[cuento inédito de la serie NARRATIVA LIBRE]
-El problema de este país no es que falte gente con huevos –interrumpió
con violencia la sobremesa de los camioneros y tacheros en el comedor de la
YPF- lo que falta son tipos que se animen a contar las historias de los
verdaderos héroes del pueblo.
La cosa se puso tensa. Los muchachos del volante se quedaron
mudos como si les pegaran en la boca, con las últimas palabras de la polémica a
medio masticar entre el bolo de comida que tragaban, con el vaso de vino
apretado en las manos callosas. Lo miraron como perdonándole la vida, dejándole
claro con ese gesto que los psicólogos llaman “lenguaje corporal” que más vale
tuviera una buena manera de defender esa osada interrupción porque sino iba a
terminar roto en la canaleta de la vereda.
Nadie sabía quién era pero lo tenían muy fichado. Cada tanto
se instalaba a morfar un completo de milanesa, solo, acodado en el mostrador
sin engancharse en las cargadas al playero gordo ni en el acoso naturalizado a
la piba del buffet. El tipo del completo de milanesa no participaba ni se
quería hacer el amigo. Será por esa ausencia evidente de alcahuetería que lo respetaban.
-Ustedes, por ejemplo, ¿nunca escucharon la historia del
Batallón del Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton que peleó la Guerra de
Malvinas… pero en Londres?
Le hicieron un silencio de atención y el tipo del completo
de milanesa aprovechó la distensión de los músculos en las caras y los puños
para mandarse con todo.
-Ese es el problema. Los yanquis le hacen una película
multimillonaria al pelotudo que fueron a rescatar de Alemania porque sus siete
hermanos cagaron la fruta en la guerra y lo convierten en ídolo hasta en
Bangladesh, pero nosotros tenemos héroes del carajo como los anarcos que
liquidaron al coronel Varela y nadie le filma ni una puta miniserie. Sin irse tan
lejos yo tengo un amigo que le encajó un trompazo de campeonato al comisario
Franchiotti y lo volteó en frente de las cámaras en medio de una conferencia de
prensa, horas después de que fusilara como un cagón a Maxi Kosteki y Darío
Santillán en el hall de la Estación Avellaneda que si alguien hubiese contado
su historia no podría caminar por la calle de tanto autógrafo.
El clima estaba caldeado, pero la forma en que el tipo se
movía, subrayando cada argumento con un gesto firme y convencido, mantenía
abierto el beneficio de la duda de los choferes. También ayudaba que a esa hora
de la madrugada no había mucho laburo que hacer, las calles y las rutas estaban
vacías como si todo el pueblo se hubiese muerto de una extraña peste, invisible
y fulminante. Hasta los perros dormían, acurrucados en algún rincón calentito.
-El Batallón Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton fue una
idea de mi amigo, el Negro Rivero. Era un rosarino de los de antes, se crío
en un barrio fulero cerca del aeropuerto, de esos en los que el chamuyo y la
faca te salvan la vida y que sólo los que vivieron allí pueden recordar con
nostalgia cuando les toca rajarse a Buenos Aires a buscar laburo. Terminó el
secundario después de repetir varias veces y que lo rajaran de dos privados y
una técnica pero su escuela fue la pobreza. No la “universidad de la calle”
como dicen los giles que se la dan de humildes porque no les dio el marote para
estudiar, su universidad fue la miseria. Porque el Negro Rivero nunca tuvo un peso, pero
nadie lo recuerda quejándose. A su vieja nunca le faltó un plato de sopa ni
guita para los remedios, aunque él se tuviera que saltear un desayuno cada
tanto. Después que se le murió la viejita siempre se las arreglaba para ver a
la Lepra de local o en Buenos Aires, aunque no tuviera para la entrada.
Esas dos cosas le enseño la pobreza al Negro: una creatividad
de genio y una fidelidad de acero a lo que amaba.
De pendejo mataba el aburrimiento con la gurisada yendo a
los terraplenes del Central Argentino, bien lejos de las estaciones, en medio
del campo, iban desde el barrio con una lonja de cartón duro arreando sapos,
los metían en un balde y jugaban a revolearlos contra los vagones, ganaba el
que acertaba a la ventanilla abierta.
“El chiste estaba en agarrarlos bien de la patita, así
viste, y estirar bien el brazo en el revoleo, y elegir el momento justo para
soltar al sapo, cuando el brazo va así, por detrás del hombro todavía, sin
terminar la curva, así aprovechás bien el envión y el sapo sale haciendo
trompo, con las patitas bien estiradas, como una estrella de mar…”
Eran unos salvajes, no les importaba un carajo que el tren
fuera lleno de laburantes, se cagaban de risa escuchando los gritos de terror que se alejaban con el vagón imaginándose la jeta de almohada del tipo, sentado con
la ventanilla subida, cuando ¡paf! le daba todo el sapo de lleno en la trucha…
Todavía no sabían leer pero ya sabían que esa sociedad los cagaba
de hambre y los odiaba. No respetaban las leyes ni siquiera la moral. Los
domingos se iban a la salida de la parroquia y mientras las señoras paquetas y
los maridos respetables pero putañeros se juntaban a que un violador de
monaguillos les lavara las culpas citando a un personaje de dibujitos animados
con un odio terrible por la humanidad, ellos les rompían las pelotas a los
cieguitos que mendigaban monedas en la puerta. Se paraban al lado de uno y le
tiraban que el otro ciego le había metido la mano en la lata. El ciego mendigo,
que piensa que todos los ciegos son de su misma condición, no dudaba un minuto
y se le iba al humo al otro, con el palo de escoba pintado de cal en una mano y
la soga del perro lazarillo en la otra, con una voz de garganta borracha
putiando “ciego de mierda, devolvéme el billete que te choriaste” y los
pequeños vándalos se cagaban de risa viendo a los improvisados mimos agarrarse
a las trompadas sin acertar un golpe.
El Negro Rivero tenía millones de anécdotas como éstas de
cada etapa de su vida. Yo las conocí todas cuando laburamos juntos en una
agencia de creativos de publicidad. Porque el Negro no tenía título habilitante
ni profesión conocida, pero había laburado de todo lo que uno se pueda
imaginar. Haciendo changas había conocido a un ejecutivo que se había avivado
de la enorme capacidad e imaginación práctica del Negro y lo había contratado,
claro que en negro y a cobrar a los premios.
Teníamos un amigo común que siempre andaba diciendo que lo
iba a grabar y que las escribiría todas, pero abandonó cuando se dio cuenta
que cada vez que se juntaban se pasaban la madrugada entera cagándose de la
risa de las anécdotas del Negro, entre escabio y faso, y ni se acordaban de dar
vuelta el casette cuando saltaba la grabadora…
Al Negro lo de Malvinas lo impactó duro. Veníamos muy manija
ese año, recién arrancaba pero ya parecía que había pasado un siglo, estábamos muy
metidos en las huelgas y las puebladas contra los milicos por la mishiadura y
los compañeros que se chupaban y de repente nos descolocó la gente con las banderitas
en la calle aplaudiendo al borracho sorete de Galtieri.
Pero el Negro Rivero siempre supo comprender al pueblo y
no engancharse con la gilada y la confusión. Me acuerdo que nos citó a los de
confianza en la pieza de la pensión y nos dijo:
“Tenemos que hacer algo, porque
los milicos no quieren ganar la guerra, la vamos a tener que ganar nosotros”.
Aunque estábamos acostumbrados a sus arranques delirantes que siempre se
convertían en éxitos palpables, esta vez nos pareció a todos que se había ido
francamente al carajo, o que nos estaba haciendo la joda del milenio.
Pero el Negro iba en serio. Nos aclaró que la movida no
tenía nada que ver con su militancia, que su partido no sabía nada de esto y
que si se enteraban lo rajaban sin avisarle. La mayoría del grupo sabía que el
Negro andaba en política porque siempre nos encajaba una revista envuelta en
bolsas de basura o cosas por el estilo, para zafar de los servicios, pero el tipo era muy cuidadoso en
mezclar los tantos. Tenía mucho respeto por su militancia y en lo posible
trataba de no contaminarla con los riesgos de sus delirios.
“Los milicos hacen esto para sacarnos de la lucha contra el
régimen, porque están cagados hasta los tobillos, le metimos huelga y pueblada
por todo el país a pesar de los falcon verdes y se les llenó el culo de
preguntas. Ahora se tiran el manotazo de Malvinas a ver si zafan de que los
linchemos como a Mussolini. Fíjense que invaden las islas pero no clausuran el
Banco de Londres en el centro ni le meten mano a una sola empresa pirata.
Mandaron a los colimbas y creen que de tanto chuparle el orto a los rusos y a
los yanquis esos muchachos los van a bancar… contra la Reina… déjame de joder.”
“Pero Puerto Stanley se tomó y ahora hay que ganar la guerra,
y al carajo, la tenemos que ganar nosotros” dijo, haciendo un énfasis
particular en el “nosotros” que nos hizo temblar las gambas, porque se notaba
que se refería a los cuatro tipos encerrados en la pieza y su novia de ese
momento.
Se le ocurrió que nos mandásemos a Londres y liquidásemos a
un par de generales del Estado Mayor británico “total nadie va a llorar a esos
soretes, que se la pasan masacrando irlandeses católicos en el Ulster y obreros
del carbón en las huelgas y piquetes” fundamentó dándose corte de
internacionalista.
El tema era dónde engancharlos. Resulta que el Negro
Rivero basaba todo su sistema de laburo en guardar en la memoria los
contactos que había hecho con gente de diferentes ambientes y clases sociales. A
más de un oligarca millonario había salvado con algún favor consiguiéndole algo
o tapándole algún moco.
Tiró de la piola y se acordó de unos tipos del Rosario
Golf Club, de Fisherton, a los que había ayudado en la reconstrucción del Club House, y los fue
a ver. Eran de esos gringos que reivindicaban las tradiciones británicas de la
lucha contra los nazis en los ´40 y estaban del orto contra la forra de Margaret
Tatcher.
Ahí sacó la idea: a los ingleses les apasionaban los
deportes y la competencia, aunque fueran deportes de chetos, como el tenis o el
rugby. Aprovechó que estaba el clima del mundial de España, con la selección de
Maradona y Menotti y toda esa bola y les planteó hacer un desafío de "tenis por
la paz" en el mismísimo Londres, con un equipo argentino contra otro inglés. Les
vendió humo que él era socio de un club de barrio muy popular donde rescataban
chicos huérfanos y pobres del barrio con el deporte y que algunos daban por lo
menos para un partido de exhibición.
Los tipos la vieron y se comprometieron a hacer las
relaciones con gente de allá y poner la plata para los pasajes del equipo, los
ayudantes y técnicos y algunos familiares. Se pusieron de acuerdo en el
presupuesto y el Negro Rivero hizo lo que mejor sabía hacer, conseguir todo
lo necesario por mucha menos plata de la que le habían dado, así garroneamos
algunos pasajes con empresas turísticas que nos debían algún favor, convencimos
a unos pibes que jugaban al tenis posta de ir gratis a cambio de jugar allá y
cosas así. La parte grossa de la teca nos la gastamos en fierros, un par de
AK-47 que vaya a saber dios de dónde las sacó, unas granadas y municiones que
nos robamos del Batallón de Comunicaciones 121 y alguito más que nos ingeniamos
para hacer de forma casera.
El cuerpo técnico y los familiares de los jugadores íbamos a
ser nosotros, claro. Yo no viajé porque tengo la puta leche que mi hijita tenía
4 años y pico y todavía tenía muchas responsabilidades, sobre todo desde que
nos separamos con su madre. Me costó mucho aceptarlo, pero el Negro me dio la
responsabilidad de inventarle la fachada legal y creíble a la aventura, como
hacía en la agencia, así que fui tomando un poco de cada lado y armamos un club
fantasma con dirección, registro legal y todos los chiches.
La noche que
inventamos el nombre y hasta la historia del clú la llevaré guardada en la
memoria como uno de los pocos tesoros que me gustaría llevarme pal otro mundo,
una de esas noches que con el Negro Rivero nos complementábamos y hacíamos
magia, verdadera y pura magia, la misma de los amigos de 8 años que flashean
mundos y aventuras desopilantes después de salir del cine de ver una tipo
Guerra de las Galaxias.
Faltaba poco para el viaje y estaba todo armado. Incluso llegamos
a hacer las invitaciones correspondientes a los “objetivos” para que asistieran
al evento. Mirá si serán soretes que iban a lavarse la cara a un evento
deportivo por la paz mientras estaban cañoneando el Belgrano. Estaba todo listo
y a punto caramelo pero el Negro se cayó por mi casa a las 12 de la noche
totalmente sacado, que si no le poníamos nombre al club -y si no era un buen
nombre-, todo se iba a ir al carajo: “se nos cae el castillito” se la pasaba
gritando mientras caminaba las paredes con un vaso de Chivas en la mano. Así
que deliramos al Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton, porque los clubes viejos
y tradicionales de la oligarquía siempre se llamaron Gimnasia y Esgrima en este
país, y nadie iba a sospechar de un nombre tan amargo como ese. ¿O acaso el de
La Plata no había tenido de socio al reverendo sorete de Ramón Falcón,
comisario y asesino de obreros? Era perfecto.
Empezaba a clarear afuera de la YPF, una línea finita ya
separaba el azul petróleo de la ruta de su confusión con la noche, aparecían
los turquesas, los morados y de a poco la luz amenazaba a quedarse con todo el
cielo y lo que encontrara a su paso. La poesía del amanecer se le escapaba a los choferes, quienes únicamente notaban que se acercaba el momento de pagar y montarse en la nave
para juntar el mango.
El tipo del completo de milanesa se había ganado la atención
de las neuronas de esos rudos viejos cargados de contracturas e hígados
reventados pero debía cerrar el encantamiento, ponerle punto final a la locura
o la leyenda…
Tragó un poco del moscatto que tenía en el mostrador, por
atrás de sus ojos se le vieron pasar mil y un recuerdos. Será por eso, y porque
la hora apuraba, que prefirió guardarse los detalles de la despedida en el
aeropuerto de Rosario, las hondas heridas de una separación tanto tiempo
llorada, camufladas en risotadas y falsas despedidas que los hicieron cagar de
risa (al fin y al cabo era todo un gran juego) pero desnudadas en ese abrazo de
oso que los dos grandes amigos se dieron por última vez.
Tampoco conocía los detalles del viaje y la llegada a
Londres, los mil y un disparates que seguramente el Negro Rivero y su
batallón desplegaron en suelo enemigo para cumplir su patriada.
Lo único que
sabe se lo contó la Negra Rosario, una amazona descendiente de correntinos que
Rivero había conocido en algún laburo que lo llevo a Luján, donde ella vivía
y militaba en alguna de las metalúrgicas grandes que se habían instalado antes
de los milicos. Era lo que todo hombre entero puede desear de una mujer, tenía
una honestidad a prueba de balas, odiaba hasta la mentira más blanca y era
incapaz de traicionar a nadie, inteligente como el Negro, a fuerza de tener que
romperse el bocho para abrirse paso en un mundo de abusadores, violadores,
patrones degenerados y parejas aprovechadoras, nacida del barro como el Negro
aunque en otros pagos tan o más miserables que los de Rosario.
No tenía un
simple y humano coraje, era sencillamente arrojada, su valor no partía de un
análisis racional sino de un profundo amor a la vida, a la justicia y a su
pueblo, tanto que no medía las consecuencias de su valentía, porque no temía a
la muerte, porque en parte ya la habían matado y porque, sencillamente, no tenía nada que
perder.
Pero además era la hembra más hermosa de la creación con sus
24 años encima y un hermoso y flexible cuerpo que parecía sacado de esas
fábulas mitológicas de los griegos que te contaban en la escuela. Eso era, una
diosa, en el mejor y más mortal de los sentidos.
-Rosario me contó –continuó después de saborear el Moscatto y
las nostalgias- que todo fue saliendo más o menos bien. El clima de mierda de
Londres los cagó bastante –lo único que el Negro no podía chamuyar, convencer o
coimear, el clima- y el partido se fue posponiendo. Igual lo aprovecharon para
hacer una inteligencia más fina de los “objetivos” y el terreno, para diseñar
el atentado sin que sospechen de la comitiva del club, sobre todo pensando en
los pobres tenistas que no tenían que ligar por nosotros y que sinceramente no
sabían un cuerno del asunto. De las posibles consecuencias para los socios del
Rosario Golf Club, sinceramente nos importaban un sorete de perro. De paso
también el Negro dio rienda suelta a sus dos grandes pasiones, conocer una
ciudad nueva y milenaria y garcharse con la ídem un rosario sacrílego y anti-natura
de kamasutras reinventados. Estoy convencido que el Negro Rivero si no
hubiese tenido que luchar con la vida para vivirla seguramente se hubiera hecho
marinero y habría recorrido el mundo entero conociendo mujeres y paisajes hasta
el día de morirse.
Como era de esperarse, el día del partido el Negro ofició de
Director Técnico, se había tomado tiempo de no sé dónde para aprender el juego,
las reglas, los puntajes y toda la bola y se metió en el partido como si
estuviéramos definiendo el Nacional con la amargura canaya de visitantes en
Arroyito.
Pero los milicos argentinos nos cagaron y se rindieron justo
cuando jugábamos el partido. Nos cayó la noticia como un baldazo de agua fría
ahí mismo, en medio del court y fueron viendo cómo los “objetivos” se retiraban
con sus custodias, seguramente encarando a otros destinos que los prefijados de
antemano. Supieron que la operación había fracasado.
El Negro había acertado, el análisis de su orga había dado
en la tecla y los cobardes arrugaron y se rindieron mientras los colimbas
dejaban su sangre a puro huevo y pucará. Los yanquis y los rusos se lavaron las
manos o las metieron hasta el caracú para garcarnos y la guerra terminó.
Con toda la bronca y la impotencia encima, el Negro se fue
de mambo y la pudrió en el partido, se agarró a las trompadas por una falta que
no era (la Negra entendió que se trataba de un punto definitorio que pegó
en la faja y el umpier cobró afuera, parece que el Negro le saltó al cogote
gritando “¿qué cobrás, bombero, delincuente, vendido y la recalcada concha de
tu madre, qué cobrás??”) y el partido terminó en batalla campal y saltó la
porquería: en medio del quilombo se vieron los fierros.
Los detuvieron ahí mismo en el salón comedor del club elegante donde se jugaba el torneo y tuvieron un rato esperando a que los milicos piratas hicieran las averiguaciones del caso. De culo pudieron convencerlos de que los pibitos que jugaban no tenían nada que ver. Pero para lograrlo no les quedó otra que contar de qué venía la mano.
Los detuvieron ahí mismo en el salón comedor del club elegante donde se jugaba el torneo y tuvieron un rato esperando a que los milicos piratas hicieran las averiguaciones del caso. De culo pudieron convencerlos de que los pibitos que jugaban no tenían nada que ver. Pero para lograrlo no les quedó otra que contar de qué venía la mano.
“Imaginate boludo -se cagaba de risa la Negra- no
podrían creer el delirio que habíamos hecho, al principio pensaban que eles estábamos tomando el pelo. Sólo se lo empezaron a tomar en
serio cuando vieron que en los bolsos largos, en vez de raquetas, estaban los
fierros”.
“Cuando los milicos nos dejaron solos en el largo salón, el
Negro se levantó y nos dirigió la palabra como un verdadero general en el campo
de batalla. Era todo muy delirante, porque estaba con las gambas desnudas,
vestido de chomba y pantalones cortos blancos, con un sweter blanco con vivos
verdes oscuros, escote en “v” hasta el ombligo, con el logo que vos le bordaste
del Gimnasia y Esgrima de Fisherton… estábamos todos igual, nos gastábamos a
nosotros mismos con la idea de que éramos un batallón con uniforme de chetos
rosarinos.”
-Pero la Negra se puso seria y cuando me contó las últimas
palabras del Negro yo me lo imaginaba con uniforme posta, de combatiente, en
una de esas escenas de las películas yanquis, tipo “Los doce del patíbulo”, con
la voz en el tono exacto de firmeza y ternura, y dice la Negra que dijo:
“La concha de su madre, loco, entre el puto clima de mierda
y el cagón de Galtieri y ese referí culeado nos cortaron el mambo. Pero yo
estoy orgulloso de ustedes, loco, OR-GU-LLO-SO, porque nos jugamos la ropa y los calzones por una causa justa. Lo que dependió de
nosotros salió bien. Les pido disculpas por sacarme en la final, pero no puedo
con mi genio, de repente se me mezcló todo, la bronca de la guerra, los
piratas, los desaparecidos, el hambre de los pibitos… qué se yo, todo. Pero yo
no me aprendí las reglas de este deporte choto ni me fui a jugar al rugby con
los chetos del Golclú para nada, loco. Los quiero un montonazo, pero estos
hijos de puta si nos agarran, como estamos clandestinos, nos la van a dar, nos
van a cagar matando, si total somos un error del sistema que muestra que no son
invulnerables. En el clima que hay no se van a jugar a que salgamos en los
diarios como los simpáticos argentinos que quisieron matar a los militares más
odiados del planeta incluso por su propio país. No. Estos nos liquidan. Y no
pienso entregarme como un cordero. Lo pongo a votación, pero yo digo que no
bien pasen esa puerta enorme de caoba, sean los que sean, les caigamos a
tucumanazos y nos llevemos puestos a más de uno.”
-La Negra lo contaba como quien devela un secreto sagrado,
con mezcla de emoción y seriedad, me dijo que estuvieron de acuerdo y se
cagaron a tiros con los revólveres caseros de un tiro que se habían fabricado y
las facas que habían podido encanutarse entre las bermudas chetas y que todavía
no les habían sacado. “Estaban tan sorprendidos con todo el delirio que ni se
les ocurrió palparnos de armas.”
“Antes del combate el Negro me agarra a un costadito y me
dice, con la cara casi tocando la mía, como en el límite del beso ¿viste? y me
dice, en un susurro: Ro, cuando veas la oportunidad rajate, soy el tipo más
feliz del mundo porque tuve la vida que me pude conseguir, no le debo nada a
nadie y todo lo que hice me lo gané solito, te amo hasta la muerte Ro, andá y
contá lo que hicimos, porque si no, cagarse a tiros acá no tiene ningún
sentido. Que nuestra historia sirva de grito, de denuncia contra los
explotadores de acá y de allá, que todos sepan que este pueblo no se rinde como
sus gobernantes.”
-Hasta donde se sabe, la Negra se abrió paso a los faconazos,
ganó el hall y de alguna forma salió a la calle, a los barrios olvidados de
Londres, que de alguna manera se parecían a los de su tierra por eso de que
pobres y miserables hay en todos lados donde haya ricos y explotadores y
después de un tiempo se las arregló para volver.
Recuerda la cara sacada del Negro
Rivero, mezcla de alegría infantil de pibe pobre metiendo un golazo de zurda
al ángulo en el clásico del potrero y de descarga embravecida de toda una vida de
sufrimiento y muertes de gente amada, mientras le clavaba un puntazo en la
garganta al milico más gordo, el jefe del operativo, y su cuerpo cayendo al ritmo feroz de las
ametralladoras vomitándole el plomo en la espalda.
-El glorioso Batallón del Club Gimnasia y Esgrima de
Fisherton –dijo el tipo del completo de milanesa ya de pie junto al mostrador
con el vaso de Moscatto en la mano- murió en combate, pero se llevó un par de
milicos puestos.
A ver si nos entendemos, señores, este país está lleno de héroes, de gente con unos huevos y
ovarios a prueba del infierno mismo, curtidos en la lucha desde chiquitos, con
una inteligencia y una creatividad que no se conocen en las facultades ni en los
“equipos técnicos” de los grandes aparatos políticos. Lleno señores, a patadas
muchachos.
El problema de este país es que no los conocemos, nos comemos
cualquier chamuyo que nos venden y seguimos quejándonos en vez de organizarnos,
rajarlos a la mierda y gobernar nosotros.
Alzó el vaso de Moscatto, brindó con un “arriba los pobres
del mundo” que sonó más a arenga de vestuario que a saludo formal y, como
siempre pasa en estos casos, nunca más lo volvimos a ver.
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