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miércoles, 30 de diciembre de 2015

Flashando Whitman en Aluminé


Ensayo sobre una idea de Borges

 

Es simple. Bello, Surge de lo concreto: un corto tubo de cobre. El herrero de la comunidad neolítica, pule una imitación del hueso primitivo. Es lógico, después de centenares de miles de años de prueba, que si de un agujero salen tantos sonidos diferentes, según la concavidad de los soplidos, que de varios agujeros emerjan otras tantas gamas de sonidos y matices.

 

Cuando arawcanos, tewelches o mapuches, aymaras y kíchwas trocaban los huesos por duras tacuaras o maderas o tortuguitas de barro cocido, el herrero del bosque frío y húmedo del Gran Norte quería jugar con el cobre.

 

De viejo, sin la presión constante del trabajo y la seriedad, se ha permitido volver a ser niño, su alegría en medio de los cardos dorados, lilas y azulmarinos, los cantos rodados rosados y topacio, el anaranjado de las nubes y las faldas del piedemonte, la rosácea cumbre nevada del volcán, la aterciopelada piel del río, se le escapa del pecho como canto, como sonido.

 

Y a la flauta que inventó, le llama silbido metálico.

 

Y es que la música es pre-existente a la poesía como el canto y la alegría son pre-existentes a la palabra aticulada, la oración, la métrica o la rima. Todavía más, la música es una condición necesaria de la poesía, sin la música, la poesía, sencillamente, no hubiera existido.

 

La música está en nosotros, especie joven y débil, desde que la imitamos en la naturaleza. Será por eso que seres tan bellos como el neoyorquino Walt Whitman, el entrerriano Juanele Ortíz y el garupense o garupeño Ramón Ayala nos son tan adorables y universales; ellos toman a la naturaleza como objeto poético, reconciliando a madre e hija, hermanándolas para completar la belleza consciente. Y nunca pierden de vista que el ser humano, su tragedia, su drama o su comedia, son parte íntima de esa naturaleza.

 

Existe un flautín de cobre, un silbido metálico calibrado en Re que sólo suena correctamente cuando entona viejas melodías épicas y agridulces, prohibidas por los romanos invasores y sus sucesivos cleros, el pagano y el posterior y póstumo catolicismo. Y sólo si es silbada en medio de un bosque, al lado de un río o lago, al pie de la falda de una enorme montaña, es efectiva. En medio del cemento o el durlok, bocinazos y gritos, es difónica.

 

Somos un destello particular de esa serie de causalidades tan infinita que sigue estallando espiraladamente por el tiempo y el espacio, mutando materia y energía, en permanente oposición, lucha y superación o entropía. Y sin embargo no puedo explicarme la música que fluye de mi pecho, aire que juego con los deditos a que dice algo, que canta como el río de pliedra o el de pluma, acá, en Aluminé.

 
Eso somos. Simple y sencillo. Concreto.

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