Para Leyla Isis,
la Luna que guía
el calendario de mis días
Alienado, con mi vida marcada por los ritmos del feriado
comercial, trabajador precario de este rincón del sud, cada tercer domingo de
junio, me asalta la misma pregunta
¿Cuándo se comienza a
ser padre?
Pregunta tonta, propia de revista dominical pedorra, que sin
embargo me atormenta hace rato... es hora de ponerle un fin, aunque sea provisorio.
Ni siquiera puedo decir con precisión cuál fue el encuentro
sexual que generó la magia de la fecundación, aunque puedo jurar que
fue una época de verdadero amor sincero y apasionado, lo que podría explicar la
belleza interior de mi hija, si es que en algún modo nuestro estado anímico de ese momento influyó en la configuración definitiva de su mezcla particular de
átomos y genes.
Si fuese así, soy padre desde la primavera de 2009, el
último año más emocionante de mi vida hasta ahora.
Pero en ese momento no me lo imaginaba.
Fui más consciente antes, en el verano de ese mismo año, en
una parrilla furiosa de Salta capital, en que tuve consciencia absoluta de que
sería padre, por primera vez, con la mujer que tenía enfrente.
¿Fui de alguna forma padre en ese momento, cuando tomé la
decisión consciente de no huir, de aceptar el convide del presente y abrazar
con optimismo la idea que germinaba?
La paternidad ha sido una obsesión esquiva desde que empecé a sufrir la de mi propio progenitor. Obsesión que seguramente en algún momento se transformó en un bello desafío, mezcla de venganza y optimismo vital, que germinó y esperó su oportunidad para hacerse consciente y, lo más importante, carne y hueso, sangre y moco, caca y pañal.
¿Fui acaso padre en el momento que el evatest del
supermercado chileno dijo una noche fría de enero en Santiago que iba a ser
padre? ¿Lo fui al otro día, en ese amanecer tan lleno de optimismo y felicidad
en que conocí por primera y única vez los hermosos crepúsculos sobre el
Pacífico en un hermoso puerto con nombre de árbol?
¿O comencé a ser padre a fines de ese mismo verano cuando
tomé la decisión de volver a terapia para forjar un ser humano más digno del
que ya era, para dejar definitivamente el miedo a vivir de lado, madurar y ser
el mejor padre que pudiese ser?
Porque de ser así, debería decir que comencé a ser padre
cuando soñé por primera vez que iba a ser padre y se me ocurrió transformar ese
sueño en literatura, para que me guíe como una señal objetivada, hecha
concreto, palabra y papel, fuera de mi imaginación y circulante, presente para
recordarme mi meta, mi objetivo, mi faro de optimismo y alegría. Porque debo confesar que durante la tercer crisis personal más fuerte de mi pasaje por este mundo, cuando mordí la lona otra vez, brotó de mi interior más
profundo la posibilidad, soñé una hija.
Porque debo decir que es muy fuerte la presión que ese
recuerdo ejerce sobre mi reflexión presente. Me indica que cuatro años antes de
su nacimiento, y dos antes de conocer a su madre, yo había deseado ser padre de
ella, quien finalmente nació.
Pero sería demasiado idealista pensar así.
Volvamos a lo concreto, ¿en qué momento de ese largo o fugaz
momento del embarazo me hice verdaderamente padre? ¿Habrá sido cuando me
asaltaba el miedo a ser un terrible padre y repetir cíclicamente el mandato
genético cultural? ¿O quizás cuando sorteé con estoicidad todas las trampas que
la debilidad de carácter quiso jugarme para que yo dejase de luchar por ser un
padre superador? ¿O cuando finalmente dominé toda esa energía y fui el macho
del hornero, haciendo lo que debía y
resignando mi lugar protagónico heredado culturalmente de esta sociedad
patriarcal?
¿O habrá sido en el momento en que sentí ese latir
desacompasado y frenético de un microscópico corazoncito, invisible tambor de
un pequeño cuerpo de dos centímetros, libélula, larva de mariposa, renacuajo en
líquido de amor? ¿O cuando llevaba es pequeño mp4 con las fotos de las
ecografías a color, exactamente el primer junio del embarazo, como si fuese mi
panza de hipocampo macho, la muestra concreta y visible de mi paternidad todavía
virtual?
Puede ser que mi paternidad haya comenzado después de ese
primer junio, mientras debatíamos los nombres, la primer impresión de identidad
que colocaríamos sobre el nuevo ser, por lo que examinamos exhaustivamente cada
posibilidad y llegamos al borde de la irracionalidad en nuestro afán de respeto
hacia la persona todavía no engendrada. El compromiso y recelo con el respeto a
la individualidad de mi hija nonata empezó quizás allí mismo.
¿Será que ser padre significa sostener la decisión vital de
engendrar y criar a un ser feliz muy a pesar de toda la mierda, angustia y
muerte que te rodea? ¿Ser padre habrá sido tomar la decisión de no dejarme
vencer nunca -hasta ahora- por los signos sombríos que se cernían sobre ese
2010, que implicó la vuelta a lo peor de mi experiencia luctuosa con mi propia
familia originaria, o esa profunda herida desgarradora que abrió el Mal del
Estado, con su “trinidad de trabajo precarizado-burocracia sindical-empresarios
corruptos” que se llevó a un miembro desconocido de mi familia elegida –por eso
mismo más doloroso- y que era mi hermano a quien nunca saludé personalmente y
con quien nunca compartí una tarde de fútbol y que se llamaba –y se sigue
llamando- Mariano Ferreyra, justo dos meses después del nacimiento de mi hija?
Podría decir que fui padre cada vez que tomé decisiones
quizá exageradas pero correctas en su resultado final, en las que tuve que
sacrificar un pedazo de mi voluntad, mi deseo, mi biografía, mi cuerpo, para
sostener una presencia de físico y de ánimo que sea útil para mi hija en su
primer año de vida. Decisiones -las más fuertes- que casi me dejan fuera de uno
de los caminos que más voluntariamente he decidido recorrer y que, a pesar de
su inconmensurable falta de reconocimiento he decidido seguir recorriendo. El
sueño lejano, bello y eterno del paraíso en la tierra, del socialismo y el fin
definitivo del sufrimiento y la falsa alegría de la euforia idealizada.
En resumidas cuentas, podría sincerarme totalmente,
despojarme de cualquier prejuicio moral, ético o de forma y decir que, en
definitiva, si me preguntan en serio, siento que fui padre ese mismo 10 de mayo
de 2012, cuando volvía de hacerle el DNI a Leyla, en que mientras manejaba me
avisaron que mi propio viejo había fallecido.
No por un falso remordimiento sino más bien por esa conciencia
fulminante como un rayo de que ya no había más padres en mi familia, al menos
no que pudieran jugar ese rol que sólo un padre puede jugar como último recurso
o red de equilibrista de mí mismo. Ese mismo día comencé a procesar en definitiva
que ser padre iba a ser sin más todo lo que arriba narré y millones de cosas
que todavía no me explico pero que seguro tienen que ver con mi propia historia
de hijo.
Ese hecho de dejar de ser hijo, o haber aprendido lo
necesario de mi relación como hijo, ese cierre que le puse al devaneo obsesivo
compulsivo sobre la influencia negativa de mi viejo en mi presente, ese
procesar el pasado, me permitió verdaderamente dar un salto y ser un verdadero
padre.
Finalmente la conclusión obligada por esa ausencia repentina e inesperada, la comparación obvia con ese otro ejemplo de paternidad (el único que cuenta a fin de cuentas) develaba, sencillamente, que yo ya era mejor padre, que podía liberarme del miedo atroz a la repetición mística, y que lo había logrado negando en todo lo que aquel ejemplo había tenido de negativo: contradictoriamente, su ausencia final fue la más presente de las acciones, fue un padre presente cuando dejó de existir, por duro y amargo que pueda parecerles...
Finalmente la conclusión obligada por esa ausencia repentina e inesperada, la comparación obvia con ese otro ejemplo de paternidad (el único que cuenta a fin de cuentas) develaba, sencillamente, que yo ya era mejor padre, que podía liberarme del miedo atroz a la repetición mística, y que lo había logrado negando en todo lo que aquel ejemplo había tenido de negativo: contradictoriamente, su ausencia final fue la más presente de las acciones, fue un padre presente cuando dejó de existir, por duro y amargo que pueda parecerles...
No fueron los miles de bellos momentos de gratificación
personal en que me jugué el delirio y la vida, ya sea discutiendo con la
burocracia estatal y la política de quiebra de la educación pública y una
directora para conseguir la vacante del primer jardín de Leyla o esas mil y una
veces que la llevé al laburo, a reuniones de círculo, plenarios,
concentraciones, marchas, movilizaciones, actos, picnics y actividades. No fue
la alegría de ir viéndola desarrollarse como una pequeña persona hermosa desde
todos los puntos de vista en que se puede caracterizar a alguien.
Pero, objetivamente, y para no mentirnos, el día del padre
me recuerda quién soy, es mi segundo cumpleaños. En realidad no soy padre cada
tercer domingo de junio, sino en el quinto día anterior al fin de agosto,
exactamente a las 13.30 hs., cuando presencié sin poder creerlo un diminuto ser
que ocupaba con todo su largo exactamente el mismo tamaño de mi antebrazo
derecho, cubierto de una costra viscosa de color azul pálido o incluso
violáceo, o cuando finalmente encaró lo inevitable de la nueva vida exhalando
su primer y desconsolado grito desgarrador producto del primer contacto con el
oxígeno, o cuando observaba sin creerlo su diminuto cuerpo pasearse como 3
kilos y medio de solomillo entre las expertas manos de lo/as enfermeros/as que
le dieron su primer baño, pesaje y la entallaron en su primer mortaja.
Puede ser que haya comenzado a ser padre mucho más tarde ese
mismo día, cuando después de cambiar su primer deposición de mecoño (la mierda
sagrada del recién nacido), sorprendido de la naturalidad con que acometí tan
temida tarea, la acurruqué por primera vez entre mis brazos y mi pecho, la
encerré con mi cabeza baja, mi aliento sobre el suyo, y le susurré al oído la
más dulce canción de cuna, el “duérmete mi niña” heredado por generaciones de
seres humanos desde el más remoto origen de los tiempos.
Primer canción de una series de nanas que canté durante esos
primeros años de ternura inconmensurable en los que le cantaba para
transmitirle esa profunda paz que necesitaba para abrazar el sueño reparador y
vital sin miedo a zambullirse en el desconocido mundo de su propio inconsciente
todavía nebuloso pero ya activo y palpitante.
Sería muy injusto no reconocer que empezar a ser padre
verdaderamente fue llorar al presenciar como testigo privilegiado la hermosa e
irrepetible relación de mi hija con su madre desde ese primer momento mágico en
que se vieron los ojos mudos de lágrimas unos, recién abiertos y confusos los
otros. Como lo ha sido hasta ahora y lo sigue siendo a pesar de la distancia
con ese otro ser tan maravilloso a su propia manera que hace ese laburo tan
perfecto y amoroso como sólo lo puede hacer su madre.
Porque, claro está, nada de esto sería tan importante para
mí si no fuese porque este será mi primer día del padre después de haber tomado
la terrible e impensada decisión de no ser más padre en pareja permanente y
omnipresente.
Y este viaje interior lanzado al viento como una confesión o
lamento de gaita y quenas, como vidala o foliada, como alalá o aire de copla,
es simplemente eso, un arrullo para un padre que sigue siendo, en el fondo, un
modesto cúmulo de alegrías y tristezas, de fracasos y proezas, de miserias y
altruismos, de vacilaciones y convicción.
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