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domingo, 3 de enero de 2016

A los muertos de mi felicidad


31 de diciembre de 2015, ladera oeste del Cerro Rucachoroy, campamento frente al lago.

 

 

Aquí estoy. Levanto la mirada de la pantalla de la “cristinet” –que generosa me ofrece sus últimas horas de batería- y veo, alternativamente, la orilla occidental del Lago Rucachoroi, las faldas todavía nevadas de Los Andes, una pequeña pampa con ovejas, perros pastores, el pequeño árbol plagado de Llao-Llaos que me ofrece refugio y siento a mis espaldas el Cerro del mismo nombre que el Lago.

 

Me han costado catorce años de mi vida volver acá, a rendir culto a mis muertos, como lo hicimos ese enero de 2001. Mucho más me ha tomado animarme a mi primer acampe a la intemperie, pongámosle 28 años, desde aquel campamento con el grupo de TaeKwonDo de la Sociedad Española de Socorros Mutuos de Posadas, Misiones, en una pampa abierta de Corrientes.

 

Desde ese primer océano de estrellas que se me metió profundo en el cuerpo y la conciencia a los diez u once años toda una vida, o una sucesión de ellas necesité para llegar aquí.

 

Es la última Luna Meguante del 31 de diciembre de 2015. Desde Teresa hasta aquí pasaron los 38 compañeros del argentinazo, Kosteki y Santillán, los pibes de Cromañón, Carlos Fuentealba, el gurí Oviedo, Jorge Julio López, Mariano Ferreyra, los qoms y los inmigrantes del Indoamericano, y sólo en este año que ya se va, Rocío, Mica, Cristian Crespo y Pablo Rieznik.

 

No sé qué me depara el 2016, que está a pocas cinco horas de llegar, pero aquí estamos, cumplimos con nuestros mártires. Vinimos hasta el borde de las cumbres más altas, al altar más elevado que pudimos, a entregarnos, a humillarnos, a despojarnos del poder transformador de la especie humana lo más cerca que puede hacerlo un docente porteño con dos cargos y una hija.

 

Porque queremos seguir viviendo, luchando y amando. Y no queremos que nuestros muertos más queridos, su ausencia, transforme su hermosa memoria en una dolorosa y angustiante lápida. Saramago escribió que los cementerios –y toda la ritualización de la muerte con sus casas velatorias y demás- se inventaron para los vivos. Son los rituales necesarios para elaborar tanto dolor, tano desgarro, tanta impotencia y rabia contenidas, meterlos en algún lado para poder seguir funcionando.

 

Borges pensaba que nuestra especie, que inventó la poesía antes que los bancos, era por ese hecho nacida para la memoria, o para el olvido. Yo elijo recordar siempre a mis viejos compañeros de viaje. Decido el ritual para clavarme su recuerdo en el cuerpo, como un tatuaje, y que nada ni nadie los puedan quitar. Pero insisto, no como cruel y católica lápida sino como llama eterna del fuego necesario para seguir luchando, finalmente, para continuar este camino como ellos hubieran deseado hacer.

 

Pablo Rieznik con toda su enorme capacidad conciente aprendió recién en sus últimos meses a apreciar la vida a su alrededor. A disfrutar de las mañanas soleadas, las plantas o su perro. Acá estamos, Pablo, rindiéndote homenaje póstumo al borde de uno de los lugares más maravillosos que el tiempo y el azar tuvieron la chance de elaborar.

 
Carpe diem Pablo, Sursum Corda y a la mierda con la muerte.

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