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domingo, 9 de marzo de 2014

Sirvientas, madres o cazadoras

Sobre el verdadero lugar de las mujeres en los orígenes de la especie humana

 

Es muy común que cuando se enseña la historia de la humanidad en los tres millones y medio de años que duró el Paleolítico, se explique en los manuales del secundario, que existía una división sexual del trabajo que permitía organizar la vida social y económica de las tribus y clanes. Según esta fórmula tan repetida, mientras los varones se dedicaban a tareas arriesgadas como la caza, las mujeres se quedaban con tareas de menor requerimiento de valentía y destreza como la de cuidar a niños/as y ancianos/as o juntar frutos y vegetales maduros del suelo.

Esta visión no es real, es producto de una serie de prejuicios típicos de las sociedades patriarcales y machistas nacidas en los últimos 5 mil años producto del nacimiento de la explotación de clases sociales ricas sobre poblaciones oprimidas, ya sea en economías agrícolo-pastoriles o industrializadas.

Su objetivo es el de justificar la opresión que sufren las mujeres en nuestra sociedad con un argumento “natural”: ya que “siempre” habrían ocupado un lugar secundario en la sociedad, casi como si estuviera determinado en nuestros genes.

Las personas más conscientes de este daño combaten esa idea recurriendo a los registros arqueológicos que muestran la existencia, desde el mismo Paleolítico, de un extendido pensamiento religioso donde se adoraban diosas femeninas relacionadas con la maternidad y por lo tanto con la creación de vida, lo que valía para convertirlas en proveedoras de todo tipo de alimentos, las “diosas madre”.

Si bien este argumento es correcto, y permite demostrar que las mujeres ocupaban un rol protagónico en la vida humana desde sus orígenes, termina contribuyendo a fundamentar otra imagen “natural” e incompleta del rol de la mujer en nuestro pasado como especie, ese rol que la encadena a su útero, a su capacidad única para engendrar nuevos seres. Así, pasamos de la mujer pasiva que junta manzanas mientras el macho caza, a la idea de que las mujeres tienen una importancia fundamental, pero siempre que sean madres.

Este artículo intenta contribuir en tan necesaria batalla llamando la atención sobre otro rol que las mujeres han ocupado en los orígenes, el de cazadoras y guerreras.

Para entender la mitología
El gran problema de conocer cómo vivíamos los seres humanos hace tres millones de años está en la dificultad para entender las pruebas que nos quedaron de esas épocas. Lo único que sobrevivió fueron las cosas que fabricamos de materiales que existieran el tiempo enterradas bajo varios metros de profundidad o en cuevas. ¿Cómo interpretamos herramientas y armas de madera petrificada, hueso o piedra? ¿Para qué servían, cómo se usaban?

Cuando arqueólogos e historiadores forjaron la idea de una división sexual del trabajo, lo hicieron trasladando sus propias concepciones sobre el rol de la mujer en la sociedad del siglo XIX (dependiente, secundario, atado al hogar, pasivo, etc.) a un pasado tan remoto que sólo podían imaginarlo.

Las concepciones sobre la importancia de rituales mágicos donde se adoraban “diosas madres”, al menos tiene la virtud de estar basada en estatuillas de madera o hueso con formas de mujeres de vientres anchos y grandes pechos, que podrían interpretarse en un sentido de fertilidad, abundancia, embarazo. Pero nada dice que la única relevancia que nuestros remotos antepasados dieron a las mujeres haya pasado pura y exclusivamente por el hecho de que fuesen madres y dadoras de vida.

Hay otro registro que puede ser utilizado para intentar fundamentar una idea de cómo era el rol femenino en el pasado, el estudio de las religiones antiguas. Si bien se presta a la interpretación y la subjetividad, es posible “leer” en las religiones la síntesis de una serie de ideas contenidas en ellas que nos iluminen sobre los seres que las inventaron.

Para lograrlo en primer lugar hay que seguir la genial idea de Karl Marx de que “no fueron los dioses los quienes crearon a los seres humanos sino los seres humanos los que inventaron a los dioses a su imagen y semejanza”.

Y es que cada sociedad humana, desde que comienza a pensar cómo funciona el mundo que la rodea, imagina causas, explicaciones. Y por lo tanto, la idea de que existen seres mágicos, fuerzas invisibles y poderosas que ordenan el mundo real, es la que está en la base de todas las mitologías, desde las del paleolítico hasta las de los superhéroes del mundo actual.

En un primer momento creíamos que se trataba de la energía que habitaba en todas las cosas que nos rodeaban, una especie de espíritu mágico que daba sentido al mundo. En los primeros cientos de miles de años, nuestra especie sobrevivía de una manera brutal y cruel, el ambiente que nos rodeaba era terriblemente hostil. Ni siquiera cazábamos, nos limitábamos a juntar frutas, raíces, plantas del suelo y a robarnos las sobras de lo que otros animales cazaban. Cualquier inundación o incendio natural terminaba en horas con buena parte de la tribu. Admirábamos el poder del viento y la lluvia, del trueno y el relámpago y de los animales más feroces, los depredadores.

Intentábamos que ese poder se nos pegase y por eso los primeros rituales religiosos de nuestra especie se reducían a imitar a las fuerzas naturales con la ilusión de que su fuerza se transmitiera a nuestros cuerpos.

Es por eso que aún en los dioses inventados millones de años después, como Zeus u Odín, se mantuvieran símbolos de poder como el rayo o el trueno, propios de ideas muy anteriores.

Antes de descubrir la forma de producir nuestra propia comida con la Agricultura y la Ganadería (la Revolución Productiva más importante de nuestra historia hasta la Revolución Industrial), cosa que pasó más o menos hace 10 mil años, en algún momento aprendimos a conseguir nuestras fuentes de carne animal sin depender de las sobras de los demás y nos hicimos cazadores/as. La caza no es una tarea fácil, sobre todo si sólo tenemos una tecnología basada en el uso de cuerdas, palos y piedras. En realidad el arma más importante de los primeros cazadores/as fue siempre el trabajo colectivo. Cualquier mamífero obligado a defenderse, no importa su tamaño o inteligencia, se transformaba en una amenaza mortal para quienes lo perseguíamos. En épocas donde éramos grupos muy pequeños y donde cada individuo era un aporte imprescindible para la sobrevivencia de la comunidad, la muerte de los cazadores y cazadoras era un lujo a evitar.

Por eso la comunidad intentaba apelar a la fuerza o espíritu de los animales que tenían mejores dotes para la caza para contagiarse y tener éxito en la tarea.

En esas épocas comenzamos a adorar dioses y diosas con forma de predadores, cada comunidad según su ambiente: los grandes felinos (tigres, leones, pumas), las aves rapaces (águilas, halcones, búhos), los grandes cazadores en manada como los lobos, o solitarios como los osos; incluso reptiles e insectos como las arañas y serpientes venenosas o los cocodrilos. Sus pieles, plumas y escamas, sus picos, garras o patas, sus forma imitadas en madera, barro o piedra tallada se transformaron en objetos mágicos, amuletos o tótems que terminaron diferenciando a cada tribu del resto. Millones de apellidos en el mundo hoy día siguen mostrando este origen profundo.

Muchos de los dioses y diosas venerados por las sociedades patriarcales y agrícolas de todo el mundo, aunque ya no dependiesen más de la caza, siguieron manteniendo una identificación con ese pasado y no faltan ejemplos de las divinidades zoo-antropo-mórficas de Egipto, Persia o la India para demostrarlo.

En conclusión, podríamos decir sin ningún temor que cuando se reconoce una divinidad que porta atributos propios del mundo natural o de animales predadores, se está leyendo a una comunidad humana que nos explica a su modo de dónde vienen y a qué se dedicaban millones de años atrás.

Los pueblos indoeuropeos
Hay un particular grupo humano que dejó una marca importante en la cultura de muchas sociedades actuales aunque, contradictoriamente, son muy difíciles de reconocer. En primer lugar porque los que fuimos educados en el mundo occidental, descendientes de las potencias coloniales europeas, sólo los conocemos a través de la deformación de la mirada del imperialismo romano, que llamaron a todos los pueblos de pastores y cazadores que habitaban las estepas eslavas, las llanuras actualmente alemanas y francesas y las montañas y fiordos del norte con un nombre genérico griego, keltoi, que en castellano se traduce como celta y al que los romanos también denominaban galos. De ahí viene el curioso hecho histórico de que muchas poblaciones tan distantes entre sí como el Cáucaso, las Islas Británicas o el noroeste de España tengan lugares con nombres similares: Galitzia, Gales y Galicia.

Las culturas de Oriente tienen mucho más presente la influencia de estos pueblos porque tanto en el Imperio Chino, como en los diferentes “principados” hindúes y sobre todo entre los persas, su impacto fue más evidente. Mientras para los romanos se trataba de pueblos ordinarios y salvajes que no merecían otro trato que el de la anexión, el asesinato en masa o la explotación, para la Mesopotamia  los valles fértiles del Indo y el Ganges se trató de pueblos que ocuparon y conquistaron esos territorios durante la cantidad de tiempo necesaria para imponerles sus rasgos culturales. Los descendientes de los “celtas” que lograron vencer al imperio romano en el siglo V d.C. ya lo hicieron después de siglos de “romanización” por lo que mucho de su cultura original se perdió.

La Historia y la Arqueología -tan faltas de poesía a pesar de ser ciencias tan apasionantes-, les dieron un nombre también genérico y sin alma: pueblos indoeuropeos. Estos pueblos se habrían asentado en las llanuras, montañas y estepas asiáticas entre los territorios que conocemos como la estepa rusa y el sur de Ucrania entre el 100 mil y 90 mil años atrás aproximadamente.

Los cambios climáticos y tecnológicos que se dieron entre el 1200 y el 1000 a.C. los llevaron a buscar nuevos ambientes donde desarrollarse y allí comenzó su peregrinación hacia el Este, luchando contra las poblaciones sedentarias del río amarillo, al sur, penetrando en bosques y selvas de la península hindú y hacia occidente, llegando a dominar la Mesopotamia a partir de los medos y persas, o habitando progresivamente la península helénica, adoptando nombres como dorios, jonios o aqueos, quienes iban a ser, en última instancia, los creadores de la cultura más importante para Europa.

En el resto de Europa siguieron viviendo de formas muy parecidas a su terruño natal, entre clanes y tribus basadas en relaciones de parentesco, compartiendo una propiedad colectiva de los medios de subsistencia  dedicándose a la agricultura en pequeña escala, el pastoreo de mamíferos productores de lácteos y abrigo y a la caza mayor.

Así vivieron durante miles de años antes de la migración del siglo XIII. Y se supone que su enorme capacidad para el combate (al que aportaron dos novedades que les dieron ventaja en su migración sobre todo el resto, el combate a caballo y el uso del hierro en sus armas), devino de miles de años perfeccionándose para cazar animales feroces y de la permanente necesidad de enfrentarse con otros grupos humanos en disputa por el mismo territorio. Miles de años de nomadismo y caza los prepararon para matar más eficientemente que a civilizaciones muy poderosas y desarrolladas que durante ese tiempo se dedicaron las artes menos bélicas propias del sedentarismo: astronomía, geometría, contabilidad, ingeniería, escritura, comercio, alfarería, etc.

Estos pueblos veneraron una serie de divinidades que muestran la supervivencia de cultos ancestrales. Y la gran novedad, es que la gran mayoría, son divinidades femeninas relacionadas con armas de combate y caza y con animales totémicos relacionados con la fuerza, la destreza, el coraje y la inteligancia necesarios para cazar.

Las diosas cazadoras
En una imagen anónima del siglo XVIII (d.C.) se puede ver la representación de la diosa hindú Durga (que en sánscrito significa “la invencible”), cabalgando un hermoso tigre de bengala y en cada uno de sus ocho brazos portando, un cetro de poder, una campana y diversas armas, las más antiguas que se hayan usado para la caza y la guerra como el escudo, la lanza y el arco y flecha y algunas propias del combate cuerpo a cuerpo, como dagas y una cimitarra árabe.


Entre los antiguos armenios y los persas se adoraba a una diosa relacionada con el agua, la fertilidad, la sexualidad y la guerra, llamada Aredvi Sura Anahita, que los zoroastristas identificaron con el planeta que los romanos llamaron Venus y que podría ser tranquilamente uno de los orígenes de las más conocidas Afrodita y Venus. Los griegos que combatieron al imperio Persa la conocían como la Artemisa Persa. En las diferentes imágenes que se pueden consultar siempre aparece rodeada de leones que bien pueden ser leonas, uno de los felinos más emblemáticos de la caza y la guerra en miles de culturas humanas de todos los tiempos.

También identificada con el león estaba la diosa hurrita, de la región de Kish, en la península anatólica, Hebat, divinidad de la fertilidad y compañera del dios de la guerra.

Cruzando el charco, los griegos -también provenientes del tronco común de hititas, hurritas, hindúes y persas- hicieron famosa a una diosa de la caza, la fertilidad y la sexualidad, Artemisa, a quien los romanos adoptarían por su prestigio e importancia con el nombre de Diana, y que es representada desde hace milenios con un arco y flecha y rodeada de un ciervo (presa habitual de los cazadores de los bosques húmedos europeos) y un ciprés (que además de ser uno de los mejores árboles para construir casas demuestra el vestigio de una creencia animista).

En Arcadia (región del Peloponeso) su rey mitológico fundador, Licaón, tuvo como hija a Calisto, quien después de la conquista de los griegos del norte pasó a integrar el séquito de ayudantes de Artemisa (como todo sincretismo, nunca se sabe si es producto de un invasor tolerante con los cultos locales, el producto de una alianza entre las clases dominantes invasoras y as que se dejaron invadir o la tenaz lucha de un pueblo sometido por sostener sus creencias). Seguramente era una diosa ligada a la caza, no sólo por su identificación con Artemisa sino porque en su propia mitología era madre de Arcas, el cazador. Cuenta la leyenda que Artemisa, enojada por su maternidad, la convirtió en una Osa, (otro animal totémico ligado a la caza propia de bosques húmedos, la pesca, el coraje y la protección de la familia) con tan mala suerte que su hijo casi la mata y que, Zeus, para protegerla, decidió enviarla al cielo, dando a luz a la constelación de la Osa Mayor, que bien llamada debería ser de Calisto.

Finalmente, y ya que estamos entre osas, en los bosques al norte de los Alpes, desde la actual Suiza hasta las Islas Británicas, pasando por la antigua Germania y Franconia, reinaba una diosa cazadora muy particular, identificada también con el arco y la flecha, que solía montar a caballo mientras cazaba, cuyo animal totémico era la Osa y que la mitología escocesa, galesa e irlandesa reconoce con el nombre de Artio. De tanta importancia que se sospecha una relación entre la diosa y el nombre del Rey mitológico más importante de esos lugares, el galés Arturo, sí, el de los Caballeros de la Mesa Redonda.

(Como nota al margen, nótese que en la mitología moderna desarrollada por Disney en sus películas animadas de los últimos 20 años, coinciden dos símbolos femeninos que luchan a caballo y utilizando arco y flecha, de dos culturas que podrían tener un tronco indoeuropeo común: la china Mulán, de 1998 y la escocesa Mérida de Valiente de 2013).

Para no abrumar (y porque ellas requieren un capítulo aparte) sólo mencionemos al pasar a las diosas más importantes de las civilizaciones más antiguas del mundo de las que se tienen registros, las de los pueblos de la Mesopotamia y Egipto, que parieron diosas del amor, el sexo, la guerra y la fertilidad como Isis, Ishtar, Innana y Astarté. En la imagen más antigua que se tenga de la diosa sumeria Inanna, probablemente de 1800 años a.C. se la muestra con alas y garras de algún ave de cazadora, probablemente la lechuza, ya que dos ejemplares la acompañan a ambos lados mientras que a sus pies reposan un león y una leona en clara actitud desafiante. Identificadas en épocas agrícolas con las estrellas (Sirio) y planetas (Venus) usados, como la Luna, antes de descubrir el calendario solar, para marcar el tiempo de la siembra y la cosecha, su influencia en las religiones de toda la región euroasiática es tan importante que hay que ser un erudito para distinguir los matices entre tanto sincretismo.

El rol histórico de las mujeres

Evidentemente, para este grupo de seres humanos durante los miles de años que se dedicaron a recorrer la geografía de Asia y Europa, obligados por necesidad a perfeccionar los métodos y las armas para cazar, luchar contra otros pueblos o defenderse, las mujeres tuvieron un protagonismo que en algún momento los llevó a creer que una diosa, una mujer invisible y todopoderosa, probablemente alguna de las ancestras fundadoras de alguna de las familias más prestigiosas del remotísimo pasado, les conseguirían mejores resultados en esas tareas que ninguno de los varones míticos que conocían.

Y es que, si uno o una se saca el velo del patriarcado de los ojos por un momento, y hace la misma reflexión que los arqueólogos e historiadores del siglo XIX, le puede parecer mucho más lógico que los primeros seres humanos, en tan disminuidas condiciones, a la hora de salir a jugarse la vida para conseguir carne, en lugar de fijarse en los genitales de los miembros de la horda, el clan o la tribu, meditaran sobre su fuerza, agilidad, coraje e inteligencia.

Y conociendo el verdadero papel heroico que juegan las mujeres de las clases explotadas y oprimidas en la historia humana, defendiendo sus condiciones de vida y las de su familia al punto de hacer los sacrificios más inimaginables, no sería nada raro suponer que fuesen elegidas las mujeres jóvenes para ir a cazar.

Pero mucho cuidado con creer que esta larga excursión por la historia humana termina defendiendo que las mujeres habrán tenido un lugar equivalente al de los varones en la organización social paleolítica o que este coraje, inteligencia y fuerza son propios del todas las mujeres por simple constitución genética.

En el primer caso la igualdad no era un tema de género en el origen de los tiempos, sino del conjunto de la comunidad, ya que la desigualdad se inventó recién con la propiedad privada, las clases sociales y el Estado -como dijimos-, hace 5 mil años nada más.

En el segundo caso, hasta que no se descubra una correlación genética superior entre testículos u ovarios y coraje, queda claro que esas virtudes sólo surgen ante la extrema necesidad, y así como millones de mujeres trabajadoras pueden caer como víctimas del sistema social en la más profunda depresión y muchas mujeres de la burguesía o la aristocracia pudieron haber dado muestras de arrojo y valor en circunstancias específicas y concretas de sus historias personales, la historia demuestra que es más fácil encontrar estas virtudes entre las mujeres de clases oprimidas que al revés, simplemente porque son ellas quienes tienen en su vida de todos los días las mayores presiones y necesidades a la hora de sobrevivir.

Así como uno sueña con un futuro donde la humanidad sea capaz de garantizar las mejores condiciones materiales de vida para el conjunto de la población, aprovechando al máximo los conocimientos de la revolución industrial, también pretendemos que sean repartidos en forma igual y sin distinciones de ningún tipo para todos y todas, retomando la mejor tradición de la igualdad real que nos caracterizó como especie durante tres millones y medio de años antes de descubrir la Agricultura.

Esperemos que en ese momento recuperemos para todos y todas, ese profundo, atávico valor, inteligencia, fuerza y coraje que las mujeres de nuestra especie han sabido darnos en los peores momentos de nuestra Historia.

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