Una
lectura de Apparatchikis, de Mario Castells,
Caballo Negro Editora, Córdoba, 2017.
Somos hojitas del incontable árbol de la vida. Cada quien es
el resultado definitivo de un complejo entramado de leyes físicas, químicas y
sociales que pueden ser comprendidas, estudiadas y analizadas. La paradoja es
que casi nadie puede asimilar con perfecta claridad la particular forma en que
esas leyes se entrelazaron para darnos a luz.
El MAS, Movimiento al Socialismo, fue quizás el mayor
partido de izquierda de la historia argentina al calor del alfonsinismo. Última
parada de un largo y a veces heroico camino que empezara a transitar Hugo
Bressano, más conocido por su nombre de guerra, Nahuel Moreno, en los años
cuarenta. Todavía hoy, menos de medio siglo de su muerte, y la de su corriente,
ningún historiador o historiadora ha podido juntar un sinfín de minutas,
editoriales, anécdotas y juicios parciales para escribir la historia del
morenismo, la debacle de ese enorme sueño que tantas veces se ilusionó con la
victoria y tantas veces se frustró sin ella.
Ni por pasión de anticuario o archivista, ni por puro
prurito de intelectual, la ausencia de un balance sobre la explosión de la
corriente trotskista más significativa de la historia de la lucha de clases de
la última mitad del siglo 20 en nuestras pampas es un déficit que golpeará
muchos años todavía a las generaciones que siguen intentando poner en pie un partido
obrero en nuestro país.
Principalmente para sus herederos directos, pero también
para todos los demás, incluyendo sobre todo a quienes más la han atacado –con
razón o no- porque ese desapego les ha impedido empatizar lo suficiente con el
derrotero de esa corriente como para verse reflejados en sus miserias.
Sin embargo hay un escritor, Mario Castells, que ha decidido
poner en palabras impresas su balance personal de la última parte de ese
desbarranque. En el año electoral del 2007, con la ruptura largo tiempo
contenida del MST entre el MST-Nueva Izquierda e Izquierda Socialista
(Documento Uno y Documento Dos, como se los conoció mientras sobrevivían un
estancado divorcio) la debacle del mayor heredero del MAS sembró dos años
después el paroxismo de dinamitar su bandera y sus colores detrás del enésimo
engendro de centroizquierda parido por Pino Solanas, Proyecto Sur.
Al protagonista y narrador de Apparatchikis, Darío Castelví, le tocó atestiguar en el ojo del
huracán ese año desgarrador, entrampado en los nudos superpuestos de sus
propias frustraciones personales –amor, militancia, profesión- y tironeado por
las luchas internas de su dirección nacional, regional y la descomposición
política de las bases.
El escenario de la tragedia transcurre entre los locales
partidarios de Tucumán y Perú y la Facultad de Filosofía y Letras, Once y
Caballito y la bizarra noche de la Facultad de Veterinaria, Villa del Parque y
Devoto. Un Roberto Arlt agudo y sensible, inundado de tristeza y nostalgia de
su Rosario natal y su Paraguay añorado, es este Mario Castells que logró tirar esta andanada de
aguafuertes sin filtro, sin photoshop, casi sin engaños literarios.
Existencialismo y realismo
Se trata de una novela donde se encuentran la necesidad
hiriente de todo revolucionario trotskista consciente de llegar a un balance
exacto de la experiencia política vivida con los recursos sicológicos de la
literatura existencialista para pasar ese tamiz. Quizás la imposibilidad del
autor para tomar distancia crítica de su propio desgarro íntimo le haya
impedido salirse del cúmulo insoportable del dolor íntimo, encontrando en el
examen minucioso de ese impresionismo tan verdadero, tan real, un camino de
salida.
Se inscribe así en la tradición de una novelística
desaparecida, la de otro rosarino, Roger Plá en su Los robinsones de 1943 pero con la sinceridad cruel de David Viñas
en su Dar la cara, de 1962. Ambos
cometieron a su turno un balance de la generación de jóvenes universitarios que
llenaron las filas de la izquierda y sus preocupaciones más íntimas, Plá en
esos años 30 donde se gestaban los rudimentos de un nacionalismo de izquierda
que terminaría dividido entre el peronismo y el comunismo estalinista; Viñas
repensando el impacto de la Libertadora en la camada de la nueva izquierda
peronista, teñida de Sartre y Freud, de la segunda mitad de los años 50.
Aunque podríamos haber leído cuatrocientas páginas más,
Castells nos ha ahorrado el monólogo interior de cada uno y una de sus
personajes y el ensayismo típico de esa novelística ya olvidada. Mientras Viñas
y Plá escribían al influjo de esa escuela que fue para los escritores del siglo
20 La condición humana de Malraux (1933) Los caminos de la libertad de Jean
Paul Sartre (1945-49) o esa radiografía sarcástica y despiadada de la intelectualidad de
izquierda universitaria que comete Simone de Beauvoir en Los mandarines (1954), la vena proletaria y trosca de Castells prefiere la
sencillez narrativa del cross a la mandíbula de las aguafuertes de Arlt, la
verdad por sí misma, en cuero, y algo de ese tono fraterno pero ácido que usa
Leopoldo Marechal en su Adán Buenosayres
de 1948 para desnudar la verdad debajo de los arrabales idílicos de su
adolescencia rebelde junto a Borges y Xul Solar, al mismo tiempo que se caga de
risa de sus mitológicas aventuras juntos.
Estas son meras especulaciones construidas, faltaba más,
desde un recorrido puramente personal. Se trata de una genealogía arbitraria
que habla más de las lecturas propias que de las del autor, que desconocemos.
Sin embargo, hay en el comienzo de la nouvelle y en su final una referencia
clara –aunque no evidente- del Zama (1956)
famoso y desconocido de Antonio Di Benedetto, en esos perros jugando en el
borde de la muerte absurda, en ese comienzo del viaje de vuelta al origen del
final, lleno de una paz tan parecida a la muerte y la resurrección.
Quizás algo de todo esto pueda defenderse también en esa
miscelánea del capítulo 5, cuando Castelví elude la rosca mezquina y miserable
de las reuniones políticas de carpa chica de las agrupaciones de Filo que
rosquean asambleas y listas y carguitos para zambullirse en una clase de
crítica literaria (“ese agite de peques barderos que es la política
universitaria”).
Como si la tragedia se empeñase, queriendo oír a Viñas
termina recalando en uno de esos tan característicos profesores que mezclan
erudición berreta y desprecio póstumo por cualquier intento de literatura
proletaria. Filo sigue siendo, como siempre, la amansadora que transforma
ilusiones sinceras de socialismo en la charca del presupuesto del Estado y al mismo
tiempo la trituradora de espíritus que llegan buscando la literatura como arma
de la revolución para ser convencidos de que la revolución es un sueño absurdo,
igual que la literatura. Pero ya no quedan ni los Urondo ni los Viñas, ni los
Rieznik que la contrapesaban.
A lo macho
Se trata también de una confesión a lo macho. Castells
prefiere quedar bien con la verdad desnuda antes que con la corrección
política. Su alter ego desnuda un machismo cavernario, llenando las cien
páginas de un documental sobre la mirada del macho que caracteriza mujeres como
cuerpos bellos a través de cánones tan clásicos como excecrables ("amar es tragar, querer es escupir"). Darío,
militante socialista formado por lo tanto en la concepción más humanista
posible, se iguala no obstante a esos viejos paraguayos escabiando caña a la
entrada de la villa y felicitándolo por la morocha que lo acompañaba como quien
aplaude al pescador por su presa. No se trata tan solo de una identidad basada en el conocimiento
vedado para el resto de la hermosa lengua guaraní, sino también y sobre todo de
saberse parte de esa cultura milenaria donde la hembra ocupa ese lugar.
Castells no parece reivindicar a Castelví pero tampoco se esfuerza por
criticarlo. Otra vez nos muestra la mierda tal y como existe más allá de la
discusión ética.
En todo caso, y aunque no lo diga, la misma tarea de
publicar estas imágenes sirve de confesión y denuncia. La descomposición moral de
los personajes se muestra con más crudeza allí, en sus relaciones voluntarias,
en esa triste forma de reducir el amor romántico o idealista en una mera
compulsa histérica, en la amargura del sarcasmo reemplazando la dulzura. A
riesgo de sonar complaciente, también es cierto que Castelví recorre la novela
sangrando su desamor, torturado por su propia responsabilidad en el descuido
afectivo de las relaciones que amó.
Hay en todo esto algo de la confesión descarnada y amoral de
Julio Sosa recitando Por qué canto así
en esa inolvidable versión de La Cumparsita con el bandoneón de Leopordo
Federico. La enorme presión de la miseria nos fabrica así. Ahí está el artista
para mostrarse tal como es su alma destrozada, sin evadir la responsabilidad
ante el dolor causado a otras, sus víctimas, sin la pedantería de pararse
frente a sus miserias con tono sacerdotal o careta. Sin falso orgullo ni
mentirosa “deconstrucción”.
Poeta de arrabal
No es ninguna novedad la maestría de Castells para la
narración poética. Una capacidad envidiable para describir su propia
experiencia de individuo desgarrado acompaña toda su obra. El desgarro del
migrante eterno sin lugar fijo y con cientos de paraísos perdidos ya estaba
toda en su El mosto y la queresa.
Ahora viene a traernos esas imborrables impresiones auditivas y visuales, esa
también envidiable capacidad para el registro de los dialectos porteño,
rosarino, guaraní y paraguayo en la descripción de una pareja entrando a la
1-11-14 para pegar merca o su sutil registro de la pequeño burguesía progre de
Caballito en el trayecto entre Sócrates, el Parque Chacabuco y un pehache
reciclado frente a la cancha de Ferro.
Un antropólogo casi perfecto recorriendo el reviente de Once
y las alturas ilusorias de la
clase media universitaria, Castells pone toda su maestría al servicio de una novela
proletaria para despreciar con altura a esos maestros ciruela que llenan las
cátedras de la UBA o la UNR vomitando sandeces sobre la imposibilidad de una
literatura proletaria y socialista.
En cada momento de este oscuro viaje el protagonista se
detiene a respirar en la naturaleza que invade la urbe ficticia, las lluvias
torrenciales y apocalípticas de otoño y primavera, el canto de los zorzales a la
madrugada, cada árbol que lo rodea con su identidad definida, la brisa de los
amaneceres devolviéndole la vida a los fantasmas. Pura poesía por donde lea.
Agridulce, amarga y dulce, como la vida misma. En una de tantas apreciaciones
geniales, Castells nos hace notar el detalle que diferencia a las villas de
Capital con las del resto de las grandes ciudades del litoral, como su amada
Rosario. En las villas porteñas no queda resabio de ruralidad. El origen
campesino ha sido borrado del paisaje, sepultado bajo el ladrillo hueco a la
vista y el asfalto.
Como el perseguidor de Cortázar, Castelví se aferra en sus
peores momentos de perdición de esa nostalgia doblemente desarraigada en
latitud y naturaleza. De la porquería politiquera de Filo se refugia en el pino
del patio de la vieja fábrica devenida claustro, de la amargura del desamor construye un paraíso inocente y puro de
amor libre bajo un Nogal de Vete. La lluvia torrencial del estuario del Río de
la Plata lo atormenta pero también lo lava, lo limpia y lo abraza
maternalmente, a la Gene Kelly como él mismo señala.
“Estamos enfermos, perdonennos”
El de Castells entonces, es un realismo crudo y sincero que
nadie que haya visitado esta parte de la historia podrá decir que miente, salvo
que quiera proteger el propio pellejo. Fiel al manual de la catarsis y el duelo
Castells no tiene piedad con ninguno de los personajes que desfilan por su
historia, ni siquiera con su alter ego. Se desnuda a un nivel casi imposible.
Abre el pecho al sablazo como Solano López ante la partida de cobardes que lo
va a liquidar. Entrega su nouvelle a riesgo consciente de que sus viejos
enemigos lo descuarticen como a Túpak Amaru en la Plaza Mayor de Lima, pero con
la confianza ciega de que su martirio servirá a les sobrevivientes de la
masacre y la derrota para entenderse y rearmarse.
Cada compañera o compañero que haya experimentado el
doloroso desgarro de entregar su vida a la militancia durante el tiempo
necesario para saber que le definió la vida para siempre, le debe a Castells un
agradecimiento por su libro. El artista se ha animado a denudar al Rey en medio
de la comitiva de aduladores. Su obra no ofrece todos los detalles que permitan
entender las causas de lo que pasó, quizás porque el propio autor no haya
logrado reunirlas todas con claridad en medio del dolor que todavía se siente
al leer esas páginas. O más probable porque su amor por la buena literatura le prohiba ensuciarla de ensayismo. Pero en esta obra están los indicios que pueden permitir
comprender.
Esa militancia trosca tan bien descrita estaba rota y en
proceso de descomposición. Sus cuerpos y sensibilidades expresaban la putrefacción
política de una dirección que manejaba un barco detrás del oro mítico de los
cargos, El Dorado de la caja del Estado democrático, la sucia prebenda que como un Midas invertido, corrompe lo que tocaa. Como cualquier adicto a la merca, toda corriente
revolucionaria que alcanza la posibilidad del crecimiento electoral cree que va
a poder controlar los efectos nefastos para que sólo se desarrollen las virtudes que
el oro del Estado permite.
“1987-88 fue una época bien loca y prolífica. Pero también
marcaba el inicio de una decadencia: Para nosotros la muerte de Luca se pegaba
a la de Moreno.” confiesa Darío Castelví y quizás haya allí una punta para
comenzar a entender a una generación de luchadores y luchadoras de la juventud
obrera que entregó su juventud en los 90 para construir una alternativa por
izquierda a un país que también iniciaba su debacle.
La juventud que luchó en los 90 se enfrentó con sus
ilusiones a un genocidio de ilusiones. Caía el muro de Berlín y la utopía
encarnada más importante de la lucha humana por el Paraíso en la Tierra
implotaba con la URSS. Una a una también mostraban la hilacha las ilusiones que
venían a reemplazarla, la revolución democrática alfonsinista, el rock
libertario, la libre sexualidad, todo se fue desmoronando para quienes recién
empezaban a luchar. Encima encontrarse con una pesada herencia de dolor y
derrota de los sobrevivientes de los 70, en medio del menemismo arrasador. El
fin de la historia vivido desde el peor lado posible, el de quienes queríamos
el triunfo de la humanidad sobre sus cadenas de oprobio y muerte.
Castells es, como Arlt y como Viñas, todo lo cruel que su
memoria le indica, casi al límite de la traición a los códigos de la
clandestinidad revolucionaria, con los personajes que militaban a la par. Pero
también como Arlt sostiene una ternura irrenunciable para quienes fueron sus
seres más queridos, su única ligazón con el mundo durante esos terribles y
solitarios años. Son troscos y troscas reales, de carne y hueso como él y en
cada descripción descarnada se puede notar la caricia del recuerdo fraternal.
Por el contrario, a los responsables de esta tragedia, los dirigentes políticos
que tenían en sus manos el destino de la organización y su militancia, casi no
los describe en detalle. Cuánto más odio se puede interpretar en esas palabras
casi textuales, frías e inhumanas, destiladas por verdaderos hombres de
aparato, preocupados únicamente por la salud de la organización, del esqueleto,
que condujeron a la derrota.
Con la objetividad del informe político para internos,
Castells cita textualmente al máximo dirigente de su organización arengando a
una tropa de almas rotas para que dejen el resto de su vida por la más
miserable de las causas, la elección de legisladores o diputados:
“Compañeros, dicen que la
regional tiene severos problemas con las drogas, dijo. Yo no vengo a hablarles
como un moralista descarado sino como un compañero. Sabemos de los problemas
que existen en sus vidas, en sus casas. Estamos en una etapa de descomposición
social muy grande. Los problemas de la vida cotidiana son muy importantes y
tendremos que remediarlos oportunamente. Así nos lo enseñaron nuestros
maestros; de ellos habla Trotsky… El mismo compañero Hugo en la moral y la actividad revolucionaria
trata el tema. Yo lo que les quiero pedir, no obstante, es frenar la rabia,
aguantar un tiempo. Faltan quince días para que termine la campaña electoral.
Ese es el lapso que debemos resistir y más aún, es el espacio de tiempo que les
pedimos a todos. Les pedimos que aguanten, qe saquen fuerzas de donde no
tienen. Tenemos que matarnos en esta campaña electoral. Si hay que tomar merca,
tomaremos. Dentro de los balances, nos sacaremos los ojos, como corresponde.
Hoy solo tenemos que pensar en la campaña electoral. Lo digo sin caretearla.
Por quince días les pedimos que no sean otra cosa que militantes electorales.
Ni estudiantes, ni novios, ni hermanos.”
Pedir la vida de tantos y tantas militantes a cambio de un
roñoso tres o cuatro por ciento de los votos a Jefe de Gobierno o Legislatura.
El mismo dirigente que bajo los cuadros solemnes del fundador mítico de la
corriente o las banderas con los nombres de sus mártires negocia las ilusiones
de un militante que busca desarrollar el socialismo en las tierras de sus
ancestros a cambio de un chantaje con sus necesidades materiales.
Si sólo sirviera para que cada compañera y compañero
reaccionara con toda su energía y capacidad ante el menor atisbo de
burocratización y electoralismo en su propia orga, esta novela habría cumplido
una enorme función política. Porque la peor merca es la que toma una dirección
política que reduce todo con ese cinismo y lo envuelve de bellas citas de los
grandes héroes.
El mono en el remolino
En ese primer capítulo donde los perros se pelean frente a
las obras de la estación Puán en eterna construcción Castelví creyó entrever su
propio final y el de su corriente mucho más que en las fiestas desbarrancadas
de Fylo o Vete o esa exquisita batalla final contra la barra brava de All Boys
en un bar de Floresta, tan bien narrada, tan sublime y épica.
Si es cierto que las derrotas son las mejores maestras de
esta cruda descripción deberían brotar las mejores enseñanzas. Quienes vivimos
de cerca esos hermosos años de revolución del Argentinazo y nos fuimos
desgranando en el tobogán pútrido del kirchnerismo, reviviendo como farsa una y
otra vez ese 87-88 que recuerda el poeta, deberíamos encontrar en esta novela
una soga para empezar a entender tanto dolor. Pero sobre todas las cosas, esas
nuevas generaciones de jóvenes que luchan hoy, al calor del crecimiento del
movimiento feminista o del Frente de Izquierda, deberán abrevar en esta novela
corta como alarma para saber detectar a tiempo los síntomas de la
descomposición política en sus propias organizaciones.
Dudo mucho que la política universitaria hoy haya dejado de
ser esa charca desagradable que fue en los 90 y primeros años del 2000 que tan
bien describe Castells. Las denuncias por violencia machista entre las
organizaciones de izquierda y bandas de rock hacen presagiar que la mancha de
aceite pestilente de la claudicación ante la democracia burguesa avanza con
temeridad entre nuestros sueños.
Habrá quienes usarán esta novela para demostrar que la
militancia de izquierda es una mentira aborrecible de la que hay que escapar. Algunos
también con perfidia podrán alabarla porque huye de la semblanza heroica típica
del realismo socialista. Yo la he leído desde otro lugar. Apesadumbrado todavía
por mis propias frustraciones en experiencias tan similares no he bajado los
brazos y sigo queriendo soñar con que algún día podremos encontrarle la vuelta
a las presiones que este régimen de muerte nos tira en el lomo a quienes osamos
desafiarle.
Iluso o no, leo Apparatchikis
como quien necesita cicatrizar la herida sin otra cosa a mano que un palo
encendido. El fuego limpia mientras destruye. Su claridad permite sacar de las
sombras las bases ocultas de las relaciones que uno construye o que lo
construyen a uno. La verdad duele, pero es la única forma de construir sobre
seguro.
Como frente a toda herida abierta, el lector o lectora puede
pararse en alguna de las dos caras de la contradicción y reconstruir la
historia desde allí. En su traducción del I
Ching, el alemán existencialista a la Heidegger interpreta el hexagrama
número 23, “PO, La Desintegración”, literalmente. Cinco líneas oscuras, representativas
de las fuerzas negativas del universo avanzan acosando a la única línea de luz,
y recomienda no moverse ante el peligro, no avanzar. Sin embargo, Wilhelm tuvo
la honestidad intelectual suficiente para publicar las interpretaciones del
maestro Confucio, cinco mil años anteriores. Allí, el intelectual oriental
subraya el poder indestructible de esa solitaria línea de luz, sobreviviente
invencible de esa andanada de oscuridad que la rodea.
La desintegración es
leída como descomposición y la descomposición como un proceso necesario para
encontrar el camino de salida, el ciclo necesario para que la vida se abra paso
nuevamente de sus propias cenizas.
Creo que Mario Castells ha publicado este balance después de
tantos abortos porque lo anima la misma esperanza, el recitado de Castelví
recordando las palabras de Solano López, que son tan parecidas a las de Trotsky
antes de morir, es mi única prueba. De la derrota sólo se pueden sacar conclusiones
para dejar a los que vienen detrás:
“…vencedor no es el
que queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa
bella. Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre, que
llevará la derrota en el alma, y en la sangre, como un veneno, el odio del
vencedor.”
Como sea, ningún/a militante debería perderse la oportunidad de mirarse en el reflejo del abismo que ha publicado Castells y sacar sus propias conclusiones.
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