“El tiempo de un
escritor: diacronía que basta por sí misma para desajustar toda sumisión al
tiempo de la ciudad. Tiempo de más adentro o de más abajo: encuentros en el
pasado, citas del futuro con el presente, sondas verbales que penetran simultáneamente
el antes y el ahora y los anulan.”
Julio Cortázar,
“Encuentros a deshora”,
en La
vuelta al día en 80 mundos¸
Siglo XXI editores,
México D. F.,
tercera edición, junio 1968
(primera diciembre 1967), página 67.
Nos citábamos a
las 6.14 en la puerta de su casa, nos íbamos despertando mutuamente por wasap,
y a eso de las 6.20 ya estábamos pegando las banderas con cinta en frente de la
parada “José Gervasio Artigas” del Urquiza que viene desde José C. Páz, armando
la mesa al lado de las vendedoras de café y tortitas, colocando el banner de
frente a la escalera por donde bajarían mil obreros y obreras en la próxima hora
y media que duraría la actividad.
Qué cargado de
energía está un lugar como éste. La parada Artigas, que no es una Estación
propiamente dicha, es la última antes de la terminal Federico Lacroze, primer
gran empresario del transporte urbano de Buenos Aires. En este tramo, el tren
va cortando un tajo, o tendiendo un puente, entre los barrios de Paternal, al
sur y Villa Ortúzar y Parque Chas, al norte.
Colocada frente
a la entrada del sector Alemán del Cementerio Municipal de Chacarita, el
paisaje de la Parada Artigas del Urquiza tiene una penumbra que la coloca
frente al barrio de gente muerta más grande del país, donde la burocracia
sindical habilita diferentes “salarios indirectos” administrando entre otras
lindezas el alquiler de los mausoleos como piezas para el ejercicio de la
prostitución, una especie de Hotel Alojamiento Los Ataúdes que tiene un público
nada despreciable en estos tiempos… pensar que los porteños sufren por los
“trapitos”…
Es un “no lugar”,
un lugar fronterizo, liminal, como las veredas de las casas de vecinos, donde
uno no vive, se mueve, lo atraviesa, lo cruza… como el río. Cruce de destinos
de millones de seres humanos, depósito de cenizas y huesos, monumento enorme a
la incompresible y atrasada visión de la muerte de estos últimos 5 mil años de
explotación de clase y el último Polo Industrial (Barrio Fabril que se le decía
antes) de la Ciudad de Buenos Aires, o sea, matadero de seres humanos que son
explotados en su miseria para sostener la riqueza de un 5 % de la población.
Pienso estas
cosas cada vez que pongo la pava, me ducho y salgo para su casa, en la parte de
clase media acomodada del barrio, pero rodeada de un lumpenaje de transas,
chorros y depredadores sexuales que los punteros del Pro y el FPV protegen para
recaudar “fondos” para la Federal y Metropolitana, amparados por la política
que se niega a urbanizar y estabilizar definitivamente la vivienda precaria y
las villas como Fraga o las casas de la ex AU3. Loco, uno que viene de la
pequeño burguesía pobre de Balvanera y Monserrat, uno que ya a vivió en los
`90, ver a la clase media de Ortúzar te da la oportunidad de observar tus veinte años
desde afuera y en vivo… un deja vú.
Esta es la
actividad que más me gusta de todas las que la lucha de clases me impuso en
estos 15 años de lucha contra el Estado. Es dura, los compañeros y compañeras
son vomitados por los viejos vagones madrileños, alemanes, japoneses o chinos
que compró el Estado argentino para hacer la plata de los empresarios del
transporte, la construcción y las finanzas, pintados todos de amarillo para que
al menos la poesía se meta un poquito entre tanta desolación.
Seis de la
mañana, para estar acá se tuvieron que despertar a las 5 de la matina, con un
frío de cagarse o una humedad que cala el hueso durante la mitad del año,
algunos llegaron en bici y otros después de uno o dos bondis, atravesando
barrizales que “resignifican el concepto de la barriada” (como en un cuadro
magistral del Gran Borghini). Y también significa que tienen el tiempo justo
para un cafecito horrible pero caliente y dulzón o una tortilla sin
chicharrones de las peruanas de la calle al ladito de donde ponemos la mesita
con los periódicos, los boletines sindicales, los libros y los proyectos de
ley.
Vienen al
matadero, como si bajaran de un tren de ganado, nadie los lleva con un látigo
pero en las doscientas fábricas y talleres del barrio son machacados en
depósitos, laboratorios, metalúrgicas, gráficas, call centers y
telecomunicaciones del Ortúzar y Chas. O bajan con el uniforme de las obreras
de las seis primarias, dos jardines y un secundario de ambos barrios. O con el
orgulloso traje verde de la enfermera orgullosa del Tornú, proa centenaria y
ocre, poblada de enormes tipas de flor amarilla en primavera y siluetas
siniestras en otoño e invierno, del proletario de Chas que mira de frente a
Ortúzar, que alberga a los hijos profesionales de los viejos obreros de esas
fábricas que ya cruzaron la vía para el cementerio (en algún sentido no han
sufrido una mudanza tan traumática).
Barrio obrero de
Paternal, Ortúzar y Chas, te escribiría un tango, a vos, único heredero
capitalino, con tu hermano el puerto de Retiro, de los barrios obreros desde La
Boca hasta Villa Crespo, desde la semana trágica del `19 hasta la huelga de la
construcción de otro enero, el desconocido, el del `36.
Será que la
estación es un nudo en el tiempo y el espacio que conecta y fusiona la vida y
la muerte en una lucha eterna, antagónicamente irreconciliable, músculo vivo y
muerto, seres humanos explotados, asesinados a cuotas por el capital o su
Estado, para engrosar los nichos de`nfrente, pero que se paran, escuchan la
agitación, se bajan, tímidamente te piden el periódico y después de seis meses
sin hablar de nada con nadie te dan el teléfono y a la semana están en la
reunión de círculo.
Y todo tiene
sentido. El amanecer de Ortúzar, ubicado en un tajo de la ciudad de los grandes
edificios que encajonan el cielo como la vista desde adentro de un ataúd de
cemento, te permite ver los turquesas, lilas, violetas, indigo, furiosos
anaranjados que parecen surgir del fondo de la vía, como si la alborada fuera
una sinfonía, un arco iris desplegándose en el tiempo, llenando el mundo de
luz, de calor, de claridad, transformando las sombras del cementerio, los
hierros de la estación y las fachadas de las fábricas en un bello paisaje con
más ocres que grises, con más verde de arbolito que chimenea de fábrica.
Y mientras todo
esto sucede, allá por el noroeste del firmamento azulado se ve todavía el
cuarto creciente de la Luna, haciendo que esta idea del límite como un lugar
mágico y maravilloso, dialéctica de los opuestos, baile y lucha, derrota y
victoria machaque mi sensibilidad como un lento pero sistemático goteo.
Allí, debajo de
la Luna estaba la fábrica metalmecánica más grande e importante políticamente
del barrio, en la esquina de Del Campo y Estomba, la fabricante de autopartes
Cromosol. Con ella alternábamos la mesita en Artigas cuando había volante
general y la entrada del turno mañana de Cromosol cuando había volante de
metalúrgicos. Es lo más cerca que estuve en mi militancia de ser un personaje
de La Madre de Gorki. Es lo más
parecido a Víborg que existe en mi mundo.
Y mi mundo es
casi un 80 por ciento gobernado por los ritmos de ese enorme pulpo explotador
que es el Ministerio de Educación porteño en cada una de sus cientos de miles de
pequeñas fábricas llamadas escuelas que hay en esta ciudad.
Detener el
tiempo, robarle esas dos o tres horitas al descanso para salirte del mundo,
pasarte al otro lado de la vía y de las cosas, ir a hacerle daño a la muerte,
rescatar compañeras y compañeros de la boca del explotador, organizarnos,
devolvernos al mundo luchando, reclutando para el socialismo.
Una de esas
madrugadas, en la puerta de la Marmicoc, agitando el paro de la UOM, el que la
burocracia levantó, ella me confesó, que su primer actividad en el partido, a
los 19 años, había sido en las puertas de esta misma fábrica de ollas, en 1969.
Aquí, bajo la
Luna de Cromosol, en el nacimiento del día y la muerte de la noche, en ese
momento tan privado que es el que va desde el puestito de la peruana hasta la
entrada al galpón, con el cementerio en la espalda, el despuntar del sol rojo
del amanecer, como en un astillero de Quinquela Martin, una mezcla de cumbia
del chofer del 87 y un tanguito de Pugliese que sale de la radio del jubilado
metalúrgico que vende café en la esquina de la fábrica, se juntan otra vez la generación del
Cordobazo que atravesó la muerte luchando, porque no sabía hacer otra cosa en
la vida que amar y luchar, con los que nacimos a la lucha en el Argentinazo y
que venimos aprendiendo a los golpes con qué se come esta etapa.
Bajo la Luna de
Cromosol, el amanecer de Ortúzar, mi trinchera en el mundo, mi felicidad, mi
propia parada hacia el paraíso en la Tierra.
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