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viernes, 27 de junio de 2014

El baile eterno de los electrones

Los antiguos persas, milenariamente amigos de la confección de alfombras, habían imaginado una metáfora poético-textil para explicarse la mágica conexión entre los millones de seres que habitamos este planeta y compartimos este viaje: según ellos, la vida no era más que la gran y perfecta alfombra diseñada por ahura mazda, su dios, y cada ser vivo no era más que uno de sus infinitos hilos, con un bordado específico e irrepetible, entrelazado su destino particular con los millones de destinos del resto de los hilos.
Miles de años de observaciones científicas llevaron a la humanidad a la comprensión de que los persas se habían acercado mucho a la verdad. Una vez descartado el comprensible error de asumir un diseñador inteligente para un diseño tan increíble, descubrimos que todos los seres que habitamos el mundo provenimos del mismo sitio, somos materia y energía, átomos, polvo estelar navegando las galaxias, entreverados y combinados en formas particulares y únicas. 
Y gracias a la genialidad o locura de Newton sabemos que todos esos seres y cuerpos inanimados que formamos el universo estamos unidos (sí, unidos), por una fuerza maravillosa y simple, la gravedad.
Este es un relato inventado, aunque eso tampoco es exactamente cierto. Pero lo importante a tener en cuenta es que es un relato para tratar de entender las fuerzas que nos atraen y nos unen.
Arranca con dos personas, dos motas de polvo interestelar devenidas seres humanos. También puede ser que sean partes de miles o millones de otros seres, o simplemente el resultado de combinar varias ellas y diferentes él.
El lugar donde se encontrarían 30 años después distaba mil doscientos kilómetros exactos de los lugares donde se ella y él se criaron, pero en direcciones opuestas a ese futuro centro.
No tengo permitido –tampoco es el sentido de este relato- retrasarme demasiado en cada detalle, porque los tiempos del relato lo impiden pero también porque el sentido de lo que queremos explicar hace que los detalles sean, cómo decir, contraproducentes...
Puedo decir, sin embargo, que la vista de estos niños era muy similar. A través de sus retinas en sus pequeños cerebros se grabaron para siempre los distintos matices de verde que albergan esos otros seres maravillosos del cosmos, los árboles. En su patagónica crianza ella absorbió colores y olores, cielos y estrellas del bosque húmedo con nombres mapuches; mientras que a miles de kilómetros él también bebía con ansias, todo olfato y gusto, los verdes más brillantes quizá y con nombres guaraníes del litoral. Valga decir también –sólo porque este relato los involucra- que tuvieron como primos a los ríos, cristalinos y de lecho pedregoso los de ella, caudalosos y bravíos ambos, más anchos y oscuros, puro lodo y espalda dorada los de él. Sólo los climas de sus tiernas infancias fueron tan rotundamente contrapuestos como los kilómetros entre ellos, aunque bien mirados en su extrema radicalidad se igualaban, frío de montaña ella, calor húmedo de selva, él.
Sus historias infantiles no podían presagiar bajo ningún punto de vista un destino común. No sólo la distancia geográfica los separaba, sus biografías los empujaban a mundos divergentes.
Él había sido criado bajo las leyes del “no te metás”, “por algo los habrán matado” y “los milicos habrán hecho cagadas pero hicieron obras”. Mientras el patriarca agradecía las bondades de la dictadura de Onganía, a quien le debía en parte su progreso individual, en el punto cardinal opuesto,  el padre de ella era detenido por actividades ligadas al comunismo criollo, en las cárceles del mismo dictador.
A la edad donde las mujeres comienzan a desarrollar una inteligencia y sensibilidad superiores al resto de sus congéneres, con siete años, ella encaraba a su padre para discutirle que su amiga mapuche era capaz de llegar a las mismas conclusiones y descubrimientos utilizando sus habilidades naturales aunque no contase con los mismos recursos cultuales que su medianamente favorecida familia. Él llegaría a esa conclusión a la edad en que los varones tienen una remota chance de alcanzar cierto grado de inteligencia, treinta años más tarde, y debería estar agradecido, ya que esta sabiduría pasajera le permitiría protagonizar el fin de esta historia. En su defensa, digamos que luchó denodadamente contra su entorno social y logró casi al final establecer alguna forma disipada de amistad con los gurises guaraníes que tanto admiraba.
Ya en su juventud comienzan a funcionar los mecanismos invisibles de la gravedad y estos dos insignificantes hilos se acercan a la ciudad que oficiaría de escenario. Aunque no todavía al lugar del definitivo encuentro. En un barrio cheto, lejos de ambos, pero donde ambos vivieron historias de universitarios, estudiasen o no.
 Pero no fue la militancia en la izquierda, que ella desarrollaba con mayor compromiso y conciencia –y mucho antes- y que él comenzaba a desandar, en sus primeros histeriqueos, la que los unió, ya que, aunque del mismo lado de la trinchera, ella cavaba codo a codo con amplios sectores mientras que él decidía soldarse a una sola clase.
Aquí cabe la pregunta, la interrupción, ya que entendemos que ella haya llegado a militar en la izquierda, esponsoreada quizás por el edipo de un padre zurdo y perseguido, pero ¿por qué raro camino llegó el hijo del “por algo será”? Aquí aparece otra fuerza, que descubrieron otros como Newton, aunque más mundanos, que vieron en las relaciones económicas, en la organización social para obtener alimentos y explotar recursos comunes, el fino e invisible hilo que entrelaza los destinos de la gente. En esos años 90, la economía comenzó a cortar los hilos de muchas familias atadas al orden establecido y sus jóvenes reaccionaron con angustia pero también con bronca.
Algo mucho más fuerte que sus elecciones políticas hizo que se vieran las caras por primera vez: el argentinazo. Porque la rebelión popular más profunda de los segundos cien años del país provocó una movilización de energías tan grande que con sólo haber decidido pararse en un lugar específico fueron empujados hacia sí mismos por el pueblo enardecido. Una asamblea popular los vio batirse juntos contra los enemigos de la vida y les dio la satisfacción inconmensurable de bajarse a cinco de sus representantes en pocos meses.
Ambos sintieron en silencio, sin compartirlo, una atracción irrefrenable por el otro. El adjetivo no es totalmente justo, aunque no se ha inventado todavía un lenguaje para esto que describimos, deberíamos adosarle, por lo menos otro, inexplicable, como para acercarnos un poco.
La razón pudo más y el reflujo de las bravías mareas del pueblo argentino, con su bajamar, acompañando la gravedad de la Luna y los astros, también lograron separarlos y durante 6 años más sus historias siguieron caminos distantes.
A la vuelta del lustro ampliado un nuevo empuje de millones de hilos contra el poder y la muerte los volvieron a juntar. En el camino quedaron exilios internos y frustraciones dolorosas, pero ellos se volvieron a encontrar, y lo maravilloso aquí fue que parecieron retomar desde el mismo punto geográfico, porque la primer asamblea docente donde se vieron las caras se hizo en unas escalinatas a escasos metros del playón y el monumento al general norteño donde se reunía la asamblea popular seis años antes. Pero no convocaba la misma gente, sino un sector particular de esa enorme masa que había derrocado a los gerentes de la muerte en el pasado. Ahora su clase los convocaba.
Porque en esos años algunas cosas se habían consolidado y ambos terminaron abrazando la misma profesión y se destacaron casi en paralelo en la organización política y sindical de sus compañeros y compañeras de trabajo y de lucha –aunque ella seguía estando varios pasos más adelante-. En esta unión hubo una muerte que actuó como un imán. No una muerte indolora o insípida, no una muerte significativa como cualquier otra, un asesinato –el primero de este relato- de un hermano de lucha de ella, en su patagónico y verde y frío nido maternal, el Estado escupía su odio contra la nuca de los docentes que cortaban rutas. Esa muerte fue un imán, el vacío de su ausencia repentina funcionó como un agujero negro superpoderoso que acercó a miles a ocupar el lugar en la fila. Entre ellos a él.
En esas asambleas ya empezaron a preocuparse. Porque es sabido para cualquier persona, no importa su capacidad intelectual o de asombro, que la regularidad deja ver una ley oculta. Ya intuían con mucho temor que algo más pasaba porque volvían a verse y a sentir las mismas extrañas vibraciones que los llevaban a mirarse de reojo, saludarse con un plus de afecto y todo a pesar de que ambos sostenían una autodisciplina rayana con el monacato en lo referente a desconocer los acuerdos que sus cuerpos y mentes sostenían en esos momentos –como seis años antes- con otras personas, con las que la misma energía los había unido, aunque de otra forma y en otros momentos.
Él comenzaba, por esos años, a juntar el coraje y optimismo necesarios para transitar la aventura de mezclar su energía y su materia con una compañera y alumbrar una nueva e irrepetible combinación de átomos.
También en eso se diferenciaban, porque ella había sido madre mucho antes, quizás en algún momento más cercano al comienzo de este recorrido. Y probablemente ese hecho fantástico de la elaboración consciente de otro ser había sido importante en el origen de esta historia y seguramente lo fue en el final.
Porque los hijos y las hijas son como planetas, estrellas o asteroides que desencadenan fuerzas extrañas que transmutan las órbitas naturales de sus procreadores, más allá de compromisos afectivos diversos.
Y otra vez se separaron. Ayudó que su clase volviera a replegarse después de un estallido furioso pero también valieron sus crisis paralelas con las organizaciones donde militaban. Algo podría haberse inclinado por primera vez en contra de ella, que fue la que más lejos de su vida pasada terminó, podríamos decir que un cortocircuito, un chispazo la sacudió muy lejos de ella misma. Mientras que él, por primera vez en esta carrera paralela logró mantener una órbita lo suficientemente inclinada para no perder el último gramo que lo conectaba a una parte de su vida y de los miles más con quienes había decidido encarar este viaje.
Otro hecho fortuito los volvió a acercar. Esta vez no fueron las masas embravecidas ni la fuerza organizada de su clase en lucha, esta vez el más puro y desconocido azar hizo que trabajaran juntos, compartieran recreos y horas muertas.  Esta vez fue la geografía quien los unió, contradictoriamente y en contra del pasado, en que los había separado, o finalmente gracias a que las imágenes de esas naturalezas violentas se inscribieron en lo más profundo de sus cerebros infantiles fue que ella tomó horas de Geografía en la escuela donde él las dictaba hace ya un tiempo. (¿Podemos darnos el lujo irracional de creer que su mutua e independiente pasión fanática por los mapas –que ella colecciona y crea de rompecabezas de cinco mil piezas y que él recrea fanáticamente cada vez que puede en aulas y juegos- es acaso “casual” y no tiene nada que ver con un destino fijado a fuego vivo?)
La geografía que los encontró esta vez merecería un extenso paréntesis que justifica otra narración, pero baste decir que se encontraron en esa particular barriada obrera de Buenos Aires donde el proletariado, desunido y envenenado por la miseria más acérrima, se encuentra ideológicamente en las antípodas de las ideas que ella y él consagraron su vida a transmitirle.
Y aunque tres décadas de viaje ya hacían estragos en su energía vital -que se marcarían irremediable y definitivamente en sus cuerpos-, volvieron a identificar ese sentimiento inidentificable que los había asombrado dos veces antes. Disciplinados y especialistas en la represión del propio deseo cuando éste contradice los deseos previamente establecidos, ni siquiera se comunicaron estas impresiones. Y después de haber sido adversarios acérrimos dentro de una misma lucha lograron conocerse como seres de carne y hueso luchando contra la misma barbarie, el mismo sistema y hasta el mismo ministerio.
Sólo una vez se permitieron el contacto. Fue producto de otra muerte, otro asesinato, otro vomito estatal de miedo y clasismo. Él llegó una tarde de octubre a la escuela devastado por el asesinato de uno de sus hermanos más queridos, a quien nunca conoció personalmente, y que podría haber sido él mismo o cualquiera como él, y cuya desaparición fue un verdadero terremoto emocional para los millones de seres que sufren y transforman este país todos los días. En ese nefasto día, en esa escuela rodeada de barbarie y dirigida por los esbirros de guante blanco (y celeste) del mismo sistema que había arrancado el cuerpo de su hermano de su lugar en el cordón, sólo ella podía recibirlo y brindarle un refugio de carne y hueso, un valle donde podía permitir que la lluvia de su alma y su dolor corrieran libremente y dejaran de presionar sobre todo aquello que lo sostenía vivo.  En sus brazos pudo llorar y liberar parte de esa energía dolorosa.
Pero no pasaron de allí. Estoicos. Respetuosos de los demás antes de ellos mismos. Manejaban como podían esa energía, esa particular tensión que se había apoderado de ambos, obligándolos a acercarse y alejarse al compás de un extraño movimiento en el que se sentían títeres involuntarios, objetos empujados por la inercia del barco donde se movían.
Hacia el final de este recorrido ella pareció alejarse definitivamente de todo lo que la había movilizado en su corta existencia bajo esta particular forma y combinación de materia. Las frustraciones, profundas, responsables de desgarros internos, parecían no remediarse. Su vínculo con la vida misma se distendió de tal forma que llegó a acercarse demasiado al final de esta forma particularmente mezclada para desatar la entropía que la llevaría a convertirse en otro tipo de combinaciones y dejar, definitivamente, de ser ella misma.
Pero esta historia no merecería ser contada si el encuentro final no se hubiese dado. Eliminado ya el misterio artificial y literario que antecede al desenlace, digamos que lo maravilloso radicó en la particular combinación de fuerzas que lograron unirlos.
Aunque él lo intuye semiconscientemente y ella todavía lo recela, otra vez la fuerza contenida de las masas rebeldes del argentinazo, combinada con la fuerza más concreta de la clase social que cuida la esperanza y las semillas del cerezo, parecen haber confluido en el mismo cauce para desenvolver la fuerza de un río poderoso y encaminado a desplegar una energía social mucho más poderosa y efectiva que quince años atrás. Esa fuerza lo encuentra a él intentando aportar claridad y dirección al afluente que pasa por el lugar de la ciudad donde se eleva la esquina del mástil proletario, barrio mágico que le devolvió la fe en sí mismo y en la humanidad. Y ella intenta volver a beber en ese desborde desenfrenado, en esa crecida devastadora, un poco del agua de la eterna juventud que la lleve de nuevo a la esencia más bella de su propia vida, la de la permanente actitud de orgullo y desafío, lucha y provocación hacia el mal que a todos mata.
 Y en medio de ese río de tiempo y espacio se han vuelto a encontrar.
Pero esta vez ellos nadan en medio de la corriente para verse. Uno y otra se intentan ayudar en aspectos diferentes de la correntada. Ya veteranos, parecen comenzar a comprender mejor de qué se trata este baile, parecen identificar el ritmo y algunas notas, continuidades... y como si fuesen niños autodidactas comparten entre ellos con una ingenuidad y una ternura indescriptibles los pocos avances que van balbuceando tímidamente o con confiada altivez y audacia.
Finalmente, las cadenas que los ataban a deseos comprometidos con otras parejas de este baile ya no están más, no digamos cómo ni porqué para no aburrir de más al lector entretenido pero sufrido que hasta aquí nos acompañó. Baste decir que la misma fuerza sísmica que rompió los diques de contención para ese río humano que encuentra poco a poco su cauce buscando el centro del poder en su país, valió también para barrer con las bases que los unían a sus compromisos previos y en el mismo momento se vieron liberados de algo más que sus parejas constituidas, liberados de las anteojeras y los límites autoimpuestos.
Y esta vez sí los monjes decidieron caminar los pasos que había entre sus celdas y encontrarse.
 Todavía queda por decir que algo más asombroso ocurrió. Necesitaban también un contexto, un barrio. Se reencontraron en el lugar ya transitado, esta vez no había trescientos vecinos de diferentes clases sociales a la sombra del libertador del norte ni los 150 compañeros y compañeras de trabajo debatiendo el plan de lucha y el pliego de reivindicaciones, había una modesta urna excesivamente disputada por dos fuerzas contradictorias.
Desde allí, desde el puerto donde siempre volvían a encontrarse, comenzaron a desandar un camino totalmente novedoso y en este viaje, después de tres décadas y tres mil kilómetros, encontraron juntos un centro, un lugar concreto, un puente que unía el barrio de la primera infancia de ella –hacia el sudeste- y el barrio de esta primera vejez de él –al noroeste-, un barrio transitado en otras épocas mucho más lejanas por uno de los pocos seres de este mismo país que tuvo la sensibilidad suficiente para descubrir que en las cotidianas estructuras inventadas por los hombres y mujeres reside una belleza y una magia maravillosa, una serie de espíritus que pueden ser descubiertos y que deben ser traídos a la conciencia para poder alcanzar el dominio de sí mismos y la felicidad. Ese puente hoy lleva su nombre y ese barrio donde las almas se pierden y los gps no saben guiar a nadie, ellos se encontraron.
Una vez en la cama, entre la fusión confusa de pieles, aromas, jugos corporales y alientos, ella lo supo y más que una iniciativa para transmitirle a él su descubrimiento, exhaló un suspiro articulado y racional, producto de ese momento de extrema lucidez inmediatamente previo al orgasmo y dijo: “nuestros cuerpos finalmente se tocaron”.
Porque no se trata, como se puede apreciar, de una historia de amor. No es ése el nombre de esta fuerza particular que pareció unirlos. Nadie sabe a ciencia cierta qué es realmente el amor pero ellos saben que no es la fuerza que los atrajo. Él y ella relacionan el amor con otra cosa, con la epopeya bifrontal de la construcción común de un presente y un futuro inciertos contra todos y todo. No es esa decisión tan sutil la que los unió.
Tampoco se puede reducir a la química elemental de las hormonas y las fantasías visuales que introducen la obsesión sexual por el otro. Esta atracción se parece más a la gravedad de los electrones que giran en órbitas elípticas atrayéndose y distanciándose rítmicamente dentro del átomo. Y como las metáforas sirven para muchas cosas pero no para todo, como la literatura, déjenme acotar que estos microscópicos seres con sus pequeñas intervenciones conscientes han transformado este girar automático e impersonal en algo más parecido a un baile en el que los bailarines aceptan dejarse llevar y asumen en sus cuerpos y decisiones encarnar con convicción las fuerzas inmateriales que los mueven.
Como millones de electrones, bailan juntos en este enorme encuentro universal de átomos, cuerpos, planetas, estrellas y astros que se expanden bailando hacia el horizonte de su propio futuro.
Cuerpos fabricados de la misma materia, atravesados por la misma energía, que se atraen sin saberlo durante millones de años y que cuando se tocan, ah cuando se tocan, generan las explosiones de energía más maravillosas que el ojo humano pueda apreciar, supernovas, reacciones atómicas en cadena…
Gravedad, economía, geografía, tiempo y distancia, lucha y muerte, materia y energía al fin y al cabo, danzando juntas, hacia el final de los tiempos, cuando ya no seamos nada, pero sigamos existiendo como parte del todo.  
Historias como éstas se cuentan de a miles, bienvenidas sean. No muchos tienen la dicha de darse cuenta del baile en que están metidos ni son capaces de intervenir conscientemente, aunque más no sea dejando de resistirse a las insondables fuerzas centrípetas que nos acercan y nos repelen unos de otras y otros de unas.

Usted no sabe -ni tiene por qué saber- si estas dos historias existieron y lograron resolver la ecuación y el enigma. Valga pues este relato, al menos, para que empiece a prestar atención a la música estelar que susurra en su oído cósmico.  

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