propio en su último sueño. Tiene la sensación palpable,
real, verídica y comprobable de haber estado imbuido en un líquido espeso, de
haberlo respirado incluso, como si hubiese estado embebido completamente en una
enorme esfera llena de él. Su sabor es agridulce, metálico y suave.
Los delirios del
día anterior no lo dejaron descansar. Tampoco ayudó haberse dormido vestido. La
horrible sensación de los pies entumecidos en las medias de trapo, la piel que
no pudo respirar bajo los pantalones de joggin viejos que usa desde que
empezaron las vacaciones. La remera pegada a los pliegues del torso, las
arrugas marcadas por una almohada que hace años pide el recambio.
Sin embargo los
dolores que el frío dejó en diferentes músculos, el cuello sobre todo,
filtraron sin barreras que lo contuvieran ya que las sábanas eran ese mojón
enroscado producto de no tener nunca la tradición proletaria y campesina de
hacerse la cama todos los días.
El primer paneo
de la mañana no podía descansar la mirada en ningún sitio. A su costado el
cenicero volcado sobre el colchón, llenaba de cenizas esparcidas las manchas de
humedad largo tiempo cultivadas. La ropa tirada por todos lados, ya sucia y
ensuciándose con el polvo acumulado en semanas. Cada tanto una colina dejaba
entrever el volumen de las botellas vacías, de vidrio o de plástico, ni
siquiera vasos vacíos ya que se hallaba en esa particular fase en que se apura
el sorbo con la urgencia de evitar el tedio de conseguir un recipiente ordenado
por las buenas costumbres.
Un cementerio de
objetos organizaba su propio universo en el camino de la habitación al comedor.
Sólo las bibliotecas y la mesa surgían de ese caos como montañas impávidas que
contemplaban sin juicio ético alguno el desastre. Más botellas y platos donde
los restos de comida se mezclaban con cenizas, colillas y tucas, profilácticos
usados. Restos insepultos.
Los papeles se
acumulaban por todos lados, facturas impagas, vencidas, recibos del chino,
papeles importantes, necesarios para trámites definitorios, postergaciones de
todo tipo, color y textura imposibles de encontrar a tiempo.
A duras penas se
fue atajando de las paredes con las piernas entumecidas que intentaban caminar
en ese valle estéril y muerto como si las usase por primera vez, temblando de
dolor. Mareado, asqueado, derrotado al fin, encontró una silla y se sentó.
Pensó con una
mueca de ironía en los labios que todas las casas que habitó se parecían cuando
estaba así de amargado consigo mismo.
Como si hubiese
escalado el Himalaya se sentó a reposar. El comienzo de las vacaciones, tanto
tiempo anheladas, coincidió mortalmente con la última frustración de su vida.
Por tercera vez el sueño de la familia feliz se había mancado, esta vez muy
cerca de tocar el cielo. Aquellos viajes tantos meses planificados, la ansiedad
de las fiestas, el calor hermoso de quien puede disfrutarlo, todo, todo, se
había derrumbado sin aviso.
Frustrado. Una
vez más. Acumulando ya más frustraciones que éxitos, vencido, debía tomar una
decisión delicada. Hoy era lunes y esta tarde había que volver a la oficina.
Había que decidir qué hacer. La vida le había impuesto un límite concreto a su
autocompasión. Con el estómago revuelto había que decidir si animarse a
comenzar todo de nuevo, una vez más, o entregarse definitivamente a la placidez
mortal del dejarse vencer definitivamente.
Instintivamente
se puso a buscar un pucho. Sabía que en algún lugar de todo ese quilombo había
un negro de los suyos o un rubio abandonado por alguien en el apuro de la
despedida. Revolviendo montañas de papeles, ropa y mugre, sorpresivamente,
encontró el objeto menos esperado, el retrato fotográfico de su bisabuelo, el
abuelo de su madre, Santos Capobianco.
-Qué mierda hace
esto acá- se preguntó como si se tratase de un misterio de profunda importancia
o la zancadilla de algún duende juguetón.
Recordó que en
algún momento de su juventud su vieja le había acercado el retrato para hacerle
entender no sabía qué cosa y por más que intentaba y le daba vueltas no
terminaba de recordar dónde ni cuándo había ocurrido el traspaso. Barrió con el
brazo izquierdo parte de la mesa del comedor y le hizo lugar al portarretrato.
De pronto, la
imagen tomó una calidad especial, era el único objeto de la casa ubicado en un
lugar lógico después de tantos días de marasmo y perdición.
Era una foto
carnet, pero de principios del siglo XX, por la época en que el bisabuelo
Santos había muerto. Recordaba la única anécdota que funcionaba como biografía,
su madre le había dicho que murió en el mar, donde trabajaba, montando su barco
o como producto de una enfermedad contagiada en el mar. Un tipo firme. Murió a
los 33, como Cristo.
De pronto se vio
a sí mismo contemplando el retrato. Era él mismo. Las cejas robustas y
pobladas, el arco superciliar saliente, como una visera de hueso sobre la
mirada, profunda, penetrante, de grandes y redondos ojos oscuros, los pómulos
en punta, el rostro triangular, agudo, sólo roto por los bigotes de época y las
orejas que se separaban notoriamente del cráneo, el pelo corto y a la gomina,
la camisa blanca, pura, el saco raído, tosco, noble.
“Un rostro
tallado por la vida”, pensó y buscó el libro que los vecinos de Villaviciosa
habían confeccionado para celebrar el aniversario de la comarca asturiana donde
Santos vivió y murió, Seloriu, donde varias generaciones dejaron su semilla
hasta que el último retoño la abandonara en alguna estación de 1958 cuando su
madre partió hacia América en un buque buscando el reencuentro con su padre en
aquella Buenos Aires que todavía bailaba tangos en los carnavales populares.
Pensó en Braudel
y en Marx, aunque también en Emile Zolá y pensó que los seres humanos de
sociedades no industrializadas conservan en su personalidad, en la forma que
estructuran sus sentimientos y la conciencia, los sueños y los miedos, los
rasgos obligados del ambiente natural en el que viven. Recorrió los mapas y las
fotos del libro tratando de imaginar ese mismo ambiente allá en el codo del
siglo 19 y los comienzos del 900. Pensando qué personalidad habría grabado ese
ambiente en ese rostro.
La aldea donde
había nacido su madre estaba enclavada en las faldas de las últimas montañas
que bajaban desde los Picos de Europa recorriendo todo el norte de la península
española, desde Euzkadi hasta Galiza. Esas montañas de nieves eternas
contemplaban impávidas el eterno ir y venir del Cantábrico, mar que lleva su
nombre con justicia, porque al parecer comparte con las tribus que lo
identifican la misma pasión, coraje y bravura para encarar la vida.
Como en todas
las costas montañosas de ese semicírculo del que forma parte el norte español
junto a la península escandinava y las Islas de los viejos bretones, anglos,
galeses, gaélicos y escoceses, vikingos e islandeses, las costas toman una
forma particular, que unos llaman fiordos y que astures y galegos llaman
después de haber pasado por la conquista latina, rías.
Porque como un
río el Cantábrico abre un tajo en la falda de la montaña y penetra la piedra,
pero sin ser río se mantiene como un agudo estuario, con todas las costumbres
de las playas o bahías marinas, pero al pie de las enormes y nevadas reinas.
La ría es,
entonces, el límite del encuentro entre la gran montaña y el mar, en una fusión
que se imprime sobre los seres vivos que obtienen su alimento, vestido y
refugio en ellas, o de ellas. Los pueblos de los que desciende mi familia
materna –pensó- son mar y son montaña.
Pero también las
fotografías y los recuerdos nostálgicos de su madre, tantos domingos de
infancia entre muiñeiras y canciones de El Presi se lo habían impreso a sangre
y lágrima en el cerebro, aportaban un dato más al cuadro natural. En esas
latitudes las faldas de las montañas estaban tapizadas de profundos bosques
húmedos y fríos, rebosantes en aquéllas épocas y durante milenios de centenares
de especies vegetales y animales. Los lobos habían pasado de ser los fieles
amigos de los cazadores millones de años después en los temibles demonios que
azotaban al ganado y las mieses acumuladas y defendidas por el campesino
sedentarizado. Jabalíes, ciervos, todo tipo de roedores y aves rapaces, las
lechuzas si se quiere las más admiradas. Enormes y generosos árboles, cerezos y
manzanos que inundaron durante milenios el aire frío de la primavera de
dulcísimos perfumes y brillantes colores.
Pensó en la
dureza de alimentarse en un ambiente así: la lucha permanente contra los
animales salvajes, la lucha contra la tierra pedregosa y fría para animarla a
parir el trigo, las largas caminatas empinadas en las laderas para llevar a las
vacas lecheras a encontrar el pasto tierno y bueno, la batalla a brazo partido
con el furioso océano para mantenerse en pie con las redes en las manos, el
violento y eterno viento cargado de salitre.
“Tiene al mar,
el bosque y la montaña tallados en el rosto, inyectados en la mirada” pensó
nuevamente, refinando el concepto, acercándolo un poco al sentimiento.
“Un ambiente que
talló también las almas –pensó otra vez- de palabras cortas y justas, de
decisiones firmes y concretas, de profunda noción de la importancia del tiempo
en el devenir de la vida”. Recordó los recuerdos de la madre de esa tradición
particular de los varones de la aldea, que tenían la costumbre diaria de
marchar a los campos y el mar cantando a voz en cuello al clarear el amanecer y
disfrutando de las cargadas y las chanzas más picarescas en la vuelta cansada,
huyendo de las sombras de la noche en las siembras y las pescas. Hombres
cantando como los mirlos, como un acto instintivo, natural, genético.
En el natural
encadenamiento de sus obsesiones profesionales recaló en la historia del
apellido materno. Había dos hipótesis plausibles del origen de los Capobianco.
Las dos confluían en las tradiciones igualitarias de las tribus y clanes
nómades de cazadores de las montañas y ríos del norte de la península itálica.
“Cabeza blanca” remitía seguramente al rango de las mujeres con mayor
experiencia de las diferentes familias, las canas en el pelo eran el talismán
de autoridad y jerarquía, probablemente de las integrantes de los concejos de
ancianos que dirigían los destinos de las hordas paleolíticas. El distintivo
jerárquico habría pasado seguramente a los varones patriarcas con el advenimiento
de la agricultura y la sociedad de clases. Seguramente alguna estirpe de
terratenientes haya sostenido en el tiempo el prestigio milenario del cargo en
su apellido.
Pensó que Santos
era ya un campesino marinero obligado a la explotación por otros señores de la
tierra y el comercio y que no se llegaba a ese lugar como heredero de grandes
terratenientes. Pensó que en algún lugar del camino el árbol genealógico alguna
rama se había quebrado ante la invasión de otros terratenientes más poderosos en
una Europa cruzada de migraciones, invasiones y conquistas. Pensó que eso
explicaba que hubiesen llegado a Asturias con el apellido apocopado que él
portaba en su DNI.
Se río
cínicamente, “tantos años quemándome las pestañas y recorriendo bibliotecas con
becas del CONICET para terminar concluyendo que desciendo de mares, montañas,
bosques y tribus libertarias matriarcales…”
Volvió del
encantamiento convencido de la inutilidad de sus devaneos de resaca. Cerró el
libro y lo acomodó, sin embargo, con mucho amor, en un buen lugar, limpiándole
el polvo con el dorso de la mano, se sorprendió con la primer sonrisa del día,
o del mes.
Otro objeto en
su lugar.
Finalmente
también se mostró el cigarrillo deseado.
-Uno de los
míos, buena señal- se dijo con optimismo sarcástico.
Ahora había que
buscar algún encendedor que funcionara. Notó en la búsqueda una foto carnet
mucho más cercana, parte del juego de seis que te sacaban sí o sí cuando
todavía imperaba la foto analógica. Se las había sacado para la libreta celeste
del CBC, veinte años atrás. Estaba flaco, rozagante, un adolescente en su mejor
momento, con el pelo bajando los hombros producto de muchos años de obligarse
al corte de pelo marcial de la primaria y secundaria en escuelas católicas de
varones. Notó extrañado además de las mismas cejas y de la visera de hueso
asturiana, que en esa foto juvenil los pómulos estaban a la vista e imitaban a
los del bisabuelo. Todavía más preocupado vio en esa mirada, su mirada, la
misma templanza de carácter del ancestro.
Pensó que su
ambiente no tenía nada que ver con el del bisabuelo y no se explicaba la
mirada. Una obsesión extraña se apoderó de él y comenzó a explorar las más
racionales de las hipótesis. Recordó que había elegido su profesión en un
momento de rebeldía, de negación hacia el mandato paterno que pretendía verlo
convertido en contador o abogado. Recordó que además de descubrir a las
trompadas la sexualidad femenina y sus propios miedos sexuales adolescentes en
aquellos años pintaba y tocaba. Se mandó al placard donde amontonaba las
reliquias del pasado y rescató de una pila de objetos inservibles, imposibles
de volver a usar, el lienzo donde había pintado su primer auto-retrato a esa
edad. Las cejas estaban, idénticas, pero la mirada era de un odio rabioso, en
medio de anaranjados y colorados estallando en el marco de… sorpresa, montañas.
Debajo de esa
mirada templada del bisabuelo el adolescente gritaba un fuego interior gritando
su salida al mundo real. Intentó encontrar, pero desistió inmediatamente,
retratos de su padre en los que se viera a sí mismo. Al fin y al cabo si algo
sabía de sí mismo después de tres lustros de psicoanálisis era que había sido
el mandato patriarcal el que lo había obsesionado desde pequeño. No encontró
tampoco en su recuerdo una sola fotografía de su padre, una sola de sus miradas
grabadas en el papel de la memoria, en las que encontrar esa mirada de los
retratos que ahora tenía enfrente.
Puso el cuadro
sobre el hogar, triangulando con la foto carné del CBC en una repisa y el
portarretrato del bisabuelo en la mesa.
La luz solar ya
cortaba las persianas lo suficiente para golpearlo en la cara y recordarle que
el mundo continuaba girando y marcándole que la hora de las definiciones estaba
cada vez más cerca. El humo amargo en ayunas lo volvió a zambullir en la
realidad. Seguía siendo el tipo que había perdido tempranamente la pasión por
su oficio tan trabajosamente estudiado y practicado. Estaba acorralado en un
noviazgo profesional que alguna vez fue bello y romántico pero que ahora
vegetaba en la repetición rutinaria, en el cansancio y la quebrazón de los
huesos, el entumecimiento de los músculos, la dejadez del pellejo colgando en
el abdomen. El amor parecía haber huido de todas las facetas de su vida.
Volvió a
encontrarse con el retrato del bisabuelo interpelándolo y como aceptando el
reto cariñoso de la figura respetada a quien nunca conoció se obligó a
incorporarse, levantó la pava roja de aluminio barato de los escombros del
suelo y la puso en el fuego.
Ya de pie y
esperando el hervor recordó que había decidido y aprendido a tomar mate para
hacerle la segunda a su vieja en las mañanas antes de que ella saliera al
laburo. Pensó que probablemente era el único arte en el que se consideraba un
amante riguroso y notó con cierta extrañeza que esa tarea absolutamente
secundaria de su vida cotidiana era quizá la que mayor importancia cobraba en
los momentos bisagra de cada uno de sus días. Finalmente el único ritual que lo
acompañó en tantos años de soledad no buscada no tuvo nunca hasta ese momento
el reconocimiento que en el fondo merecía.
El golpe tierno
del agua caliente con la dulzura del azúcar en la boca del estómago tan
lastimado por la resaca de tabaco, marihuana, tinto y Chivas, vacío sin embargo
de alimento, le abrió la cabeza a todas esas imágenes de la infancia y la
juventud ligadas a su vieja en ese doble sentido de profundo amor y también de
viejo ninguneo.
Porque en el
fondo se reprochaba haber abandonado todos esos nutrientes al lugar secundario
que tienen las cosas simples y bellas en la vida adulta y cargada de seriedad y
responsabilidades.
Pensó con
nostalgia y tristeza que su vieja le había enseñado millones de piezas de
personalidad que simplemente había calificado en el renglón de las cosas
nimias. La vieja cantaba cuando era feliz y cuando estaba triste cantaba.
Recordó las tardes de lluvia bajo el sol de la vieja ciudad a orillas del Alto Paraná, con su brisa cálida y húmeda de
aroma a tipas y azahares, a su madre corriendo y saltando de la mano de su tres
hijos/as más pequeños cantando las canciones infantiles de su propia niñez
aldeana. Aunque cursi su mamá le había legado una profunda sensibilidad hacia
la naturaleza.
Sus pies
pequeños descalzos sobre el pasto de las plazas “porque cada tanto hay que
tocar el pasto y la tierra con la piel, para descargar las tensiones, para
recargar la energía” o metiendo los dedos como cuñas en los agujeritos de la
arena, al borde del mar, “¿ves? Por ahí respiran las almejas”. La misma que me
había dicho en su hora más dolorosa que se agarraba de una nube, del cielo azul
de las mañanas, del olor de la lluvia o del canto de los pajaritos para
enfrentar la tortura cotidiana de los días laborales y las angustias
familiares.
La misma que se
fijaba los estados de la Luna para cortarle el pelo a sus hijos e hijas en los
momentos del mes en que los cabellos crecían más lentamente, como el pasto del
campo, para ahorrarse cuatro cortes de pelo cada dos meses cuando la guita no
alcanzaba.
Y se detuvo a
pensar que su vieja tenía grabados a fuego en el alma, en cada poro de la piel,
los vientos y montañas, los mares y los bosques de su infancia, que su vieja
había traspasado en su propia vida hacia universos urbanizados y modernos esa
profunda ligazón de sus ancestros con el ambiente no industrializado.
Trató de
recordar en qué parte estaban escondidas todas esas enseñanzas tan profundas,
que ahora parecían tan importantes, ahora que todo el mundo serio que había
construido a su alrededor se derrumbaba bajo el peso de los resultados, de los
divorcios, de la miseria, del fracaso laboral, de la frustración enorme que lo
ahogaba.
-Tanto tiempo
queriendo ganarle al viejo, ser mejor que él, y resulta que era la vieja a la
que había que imitar…
De pasó volvió a
recorrer las razones de su último naufragio sentimental y entre los restos del
barco semienterrados por las olas del arrecife tuvo que confesarse y admitir
que su deshonestidad y facilidad para la mentira y la manipulación de
sentimientos y situaciones eran, en última instancia lo que había roto la
quilla de su vida. No hacía falta recordar que esas habían sido las mañas que
le permitieron al viejo construir una vida opulenta viniendo de un origen miserable.
En contraste no había ser en la tierra entera tan incapaz de la falsedad como
su vieja, criada a los golpes por la honestidad brutal de su abuela. Mientras
el patriarca machacaba diciéndole que “lo único que respeta el mundo es el vil
dinero” la vieja siempre le había enseñado que “era más importante ser bueno y
honesto que rico”.
Le vino a la
memoria inmediatamente el entierro del patriarca, tan poderoso y adinerado,
rodeado de dos deudores que lo lloraban falsamente, más preocupados por ganarse
la confianza de la albacea que por prestar atención a los cuatro tipos que
fueron a expresar una profunda y verdadera tristeza por el hijo de puta que
estaban enterrando.
Cargó el termo,
automáticamente prendió la radio y volvió a sentarse frente al retrato. Las
voces atemperaban la soledad de la casa y la llenaban de la fantasía de
compañía humana. Rutinas de sobreviviente. Separó otra montaña de cosas y abrió
la computadora. Buscó las fotos en la carpeta del año en que tenía la misma
edad en que su bisabuelo murió.
El catolicismo,
entre todos los miedos que le caló en el cuerpo le había puesto el temor a
morirse a la edad de Cristo y se rio sabiendo que efectivamente había muerto a
los 33, para dejar nacer lo único de lo que estaba plenamente orgulloso, su
hija pequeña, su pequeña Luna hermosa como la noche. Ya no le sorprendió
encontrar en las imágenes de esa época las mismas arrugas que Santos defendía
en su retrato. Arrugas de un rostro curtido por el enorme gasto de energía que
significaron esos primeros meses de cuidar el nido, de alimentar y dormir al
nuevo y frágil retoño.
La radio escupía
uno detrás de otro los casos horrendos de femicidios que se sucedían
implacablemente para recordarnos que vivíamos la época más caníbal contra
nuestras mujeres que se tuviese memoria.
-Las están
matando, pensó mientras escuchaba un reportaje a Alberto Lebbos, papá de
Paulina, masacrada por los hijos del poder de Tucumán. Se reprochó haber
perdido tantas veces la templanza y el coraje de la lucha. Llevaba meses
arrumbado en la depresión, criticándose con fiereza haber dejado tantas tardes
de sol militando y luchando contra un mundo que parecía darle la razón, otra
vez, a su viejo. Lo aterraba la duda de haberse ligado a la militancia de
izquierda en la juventud sólo para enervar el espíritu patriótico y fascista de
su viejo. Le pareció una miserable forma de reconocerle a los soretes que
durante tantos años le habían dicho que la izquierda era el juego típico de la
adolescencia, que debía ser abandonado en la madurez y la seriedad.
Buscó entre el
desorden y el caos los miles de volantes que atesoraba, universitarios,
sindicales, y releyó en las palabras tantas veces agitadas y propagandizadas
las incontables luchas de las que fue parte. Ahí estaban los “souvenires” del
Argentinazo, los pedazos de baldosas que había conservado de ese maravilloso
mediodía en Avenida de Mayo y 9 de Julio para recordarle que había sido parte
de la mejor lucha de su generación junto a su pueblo sublevado desde el fondo
del hambre y la humillación.
Entre los
escombros del pasado, mucho más herrumbrados que los de su propio hogar,
encontró el recuerdo de meterse en un mar de cuerpos en silencio, portando
velas en soportes de papel o de plástico, sólo interrumpidos por el ruido de
los pasos, el roce de las ropas, el llanto desconsolado, el grito silencioso de
los rostros indignados llegando al Congreso por Entre Ríos. Como única
explicación, su madre le había señalado su vientre, su útero para ser precisos
y justos, “vamos a marchar porque la muerte de esa nena la siento acá, me duele
acá”.
Esa nena había
sido María Soledad Morales, hasta setiembre de 1990 en que apareció muerta en
una acequia de San Fernando del Valle, capital de Catamarca, a manos de hijos
de diputados y familiares de gobernadores centenarios. No supo responderse bien
por qué su vieja pasó de llevarlo a las procesiones de la pequeña aristocracia
posadeña, Domingo de Ramos, del “no te
metás” de los principios de su infancia, a llevarlo de la mano y ponerlo en
contacto con la movilización de masas más impresionante que generó el pueblo
argentino desde los años setenta reclamando justicia contra el Estado que había
matado y encubría el asesinato de una adolescente.
¿Habrá sido una
simple y sencilla aunque profunda e inconmovible simpatía maternal? ¿Le habrá
removido la conciencia aplastada por la humillación católica y burguesa la
imagen de ese cuerpo asesinado a la misma edad que ella misma había sido
arrancada por la traición de su padre del suelo natal, quebrando para siempre
la continuidad natural de su infancia azul de mares, bosques y montañas? ¿Habrá
sido el recuerdo imborrable de la porquería humana atestiguada de primera mano
en la caterva de funcionarios, jueces, policías y diputados que frecuentaban a
la familia en esa otra ciudad pequeña del lejano Interior que la hacían
concluir en la veracidad de las denuncias de esa otra familia en esa otra
ciudad pequeña tan lejana?
Como sea, ahí
estaba esa prueba contundente de que había algo mucho más profundo oculto en la
herencia de la línea materna que lo ligaba a las tareas más nobles que había
emprendido en esta vida tan abrumada por el fracaso.
Puso a prueba
por última vez la teoría que parecía florecer entre las sombras de la depresión
y el asombro y buscó el primer libro leído con pasión y asombro de niño.
Intentó con varios y recaló en la edición de 1987 del Cosmos de Carl Sagan, comprado en una pequeña librería atrás de la
Catedral posadeña cuando tenía sólo diez años. Se río otra vez pero ya sin
dejos de sarcasmo ni ironía al recordar la máxima de la madre en esos años
“plata para boludeces no hay, pero para libros, toda la que quieras”.
Es extraño como
suceden las cosas, releyó el empolvado ejemplar para descubrir la vieja
fascinación que todavía lo acompañaba por la ciencia. Se descubrió releyendo
referencias asombrosas sobre los orígenes del conocimiento humano, ligados a la
curiosidad temprana de la humanidad por el movimiento de los astros celestes
que él mismo había volcado mil veces en su trabajo. Descubrió una profunda
relación entre su vocación intelectual y ese libro, entre sus dos últimas
décadas de investigaciones y ponencias y la voracidad recién despuntada de un
niño.
Buscó el último
libro que le habían regalado para su cumpleaños, Los dragones del Edén, del mismo Carl Sagan, editado en el año de
su nacimiento, y revisó a vista de pájaro la tesis central que le habría valido
el Pulitzer al reconocido astrofísico: la posibilidad concreta que en la
codificación genética de nuestras células cerebrales se acumularan partículas
de materia portadoras del recuerdo atávico de las primeras experiencias
sensoriales de los ancestros paleolíticos de nuestra especie.
Sagan se
preguntaba si cabía la chance de que el inconsciente humano tuviese un soporte
físico, si el miedo natural, no culturalmente inducido, a los reptiles, los
insectos o la obscuridad estuviese relacionado al sufrimiento que imprimía a
los primeros homínidos la lucha contra los grandes reptiles que sobrevivieron a
los dinosaurios, la convivencia en inferioridad de condiciones con arañas y
alacranes que nos mataban a traición los niños en las desesperadas épocas que
rastrillábamos las malezas del planeta para juntar los frutos del suelo o bien
la oscuridad a la que debimos obligarnos forzosamente para escondernos de los
grandes depredadores diurnos.
¿Es posible que
en nuestro propio interior, en lo más profundo de nuestras células estén las
conexiones con una esencia natural que excede por mucho a las herencias
culturales más cercanas en el tiempo?
Se preguntó si
ese retrato estaba allí para plantearle la posibilidad cierta de una herencia
mucho más constitutiva de su ser que aquella que lo había obsesionado y a la
que había dedicado su vida. Se preguntó si ese rostro, si las montañas, bosques
y mares que lo habían forjado tenían mucho más que ver con él mismo que el
mandato paterno de culto a una vida encauzada por el orden establecido, la
monogamia y el machismo, el afán de lucro y toda la mierda que estaba
estallando bajo sus pies.
Pensó que tres
millones de años de igualitarismo, matriarcado y combate con el ambiente en
condiciones de inferioridad deberían tener mucha más fuerza en la sedimentación
genética de 35 mil generaciones de seres humanos que los últimos 5 mil años de
división en explotadores y oprimidos. Creyó entender al fin que en todos
nosotros anida un subsuelo de riquezas emotivas y de información que espera un
cataclismo para emerger. Pensó que los terremotos y las explosiones volcánicas
que provocaron en su conciencia tantas experiencias dolorosas, tanta destrucción
y violencia, tarde o temprano iban a destrozar las estructuras sobre las que
basaba su vida cotidiana. Pensó que la rebelión de las masas no era una
metáfora.
Se rio de la
ocurrencia de haber tenido una epifanía a esta altura de su vida, sin darse
cuenta comenzó a ordenar y limpiar la mesa, el comedor, limpió la cocina
mientras ponía a hervir un poco de arroz, luchó con el calefón y cuando salió
de la ducha, masticando el recomenzar de las obligaciones pensando que al menos
la “epifanía matriarcal” le había servido para ponerse en pie y salir del pozo
depresivo. Imaginó mecanismos eficientes de recuperación, el trabajo, volver a
centralizarse, aprender a amar de nuevo, retomar terapia, en fin, lo que tantas
veces había hecho para rearmarse.
Pero cuando encaró
el espejo del botiquín, el circuito normal de sus ideas dejó paso al pavor.
Allí estaba, mirándolo desde el otro lado, el rostro de Santos, idéntico,
exactamente idéntico al que reposaba en la foto. Llevaba meses sin obligarse al
espejo y ahí estaba, la mala alimentación había borrado las últimas décadas de
adiposidad y debajo de la cara antes hinchada, similar a los recuerdos que
tenía de su padre, ahí estaban no sólo las cejas, la visera, las orejas… allí
estaban los pómulos, el mentón, las arrugas…
Quedó acorralado
por la visión. No había otra alternativa honesta. Esta vez no se trataba de
salir del paso con viejas recetas. Esta vez se trataba de cambiar de profesión
por aquella con que había fantaseado desde niño, había que dejar de
histeriquear a la fascinación del mundo sensible y las narraciones y ponerse
del otro lado de las letras impresas, había que sacudirse para siempre, quemar
las naves, echar los dados y quebrarse al otro lado de uno mismo.
Había que salir
a vivir la lucha por la vida con cada centímetro del cuerpo a como dé lugar,
había que dejar de cumplir formalmente y boludear y ponerse a la altura de las
exigencias de su pueblo, de su clase, de su tiempo.
Se afeitó la
tupida barba patriarcal dejando sólo el bigote, decidió adoptar definitivamente
el apellido materno y hasta el nombre del bisabuelo. “Inventé el matronímico” pensó riéndose para sí
mismo.
Se vistió, salió
al mundo, tomó el primero de los dos colectivos que lo reposaron en su oficina.
Firmó por última vez con el viejo nombre la renuncia y sonrió con pura y
absoluta honestidad cuando al salir por el largo pasillo hacia la calle, una
compañera de trabajo de los últimos diez años lo saludó al pasar
-¿Qué hacés,
boludo? Casi no te reconozco, tas muy cambiado che, sos otro.
-Tenés razón,
soy otro.