(crónica inédita de la serie SERIGRAFÍAS PORTEÑAS)
Crónica del tercer aniversario del tablao flamenco El Perro Andaluz, Bolívar 854, San Telmo, Buenos Aires
Quiso la casualidad -o la magia- que conociera
el Flamenco en vivo y en directo por primera vez en mi vida, justo el día que
uno de los más importantes tablaos del género cumplía sus primeros tres años de
vida. No es cuestión de andarse peleando ni ofendiendo a nadie pero digamos que
para los artistas del Flamenco en la ciudad -y muchos del extranjero- se ha
convertido quizás en el más amado.
El lugar, de noche, parece sacado de la cabeza
de Cortázar: por afuera, da la impresión de ser un pequeño boliche de esos que
abundan en San Telmo, con el espacio suficiente para divertirse en medio de la
asfixia, sin embargo por dentro es enorme, como un viejo bodegón porteño de
esos que no existen más. Su pared sur conserva una diversa gama de ladrillos
rojos de diversos tamaños y formas, lo que evidencia un origen colonial.
Vaya a saber para qué se construyó
originalmente y quiénes la habitaron durante quinientos años, pero hoy aporta
su magia al tablao. Algó habrá en ella del sudor de los esclavos que la
construyeron, las pisadas de los criollos que la fatigaron con sus comercios,
sus amores, sus luchas, de los ricos que las habitaron en el despilfarro como
de los miserables inmigrantes que las okuparon cuando la fiebre amarilla
transformó al barrio más oligárquico de la ciudad en el más proletario.
Se nota claramente por qué los artistas
flamencos porteños adoran este lugar: el centro, el corazón, el ambiente más
importante, más cuidado, más mimado, no es la cocina ni el espacio destinado a
los ocasionales “clientes”, es el escenario: amplio, generoso, con la acústica
y las luces exactas, con la disposición y la consistencia que la artista que lo
concibió, la bailaora María de la Paz, habrá soñado desde vaya a saber cuándo.
Es extraño reseñar un espectáculo de una
cultura tan importante y extraña para alguien que la ve por primera vez.
Conozco el Flamenco como la gran mayoría de la población medio culta de esta
ciudad: de haber escuchado temas sueltos, alguna vez un CD comprado al azar de (Paco
de Lucía), algún amigo o amiga que te hizo oír algo alguna noche y no mucho
más. Nunca estuve en Andalucía y nunca tuve la guita para pagarme una entrada
cuando vino Camarón o el recientemente fallecido mago de la guitarra.
Pero la experiencia del cante, las palmas y la
caja al compás frenético del zapateo, esas guitarras que entreveran miles de
años de desiertos, luchas, sueños y lágrimas, guitarras que parecen tejer los
hilos de una manera extraña, en un lenguaje que nos suena absolutamente ajeno
pero que por algún motivo se nos mete en la sangre.
Esa experiencia no se puede tener viendo un
video por youtube, por más buena onda que uno (o una) le ponga.
Entre más de cien concurrentes creo que era el
único neófito, y como todos/as parecían amigos/as de la casa, bailarines,
músicos y cantaores/as, me sentía más raro, como un bicho. Los “óles” caían
todos en el mismo compás, el aplauso, las bromas... parecían ocultar un código
para “entendidos” que se me escapó toda la noche.
Soy incapaz de decir si lo que vi fue el mejor
o el peor Flamenco de la ciudad, pero puedo reconocer que todas las voces que
escuché esta noche me emocionaron, en particular la de una cantaora de la que
ignoro el nombre, quien, fuera de programa, fue “presionada” por su amiga a
subirse y acompañar con unas coplas.
Esta joven mujer sacó de su más profundo
interior una voz llena de fuerza para cantar con una pena indescriptible que, para
qué le voy a mentir, me arrancó las lágrimas, también fuera de programa.
Lo mejor de la noche fueron precisamente esos
números fuera de programa. Ojo, se trata de gustos, no discuto el enorme valor
estético del espectáculo montado antes, pero cuando entraron a subirse
bailaores y bailaoras algunos con ropa de calle, y gente que se acomodaba como
si estuviera en el patio del caserón del abuela, sin saberlo, se olvidaron del
mundo y se entregaron a una fiesta pura de energía, alegría y entusiasmo que
arrancó a todo el mundo del asiento y de la pose de espectador.
Quizá eso sea lo que los entendedores llaman
“el duende” del Flamenco, ese momento único que no puede ser preparado ni
planificado, aunque sí, desde ya, ensayado, buscado, perseguido...
Buenos Aires está viviendo una crisis cultural
hace rato. La cantidad de gente con “pupila, talento y salero” para las más
variadas expresiones artísticas que patean esta ciudad es enorme, increíble y,
al mismo tiempo, es inversamente proporcional a la posibilidad que tienen para
pulir su arte y mostrarlo.
La emoción de esta noche seguramente está
relacionada con el esfuerzo de Paz y los suyos para mantener en pie El perro... parece increíble que por 40
pesos se pueda experimentar algo tan hermoso, de tal calidad y en cantidades
industriales. Parece inreíble que esa sala no esté llena todos los fines de
semana.
Sin embargo, si se mira bien, todo San Telmo
de noche es, aunque parezca la meca cultural de una ciudad cosmopolita, una
especie de museo donde ud. puede observar las más variadas expresiones
culturales que alguna vez supieron ser masivas, en vías de desaparición.
Responsabilidad obvia de un sistema que, al
revés de los artistas, piensa en ganancias antes que en experiencias
emocionales. Está claro. Pero también, aunque menos evidente, de un mundo
artístico fragmentado, aislado, narcisista, que no logra conectarse con
corrientes profundas de la población, cantar y tocar sus sentimientos, o al
menos convocarlos para eso y que prefiere la aventura de buscar una salida
individual, esperando la mano del mecenas o del Estado, en lugar de la mucho
más segura y dura vía de la organización y la lucha colectiva contra la dependencia del mecenas y del
Estado.
Uno no es nadie para andar escribiendo estas
cosas, ni los editores parecen creer en la necesidad de publicarlas, pero me meto de puro bruto y me permito confiar en que también entre
esas y esos trabajadores incansables, proletarios de los sueños, la música y la
danza, saldrán compañeras y compañeros que entenderán que el duende que se vió
hoy en El perro lo lograron con la
solidaridad de cientos de personas que, el resto del tiempo, actúan solas.
Ellas y ellos abrán encontrar los métodos y la
templanza para que el Flamenco deje de languidecer y se transforme en la forma
de expresión de miles de personas que necesitan gritarle al mundo su dolor, su
orgullo, su pena, su lucha. Así se hizo mundialmente famoso. Así renacerá
alguna vez. O al menos eso deseamos.
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