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miércoles, 10 de junio de 2015

El Reloj Automático


                                                          (Fotografía de Sofía Raimondi)


publicado el 17 de junio de 2014 en Revista El Otro (https://revistaelotro.wordpress.com/2014/06/17/el-reloj-automatico/)




Todo fue culpa del reloj. Tardé mucho en darme cuenta, pero es así, la culpa fue toda del reloj.


Al principio me sentía metido en un oscuro relato de Poe, una mezcla de misterio y terror. Porque encima es un reloj automático, de esos que hicieron furor en los años cincuenta, que funcionaban usando el movimiento de la mano, el pulso, evitando el rutinario proceso de darle cuerda a la corona.


Se sabe que la ingeniería humana tiene en los relojes su producto más macabro. Muchos antes que yo lo descubrieron, ese asunto de encapsular el tiempo, de encadenarte a la conciencia permanente de que la vida se va y no vuelve, la tiranía insoportable de que la muñeca te recuerde siempre que te tenés que despertar, engañar al estómago rápido, mentirle al espejo rápido, correr el bondi o zambullirte en el océano humano del tren o del subte, o peor, del tren y del subte, empujar, codear, putear, correr las últimas cuadras para firmar, fichar o cualquiera de esos sistemas hijos de puta que se le ocurren a los gerentes, patrones o funcionarios del ministerio.


Porque esa maquinita de mierda está para eso, para recordarte cada minuto de tu alienación, de tu transformarte en una bestia sudorosa y dolorida para conseguirte los mangos que te permitan respirar un día más.


Lo que nadie dijo, o al menos no me enteré, es que los automáticos son la peor forma de la máquina maldita, porque funcionan con tu propio pulso, usan tu propia energía, tu propia vida para marcarte el ritmo de la amansadora. Siempre me parecieron símbolos de la esclavitud, grilletes perfectos que te atan al látigo, y encima usan tu propia energía, como una maquinita mosquito, pequeño parásito de metales.


Pero no fue eso lo que me preocupó, para nada. Este reloj del que les hablo es mucho peor. Me lo regaló mi viejo antes de morirse. Mucho antes, tampoco fue así dramático, en la camilla de la sala de terapia intensiva con su último suspiro, no le voy a mentir.


Fue bastante antes de morir, no me acuerdo bien, pero el tipo ni se venía venir el fin todavía.


Es muy raro, porque mi viejo nunca hizo algo así, algo de padre, al menos no conmigo. Desde pendejo le tuve un metejón gigante. Mi adoración por mi viejo era inversamente proporcional a la bola que me daba. Yo fantaseaba con todos los fetiches de la masculinidad: que me enseñe a afeitarme, a hacerme el nudo de la corbata, que me lleve a pescar, que me enseñe a manejar, que me lleve a la cancha, que me enseñe a jugar a la pelota, al tute cabrero, que me convide mi primer vaso de vino y algún día me diga “Leo, ya sos un hombre”.


Sí, y estoy bastante pasado por agua para saber que son eso, fetiches de la masculinidad, ritos arcaicos medio que neanderthalenses, pero qué le voy a andar mintiendo, yo siempre los deseé. Y decí que estuvo mi hermano mayor para iniciarme en algunos: el fulbo, la cerveza, las gurisas…


Pero no llegó a todo, nunca aprendí el tute cabrero ni fui a pescar, el nudo de la corbata me lo enseñó mi vieja y después de un tiempo no lo usé nunca más. A manejar aprendí sólo, como a armar pareja, amar y ser amado y así me fué, medio para el carajo porque soy lento y torpe cuando aprendo solo.

Por lo demás, uso barba.

Creo que ya cuando mi viejo me lo regaló el mismo estaba en la onda de portar relojes lujosos. Y ahí es cuando la cosa se empieza a poner misteriosa.Pero el reloj, que no tiene conciencia, se limitaba a extraer una parte de su energía cinética y electromagnética, generada en sus esfuerzos síquico-musculares para producir valor para sus patrones, como un impuesto al trabajo cobrado en energía, y lo usaba para recordarle al dueño sus responsabilidades, para transformar el caótico devenir del desenvolvimiento de la explosión de materia original en un mundo ordenado por el tiempo necesario de trabajo, descanso y ocio.Desde ese momento ocurren en mi vida cosas irracionales, inexplicables, ilógicas. Todas y cada una de las cadenas que me ataban a la vida, que al mismo tiempo me daban comodidad en todos los planos y que ya comenzaban a limitarme, a producir una especie de calcificación anímica… todas se están rompiendo, quebrando, resquebrajando. La microscópica liberación de energía vital que promovió el quiebre de esa pequeña y rara pieza de metal de un mecanismo raro y en desuso, construido por manos y máquinas extrañas, hace 50 años en una desconocida para mí ciudad de un país con montañas hermosas y bancos criminales, ese terremoto ha desencadenado una energía contenida que sigue generando una onda expansiva invisible, impalpable, pero devastadora.








Para la generación de mi viejo, que fue joven entre los 40 y los 60, lo del reloj era muy importante. Para mi generación los relojes eran tan variados y tan baratos que no tenía mucho sentido, salvo la portación de cosas lujosas, para demostrar que uno era superior, pero como eso nunca me llamó la atención… Ahora con los celulares el reloj sirve sólo para demostrar que sos un pobretón y no tenés celular, que sos deportista y lo usas de cronómetro o que tenés toda la guita del mundo porque los buenos relojes no bajan de los 100 dólares.


¿Por qué carajo mi viejo guardo ese reloj?


La gente más ordinaria algunas veces hace magia, sin saberlo. Durante todos los años que pasé rumiando la historia de mi viejo para tratar de encontrarle un sentido a todo ese dolor que me programó y definió gran parte de mis decisiones juveniles, hubo una época en que supe construir una historia de su vida que explicaba al menos tanta negatividad. Debo confesar que durante un tiempo esa historia justificaba sus errores, sus dolorosos errores y trágicos y hasta malignos que dañaron seriamente la vida de muchas personas.


Y digo que la armé porque la historia de mi padre es, en el fondo, una ficción construida con elementos de la realidad objetiva. Pero, producto de mi imaginación, nadie podrá decir que esa fue, realmente la vida de esa persona.


Mi padre, mucho antes de serlo, fue un joven con aspiraciones, con sueños, con ilusiones. Conservo la última fotografía que le sacaron en el tercer grado de su primaria rural, allá por los años 40, en una aldea cercana al río Miño, en la milenaria ciudad que los romanos invasores rodearon de murallas y llamaron Lucus, que los galegos reconocieron como cuna de su patria chica con el nombre de Lugo y que mi viejo idealizó en sus 76 años de vida. Digo la última porque poco tiempo después su orgullo de campesino con algo de recursos lo llevó a cagar a trompadas al maestro que lo castigaba con reglazos y terminó su aventura por el mundo del conocimiento formal.


En esa foto la mirada de mi viejo es la de un niño ya curtido por el trabajo y la vida pero con una luz de ilusión, asombro y esperanza. Cuando yo tuve la edad que él portaba en la foto mi viejo me decía que su primer sueño roto había sido el de estudiar, que amaba la Geografía y la Historia. Solía demostrarlo recitando de memoria las regiones españolas, sus ríos y sus principales formaciones montañosas. Luego la emprendía con la hidrografía europea y sus principales capitales. Y yo nunca pude explicarme por qué tomé mi propia decisión de estudiar la profesión que hoy me sostiene materialmente, a pesar de que el oficio humano que más disfruto es el periodismo, y que en mis años de elección universitaria no sólo elegí Historia cuando en el fondo deseaba seguir Letras, sino que para colmo mi viejo se opuso férreamente, indicando que debía seguir una profesión con la que asegurarme un buen pasar económico para mí y mi futura familia, como ser contador o abogado.


Pero la pobreza de la posguerra civil y el aislamiento que el franquismo impuso a la economía española en los 40 llevaron a la familia campesina acomodada de mi viejo a la pobreza lisa y llana y el joven soñador fue arrancado para siempre de su camino para seguir el camino de otros. Después de dos años de formación militar en el desierto africano de Ceuta y Melilla, comiendo serpientes y sapos, único paso por la juventud de aventuras y diversión que tuvo, y después de un primer intento de desarrollo personal, ligado a un trabajo de ayudante de un judío en un puesto de ropa y corbatas de la ciudad de Lugo, con el que pagaría sus estudios, ese que sería mi viejo tuvo que meterse en la panza de un buque, mirar el puerto de Vigo como sólo lo han podido mirar los emigrantes galegos y asturianos y poner más de diez mil kilómetros de distancia con sus sueños para juntar la guita necesaria para pagar la “dote” de una hermana que transformó su rebeldía en un embarazo prematuro, que obligaba a un casamiento formal para salvar el honor familiar y al sacrificio del primogénito.


A los 26 años, un barco lo vomitó en la nochebuena de 1962 en una ciudad perdida del lejano sur, que alguna vez fuera la capital de una parte del imperio de los borbones pero que ahora recibía a los hijos de la Madre Patria como burros de carga y objetos de burla y escarnio. Tengo el relato de esa primera noche de emigrado grabada en la memoria como un aguafuerte: con ácido sobre metal.


Emigrado, con la conciencia de que nunca más volvería a su terruño, a sus murallas, a su río infantil de alegría, a sus tabacos armados robados de la tabaquera del viejo, a sus primeros amores, su madre adorada como una santa, a sus propios sueños diseñados entre humoradas varoniles en las aburridas siestas del desierto marroquí… Tenía sólo un papel con una dirección escrita a duras penas. Valentín Alsina. La casa de un tío. Preguntando y de a poco, sus primeras horas las pasó cruzando a pie a las 3 de la madrugada el Puente Alsina, desconociendo que entraba en el corazón industrial del país que lo recibía, en una de las barriadas más gallegas del mundo.


De ahí a la hospitalidad del tío al que agradecería eternamente, que le conseguiría el primer trabajo de su emigración, que sin saberlo marcaría todo el resto de sus cincuenta años de vida. Limpiar la mierda de los baños del restorán El Mundo, en la calle Maipú en frente de la vieja Radio El Mundo, que se llenaba de una forma inexplicable todos los días en todos los horarios, y más cuando las masas venían a ver y oír a sus cantantes preferidos de tango y folcklore o a presenciar sus novelas radiales de moda.


¿Limpiando mierda ajena habrá ido mezclando y moliendo en su interior todo el resentimiento y la mezquindad que luego volcó sobre el mundo? La frustración y amargura de haber perdido su propia juventud y su unicornio azul fue germinando una sola idea: ser rico, obtener poder y prestigio sobre la única base que un tipo como él podría hacerlo, acumulando guita. ¿Guita para ser feliz, tomarse unas vacaciones, recorrer el mundo, pagarse los estudios? Guita para ser alguien importante, para enseñorearse frente al resto de los mortales, para cobrarse la humillación del inmigrante pobre limpiando las heces de los demás.


Eludamos por ahora los detalles de esa biografía posterior y cómo de ese primer momento crucial se desenvolvieron los hechos más dañinos. Por necesidades narrativas pero también por una mezcla de compasión con el objeto de la narración y de dolor que no quiero o puedo reabrir ahora. Baste decir que el joven se hizo viejo de forma temprana, aprovechó la solidaridad más hermosa de sus hermanos de clase y de patria y escaló maquiavélicamente hasta lograr su pequeño gran lugar por sobre las cabezas ajenas. Cuando tuvo mi edad actual, en menos de diez años el joven inmigrante ya había dejado de ser campesino e incluso obrero gastronómico para transformarse en un pequeño patrón. Menos de diez años más tarde comenzaría el ensayo de su salto de pequeño patrón de ciudad grande a pequeño patrón de ciudad chica del Interior, porque hasta en sus proyectos de megalomanía mi viejo era un tipo miserable.


En ese mismo año 62 o en los primeros meses del verano del 63 mi viejo se compró este reloj, un Omega automático de oro hecho en Géneve o Ginebra, Suiza. Durante toda su vida proletaria lo usaba para mostrar al mundo la catadura de sus objetivos, les refregaba en la cara la pedantería y el orgullo por anticipado de su éxito social futuro.


Cuando mi viejo (¿debería escribir “¿cuándo mi viejo?”?) me regaló este reloj realizó el único ritual “padre-hijo” de manual. Creo que nunca se lo vi puesto, porque yo ya conocí al Señor Grande, al hombre que había realizado su proyecto de transformarse en destacada personalidad entre la pequeño burguesía de una modesta e insignificante capital del Interior. Ya usaba relojes importados.


Sin saberlo, como todo prácticamente de lo que heredé de mi viejo, heredaba una década o más de la única etapa de vida en que mi viejo fue un obrero. En ese mosquito se habían concentrado millones de segundos y minutos de explotación, de sufrimiento, de remordimientos y alienación, pero, además, todo ese resentimiento que al no transformarse en lucha contra la opresión necesariamente adoptaba la forma de amargura, mezquindad y maleficia que caracterizó a mi viejo.


Usted podrá pensar que exagero, que son disparates propios de una imaginación delirante. Pero no. Mi viejo murió producto de esa mala elaboración del dolor. En el verano de 2011 sus doctores detectaron que el 90 por ciento de su sistema circulatorio, corazón, arterias y venas estaba calcificado, es decir, que esos vasos y conductos que deberían ser firmes pero flexibles, eran sólidos, sus paredes se habían puesto rígidas como si las hubiesen pintado con cal y la cal se hubiera metido en las células. Y esa rigidez, contradictoriamente, no ofrecía un resguardo y una fortaleza, por el contrario, impedía el libre fluir de sangre y nutrientes esenciales a los diferentes órganos que provocaban la vida y mutaban en una fragilidad con permanente riesgo de quebrarse.


Los meses en que fui testigo principal de su agonía me sirvieron para comprender muchas cosas, más sobre mí mismo que sobre mi padre. Entre muchas otras comprendí que esa energía vital mal elaborada lo había matado. Como dirían filósofos amigos del barrio, su propia maldad lo mató… Pero se trataba de una maldad con un origen especial: la frustración de las ilusiones infantiles, la juventud quebrada, la enorme e increíble tristeza y melancolía permanentes de la emigración forzosa, la esclavitud y la alienación del explotado todo mezclado en el crisol de la traición a los semejantes como camino de superación individual. Una parte de esa energía había quedado –sin que nadie lo sospechara- en los engranajes de ese reloj-parásito de energía.


Me dí cuenta de eso una tarde primaveral dos años después de su fallecimiento. Los hechos se sucedieron de una forma que si hubiera sido inventada por mí estaría orgulloso de mis dotes literarias. Pero no. Debo reconocer que se trató de una sucesión de casualidades involuntarias. Mi único mérito fue prestarles atención y aprender a dilucidar el mensaje que ellas me enviaban.


Después de dos meses, la última ilusión de que la vida que yo me había prometido iba a ser finalmente como yo la había soñado, se empezaba a mostrar falsa. En un intento desesperado por volver a envolverme en una rutina de mierda, en el conservadurismo de una vida miserable aunque digna, intenté atacar una serie de rutinas que me pesaban como lápidas. Entre otras cosas me obsesioné con sacar del abandono el reloj de mi viejo, utilizarlo para medir los hitos de mi vida cotidiana y, cumplir con una promesa que me hice desde que me lo regaló, grabar en su dorso, como se hacía antes, el nombre de su primer dueño y las fechas mortales que marcan su invisible paso por este mundo. Como una especie de tatuaje portado en un objeto removible, un tatuaje vergonzoso.


De alguna forma necesitaba marcar definitivamente esa relación de herencia con mi viejo que intuía se transmitía a través del reloj. Con un enorme esfuerzo de, precisamente, organizar horarios de trabajo y militancia, encontré el momento y el dinero y fui a un relojero para que diagnostique como ponerlo a funcionar y grabarlo.


El relojero, haciendo gala de su función de chamán artesanal en el mundo de la tecnología antigua, detectó el problema del reloj. Se había quebrado (no roto simplemente o fisurado o doblado) el pequeño pedazo de metal que hacía singular al reloj, el que permitía que se generase el mecanismo automático que convertía en superfluo el simple acto de darle cuerda.


Todavía ahí no me di cuenta de lo que el buen lector ya prefiguró como remate de este extenso relato. Pagué rutinariamente la seña y quedé con el artesano hechicero la fecha en que lo pasaría a retirar. Sin saberlo pretendía transformar un hecho mágico y azaroso fundamental en mi vida en uno más de los millones de actos rutinarios e intrascendentes del comercio humano. Cuando me iba, el artesano me preguntó, casi con algo de misterio ritual, “¿qué inscripción desea grabar en el dorso?”. Ya debería haberme llamado la atención que casi me retiraba sin cumplir con mi principal objetivo, el tatuaje vergonzoso. Pero no, dicté el nombre bíblico y los dos apellidos, el que nos vinculaba a viejas tribus de la Lombardía y el que nos arraigaba a esa rara mezcla de suevos y celtas que venía remontando el mundo desde el Ararat hasta la aldea donde se mezclaron en los genes de mi viejo. Luego el año de su nacimiento y el de su muerte, y me retiré.


Aunque no era consciente de nada de lo que ahora recopilo y escribo, sabía que el ritual con mi viejo, tres años después de su muerte, en medio de lo que ya se avecinaba como la cuarta crisis personal más importante en mi corta vida, no iba a pasar indoloramente. Intuía que algo raro iba a pasar.


Y pasó. Apareció Fernando, aquel estudiante de la secundaria nocturna de Villa Soldati donde comenzó realmente mi vida de proletario adulto, aquel cuyo dolor, su biografía personal, su retorno de la muerte, me pegó duro en la conciencia, en el alma, en lo más profundo de mi ser. Esas horas que pasé encerrado en la sala de auxiliares de la cinco del 19, llorando desconsoladamente, me sirvieron para darme cuenta que estaba abierto, que por alguna razón había perdido la piel, la coraza que me protegía del mundo, que me separaba de las angustias y padecimientos del resto de mis hermanos y hermanas de clase para poder seguir funcionando normalmente. Decidí vomitar. Decidí que el llanto honesto y desembocado, aunque sanador, no era suficiente. Decidí vomitar y escribí.


Lo que pasó después fue más sorpresivo, y lo sigue siendo. Hice público mi vómito y una persona que confundí con una especialista en literatura lo elogió. Ese error de apreciación me hizo creer que tenía alguna chance de sobrevivir materialmente en este mundo con la profesión que más amaba. Y comencé a escribir de forma sistemática. Y aunque no he podido cambiar la forma en que el capital me chupa la sangre, el tiempo y la alegría, descubrí un mecanismo que cada tanto evita que la mierda me tape las arterias y el corazón y adelante una herencia fatídica.


Pero todavía no era suficiente. Lo que me hizo darme cuenta de la responsabilidad del reloj de oro, de este reloj de oro, fue otro hecho.


Al otro día del reencuentro con Fernando y mientras leía las repercusiones del relato, recordé que debía terminar con el proceso y el ritual y retirar el reloj arreglado y tatuado. Como siempre en estos casos pasé preciosos minutos perdiendo la energía inútilmente buscando el papel donde figuraba el compromiso, el pacto y la seña y descubrí, cuando finalmente lo encontré, que había cometido un error importante. Justo en el grabado había errado la fecha de fallecimiento de mi viejo.


En lugar de 2012 había ordenado que se grabase “1936-2010”.


Haberlo corregido me habría significado perder varios días más y reorganizar otra semana de tiempos cortos y ajustados, erogar un dinero que ya no tenía y, lo peor de todo, intentar corregir al destino. Lo dejé así, sonreí irónicamente, y me pregunté por qué mi inconsciente había puesto esa fecha y no cualquier otra en la zancadilla mental que me preparó.


La única explicación que encontré radica en que en 2010, dos años antes de su verdadero fallecimiento, había nacido mi única hija. Algo más, yo había nacido como padre en 2010.


De ahora en adelante, cada vez que alguien requiriese la anécdota detrás de una fecha errónea yo debería explicar que mi inconsciente había determinado la muerde mi padre en el mismo año que yo nací como padre. En una parte de mi consciencia, esa que es la más efectiva a la hora de programar nuestras conductas cotidianas, y al mismo tiempo la más difícil de comprender, en lo profundo de lo más recóndito del edificio que ordena mi vida, alguien determinó que cuando me hice padre me liberé del peso enorme de una herencia nefasta, que trabó mi optimismo, mis ganas de vivir y dirigir mi propia vida.


Fue esa energía totalmente diferente que ya fluye desde dentro de mi ser, ese electromagnetismo que genera mi trabajo, mi movimiento, la particular forma en que he decidido elaborar mi propia explotación, mis dolores y angustias, mis alegrías y tristezas, la que entró en contradicción con la energía acumulada en el reloj heredado. La parte que se quebró, es justo la encargada de administrar esa energía robada al cuerpo y transformarla en el motor de todo el reloj. Allí se produjo un pequeño terremoto, como enseña la definición del manual que uso en clase: liberación de energía contenida y acumulada durante varios años o décadas…


Ustedes podrán decir que exagero si digo que sin haberme calzado ese reloj en esa primavera nada de lo que ha ocurrido hubiese ocurrido. Pero estoy convencido de esa realidad. Puede ser que una suma de decisiones personales haya forjado ese destino posterior, entre la más importante a la misma edad en que le tocó decidir a mi viejo, yo decidí proletarizarme y transformarme en un obrero luchando contra su explotación y la de sus hermanos y hermanas en lugar de ser un pequeño explotador con ínfulas.
Puede que la historia del reloj de oro, de este particular reloj de oro no sea más que una coincidencia.
Pero déjeme decirle que este mundo se hace todos los días con la materia prima de las grandes leyes que rigen el universo, pero también de la levadura fina e invisible de las seis mil millones de pequeñas y diminutas piezas de biografía que se enlazan entre sí para sostener las grandes leyes. Por no detenerse a investigar la forma concreta en que esas historias invisibles se entrelazan, a comprender las consecuencias de la evolución de su pequeña cuota de energía en el motor universal de la vida, por no dejarse atraer y fascinar por ellas es que probablemente las pasemos sin mayor trámite al archivero de boludeces sin sentido o con mayor respeto las guardemos en el cajón bajo el rótulo de “casualidades”, “azar” o “magia”.
Sin embargo, yo que ud. pensaría dos veces antes de ponerme en la muñeca el reloj automático que haya usado antes, otro ser humano.

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