Ensayo
sobre una idea de Borges
Es
simple. Bello, Surge de lo concreto: un corto tubo de cobre. El herrero de la
comunidad neolítica, pule una imitación del hueso primitivo. Es lógico, después
de centenares de miles de años de prueba, que si de un agujero salen tantos
sonidos diferentes, según la concavidad de los soplidos, que de varios agujeros
emerjan otras tantas gamas de sonidos y matices.
Cuando
arawcanos, tewelches o mapuches, aymaras y kíchwas trocaban los huesos por
duras tacuaras o maderas o tortuguitas de barro cocido, el herrero del bosque
frío y húmedo del Gran Norte quería jugar con el cobre.
De
viejo, sin la presión constante del trabajo y la seriedad, se ha permitido
volver a ser niño, su alegría en medio de los cardos dorados, lilas y
azulmarinos, los cantos rodados rosados y topacio, el anaranjado de las nubes y
las faldas del piedemonte, la rosácea cumbre nevada del volcán, la aterciopelada
piel del río, se le escapa del pecho como canto, como sonido.
Y a la
flauta que inventó, le llama silbido metálico.
Y es que
la música es pre-existente a la poesía como el canto y la alegría son
pre-existentes a la palabra aticulada, la oración, la métrica o la rima.
Todavía más, la música es una condición necesaria de la poesía, sin la música,
la poesía, sencillamente, no hubiera existido.
La
música está en nosotros, especie joven y débil, desde que la imitamos en la naturaleza.
Será por eso que seres tan bellos como el neoyorquino Walt Whitman, el
entrerriano Juanele Ortíz y el garupense o garupeño Ramón Ayala nos son tan
adorables y universales; ellos toman a la naturaleza como objeto poético,
reconciliando a madre e hija, hermanándolas para completar la belleza
consciente. Y nunca pierden de vista que el ser humano, su tragedia, su drama o
su comedia, son parte íntima de esa naturaleza.
Existe
un flautín de cobre, un silbido metálico calibrado en Re que sólo suena correctamente
cuando entona viejas melodías épicas y agridulces, prohibidas por los romanos
invasores y sus sucesivos cleros, el pagano y el posterior y póstumo
catolicismo. Y sólo si es silbada en medio de un bosque, al lado de un río o
lago, al pie de la falda de una enorme montaña, es efectiva. En medio del
cemento o el durlok, bocinazos y gritos, es difónica.
Somos un
destello particular de esa serie de causalidades tan infinita que sigue
estallando espiraladamente por el tiempo y el espacio, mutando materia y
energía, en permanente oposición, lucha y superación o entropía. Y sin embargo
no puedo explicarme la música que fluye de mi pecho, aire que juego con los
deditos a que dice algo, que canta como el río de pliedra o el de pluma, acá,
en Aluminé.
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