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viernes, 27 de abril de 2018

Un gps en el cielo

El tiempo es la sustancia concreta que más me cuesta comprender. Cada vez que encuentro un ser humano que lo puede explicar de manera sencilla, pero respetando la profundidad y plasticidad del concepto, flasheo.

No me pasa desde siempre, claro. Al principio fue una sensación muy sencilla. Tenía ocho o diez años, y desde primer grado me hostigaba el grupo de compañeros del colegio católico nacionalista privado de Misiones donde estudiaba. Eran los caté de la camada.

Pero tendría que explicar muchas cosas.

En primer grado, casi al final, porque recuerdo vívidamente esa, una de las primeras tardes cálidas del Alto Paraná, cuando Posadas es invadida en maniobra de pinzas por un ejército demoledor e invencible: subiendo las barrancas de pescadores y villeros desde el justiciero oeste hasta el norte, el bravo Paraná asfixiaba el aire de la ciudad con su agobiante sabor dulzón, de lima silvestre, agrio pero sabroso como fruta dulce que todavía no madura del todo; del resto de los puntos cardinales nos inundaba el vaho de la selva, el sudor de sus millones de invisibles pero arteros habitantes, el funk de la savia y el sudor de tipas, palmeras y araucarias, pero también de los herméticos paraísos y los etéreos sauces llorones, qué decirles del sexo caliente de reptiles seductores y salvajes felinos.

Noviembre es toda primavera madura y preludio del verano. Han pasado treinta años y pico de todo esto y tengo en las narices todavía el olor del pólen, (Posadas llena de azahar) dice con justicia el gran poeta Garupeño. Más diría, llevo en el paladar ese gusto de las pelotitas amarillas que brotaban de los centenares de ibirapitás que adornaban las cuadras a lo largo y ancho de las Cuatro Avenidas.

En una tarde como esa, solo recuerdo la película empezada. Mi cerebro no me dice qué pasó antes. Lo primero que recuerdo es el golpe.

Igual de doloroso cuando trece años después la Policía pudo agarrarme y se vengó de todas las veces anteriores que no pudo, en recitales o yendo a ver a Boca. Corriendo por una calle de Constitución donde doscientos años antes nuestros negros y negras inventaron el candombe, la milonga y el tango.  Si debo ser preciso (terror de Groussac, se llama eso para un historiador) cruzando Entre Ríos, la primer avenida perimetral que tuvo la ciudad en 1822, la primera vez que quiso ser “europea” y Rivadavia consolidó y emprolijó, e integró a la ciudad vieja, desde los caminos que bajaban la barranca de Avenida Caseros hasta las playas del Riacho de las Naves.

Corrí más de cuatro kilómetros junto a mis compañeros de agrupación, detrás nuestro los aguerridos cordones de las agrupaciones piqueteras combativas aguantaban el primer embate de la Federal y delante nuestro las mujeres protegían la retirada de niñxs y ancianxs hacia lo profundo de sus barrios.
La arquitectura del sur de Balvanera y San Cristóbal en una tarde gris de abril es ideal para una secuencia en primer plano de cinco mil personas corriendo desesperadamente, cazadas en un laberinto tan perfecto que todos los caminos llevaban al castigo. Más de cuatro comisarías nos cazaban con sus brigadas, nefastos demonios de azul oscuro flasheados en Batman nos perseguían en motos de mucha cilindrada, el jinete acompañado por un tirador de arma de fuego de largo alcance y munición potente. Con sus filas de cartuchos en orden macabro: salva de fogueo, goma, perdigón, plomo.

Estaba dentro del Counter Strike pero yo era el musulmán medio negrito con pinta de asesino de pobres niñas rubias que corría de los tiros de los agentes de la libertad y la democracia.

Mi cuerpo tenía la suficiente vitalidad para hacer cuarenta cuadras mezclando trote corto y zancada, bajo los gases, sulfatado de adrenalina y cagado hasta las patas y no desmayarme de los dos paquetes de Particulares que fumaba por día. El doble en elecciones o… luchas callejeras, mierda.

Al final se terminó imponiendo la falta de aire y me fui quedando retrasado de todos los grupos. Veía cómo iban y venían quedando atrás las pocas oportunidades de zafar.

Primero fueron los del grupo de pibes secundarios y universitarios que se pasaron todo el fin de semana durmiendo en las verjas mismas del perímetro de la fábrica, vestidos, no le miento, créame, a la moda del proletariado español del ´36, con boina tweed con visera y todo. Se pasaron todo el conflicto corriendo por izquierda y chicaneando a les compañerxs desocupades en cada asamblea o recreo. Apelando a carajeadas estilo quién ponía más huevos y ese tipo de pendejada. La mayoría se metió con los caretones y diputados en la YPF de la esquina, incómodos pero no los tocaron; el resto del bolchevismo furioso ganó su local cultural lindero en un flash y el resto corrió unas cuadras más hasta la Facultad de Psicología, por Independencia hacia el oeste.

Después vi a los responsables de organizaciones de izquierda poner guita de la venta de periódicos y aportes militantes para sacar a les más vulnerables en los taxis, que ya empezaban a gambetear el área de quilombo -a ver si todavía cobraban ellos sin tomarla ni beberla- luego quedé muy lejos del pelotón que se guardó en el Garrahan, gracias a que la interna clasista transformó ese cuartel general de guerra a la muerte en un refugio para la vida que lucha.


Cuando me avivé, una línea perfecta y paciente de doce lobos en sus máquinas de correr, ya había comenzado a ronronear en primera para desbandarnos. Me consuela que nuestro patético final haya servido para llevarnos la marca y descomprimir la tensión en el hospi, y que como nos cazaron solitos y de a uno, no tuvimos la vergüenza de que compañeras y compañeros que admirábamos nos vieran perder tan feo.

Corriendo sobre Brasil, cruzando Entre Ríos en verde, todavía vi pasar un 50 que había parado generosamente a un grupo de militantes y rajaba a todo trapo para el Congreso.

-Este es el peor día para tener una racha de yeta- recuerdo que pensé, ya entregado al cansancio y el absurdo.

Doy vuelta la cara y uno de los quebracho de la facultad me mira del otro lado del espejo de la puerta vaivén en el barcito setentista de la ochava, mirando al sudoeste. Desde adentro me mira. Con la puerta cerrada. Me hace una seña de truco perfecta, imperceptible, me rogaba que no lo reconociera, seguro había entrado haciéndose el ciudadano honesto y sumiso que miraba por la ventana cual parroquiano.

Esa fue la última. Ya sentía las balas de goma pegándome en la espalda de la campera de yin sin abrir la tela. Golpecitos secos, como un señor de bigote con guías envaselinadas te empuje con el índice derecho. Se estaban acercando.
Y no bien dejé de mirar al bar con melancolía y retomé la carrera, a diez metros de la esquina, en el peor lugar, un tubo de una sola vía, justo cuando Brasil se angosta, el duo de motos que encabezaba la incursión al barrio me alcanza. El que venía por el carril izquierdo me la pone y los otros siguen pasando a su espalda hacia el fondo, vendría ser la continuación de Solís, el fondo del negro túnel.

El sorete de atrás tuvo la decencia de darme un palazo de madera en la parte trasera de la sien derecha, tajo de seis centímetros y hueso a la vista. Primero una reverberancia potente, como si tuviese un bafle del Luna Park enfocado desde la nariz hacia los oídos, por adentro del bocho.

Estaba tan cansado que en fracciones de segundo entre que el bastón del rati bajó en curva desde arriba de su cabeza y su hombro derecho hacia abajo me rajó el cuero cabelludo, y mi cabeza explotó como un bombo legüero, me dejé caer al suelo, reventándome las rodillas.

Caí en seco, y me sentí realizado. Al fin mis piernas y mis pulmones iban a descansar. Como los perros de trineo en la nieve cuando han sido mal alimentados y sobre explotados. Caí bajo mi yugo.

Con tanta mala leche que el jinete motorizado siguió con inercia un segundo más y cuando frenó yo estaba con la cara aplastada en el ángulo de la pared con la vereda, el cuerpo cruzado en dirección a la cuneta y el hueco entre la panza del motor y la rueda trasera sobre mi cadera izquierda. El asesino que manejaba estaría aburrido de su rol pasivo y aceleró hacia delante y atrás un par de veces, haciéndome girar sobre mi eje, rajándome la cara con las valdozas sucias que la municipalidad de Ibarra ni cambiaba ni limpiaba.

Al fin, cansado del juego, me larga. Yo estaba aturdido en el suelo hecho una piltrafa. Abrazado a la bandera de la agrupación, dos tacuaras de dos metros y medio y una tela rectangular con un Marx diseñado por una impresionante artista y dibujado por mí con aerosol o acrílico, no me acuerdo.

Abro los ojos como boxeador que le acaban de terminar de contar en la lona y trato de entender qué mierda me quiere decir el forro del rati que me peguó el palazo. Está parado detrás de su caballo de fibra de vidrio y aluminio, azabache como él, y me apunta con la reglamentaria, sacado, eufórico de adrenalina y merca –seguro- me grita con gestos del cuerpo como si intentase cantar su canción preferida en la cancha o la fiesta, mientras le agarra un ataque de asma. Las venas del cuello hinchadas.

-Esta bestia quiere mi sangre –fue el primer pensamiento lúcido que tuve. Me ubiqué. Intenté explicarle con las manos en alto que no lo escuchaba por el palazo.

Se sacaba más. Me empiezo a agarrar de los ladrillos finitos sin reboque de la pared para intentar pararme.

-Querrá que me pare, pensé.

Se sacaba de nuevo. Revoleaba la nueve al borde de perder el control de la situación.

Me vuelvo a agarrar de la pared para volver a acostarme en el suelo, siempre con el otro brazo en alto, para que no flashee nada raro.

Aunque ahora que lo pienso, debo haber dado un espectáculo bastante vergonzoso como para que un tipo que maneja la secuencia, armado y acompañado, me tenga miedo. A no ser que proyectara algo.

Cuestión que tampoco le gustó que me vuelva a acostar. Habrá pensado que lo 
estaba descansando. Le juro que no, oficial, le juro que no, quiero colaborar, no me mate.

Pensaba, creo. No podía hablar o no recuerdo qué dije.
Hasta que aparece en escena desde el este uno de sus apocalípticos amigos shainin knight armer a pedirle apoyo. Habían encontrado a un compañero rubio que me gustaba mucho, hijo de un médico del PC que había sido de la seguridad armada y formada en la URSS del partido, amor no declarado obvio, los nenes con los nenas, las nenas con los nenes. Se había escondido detrás de un auto y cuando pasaron de vuelta lo descubrieron y le iban a dar entre varios. Cobardes. Cagones.

Pero dejó de gritarme y se subió a la moto. Cuando se fue, desesperado, empecé a agarrar a los tipos que miraban la secuencia desde el dintel de la puerta de calle. Un rucucu me cerró la puerta del telo en la cara. Rogaba. Cerraban las persianas americanas y los postigos a medida que recorría con la mirada suplicando en todas direcciones. 

Eran las tres de la tarde. Había suficiente luz natural para que estos chabones hayan visto toda la secuencia. Recién ahí tuve terror. Terror posta, onda cuando el Eternauta se rescata que la nevada es parte de una invasión. Ese flash de terror físico y sicológico, de ratón en la ratonera del laboratorio. Me cerraban la puerta en la cara.

Yo estaba cobrando por todos los que queríamos que no cierren fábricas y rajen gente y me cerraban la puerta en la cara. Peor, me largaban a los perros pa cuando volvieran, alzados.

Hasta que uno de seis, un paceño ancho, me chistaba de atrás de la cancel de un conventillo de piezas tipo casa chorizo.

-Vení rápido. Vení. Me hizo con el brazo corto pero robusto. Me metió pa 
dentro y con el mismo vaivén de cintura cerró la puerta de afuera. Me empujó para dentro sin hablar y me mostró la canilla en el suelo, debajo de las rodillas.

-Mojate que estás todo sangrado.

Recién ahí me di cuenta. Una mancha chocolatosa me brotaba de la cabeza y la visera de la doble ceja, haciendo charco desde el trapo por delante y por detrás de la campera de yin, la remera y los pantalones. Un asco.

-No te preocupes. Lavate bien la cara que no te puedo tener mucho tiempo acá. Cuando pasen de vuelta y no te vean, te vas para la avenida y buscás un taxi, pibe.

Apuntaba a las puertas de las piezas y me hacía el ancho de bastos con las cejas para explicarme que algún inquilino sería buche de la cana.

Me acuerdo que tomé agua como si estuviera en el manantial de la diosa celta en la montaña nevada y me bañé con las manos mientras le agradecía a este ángel del altiplano por salvarme la vida, la única que tenía.

-Quedate tranquilo, soy del MTL, (el brazo piquetero del PC y una parte de la CTA), me dijo. Hoy no pude ir porque le tenía que hacer un favor a mi primo, sino perdía el laburo.

Chamuyo o no, este tipo me había salvado el cuerpo. Esperamos que los chacales zumben un par de veces subiendo y bajando por la calle y cuando el silencio empezó a campear le besé las manos y salí a la calle de nuevo. Pero renacido. Confiando de nuevo en la humanidad. Encaré con mi mejor cara de muñequito de torta con las cañas y el trapo enrollados detrás de la espalda (como si no se vieran, el estúpido) y gané Independencia por Entre Ríos. 
Haciendo todo mal, porque tenía los autos viniéndome por la espalda, eso no se hace cuando te cazan en una ciudad en horario laboral.

En fin, las novelas de héroes se disfrutan cuando estás tirado en el pasto de la plaza o la toalla de la playa, pero en el momento que las necesitás, se te olvidan todas. Así que terminé encontrando un taxi, lo engañé, le prometí el doble de billetes de lo que marque el reloj si me tiraba en la casa del pie, ocho kilómetros al sudoeste, en el Bajo Flores.

El tipo apagó el reloj, puso primera, le dio volumen a la radio y me sacó del corazón del mambo.

Ahora de grande, habiendo madurado y eso, recuerdo con claridad cinematrográfica la vez que me sentí más violado por el Estado en mi vida. Es decir, toda la secuencia del abuso y la violencia, cada cosa que me pasó por la cabeza. Está guardado en un archivo en la carpeta de documentos ocultos de mi bocho. Pero lo que pasó antes del abuso no lo recuerdo. Eso es lo raro. 

En Posadas lo mismo, aunque la peli arranca como si me pusieran un tape en la cabeza, pero nadie me pegó de refilón en la nuca y las sienes con la palma de la mano puesta boca abajo, como un avión que golpea la cima del cerro a propósito y sigue, o un latigazo de mano. Fue un grito infantil de descubrimiento. Grito de “arriba las manos esto es un asalto” o “piedra libre para todos mis compañeros”.

Grande maricón
Sopita y a la cama,
Se pone el camisón
Y dice hasta mañana…

Dicen que me encontraron dándole un beso en la boca a Toledo, un morochito flaco sin ninguna gracia, ahí abajo, en los baños de varones del subsuelo debajo de la cancha de futbol. Los vestuarios sagrados y corruptos como confesionario irlandés o español.

Para cuarto grado, tres años después, mi viejo ya había doblegado los algodones donde mi vieja me seguía uterinando y me mandaban a la Sociedad Española de SM a practicar Tae Kwon Do. Sí, el año que estrenaron Karate Kid  y Rendirse nunca, retroceder jamás, películas de artes marciales coreanas con permanentes y vestuario “fiorucci”. Me había agarrado el síndrome de fanático de los Power Rangers diez años antes de que existieran. Y ni siquiera llegué a la moda de la década anterior, con Bruce Lee, faaa.

Mi viejo quería que dejara de ser tan maricón, ahora sospecho que los curas le pueden haber contado, todos nos confesábamos semanalmente, yo decía la verdad más humillante con terror divino.

¿A cuántos como yo habrán violado mis confesores y docentes?

Verdadera experiencia traumática para un gurisito güero entre paraguas y guaraníes misioneros de su edad que no podía socializar, gordito e ingenuo marca pelotudo, a mi viejo no se le ocurría mejor que mandarme a cagar a patadas con… gurises de mi edad, de mi colectividad o de mi barrio, potenciales amigos fuera de la escuela. Y encima odiaba la actividad física y me avergonzaba de mi cuerpo desnudo. Y sospechaba en serio que me gustaban los cuerpos de mis amigos, porque, digamos, no había visto un cuerpo femenino desnudo ni en mi casa ni en una revista todavía. Y encima era una fantasía pecaminosa y prohibida.

Pero en ese purgatorio que venía reprobando feo, para una primavera nos llevaron de campamento a alguna estancia de Corrientes, doscientos kilómetros al sudoeste, donde descubrí mi luz interior. Una idea horrible y nefasta muy en la línea del acierto de mi vejo. Una especie de campamento militar de juguete, todos varones, rito de tetosterona y alcohol. Mucho huevo y chiste sexista. En medio de la noche nos “invadieron” un grupo de encapuchados como en las pelis, pero con coreografía de Chá, chá chá y entre cagazo y sentido de la vergüenza ajena, nos cagaban a patadas y nosotros nos teníamos que defender.

Mejor no les cuento mi reacción. Demasiado humillante.

Pero fue la primera vez que veía en mi infancia un suelo nocturno estrellado sin contaminación de luz urbana. Un cielo sin Luna, recuerdo, color azul Prusia, un azul tirando a negro pero con un brillo Francia… un azul topacio si  me apura. El brillo se lo daba el estallido de bolitas brillantes que se derramaba por todo el horizonte semicircular. Fue la primera vez que ví la bóveda que nos envuelve con los ojos limpios.

Quedé extasiado, asombrado, maravillado y excitado. Esas noches decidí que iba a ser astronauta, aunque cuando averigüé el rígido y milico plan de entrenamiento requerido, y el temita de irse a la NASA, tan lejos de mi vieja, negocié por astrónomo. Mi vieja ayudó a decidirme, porque todo lo que entendió de mis historias del campamento es que me gustaban las estrellas y me compro mis primeros tres libros. De astronomía.

El primero fue un intento fracasado. Un cuaderno finito, rectangular, muy bella edición, con esferas flotantes en la tapa y unas letras rojas angostas en el título. Un manual de astronomía tan técnico que vomitaba las palabras ni bien las leía. No pude avanzar una página. Hasta las ilustraciones eran técnicas. Horror.

Pero me gustó la idea, y le insistí a mi vieja a la semana siguiente.
Le cuento, mi vieja una vez por semana nos sacaba a pasear todo el centro de la ciudad, que para nosotros eran seis o siete cuadras hacia el Anfiteatro, llegar al Savoy Hotel, dar la vuelta por la Catedral y las fuentes de las tortuguitas, que tenía mosaicos de un celeste muy artificial y un fuerte olor a meo y óxido, producto de meo, claro, y del exceso de óxido ferroso de la tierra colorada. Y de ahí para casa de nuevo.

Algunas veces se metía en la tienda enorme que tenía todo tipo de ropa, valijas y utensilios para el hogar, territorio donde tenía el privilegio de ser de los pocos varones permitidos, con el tipo de seguridad y el gerente. Casa Tía. Tiendas Israelitas Argentinas. Toda la clase mierda posadeña era antisemita estilo siglo quince pero reconocía que eran los que mejor mercadería y precio tenían. Y atendían bien. Pero al igual que con los gitanos –estos sí, despreciados por sus costumbres familiares y religiosas, como por su vestimenta y el estilo campamento de sus casas, se apiñaban en los márgenes de la ciudad, antes de los barrios populares de los arroyos, y se dedicaban al contrabando y el tráfico de todo cuerpo o producto ilegal que viniese de Brasil y Paraguay.

Otras veces tocaba peluquería. Mi vieja nos llevaba en el momento del mes que la Luna hacía bajar la marea. Mi vieja era campesina de un bosque húmedo templado a sesenta metros del mar, en una costa hermosa. Cuando predominaban esas bajamares profundas, que aprovechaba para remover todo tipo de bivalvos con los dedos de los pies desnudos, almejas, mejillones, caracoles, coincidían con el momento en que todas las cosas con vida crecían más lento. Entonces calculaba y nos cortaba el pelo a los cuatro para ahorrarse cortes de pelo. Aunque tenía guita. Pero la cuidaba como si fuese pobre por principio, más allá de la circunstancia.

Y en esas recorridas yo la iba tirando para el lado de la esquina donde estaba su amiga peluquera, la portera del edificio de enfrente y el boliche de la quiniela. Entonces mi vieja saciaba el vicio de ansiedad con el destino de los números y la seductora magia del azar y se quitaba la culpa de los pares de australes que apostaba dándome un vicio a mí. Y yo pedía libros.

Con el segundo libro ustedes dirán “ya entendí toda esta crónica extraña”. Se apresuran a sacar conclusiones y pasar de la alegría a la decepción demasiado pronto. Sí, me compró un libro de astronomía de Isaac Asimov, el científico que creó mundos más maravillosos y perfectos que otros más filmados por Hollywood, entre Lovecraft y Star Treck con algo de Tolkien. Pero no, porque cuando llegué a casa descubrí que eran demostraciones matemáticas. Era un libro técnico de Isaac Asimov. Esa decepción tan cercana a la primera casi me quiebra. Hasta hoy no pude leer una novela de Asimov, de puro empachado.
La tercera semana no sé qué pasó, yo estaba medio desmoralizado pero mi vieja estaría feliz, o sería mi cumpleaños o cualquier excusa y me compró dos libros que marcaron mi vida para siempre, aunque recién lo descubriría treinta años después.

Cosmos de Carl Sagan, su primera edición de Planeta y Viaje hacia la Luna, la versión del clásico de Jules Verne adaptada para jóvenes de la colección roja y blanca de tapas duras que le hacía la competencia a la amarilla Robin Hood a fines de los 80.

Otra vez la sensación del cielo estrellado en el campo correntino. Sagan me partió y me cavó profundos surcos en el cerebro y la imaginación. Recuerdo la sensación fanática de que me hablaba a mí, que todas sus anécdotas de infancia e incluso de adolescencia, que todavía estaba en la carpeta de “cómo será el futuro lejano”, eran mi vida. Una noche como esta en que escribo esto, hace muy poco, deprimido y desolado, recién separado de mi amor más grande hasta ahora, retomé su lectura. Para mi asombro descubrí en ese libro frases e ideas que venía repitiendo hace casi diez años en las clases de secundario y que llegué a pensar que se trataba de deducciones originales mías. Para que no me tilden de pelotudo les cuento que así describe Borges su proceso de escritura. O sea que si Borges podía chorear, por qué un trucho como yo no.

Ahora que Julio, Julito, dándome kilos de historias de aventuras entretenidas y entreveradas ambientadas en ese mundo semicivilizado de la primera revolución industrial, rodeado todavía de reinos medievales y bucólicos que visitar en Europa misma ni te cuento en las colonias exóticas o en los barrios pobres de Dublin; historias con chin chin clan clan de espadachines de Dumas, de Sandokán y Simbad, de Kiplin y Jack London, historias con acción y reflexión a la Dickens pero divulgando los más sarpados avances de la tecnología del 1890, los trenes, los aviones, los globos aerostáticos, los barcos, la química, la astronomía, todo aplicado a sostener fábulas delirantes que sesenta años después se harían reales, dándole pasto a quienes creen ciegamente en el poder premonitorio y creador de la idea humana.

Los dos me galvanizaron. Y pasé casi cuarenta años sin saberlo, pero cuando pintaba, hacía música o daba clases, cuando me quemaba la columna y la dignidad revisando papeles viejos en museos y bibliotecas para chuparle la pija a algún subsidio del Estado, triste y patética vida de catacumba húmeda, fantaseaba esos cielos, esas historias de aventuras.

Ahora, para terminar, sólo quería decir que recién estaba mirando hacia el este por la ventana, y en el horizonte que me permite esta prisión, sobre las copas recortadas de enormes colmenas chetas de cemento y acrílico, y de las tipas del Parque del Centenario, a la altura de mis ojos me llama la atención la intensidad del brillo de un astro frente mío. Recuerdo que Leyla notó al comienzo del otoño calendario, a fines de marzo, que había estrellas gordas que no titilaban en el cielo del este, sobre las araucarias, jugando entre sus ramas y molestando el sueño de las cotorras.

Desde el eje exacto del Este, hacia mi izquierda, bajando con poca elevación hacia el noreste, sobre el Maldonado en Villa Crespo, en hilera Neptuno, Mercurio, Urano y el Sol.

Son las doce de la noche pasadas y es imposible que vea el Sol, que debe andar amaneciendo por la otra mitad del planeta. Lo sé porque ahora hay aplicaciones de celulares, gratuitas, como la que acabo de instalar, que si vos apuntás la pantalla te muestra el cielo que estás mirando con los nombres y datos de todos los elementos astrales que ocupan el cielo en ese momento. Una especie de telescopio HD en el celu.

Si levanto la cabeza de la pantalla de la compu donde escribo, el celu me marcaba cuando empecé a escribir que estaba mirando, viniendo del noroeste pero casi acostada en el Este, la segunda luna llena de este otoño suspendido del 2018. Y eso me alegra tanto como para escribirlo porque desde que empezó el último boom especulativo inmobiliario las micro y mega torres de 10 a 15 pisos volvieron a florecer como peste igual que en los 60, destrozando edificios de cien años a los cuales se oye aullar en las noches. Uno de ellos plantaron en la ventana por la que en los últimos doce años me arrulló la luna. Es bueno saber que detrás de este muro exterior que me recuerda todas mis cárceles, sigue estando ella, más fuerte que la gris arena y el verde cemento, sosteniéndome.

Ahora que vamos cerrando esto, Venus se empieza a colar por la pantalla del celu, como si pudiera levantar los ojos y atravesar el techo de la habitación con mirada de Superman.

En resumen, que flashié la aplicación y volví al campamento de Corrientes, a esa tarde de primavera tardía en los vestuarios sagrados de mi infancia misionera, al primer golpe represivo que recuerdo sobre mi sexoafectividad y al mayor abuso físico y sicológico que me violó el Estado en una avenida angosta y colonial de Constitución.

Y gracias a mi vieja encontré a Sagan y Verne, Cortázar y el Ciego de Palermo, Walsh y Oesterheld, a Engels y Marx, Stephen Jay Gould y Los Simpson, Altamira y Rieznik, el asombro por la verdad desconocida y la fantasía de la literatura de aventuras, la eterna búsqueda de uno mismo en el desconocido cosmos de nuestro inconsciente.

Y ahora encuentro un niño abusado que no recuerda si realmente besó a su compañerito de banco en los baños de la escuela o no.

El tiempo no es una cosa absoluta, como el dulce de leche. Es relativa, es una relación entre la distancia física, el espacio vamos, y la velocidad con que se atraviesa.

Ahora cualquier diletante puede ver frente así lo que antes era invisible sin un telescopio caro sin el conocimiento torturoso necesario para comprenderlo. Ahí están, en perfecta línea el dios de los océanos los lagos y los ríos, del agua primordial, el santo del comercio y los mandados, el abuelo del dios de las aguas y de su hermano más famoso, el violador serial de diosas dóricas y corintias, el trueno, y padre, sin más del tiempo.

Que el Cielo embarazó a la Tierra del Tiempo Eterno y Universal es una idea que no sólo se le ocurrió a los pobladores del Egeo, el Nilo o el Éufrates.

Algo que sabía mejor mi vieja que mi viejo.

Pero tuvimos que esperar a Einstein para empezar a entenderlo. Y al desarrollo tecnológico parido por la explotación de millones de generaciones de niñitas y gurises abusados.

Para ver hay que tener paciencia y dedicación de curiosidad.  Para comprender se necesita saber y tener buenos anteojos. Para sobrevivir, es imperioso, luchar para buscar la verdad, y animarse a verla.