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martes, 24 de enero de 2017

Bichos raros

Viento norte. Cuentan en la radio que hay yararás en el centro de la ciudad. Nunca se sabe en Posadas si la noticia es verdadera o tan exagerada como decirle centro a las dos cuadras que salen de la plaza 9 de Julio hasta la calle San Lorenzo.

En mi mente infantil de pibito criado entre algodones de clase media, entre no te metás y por algo habrá sido, de corazón que no siente y todo eso, imagino con terror y fascinación a las señoras espantadas saliendo de Casa Tía temiendo por sus vidas.

¿Habrá que salir a tomarse el heladito “social” de todas las tardes (especie de hora del té londinense, obligada para toda la gente “bien”) con botas de caña alta, como me cuentan los gurises que viven en las Fonavi, más cerca del monte? ¿Se suspenderá la misa de las siete en la Catedral por estar el camino infestado de especies que simbolizan al demonio y la curiosidad fatal de las mujeres?

Leo ahora en internét, mientras sufro el colectivo, con la misma confianza contenida de esos años, que a principios del siglo XX, un tal doctor H. E. Schaef encontró un gallo que también era una gallina, pero al final, ni uno ni otra. Cuando vivo (según dice que dice esta página que no cita papeles doctorales ni universitarios pero dice que dice que lo sacaron de la BBC, como si ese nombre fuese tan sacrosanto como la Catedral) la mitad derecha de su cuerpo era de un joven gallo con cresta roja erecta y viril mientras que la mitad izquierda (¿tenía que serlo, no?) imitaba la forma de una dulce gallina; dicen también que quería montarse a las otras hembras y, frustrado, ponía unos huevos más pequeños que los de ellas.

En 1923 si es cierto que hubo una Revista de Zoología Experimental y una amiga anatomista de Schaef, habrían catalogado el extraño suceso con un nuevo nombre, lejos de los animales hermafroditas, les cuáles, teniendo pleno desarrollo de órganos reproductivos de ambos sexos, no necesitan de pareja heteronormada para reproducirse.

Leo varias veces sin poder meter la nueva palabrita en ningún rincón de mi cerebro de adulto desarrollado y bien criado por la ciencia occidental: ginandromorfos bilaterales. Seres divididos en perfectas mitades a lo largo de su cuerpo, mitad hembras, mitad machos. Sigue diciendo interné que un Michael Clinton de la Universidad de Edimburgo acaba de oponer una tesis diferente a quienes vendrían opinando casi un siglo que se trata de accidentes típicos de la evolución que, se sabe, actúa tanteando por azar la mejor forma de adaptarse al medio ambiente.

El Clinton éste propondría que algunas madres tienen mecanismos inconscientes –al fin y al cabo son animalitos- para controlar el sexo de su huevito, que durante un tiempo se va desarrollando con cromosomas de ambos géneros; si la madre no “elige” a tiempo, ahí salió el ginandromorfo.

En otro blog leo que en 2010 un Dr. Waren Booth de la Universidad de Carolina del Norte encontró un espécimen de boa constrictora muy popular en las selvas tropicales de Centroamérica, la Imperator, que podía reproducirse ya sea copulando con machos de su especie pero también podía conservar un poco de semen y parir nuevas crías sin necesidad de machos, en algo que ahí llaman partenogénesis y que vendría a ser, quién sabe, o un residuo de una “estrategia” reproductiva muy arcaica propia de reptiles milenarios en desuso (porque las crías tienen menor carga de cromosomas variados y por lo tanto menos chances de reproducción eterna y de gambetearse a la parca), u otro “accidente” propio de académicos curiosos que no termina de romper la ley heterosexual de la especie.

A todo esto ya bajé del abominable 2, lleno hasta las verijas desde San Telmo, pero algo en el viento norte -que sopla ahora para desánimo de tanta porteñada abrumada por el calor- o en las reminiscencias de plaza céntrica de pueblo chico que todavía se pueden sospechar en Plaza Flores (¿será la enorme escultura ecuestre cagada por dos siglos de pájaros? ¿será la Catedral y el edificio del Banco Nación enfrente?) me hacen volver a esas tardes en que las yararás asaltaban mi inflamable imaginación de niño y me bajo preguntándome.

Supongamos que cada familia es en sí misma y en la soledad del universo un laboratorio.
Madres y padres sin conciencia de sus actos, como las gallinas o las constrictoras, se ponen a definir el género sexual de sus crías. El padre adopta al primogénito varón como príncipe heredero y desde lejos, a fuerza de doctrina seca y grito o coscorrón a tiempo, va diseñando un verdadero hombrecito. Supongamos que la madre, habiendo perdido en los dados de la genitalidad su primer batalla y después de dos intentos abortados por el stress de una vida conyugal de mierda, decide que el próximo retoño, sea lo que sea que traiga de regalo en la entrepierna, será suyo.

Le tejerá un útero invisible de preferencias en los ritos familiares, un nido cómodo y acuoso que repela lo que no debe saberse u oírse para no ponerlo mal, evitándole el roce con otros varoncitos que puedan llegar a lastimarle, alimentando todo aquello que haga crecer en él una sensibilidad pura y cristalina, un paraíso de ingenuidad casi perfecto.

Las fronteras de su infancia serán las faldas maternas para recorrer la ciudad de mercados de abasto, jugueterías y librerías y cuando el trabajo forzado la obligue al abandono será cuidado por sus pequeñas hermanas, haciendo de él víctima propiciatoria de rituales puramente femeninos, como el maquillaje y las muñecas, los juegos de rol donde siempre será una niñita perfumada y bien vestida, o simplemente destrezas físicas que lo convertirán en el único varoncito campeón del elástico en todo el norte del Litoral.

Supongamos que primero el paterfamilia y luego su heredero, el primero reclamando sin más matices su derecho centenario, el segundo con la dulzura propia de su lugar en la escala familiar, desatarán una guerra de guerrillas para rescatar al varoncito de la cueva húmeda y confortable donde la madre lo malcriaba para evitar un consabido destino de maricón.

De tanto malcriarlo me lo vas a hacer putito.

Y salvar el apellido y el linaje, cuando no el honor masculino de la estirpe.

El niño conoce los deportes de machos y la sociabilidad que se supone debe portar con el orgullo inverso que le provocan sus pequeños huevitos colgando a corta distancia de un pitulín todavía muy corto; aprende a ansiar la prometida pubertad donde le crezcan al fin la nuez de adán, una nariz aguileña y una buena poronga, todo sembrado de barbas y pelo en pecho, una buena zanja peluda sudándole debajo del calzoncillo para demostrarle a todo el mundo que es quien se supone que debe ser. Deseo esperanzado para zafar de esta condena de cuerpo demasiado femenino, lampiño, menudito y rollizo donde su mamá ha osado entretenerlo sin siquiera las medallas masculinas de quebraduras, puntos de costura y moretones que le habrían ahorrado tantas demoras en los vestuarios esperando la soledad para cambiarse y ocultar las marcas de su vergüenza.

Luego la unidad familiar un buen día se rompe, el padre convertido de símbolo admirado de la masculinidad cae del cielo en monstruo aborrecible, remedo del antepasado caníbal de su propia especie, sus intentos de moldear al vástago sin mariconadas se reducirán a todo lo que haya quedado firme de idealización en el adolescente, de aquellos sueños por atraerse el amor esquivo de un padre sin demostraciones de afecto a la vista.

Los varones no lloran, no abrazan, no besan… a otros varones.

El príncipe ha seguido en su camino y ahora debe dedicarse a golpearse los cuernos contra el macho alfa para buscar su lugar en la familia y el niño viejo va surfeando su eclosión de testosterona reprimiendo sabiamente con el rosario en una mano y el jabón en la otra, todas sus masturbaciones atormentadas por los bellos y lampiños cuerpos de los compañeros de cursada en el colegio de curas nacionalistas donde lo han enviado para hacer de él lo que se debe.

Supongamos que alguna vez este espécimen de homo sapiens sapiens descubre sin quererlo que ser penetrado como una mujer, según le han sabido enseñar, regala más estallidos de placer al cansado cerebro que lo que había entendido durante veintitantos años eran orgasmos; supongamos también que con tanta experiencia sexual en el cuerpo descubre en su renacida analidad un matiz superlativo de rigidez en la erección y de permanencia en el deseo, y finalmente comprende con conocimiento de causa eso de que orgasmo masculino y eyaculación no son necesariamente causa y consecuencia de nada.

Los nuevos amigos y amigas le proponen inconscientemente seguir el camino prefijado para los placeres del punto G masculino y lo convidan a experimentar las mieles otrora mucho más prohibidas de la homosexualidad. Pero este espécimen salido del laboratorio sin su historia clínica al día, confundido, pasa de un par de décadas creyendo gozar con mujeres mientras en la intimidad se reprocha tamaño insuficiente, eyaculaciones extemporáneas, resignado a cumplir el mandato del orgasmo ajeno, le resultaba imposible encontrar en esos seres iguales a él la dulzura necesaria para disfrutarlos.

Se pregunta alguna vez cuando el viento norte le dispara estas nostalgias infantiles y el azar le mezcla las nuevas teorías que el Papa Pancho tanto aborrece, si se pudiera ese espécimen andar por la vida deseando la compañía y el amor que sólo las buenas mujeres saben dar, esas que no saben más que luchar para sobrevivir, que saben por eso lo que vale de verdad amar, pero buscando entregarse a ellas como una más, entregado a recibir todo su cuerpo, de que se lo cojan a uno, de tenerlas adentro sin metáfora.

¿Tendrá el sistema afectivo partido al medio como un ginandromorfo sentimental? ¿Será un accidente evolutivo o el resultado de una mutación superadora? ¿Habrá otros u otras u otres ginandromorfos sentimentales con quien encontrarse y calzar penas y alegrías?

Quién sabe, es muy difícil palparle los genitales a una yarará para saber si se trata del macho o la hembra. En todo caso, cuando el viento norte empuja el aire y defrauda las ansias de refresco en los cuerpos sulfatados por el verano agobiante, a nadie importa si está apaleando con el machete un él, o un ella.

Lo importante es matarle, el género, su sexualidad, son cosas irrelevantes.

La ley de la supervivencia,


¿o no?

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