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viernes, 16 de octubre de 2015

Luna de Cromosol

“El tiempo de un escritor: diacronía que basta por sí misma para desajustar toda sumisión al tiempo de la ciudad. Tiempo de más adentro o de más abajo: encuentros en el pasado, citas del futuro con el presente, sondas verbales que penetran simultáneamente el antes y el ahora y los anulan.”


Julio Cortázar
“Encuentros a deshora”, 
en La vuelta al día en 80 mundos¸
Siglo XXI editores, México D. F., 
tercera edición, junio 1968 
(primera diciembre 1967), página 67.


Nos citábamos a las 6.14 en la puerta de su casa, nos íbamos despertando mutuamente por wasap, y a eso de las 6.20 ya estábamos pegando las banderas con cinta en frente de la parada “José Gervasio Artigas” del Urquiza que viene desde José C. Páz, armando la mesa al lado de las vendedoras de café y tortitas, colocando el banner de frente a la escalera por donde bajarían mil obreros y obreras en la próxima hora y media que duraría la actividad.

Qué cargado de energía está un lugar como éste. La parada Artigas, que no es una Estación propiamente dicha, es la última antes de la terminal Federico Lacroze, primer gran empresario del transporte urbano de Buenos Aires. En este tramo, el tren va cortando un tajo, o tendiendo un puente, entre los barrios de Paternal, al sur y Villa Ortúzar y Parque Chas, al norte.

Colocada frente a la entrada del sector Alemán del Cementerio Municipal de Chacarita, el paisaje de la Parada Artigas del Urquiza tiene una penumbra que la coloca frente al barrio de gente muerta más grande del país, donde la burocracia sindical habilita diferentes “salarios indirectos” administrando entre otras lindezas el alquiler de los mausoleos como piezas para el ejercicio de la prostitución, una especie de Hotel Alojamiento Los Ataúdes que tiene un público nada despreciable en estos tiempos… pensar que los porteños sufren por los “trapitos”…

Es un “no lugar”, un lugar fronterizo, liminal, como las veredas de las casas de vecinos, donde uno no vive, se mueve, lo atraviesa, lo cruza… como el río. Cruce de destinos de millones de seres humanos, depósito de cenizas y huesos, monumento enorme a la incompresible y atrasada visión de la muerte de estos últimos 5 mil años de explotación de clase y el último Polo Industrial (Barrio Fabril que se le decía antes) de la Ciudad de Buenos Aires, o sea, matadero de seres humanos que son explotados en su miseria para sostener la riqueza de un 5 % de la población.

Pienso estas cosas cada vez que pongo la pava, me ducho y salgo para su casa, en la parte de clase media acomodada del barrio, pero rodeada de un lumpenaje de transas, chorros y depredadores sexuales que los punteros del Pro y el FPV protegen para recaudar “fondos” para la Federal y Metropolitana, amparados por la política que se niega a urbanizar y estabilizar definitivamente la vivienda precaria y las villas como Fraga o las casas de la ex AU3. Loco, uno que viene de la pequeño burguesía pobre de Balvanera y Monserrat, uno que ya a vivió en los `90, ver a la clase media de Ortúzar te da  la oportunidad de observar tus veinte años desde afuera y en vivo… un deja vú.

Esta es la actividad que más me gusta de todas las que la lucha de clases me impuso en estos 15 años de lucha contra el Estado. Es dura, los compañeros y compañeras son vomitados por los viejos vagones madrileños, alemanes, japoneses o chinos que compró el Estado argentino para hacer la plata de los empresarios del transporte, la construcción y las finanzas, pintados todos de amarillo para que al menos la poesía se meta un poquito entre tanta desolación.

Seis de la mañana, para estar acá se tuvieron que despertar a las 5 de la matina, con un frío de cagarse o una humedad que cala el hueso durante la mitad del año, algunos llegaron en bici y otros después de uno o dos bondis, atravesando barrizales que “resignifican el concepto de la barriada” (como en un cuadro magistral del Gran Borghini). Y también significa que tienen el tiempo justo para un cafecito horrible pero caliente y dulzón o una tortilla sin chicharrones de las peruanas de la calle al ladito de donde ponemos la mesita con los periódicos, los boletines sindicales, los libros y los proyectos de ley.

Vienen al matadero, como si bajaran de un tren de ganado, nadie los lleva con un látigo pero en las doscientas fábricas y talleres del barrio son machacados en depósitos, laboratorios, metalúrgicas, gráficas, call centers y telecomunicaciones del Ortúzar y Chas. O bajan con el uniforme de las obreras de las seis primarias, dos jardines y un secundario de ambos barrios. O con el orgulloso traje verde de la enfermera orgullosa del Tornú, proa centenaria y ocre, poblada de enormes tipas de flor amarilla en primavera y siluetas siniestras en otoño e invierno, del proletario de Chas que mira de frente a Ortúzar, que alberga a los hijos profesionales de los viejos obreros de esas fábricas que ya cruzaron la vía para el cementerio (en algún sentido no han sufrido una mudanza tan traumática).

Barrio obrero de Paternal, Ortúzar y Chas, te escribiría un tango, a vos, único heredero capitalino, con tu hermano el puerto de Retiro, de los barrios obreros desde La Boca hasta Villa Crespo, desde la semana trágica del `19 hasta la huelga de la construcción de otro enero, el desconocido, el del `36.

Será que la estación es un nudo en el tiempo y el espacio que conecta y fusiona la vida y la muerte en una lucha eterna, antagónicamente irreconciliable, músculo vivo y muerto, seres humanos explotados, asesinados a cuotas por el capital o su Estado, para engrosar los nichos de`nfrente, pero que se paran, escuchan la agitación, se bajan, tímidamente te piden el periódico y después de seis meses sin hablar de nada con nadie te dan el teléfono y a la semana están en la reunión de círculo.

Y todo tiene sentido. El amanecer de Ortúzar, ubicado en un tajo de la ciudad de los grandes edificios que encajonan el cielo como la vista desde adentro de un ataúd de cemento, te permite ver los turquesas, lilas, violetas, indigo, furiosos anaranjados que parecen surgir del fondo de la vía, como si la alborada fuera una sinfonía, un arco iris desplegándose en el tiempo, llenando el mundo de luz, de calor, de claridad, transformando las sombras del cementerio, los hierros de la estación y las fachadas de las fábricas en un bello paisaje con más ocres que grises, con más verde de arbolito que chimenea de fábrica.

Y mientras todo esto sucede, allá por el noroeste del firmamento azulado se ve todavía el cuarto creciente de la Luna, haciendo que esta idea del límite como un lugar mágico y maravilloso, dialéctica de los opuestos, baile y lucha, derrota y victoria machaque mi sensibilidad como un lento pero sistemático goteo.

Allí, debajo de la Luna estaba la fábrica metalmecánica más grande e importante políticamente del barrio, en la esquina de Del Campo y Estomba, la fabricante de autopartes Cromosol. Con ella alternábamos la mesita en Artigas cuando había volante general y la entrada del turno mañana de Cromosol cuando había volante de metalúrgicos. Es lo más cerca que estuve en mi militancia de ser un personaje de La Madre de Gorki. Es lo más parecido a Víborg que existe en mi mundo.

Y mi mundo es casi un 80 por ciento gobernado por los ritmos de ese enorme pulpo explotador que es el Ministerio de Educación porteño en cada una de sus cientos de miles de pequeñas fábricas llamadas escuelas que hay en esta ciudad.  

Detener el tiempo, robarle esas dos o tres horitas al descanso para salirte del mundo, pasarte al otro lado de la vía y de las cosas, ir a hacerle daño a la muerte, rescatar compañeras y compañeros de la boca del explotador, organizarnos, devolvernos al mundo luchando, reclutando para el socialismo.

Una de esas madrugadas, en la puerta de la Marmicoc, agitando el paro de la UOM, el que la burocracia levantó, ella me confesó, que su primer actividad en el partido, a los 19 años, había sido en las puertas de esta misma fábrica de ollas, en 1969.

Aquí, bajo la Luna de Cromosol, en el nacimiento del día y la muerte de la noche, en ese momento tan privado que es el que va desde el puestito de la peruana hasta la entrada al galpón, con el cementerio en la espalda, el despuntar del sol rojo del amanecer, como en un astillero de Quinquela Martin, una mezcla de cumbia del chofer del 87 y un tanguito de Pugliese que sale de la radio del jubilado metalúrgico que vende café en la esquina de la fábrica, se juntan otra vez la generación del Cordobazo que atravesó la muerte luchando, porque no sabía hacer otra cosa en la vida que amar y luchar, con los que nacimos a la lucha en el Argentinazo y que venimos aprendiendo a los golpes con qué se come esta etapa.


Bajo la Luna de Cromosol, el amanecer de Ortúzar, mi trinchera en el mundo, mi felicidad, mi propia parada hacia el paraíso en la Tierra. 

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