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sábado, 10 de marzo de 2018

Poesía de la descomposición

Una lectura de Apparatchikis, de Mario Castells, Caballo Negro Editora, Córdoba, 2017.



Somos hojitas del incontable árbol de la vida. Cada quien es el resultado definitivo de un complejo entramado de leyes físicas, químicas y sociales que pueden ser comprendidas, estudiadas y analizadas. La paradoja es que casi nadie puede asimilar con perfecta claridad la particular forma en que esas leyes se entrelazaron para darnos a luz.

El MAS, Movimiento al Socialismo, fue quizás el mayor partido de izquierda de la historia argentina al calor del alfonsinismo. Última parada de un largo y a veces heroico camino que empezara a transitar Hugo Bressano, más conocido por su nombre de guerra, Nahuel Moreno, en los años cuarenta. Todavía hoy, menos de medio siglo de su muerte, y la de su corriente, ningún historiador o historiadora ha podido juntar un sinfín de minutas, editoriales, anécdotas y juicios parciales para escribir la historia del morenismo, la debacle de ese enorme sueño que tantas veces se ilusionó con la victoria y tantas veces se frustró sin ella.

Ni por pasión de anticuario o archivista, ni por puro prurito de intelectual, la ausencia de un balance sobre la explosión de la corriente trotskista más significativa de la historia de la lucha de clases de la última mitad del siglo 20 en nuestras pampas es un déficit que golpeará muchos años todavía a las generaciones que siguen intentando poner en pie un partido obrero en nuestro país.

Principalmente para sus herederos directos, pero también para todos los demás, incluyendo sobre todo a quienes más la han atacado –con razón o no- porque ese desapego les ha impedido empatizar lo suficiente con el derrotero de esa corriente como para verse reflejados en sus miserias.

Sin embargo hay un escritor, Mario Castells, que ha decidido poner en palabras impresas su balance personal de la última parte de ese desbarranque. En el año electoral del 2007, con la ruptura largo tiempo contenida del MST entre el MST-Nueva Izquierda e Izquierda Socialista (Documento Uno y Documento Dos, como se los conoció mientras sobrevivían un estancado divorcio) la debacle del mayor heredero del MAS sembró dos años después el paroxismo de dinamitar su bandera y sus colores detrás del enésimo engendro de centroizquierda parido por Pino Solanas, Proyecto Sur.

Al protagonista y narrador de Apparatchikis, Darío Castelví, le tocó atestiguar en el ojo del huracán ese año desgarrador, entrampado en los nudos superpuestos de sus propias frustraciones personales –amor, militancia, profesión- y tironeado por las luchas internas de su dirección nacional, regional y la descomposición política de las bases.

El escenario de la tragedia transcurre entre los locales partidarios de Tucumán y Perú y la Facultad de Filosofía y Letras, Once y Caballito y la bizarra noche de la Facultad de Veterinaria, Villa del Parque y Devoto. Un Roberto Arlt agudo y sensible, inundado de tristeza y nostalgia de su Rosario natal y su Paraguay añorado, es este Mario Castells que logró tirar esta andanada de aguafuertes sin filtro, sin photoshop, casi sin engaños literarios.

Existencialismo y realismo

Se trata de una novela donde se encuentran la necesidad hiriente de todo revolucionario trotskista consciente de llegar a un balance exacto de la experiencia política vivida con los recursos sicológicos de la literatura existencialista para pasar ese tamiz. Quizás la imposibilidad del autor para tomar distancia crítica de su propio desgarro íntimo le haya impedido salirse del cúmulo insoportable del dolor íntimo, encontrando en el examen minucioso de ese impresionismo tan verdadero, tan real, un camino de salida.

Se inscribe así en la tradición de una novelística desaparecida, la de otro rosarino, Roger Plá en su Los robinsones de 1943 pero con la sinceridad cruel de David Viñas en su Dar la cara, de 1962. Ambos cometieron a su turno un balance de la generación de jóvenes universitarios que llenaron las filas de la izquierda y sus preocupaciones más íntimas, Plá en esos años 30 donde se gestaban los rudimentos de un nacionalismo de izquierda que terminaría dividido entre el peronismo y el comunismo estalinista; Viñas repensando el impacto de la Libertadora en la camada de la nueva izquierda peronista, teñida de Sartre y Freud, de la segunda mitad de los años 50.

Aunque podríamos haber leído cuatrocientas páginas más, Castells nos ha ahorrado el monólogo interior de cada uno y una de sus personajes y el ensayismo típico de esa novelística ya olvidada. Mientras Viñas y Plá escribían al influjo de esa escuela que fue para los escritores del siglo 20 La condición humana de Malraux (1933) Los caminos de la libertad de Jean Paul Sartre (1945-49) o esa radiografía sarcástica y despiadada de la intelectualidad de izquierda universitaria que comete Simone de Beauvoir en Los mandarines (1954), la vena proletaria y trosca de Castells prefiere la sencillez narrativa del cross a la mandíbula de las aguafuertes de Arlt, la verdad por sí misma, en cuero, y algo de ese tono fraterno pero ácido que usa Leopoldo Marechal en su Adán Buenosayres de 1948 para desnudar la verdad debajo de los arrabales idílicos de su adolescencia rebelde junto a Borges y Xul Solar, al mismo tiempo que se caga de risa de sus mitológicas aventuras juntos.

Estas son meras especulaciones construidas, faltaba más, desde un recorrido puramente personal. Se trata de una genealogía arbitraria que habla más de las lecturas propias que de las del autor, que desconocemos. Sin embargo, hay en el comienzo de la nouvelle y en su final una referencia clara –aunque no evidente- del Zama (1956) famoso y desconocido de Antonio Di Benedetto, en esos perros jugando en el borde de la muerte absurda, en ese comienzo del viaje de vuelta al origen del final, lleno de una paz tan parecida a la muerte y la resurrección.

Quizás algo de todo esto pueda defenderse también en esa miscelánea del capítulo 5, cuando Castelví elude la rosca mezquina y miserable de las reuniones políticas de carpa chica de las agrupaciones de Filo que rosquean asambleas y listas y carguitos para zambullirse en una clase de crítica literaria (“ese agite de peques barderos que es la política universitaria”).

Como si la tragedia se empeñase, queriendo oír a Viñas termina recalando en uno de esos tan característicos profesores que mezclan erudición berreta y desprecio póstumo por cualquier intento de literatura proletaria. Filo sigue siendo, como siempre, la amansadora que transforma ilusiones sinceras de socialismo en la charca del presupuesto del Estado y al mismo tiempo la trituradora de espíritus que llegan buscando la literatura como arma de la revolución para ser convencidos de que la revolución es un sueño absurdo, igual que la literatura. Pero ya no quedan ni los Urondo ni los Viñas, ni los Rieznik que la contrapesaban.

A lo macho

Se trata también de una confesión a lo macho. Castells prefiere quedar bien con la verdad desnuda antes que con la corrección política. Su alter ego desnuda un machismo cavernario, llenando las cien páginas de un documental sobre la mirada del macho que caracteriza mujeres como cuerpos bellos a través de cánones tan clásicos como excecrables ("amar es tragar, querer es escupir"). Darío, militante socialista formado por lo tanto en la concepción más humanista posible, se iguala no obstante a esos viejos paraguayos escabiando caña a la entrada de la villa y felicitándolo por la morocha que lo acompañaba como quien aplaude al pescador por su presa. No se trata tan solo de una identidad basada en el conocimiento vedado para el resto de la hermosa lengua guaraní, sino también y sobre todo de saberse parte de esa cultura milenaria donde la hembra ocupa ese lugar. Castells no parece reivindicar a Castelví pero tampoco se esfuerza por criticarlo. Otra vez nos muestra la mierda tal y como existe más allá de la discusión ética.

En todo caso, y aunque no lo diga, la misma tarea de publicar estas imágenes sirve de confesión y denuncia. La descomposición moral de los personajes se muestra con más crudeza allí, en sus relaciones voluntarias, en esa triste forma de reducir el amor romántico o idealista en una mera compulsa histérica, en la amargura del sarcasmo reemplazando la dulzura. A riesgo de sonar complaciente, también es cierto que Castelví recorre la novela sangrando su desamor, torturado por su propia responsabilidad en el descuido afectivo de las relaciones que amó.

Hay en todo esto algo de la confesión descarnada y amoral de Julio Sosa recitando Por qué canto así en esa inolvidable versión de La Cumparsita con el bandoneón de Leopordo Federico. La enorme presión de la miseria nos fabrica así. Ahí está el artista para mostrarse tal como es su alma destrozada, sin evadir la responsabilidad ante el dolor causado a otras, sus víctimas, sin la pedantería de pararse frente a sus miserias con tono sacerdotal o careta. Sin falso orgullo ni mentirosa “deconstrucción”.

Poeta de arrabal

No es ninguna novedad la maestría de Castells para la narración poética. Una capacidad envidiable para describir su propia experiencia de individuo desgarrado acompaña toda su obra. El desgarro del migrante eterno sin lugar fijo y con cientos de paraísos perdidos ya estaba toda en su El mosto y la queresa. Ahora viene a traernos esas imborrables impresiones auditivas y visuales, esa también envidiable capacidad para el registro de los dialectos porteño, rosarino, guaraní y paraguayo en la descripción de una pareja entrando a la 1-11-14 para pegar merca o su sutil registro de la pequeño burguesía progre de Caballito en el trayecto entre Sócrates, el Parque Chacabuco y un pehache reciclado frente a la cancha de Ferro.

Un antropólogo casi perfecto recorriendo el reviente de Once y las alturas ilusorias de la 
clase media universitaria, Castells pone toda su maestría al servicio de una novela proletaria para despreciar con altura a esos maestros ciruela que llenan las cátedras de la UBA o la UNR vomitando sandeces sobre la imposibilidad de una literatura proletaria y socialista.

En cada momento de este oscuro viaje el protagonista se detiene a respirar en la naturaleza que invade la urbe ficticia, las lluvias torrenciales y apocalípticas de otoño y primavera, el canto de los zorzales a la madrugada, cada árbol que lo rodea con su identidad definida, la brisa de los amaneceres devolviéndole la vida a los fantasmas. Pura poesía por donde lea. Agridulce, amarga y dulce, como la vida misma. En una de tantas apreciaciones geniales, Castells nos hace notar el detalle que diferencia a las villas de Capital con las del resto de las grandes ciudades del litoral, como su amada Rosario. En las villas porteñas no queda resabio de ruralidad. El origen campesino ha sido borrado del paisaje, sepultado bajo el ladrillo hueco a la vista y el asfalto.

Como el perseguidor de Cortázar, Castelví se aferra en sus peores momentos de perdición de esa nostalgia doblemente desarraigada en latitud y naturaleza. De la porquería politiquera de Filo se refugia en el pino del patio de la vieja fábrica devenida claustro, de la amargura del desamor construye un paraíso inocente y puro de amor libre bajo un Nogal de Vete. La lluvia torrencial del estuario del Río de la Plata lo atormenta pero también lo lava, lo limpia y lo abraza maternalmente, a la Gene Kelly como él mismo señala.

“Estamos enfermos, perdonennos”

El de Castells entonces, es un realismo crudo y sincero que nadie que haya visitado esta parte de la historia podrá decir que miente, salvo que quiera proteger el propio pellejo. Fiel al manual de la catarsis y el duelo Castells no tiene piedad con ninguno de los personajes que desfilan por su historia, ni siquiera con su alter ego. Se desnuda a un nivel casi imposible. Abre el pecho al sablazo como Solano López ante la partida de cobardes que lo va a liquidar. Entrega su nouvelle a riesgo consciente de que sus viejos enemigos lo descuarticen como a Túpak Amaru en la Plaza Mayor de Lima, pero con la confianza ciega de que su martirio servirá a les sobrevivientes de la masacre y la derrota para entenderse y rearmarse.

Cada compañera o compañero que haya experimentado el doloroso desgarro de entregar su vida a la militancia durante el tiempo necesario para saber que le definió la vida para siempre, le debe a Castells un agradecimiento por su libro. El artista se ha animado a denudar al Rey en medio de la comitiva de aduladores. Su obra no ofrece todos los detalles que permitan entender las causas de lo que pasó, quizás porque el propio autor no haya logrado reunirlas todas con claridad en medio del dolor que todavía se siente al leer esas páginas. O más probable porque su amor por la buena literatura le prohiba ensuciarla de ensayismo. Pero en esta obra están los indicios que pueden permitir comprender.

Esa militancia trosca tan bien descrita estaba rota y en proceso de descomposición. Sus cuerpos y sensibilidades expresaban la putrefacción política de una dirección que manejaba un barco detrás del oro mítico de los cargos, El Dorado de la caja del Estado democrático, la  sucia prebenda que como un Midas invertido, corrompe lo que tocaa. Como cualquier adicto a la merca, toda corriente revolucionaria que alcanza la posibilidad del crecimiento electoral cree que va a poder controlar los efectos nefastos para que sólo se desarrollen las virtudes que el oro del Estado permite.

“1987-88 fue una época bien loca y prolífica. Pero también marcaba el inicio de una decadencia: Para nosotros la muerte de Luca se pegaba a la de Moreno.” confiesa Darío Castelví y quizás haya allí una punta para comenzar a entender a una generación de luchadores y luchadoras de la juventud obrera que entregó su juventud en los 90 para construir una alternativa por izquierda a un país que también iniciaba su debacle.

La juventud que luchó en los 90 se enfrentó con sus ilusiones a un genocidio de ilusiones. Caía el muro de Berlín y la utopía encarnada más importante de la lucha humana por el Paraíso en la Tierra implotaba con la URSS. Una a una también mostraban la hilacha las ilusiones que venían a reemplazarla, la revolución democrática alfonsinista, el rock libertario, la libre sexualidad, todo se fue desmoronando para quienes recién empezaban a luchar. Encima encontrarse con una pesada herencia de dolor y derrota de los sobrevivientes de los 70, en medio del menemismo arrasador. El fin de la historia vivido desde el peor lado posible, el de quienes queríamos el triunfo de la humanidad sobre sus cadenas de oprobio y muerte.

Castells es, como Arlt y como Viñas, todo lo cruel que su memoria le indica, casi al límite de la traición a los códigos de la clandestinidad revolucionaria, con los personajes que militaban a la par. Pero también como Arlt sostiene una ternura irrenunciable para quienes fueron sus seres más queridos, su única ligazón con el mundo durante esos terribles y solitarios años. Son troscos y troscas reales, de carne y hueso como él y en cada descripción descarnada se puede notar la caricia del recuerdo fraternal. 

Por el contrario, a los responsables de esta tragedia, los dirigentes políticos que tenían en sus manos el destino de la organización y su militancia, casi no los describe en detalle. Cuánto más odio se puede interpretar en esas palabras casi textuales, frías e inhumanas, destiladas por verdaderos hombres de aparato, preocupados únicamente por la salud de la organización, del esqueleto, que condujeron a la derrota.

Con la objetividad del informe político para internos, Castells cita textualmente al máximo dirigente de su organización arengando a una tropa de almas rotas para que dejen el resto de su vida por la más miserable de las causas, la elección de legisladores o diputados:

“Compañeros, dicen que la regional tiene severos problemas con las drogas, dijo. Yo no vengo a hablarles como un moralista descarado sino como un compañero. Sabemos de los problemas que existen en sus vidas, en sus casas. Estamos en una etapa de descomposición social muy grande. Los problemas de la vida cotidiana son muy importantes y tendremos que remediarlos oportunamente. Así nos lo enseñaron nuestros maestros; de ellos habla Trotsky… El mismo compañero Hugo en la moral y la actividad revolucionaria trata el tema. Yo lo que les quiero pedir, no obstante, es frenar la rabia, aguantar un tiempo. Faltan quince días para que termine la campaña electoral. Ese es el lapso que debemos resistir y más aún, es el espacio de tiempo que les pedimos a todos. Les pedimos que aguanten, qe saquen fuerzas de donde no tienen. Tenemos que matarnos en esta campaña electoral. Si hay que tomar merca, tomaremos. Dentro de los balances, nos sacaremos los ojos, como corresponde. Hoy solo tenemos que pensar en la campaña electoral. Lo digo sin caretearla. Por quince días les pedimos que no sean otra cosa que militantes electorales. Ni estudiantes, ni novios, ni hermanos.”

Pedir la vida de tantos y tantas militantes a cambio de un roñoso tres o cuatro por ciento de los votos a Jefe de Gobierno o Legislatura. El mismo dirigente que bajo los cuadros solemnes del fundador mítico de la corriente o las banderas con los nombres de sus mártires negocia las ilusiones de un militante que busca desarrollar el socialismo en las tierras de sus ancestros a cambio de un chantaje con sus necesidades materiales. 

Si sólo sirviera para que cada compañera y compañero reaccionara con toda su energía y capacidad ante el menor atisbo de burocratización y electoralismo en su propia orga, esta novela habría cumplido una enorme función política. Porque la peor merca es la que toma una dirección política que reduce todo con ese cinismo y lo envuelve de bellas citas de los grandes héroes.

El mono en el remolino


En ese primer capítulo donde los perros se pelean frente a las obras de la estación Puán en eterna construcción Castelví creyó entrever su propio final y el de su corriente mucho más que en las fiestas desbarrancadas de Fylo o Vete o esa exquisita batalla final contra la barra brava de All Boys en un bar de Floresta, tan bien narrada, tan sublime y épica.

Si es cierto que las derrotas son las mejores maestras de esta cruda descripción deberían brotar las mejores enseñanzas. Quienes vivimos de cerca esos hermosos años de revolución del Argentinazo y nos fuimos desgranando en el tobogán pútrido del kirchnerismo, reviviendo como farsa una y otra vez ese 87-88 que recuerda el poeta, deberíamos encontrar en esta novela una soga para empezar a entender tanto dolor. Pero sobre todas las cosas, esas nuevas generaciones de jóvenes que luchan hoy, al calor del crecimiento del movimiento feminista o del Frente de Izquierda, deberán abrevar en esta novela corta como alarma para saber detectar a tiempo los síntomas de la descomposición política en sus propias organizaciones.

Dudo mucho que la política universitaria hoy haya dejado de ser esa charca desagradable que fue en los 90 y primeros años del 2000 que tan bien describe Castells. Las denuncias por violencia machista entre las organizaciones de izquierda y bandas de rock hacen presagiar que la mancha de aceite pestilente de la claudicación ante la democracia burguesa avanza con temeridad entre nuestros sueños.

Habrá quienes usarán esta novela para demostrar que la militancia de izquierda es una mentira aborrecible de la que hay que escapar. Algunos también con perfidia podrán alabarla porque huye de la semblanza heroica típica del realismo socialista. Yo la he leído desde otro lugar. Apesadumbrado todavía por mis propias frustraciones en experiencias tan similares no he bajado los brazos y sigo queriendo soñar con que algún día podremos encontrarle la vuelta a las presiones que este régimen de muerte nos tira en el lomo a quienes osamos desafiarle. 

Iluso o no, leo Apparatchikis como quien necesita cicatrizar la herida sin otra cosa a mano que un palo encendido. El fuego limpia mientras destruye. Su claridad permite sacar de las sombras las bases ocultas de las relaciones que uno construye o que lo construyen a uno. La verdad duele, pero es la única forma de construir sobre seguro.

Como frente a toda herida abierta, el lector o lectora puede pararse en alguna de las dos caras de la contradicción y reconstruir la historia desde allí. En su traducción del I Ching, el alemán existencialista a la Heidegger interpreta el hexagrama número 23, “PO, La Desintegración”, literalmente. Cinco líneas oscuras, representativas de las fuerzas negativas del universo avanzan acosando a la única línea de luz, y recomienda no moverse ante el peligro, no avanzar. Sin embargo, Wilhelm tuvo la honestidad intelectual suficiente para publicar las interpretaciones del maestro Confucio, cinco mil años anteriores. Allí, el intelectual oriental subraya el poder indestructible de esa solitaria línea de luz, sobreviviente invencible de esa andanada de oscuridad que la rodea. 

La desintegración es leída como descomposición y la descomposición como un proceso necesario para encontrar el camino de salida, el ciclo necesario para que la vida se abra paso nuevamente de sus propias cenizas.

Creo que Mario Castells ha publicado este balance después de tantos abortos porque lo anima la misma esperanza, el recitado de Castelví recordando las palabras de Solano López, que son tan parecidas a las de Trotsky antes de morir, es mi única prueba. De la derrota sólo se pueden sacar conclusiones para dejar a los que vienen detrás:

…vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa bella. Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre, que llevará la derrota en el alma, y en la sangre, como un veneno, el odio del vencedor.”

Como sea, ningún/a militante debería perderse la oportunidad de mirarse en el reflejo del abismo que ha publicado Castells y sacar sus propias conclusiones. 

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