31 de
diciembre de 2015, ladera oeste del Cerro Rucachoroy, campamento frente al
lago.
Aquí
estoy. Levanto la mirada de la pantalla de la “cristinet” –que generosa me
ofrece sus últimas horas de batería- y veo, alternativamente, la orilla
occidental del Lago Rucachoroi, las faldas todavía nevadas de Los Andes, una
pequeña pampa con ovejas, perros pastores, el pequeño árbol plagado de
Llao-Llaos que me ofrece refugio y siento a mis espaldas el Cerro del mismo
nombre que el Lago.
Me han
costado catorce años de mi vida volver acá, a rendir culto a mis muertos, como
lo hicimos ese enero de 2001. Mucho más me ha tomado animarme a mi primer
acampe a la intemperie, pongámosle 28 años, desde aquel campamento con el grupo
de TaeKwonDo de la Sociedad Española de Socorros Mutuos de Posadas, Misiones,
en una pampa abierta de Corrientes.
Desde
ese primer océano de estrellas que se me metió profundo en el cuerpo y la
conciencia a los diez u once años toda una vida, o una sucesión de ellas
necesité para llegar aquí.
Es la
última Luna Meguante del 31 de diciembre de 2015. Desde Teresa hasta aquí
pasaron los 38 compañeros del argentinazo, Kosteki y Santillán, los pibes de
Cromañón, Carlos Fuentealba, el gurí Oviedo, Jorge Julio López, Mariano
Ferreyra, los qoms y los inmigrantes del Indoamericano, y sólo en este año que
ya se va, Rocío, Mica, Cristian Crespo y Pablo Rieznik.
No sé
qué me depara el 2016, que está a pocas cinco horas de llegar, pero aquí estamos,
cumplimos con nuestros mártires. Vinimos hasta el borde de las cumbres más
altas, al altar más elevado que pudimos, a entregarnos, a humillarnos, a
despojarnos del poder transformador de la especie humana lo más cerca que puede
hacerlo un docente porteño con dos cargos y una hija.
Porque
queremos seguir viviendo, luchando y amando. Y no queremos que nuestros muertos
más queridos, su ausencia, transforme su hermosa memoria en una dolorosa y
angustiante lápida. Saramago escribió que los cementerios –y toda la
ritualización de la muerte con sus casas velatorias y demás- se inventaron para
los vivos. Son los rituales necesarios para elaborar tanto dolor, tano
desgarro, tanta impotencia y rabia contenidas, meterlos en algún lado para
poder seguir funcionando.
Borges
pensaba que nuestra especie, que inventó la poesía antes que los bancos, era
por ese hecho nacida para la memoria, o para el olvido. Yo elijo recordar
siempre a mis viejos compañeros de viaje. Decido el ritual para clavarme su
recuerdo en el cuerpo, como un tatuaje, y que nada ni nadie los puedan quitar.
Pero insisto, no como cruel y católica lápida sino como llama eterna del fuego
necesario para seguir luchando, finalmente, para continuar este camino como
ellos hubieran deseado hacer.
Pablo
Rieznik con toda su enorme capacidad conciente aprendió recién en sus últimos
meses a apreciar la vida a su alrededor. A disfrutar de las mañanas soleadas,
las plantas o su perro. Acá estamos, Pablo, rindiéndote homenaje póstumo al
borde de uno de los lugares más maravillosos que el tiempo y el azar tuvieron
la chance de elaborar.
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