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domingo, 4 de octubre de 2015

Posadeña linda, pequeña flor

Me puse a pelar cebollas y lloré. Qué cursi que soy, pensé. Porque además lloré nostalgia. Pero el sol del mediodía entraba por la ventana de la cocina inundando todo de un color de domingo y en vez de mis manos vi las manos de mi vieja, posta, que vivió muchos años pelando enormes palanganas de cebolla para hacer el relleno de las centenares de empanadas que vendía mi viejo en el boliche que nos daba de comer, contradictoriamente. 

Contradictoriamente porque nos sacaba la vida, nos ponía cadenas, nos quitaba amor de madre, de ocio. Los fines de semana se vendía más. Y los feriados. Y cuando no era eso eran papas o limpiar la casa o cocinarnos a todos, los seis y a veces a los empleados que venían sin comer, contradictoriamente, a fabricar comida, pizzas, sánguches finos, pastelería, chipa y masas para que se alimente toda la burguesía y pequeño burguesía profesional de Posadas.

Cocinar para la familia es un enorme acto de amor. Es la forma más concreta de amar: meter comida, energía, vida, en el estómago de tus seres queridos. Y si usted amaba como amaba mi madre a los suyos, entenderá que ella además nos cocinaba lo que nos gustaba, para encima de todo alimentar también nuestro placer sensitivo. Pero también era una condena cotidiana, tres veces al día, todos los días del mundo. Mi vieja decía "ahora nos vamos de vacaciones y no cocino más". Eso lo dice un explotado de su explotación. Es lo de Marx cuando el objeto de tu trabajo debería darte placer, dignificar tu humanidad, servirte para la superación personal, pero se te enfrenta como un objeto extraño, responsable de tus dolores, y lo odiás.

Lavar la ropa habría sido peor. Todo bien pero cuando llegaron los primeros lavarropas a Misiones no eran super tecnológicos y mi vieja sólo pasó a ser una obrera con una herramienta compleja. Pero tender la ropa es tender la ropa. "De un batallón" decía mi vieja y nos decía sin que escuchásemos lo suficiente, que se sentía laburando en el ejército, subordinada, colimba.

O limpiar la casa, o arreglar y coser la ropa, o llevar y traer a los chicos a la escuela, al club, al parque, a los juegos de la plaza, a comprar comida, ropa y artículos de limpieza y administrar la economía de seis personas y fumarse al enfermo de mi viejo en la intimidad.

En un clima agobiante como el misionero, caluroso y húmedo, que nos hinchaba como sapos en verano hasta reventar.

Y mi vieja para colmo se había criado en una selva muy parecida, pero húmeda y fría, frente al mar, en la montaña. Y su cuerpo se había acostumbrado a lo mismo, pero exactamente en el hemisferio contrario, y no lo aguantaba.

Acá un largo paréntesis, espere. Posadas es un nombre horrible para cualquier ciudad. Fonéticamente me refiero. Un pueblo de casitas de paso en alguna huella fronteriza de montaña, vaya y pase, pero para una ciudad que emerge en la barranca más empinada del Comienzo del Alto Paraná, en un suelo fértil pujante de minerales, una tierra colorada por el hierro, sobre una capa de roca basáltica, orgullosa y altiva, no. 

Pero además Gervasio Posadas fue el tío del reverendo sorete de Carlos María de Alvear, el forro que quiso venderle a Inglaterra la Revolución de Mayo, que entregó al otro Gervasio, al bueno, a Don Artigas, a los portugueses para que expandieran su modelo esclavista sobre el Litoral y la Mesopotamia. Más imperialismo asesino, más esclavitud. En una región que venía derramando sangre de guaraníes, qoms y wichís desde 300 años atrás, a favor de bandeirantes y jesuitas, unos con el puño de hierro a la vista, los monjes negros del Papa con un márquetin lo encubrieron. Ambos con el látigo del capanga bien a la vista.

Gervasio Posadas fue el Director Supremo que designó a dedo el dictador Alvear para poder actuar a piaccere sin escracharse. Gervasio Posadas fue el sorete que firmó el decreto pidiendo la cabeza de Artigas, anatemizándolo como traidor a la Patria, él, que se la jugó para desarrollar una reforma agraria en el Río de la Plata, a favor del campesinado pobre aborigen, mestizo y liberto. Los hijos de puta que bautizaron así una de las ciudades más bellas del Paraná (y eso que hay ciudades bellas en el Paraná... San Pedro, Baradero, Campana, Zárate, Rosario, Paraná, Santa Fé….) lo hicieron para marcar durante siglos el signo de la derrota. Los liberales anglófilos que terminaron de triunfar plenamente cuando los federales burgueses se entregaron al pacto de la deuda externa garpada por el pueblo, quisieron imprimir en la identidad de los descendientes del pueblo guaraní y gaucho, mulato e inmigrante, que Misiones nunca iba a ser independiente y soberana de Buenos Aires.

Si se abriera el debate, producto de un enorme avance de la conciencia de los trabajadores y pueblo oprimido de la provincia y de la región algún día, los católicos de todas las clases, acicateados por una curia burguesa muy militante, vaticanista, propondrían en reemplazo el nombre del jesuita que intentó “domesticar” y “amaestrar” a los guaraníes en el siglo XVII, que montó la misión en homenaje a la Virgen de la Candelaria, y que es parte de mi identidad porque fue el nombre del Colegio de varones donde hice toda mi primaria hasta primer año, Roque González, canonizado por Juan Pablo II como San Roque González.
Diga que algunos guaraníes decidieron resistir y defender su forma de vida, igualitaria, frente a la explotación salvaje de su fuerza de trabajo que ofrecían los antecesores de los Bergoglio de hoy, y a don Roque se lo morfaron si hay que creer la versión católica. En una de esas sólo le sacaron el corazón y lo tiraron a las brasas.

Pero el pueblo misionero debería luchar porque esa hermosa ciudad lleve el nombre de alguna flor de la selva única y particularmente bella, como el Mburúcuyá, pero si no da la nafta para tanta poesía por lo menos que le pongan Andresito Guacurarý, en homenaje eterno a ese mestizo adoptado como hijo en términos legales, políticos, por Artigas, como forma de sellar una alianza con los pueblos aborígenes de la zona en términos de igualdad. Fue Andresito y su ejército el que garantizó las mejores condiciones de vida posible para las mayorías explotadas de la zona, enfrentando a españoles y portugueses y manteniéndolos a raya hasta que Buenos Aires traicionó.

Sólo la pequeña burguesía de profesionales, mediocre y engreída, cruel y despiadada, de Posadas es digna de identificarse con ese nombre vomitivo.

Y nosotros les dábamos de comer, para poder comer, pero perdimos el amor, el cariño, la ingenuidad y la vida.


Por eso lloro cuando pelo cebollas un domingo al mediodía con sol en la ventana. No por el cuadro cursi. Sino porque me aprietan los botones de la memoria, y me voy a esa cocina, a esa casa, a esos 11 años que nos forjaron la vida para siempre, a tantas lágrimas de cebolla, a tantos rencores y peleas, a tantas ilusiones quebradas.

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