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sábado, 1 de marzo de 2014

Espineto Shópin, quién te ha visto y quién te ve

(Nota perteneciente a la serie SERIGRAFÍAS PORTEÑAS, porque en momentos que asistimos a la muerte de la magia de Buenos Aires, producto del desenfreno del capitalismo senil, hay que convocar los espíritus de Arlt, Cortázar, Santoro, González Tuñón y Portogalo para hacerle un corte de manga al presente y reconstruir la ciudad amada)


Este viaje arranca cuando debe ser, una luna nueva de marzo, mientras cientos de miles inundan las calles de Balvanera, Montserrat, San Cristóbal y San Nicolás para presenciar la apertura de las sesiones ordinarias en el Congreso Nacional. La apertura del ciclo legislativo es para una sociedad como la nuestra como el año nuevo chino, ese espectáculo maravilloso que los porteños observamos como a un bicho raro, simpático, pero extraño, que festeja el año nuevo en cualquier momento menos el 31 de diciembre a la noche.

Sin embargo 1ro de marzo empieza el baile en serio: paritaria docente, calientan los gremios industriales, y todo el mundo empieza a mostrar las cartas y la ruleta de la política, la verdadera rueda que mueve el mundo, empieza a girar su danza de la fortuna.

Y a mí me agarra haciendo una pausa en el Spinetto Shopping Center, en la manzana de Alsina, Pichincha, Matheu y Moreno, en el corazón de Balvanera Sur  (mal llamado Once) y a metros del lugar más mágico del barrio, la hectárea que fue (y en su subsuelo profundo sigue siendo) el primer cementerio para no católicos (que la jurisprudencia eclesiástica del siglo XIX llamaba “disidentes”) de la Ciudad en 1833 y que menos de cien años después los obreros genoveses, scicilianos, piamonteses, galegos, asturianos, vascos, judíos, turcos, sirios y gitanos del barrio transformaron en una de las primeras plazas de la ciudad en hacer homenaje a la Primer Internacional de Trabajadores anarquista y marxista llamándola 1° de Mayo.

Aunque nací enel Hospital Alemán, desde el primer año de vida viví –con mis viejos y mi hermano mayor- en un tres ambientes de Matheu casi Alsina. Y aunque menos de dos años después mi viejo nos embarcaba en un delirio que me llevaría a criarme en la mágica y trágica Misiones, el corto tiempo del reloj fue suficiente para que estas tres manzanas del barrio se me metieran debajo de la piel con la furia y precisión de un puñal pero con la dulzura del olor a café de máquina y medialunas recién hechas que sólo los cafés porteños suelen tener a las 6 de la mañana.

Mi vieja nos llevaba todos los días a la plaza. Las pocas fotos en blanco y negro de esas primeras cámaras accesibles a los laburantes de los 60 y 70 me traen a la conciencia los recuerdos metidos en el inconsciente: mi hermano con seis años y una hermosa e irrepetible casaca bostera de piqué, conmigo en las piernas como si fuese su pelota. En esas piedritas de ladrillo rojo triturado –que hacían que mi vieja llamara a la Primero de Mayo, la piojosa, por los bichos y mugre que juntan- mi hermano me enseño los primeros rudimentos de la infancia: el amor al fútbol amateur.

Muchísimos años después descubrí que el mástil de fondo de la foto es en sí mismo otro hito histórico del barrio, garpado por la Asociación Mutual Israelita de Argentina, la AMIA, que parece tuvo su primer sede importante enfrente de la plaza, por la calle Hipólito Irigoyen, y que después se mudara al trágico edificio de la calle Pasteur, que una manga de criminales que todavía hoy no conocemos volaron por los aires matando a 88 personas esa mañana de mi cumpleaños número 17.

Y mientras escribo esto, en el patio de comidas más popular (por lo barato) de todos los shópins de Buenos Aires, (quizás el más mugriento también, por lo tacaño de los propietarios), me rescato que el Mercado de Abasto Spinetto, fue durante casi cien años sino el corazón, el hígado del barrio.

Los porteños de hoy no tienen otra que pasearse por las ciudades chicas y coloniales del altiplano boliviano (sobre todo Potosí) o de Guatemala (no se muera sin conocer Antigua le pido por favor) y México (San Cristóbal de las Casas o el DF) para recordar que en Buenos Aires, hasta los años 80 y el menemismo, cada barrio tenía un Mercado de Abasto donde se vendía todo lo que se necesitaba comprar y de paso se comerciaba, se laburaba, te tomabas un café, almorzabas y, si te descuidabas, también te enamorabas y te citabas a escondidas.

Espacios enormes, sin divisiones internas, al menos no que tuvieran alguna racionalidad o evidenciaran una planificación pevia, en penumbras no importanba la hora del día, llenos de gritos, ruidos de trabajo, risas, radios viejas escuchando “noticiosos” o tanguitos de ley, un penetrante aroma a cebollas, ajos, dulces frutas de estación, flores recién cortadas o putrefactas en el fondo de los floreros, aguas estancadas, meo, tabacos negros, crisol de olores y sensaciones que sólo te parecían simpáticos una vez que estabas acostumbrado (o acostumbrada) y que después del paso de las décadas y el exilio del barrio te parecen los más hermosos que respiraste y viste en toda tu vida.

Todos los mercados barriales eran así, por lo general en edificios hermosos, de esos que se hicieron entre el 900 y los años 30, antes de que la burguesía empezase a garpar lo mínimo indispensable y eliminaran cualquier tipo de adorno de los muros, puertas y ventanas de los edificios de la ciudad (racionalismo que le dijeron, como si fuese racional eliminar la poesía de la arquitectura). Esa maravilla que hoy vende antigüedades que es el Mercado de San Telmo, esos hermosos y sólidos edificios de los mercados de San Cristóbal (Independencia y Entre Ríos) o mismo el de Montserrat (en Moreno casi Entre Ríos) que hoy no guardan ni la sombra de lo que fueron.

El del Spinetto era uno de los campeones (aunque será un 20 por ciento del campeón mundial de los mercados de barrio, el grande y querido Abasto de Corrientes). Toda una manzana, del tamaño de un edificio de cinco o seis pisos, con terminaciones en yeso, y una estructura de hierro forjado a la vista digna de lo mejor de la industria de la construcción de principios del siglo XX.

En los 80 la mishiadura lo golpeó de muerte, igual que a sus viejos comerciantes, igual que a los sufridos laburantes y profesionales del barrio, que se fueron cayendo del sueño del “ascenso social” (tan famoso y nunca comprobado más de 20 años seguidos), al subsuelo del desempleo y la pena de no llegar a fin de mes. En el 91 lo vendieron, sus dueños le metieron diseño, durlok y dicroica, alquilaron modernos y funcionales locales y le metieron uno de los primeros hipermercados grossos de la ciudad, de la mano del carnicero Coto.

Una isla sin sentido de la orientación para que te perdieras en la adrenalina del consumo desenfrenado, meta tarjeta y chiquisientas cuotas, como decía por esos años la Sarlo en un librito de tapas violetas que no entendíamos casi nada pero del que aprendimos lo fundamental.

Nunca se me va a borrar de la memoria el día que con mi vieja volvimos a entrar al Spinetto remodelado, exactamente 23 años atrás, y casi tiene un pico de taquicardia. Ella dijo que era la novedad de las escaleras mecánicas que la habían indispuesto, hoy me maquino que algo dentro de su corazón lastimado se rompió al ver cómo le habían cambiado su mercado.

Seguro que cuando lo fundaron en el 900 los tipos habrán pensado lo mismo que los que lo refundaron en los 90, “acá tenés, se vino el progreso nomás, no nos para nadie”. Pero como si fuese cosa del destino, la magia o lo que sea, el menemismo fue la versión devaluada del espíritu emprendedor de la burguesía vieja, como si el cero que le quitaron al 900 ya anticipara la devaluación y decadencia del propio capitalismo en los 90.

Ya para el 2001 el Spinetto empezó a ser lo que es hoy, un edificio feo y sucio, con dos de sus 10 entradas habilitadas y el resto enchapadas con muy mal gusto y candado, una especie de anti-puerta, que en lugar de invitarte a pasar, le dice al vecino “tomatelás, rajá de acá”. Del corazón del barrio al ano del barrio. Porque claro, los tanos, gallegos y turcos si no se murieron están viejos y derrotados, y hoy el barrio es de laburantes de otros pagos, las provincias del norte, Bolivia, Perú y Paraguay.

Aunque le hayan metido Western Union por todos lados, estos tipos no hicieron el shopin para estos inmigrantes, a los que consideran poco menos que castas de intocables. Ojo, no vaya a créersela ud. también, a los tanos, gayegos y turcos del 900 también los trataban como mierda... pero parece que el “ascenso social” hizo que los hijos y nietos de esos primeros “negros de mierda” de la ciudad hoy se hayan olvidado que salieron del barro de los barcos y levanten la nariz con desprecio mientras portan globitos amarillos con tres letras negras marketineras...

Guarda que también los “progres”, por más que se vistan de seda, como mucho si les parecen simpáticos habitantes marginales a los que “deben ayudar” con sus limosnas de planes y escuelas hechas mierda pero que nunca se tomaron un mate con su empleada doméstica para preguntarle cómo son los olores de su pueblo natal...

La burguesía porteña ni siquiera tuvo las luces de los montevideanos o los chilenos, que hicieron de los Mercados del Puerto de Montevideo y Santiago hermosos lugares para el disfrute de turistas y locales. Ni para eso les da el marote.

Los pocos poetas tangueros que quedan podrían martillarse un “Viejo Spinetto” llorón y melancólico. Pero yo, por 60 pesos le alquilé 15 minutos las manos mágicas y rudas a un coreano fortachón de la Planta Baja esquina Pichincha y Moreno que me rearmó la espalda y me sacó un mes de mufa, por 29 mangos post devaluación Kicilloff me morfé una ensalada de pollo a la plancha, lechuga y tomate, que un local muy pretensiosamente llama “Ensalada Kyoto” y me sirvió para recordar que la magia a la ciudad se la pusimos tipos como yo, como la piba que está enfrente chateando por celular y cagándose de risa, mi vieja comprando pescado en el puesto del tano Don Mellino (que después fue cadena conocida) y mi hermano pateando la de tiento con la gloriosa azulyoro de piqué pesada de sudor en el pecho.

La magia a esta ciudad se la ponemos los que la hacemos y deshacemos todos los días, porque los Spinetto y los Coto pasan, pero nosotros (y nosotras) dejamos semilla, plantamos futuro, sobre todo si no nos quedamos llorando por lo que nos quitaron y  salimos a pelearla para reconquistarlo y ganarnos nuestro lugar en el mundo.

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