“cada quien se desnuda según su piel”
Inscripción anónima grabada en el adobe de los muros del calabozo del Eanna,
templo dedicado a Innana en Uruk, Súmer, 3.500 a.C.
A glimpse through an interstice caught,
Of a crowd of workmen and drivers in a bar-room around the stove late of a winter night, and I unremark’d seated in a corner,
Of a youth who loves me and whom I love, silently approaching and seating himself near, that he may hold me by the hand,
A long while amid the noises of coming and going, of drinking and oath and smutty jest,
There we two, content, happy in being together, speaking little, perhaps not a word.
A Glimpse
Walt Withman,
Leaves of Grass, 1855
Sólo un hombro. Ni siquiera un hombro perfecto. Un hombro
redondo, en punta, en tensión, sobre un fondo oscuro, profundo. Un golpe de
luz, lechoso, casi blanco, rebotando en la punta redondeada del hombro. Un
hombro fino, fibroso, fuerte, pero suave. Si se fija la mirada el tiempo
suficiente se observa una fina, imperceptible capa, como un reflejo
aterciopelado, que marcaba el tono justo del tacto, si el tacto fuese posible,
si no estuviese prohibido tocar el hombro.
Un hombro intocable. Vértice, fin del universo conocido,
puente al abismo, a la perdición. Las líneas del perfil de los trapecios y la
clavícula, finas líneas subían y de ellas emergía el poderoso cuello en bisectriz de escorzo. Una forma romboide arman los trapecios y clavículas con la piel para sostener un cuello particular, extenso, esbelto, torneado por el ebanista más experto. El cuello levemente inclinado hacia el costado opuesto al golpe de
luz del hombro. Pero levemente, si no se lo contara, no se notaría nunca que
el cuello está inclinado.
Mandíbula es una palabra criminal para describir ese pequeño
triangulo sin imperfecciones que sostenía el juego imaginario de la cabeza. Nos
remite a un animal, a un hueso y sus funciones. Esto es más bien un mentón,
bello, sutil, casi como una imitación del hombro, también con su golpe de luz
ubicado justo para provocar ese corte abrupto de profundidad en el cuello. Un tronco también, porque toda la imagen es de una poderosa
solidez. Cada curva, cada resplandor etéreo se sostiene, no en músculos
prominentes y evidentes, sino en el conjunto de líneas, luces y sombras, una arquitectura que se nos muestra indestructible.
Todavía puedo decir que bajo esa estructura se desplegaba el
pecho. No pude vislumbrar la redondez de sus seguramente turgentes frutos ni
puedo saber si son ciertas las leyendas milenarias que hablan de la perfección
geométrica de sus areolas de líneas centrípetas y sus erguidos pezones. Pero bajo esa
columna perfectamente tallada de piel aterciopelada que sostenía la cabeza, se
abría un enorme campo, un valle majestuoso de trigales salvajes y silvestres
meciéndose bajo la caricia de la brisa marina, al mismo tiempo una ría, un
fiordo, la entrada violenta de la mar penetrando la tierra fértil. Valle y ría
al mismo tiempo, extensión que confirmaba las sospechas de sus generosos
pechos. Qué otra cosa podría nutrirse en tan profundo valle.
¿Pero qué sostienen ese cuello, ese trapecio y esas
clavículas que fugan hacia el hombro? Del mentón dos líneas rectas construyen
un triángulo agudo invertido, la frente y los laterales coronados, sí, coronados, con
rulos cortos, que serían rojizos si la penumbra nos dejara ver su color natural.
Rulos que no han crecido hasta caerse, desplegarse en cascada, no, rulos cortos,
volutas en realidad, firmes, rozagantes, turgentes de vigor, de fuerza, de
juventud. Una frente recta, plana, angosta, que no retiene en su fina curva
craneal la luz que deberá posarse en los ojos protagonistas, bajo unas pobladas
cejas, otra vez, como en el pelo, pobladas de finos y pequeños cabellos llenos
de vitalidad, pero no sobrepoblando la frente ni los arcos. Justas pero
robustas.
Y todo esto es sólo el marco no de un rostro, los seres
humanos tenemos rostros, tener rostro es tan común como portar un carnet. Aquí
no hay rostro, aquí hay una mirada azul, turquesa, hasta cierto punto una
convención, un acuerdo entre usted y yo, pero no un color, no es parte de una
paleta, no puede ser reproducido en una paleta, no existe artista genial capaz
de hallar después de miles de intentos el exacto matiz de ese azul lechoso pero
brillante y al mismo tiempo profundo. No hay poeta que pueda enhebrar las
palabras exactas, las imágenes ni las comparaciones para contar, narrar, transmitir,
recrear, describir ni de cerca esa mirada. Esa mirada está allí como resultado
de miles de millones de años de invisibles divinidades ingobernables jugando
con las proteínas y los elementos químicos. No tiene principio, no tiene fin.
Sólo una cosa es clara: ella no mira. No observa. Ha sido
captada en un gesto único, probablemente un gesto que no podrá repetir, ni
intentar o practicar. Mira sin ver hacia el vacío, no hay ningún sentimiento
humano ni animal en esa mirada. No podemos descifrar qué piensa, qué mecanismos
trabajan en sus neuronas tras esos ojos, bajo esa frente, camuflados bajo la
espesa selva de esos rulos cortos.
Y sin embargo aún no he dicho todo. Montada sobre el triángulo imaginario –y juro por lo más sagrado que
no se trata de una ilusión- de las líneas de ambos trapecios haciendo base con
las clavículas, por sobre el perfecto mentón y bajo una nariz corta y recta,
fina, angosta y correcta, un par de labios encarnados, voluptuosos, decorados con el color de la sangre, verdadero color de los músculos bajo la piel, erupción volcánica de la carne que sostiene su cuerpo todo, fruto maduro, sabroso, dulce, invitación carnal y puerta de bienvenida del placer. Sus labios encarnados son
el otro polo de tensión donde todo el conjunto encuentra un equilibrio.
Del
hombro a los labios. Ejércitos enteros de hombres y mujeres hambrientos de
belleza y armonía han sucumbido sin llegar siquiera a rozar la posibilidad de
contemplar ese camino del hombro a los labios, del carmín al golpe perfecto de
luz. Otros tantos han muerto de caminarlo con la mirada y menos han dejado,
gozosos, su último aliento en los pliegues sedosos de ese recorrido.
Quizás se trate del
único mortal que ha podido verla, admirarla. Mi mente, conocedora, entrenada,
educada en el estudio mnemotécnico y detallado de cada descripción que he
podido rastrear en estas décadas de fatigoso estudio, cada detalle narrado,
recordado por seres inexpertos, de esos y esas que caían fascinados por sus
muslos largos, sus caderas anchas y sus bellos, enormes y turgentes pechos.
Quienes incluso han podido mostrarse con ella como un trofeo sagrado me han
ofrecido sólo descripciones lascivas, genitales, espérmicas. No me importó nada.
Recopilé cada dato, lo ubiqué en un lugar exacto de mi cerebro, con su
correspondiente etiqueta, destilando en la ficha qué partes del recuerdo o
relato seguramente se correspondían con la catadura del ser que lo había
narrado y cuáles eran aquéllas partes que sólo podían pertenecerle a ella.
Sólo pude verla durante una fracción de segundo. Quizás
menos. ¿Cuánto calculan los sabios matemáticos que tarda el reflejo de una luz
blanquecina en el contraste de un cuarto oscuro en atravesar los intersticios de
una reja insolente de hierro forjado y llegar a imprimir una imagen en el
cerebro, qué digo una imagen, dichoso sería en ese caso, un breve atisbo de
luces y sobras mezclados y organizados en la información molecular de la
electricidad neuronal.
Ése fue el tiempo que pude admirar a la diosa. Después de toda una vida
de viajes, batallas, enfermedades y riesgos he llegado hasta aquí para admirarla en
directo, para corroborar con mis propios sentidos toda aquella información que
había compilado. Sería erróneo decir que ninguna de las descripciones eran
imperfectas. Claro que ninguna de ellas había podido transmitirme ni de cerca
el cúmulo infinito de sensaciones que cada uno de mis sentidos vitales
recepecionó en ese breve y diminuto instante. Pero de alguna forma cada una de las
historias que me habían sido confiadas –voluntariamente unas, escuchadas sin
permiso otras, directamente robadas las más interesantes- conformaba una
molécula de la imagen que pude admirar finalmente.
He tenido una vida longeva, he sabido ser padre de varios
hijos e hijas que pueblan el mundo arrastrando partes de mí mismo, he sufrido los peores trabajos y pude disfrutar también alegrías y
tristezas que podrían satisfacer al más exigente y mendicante de los seres
humanos de mi tiempo. Pero sin ningún tipo de duda ha sido la admiración de la
belleza perfecta, del sagrado sentido de la belleza perfecta y sublime la única
cosa que pudo llenar la copa insaciable de mi dicha, de mi vida. Hasta ese
momento no hube respirado, mis músculos no supieron conocer la verdadera dicha
de la emoción de la sangre, la adrenalina, la tetosterona, nada. Puedo decir
sin jactancia alguna que viví sólo cuando la contemplé.
Todo lo anterior y lo que ya viene no importan, han perdido
todo valor para mí. Si mis carceleros no tuviesen que cumplir con sus
obligaciones y darme muerte después de una lenta agonía yo mismo acabaría con
mi existencia. No tiene ningún sentido seguir respirando y metabolizando como
el resto de los mortales después de admirarla. La vida cobraría un vacío tan
insoportable, las impresiones visuales de la visión directa de la diosa me
atormentarían como pesadillas o aún peor, como una permanente y cotidiana
nostalgia imposible de erradicar o satisfacer. Todo mi camino sería mucho más
tortuoso que el próximo vaciado de mis cuencas oculares con plomo hirviendo, la
ablación de mi pene y los testículos con cucharas soperas afiladas y el final
programado de la extracción de mi corazón todavía bombeante para que
pueda ver su empalamiento antes de abandonar este mundo para siempre.
Por el contrario, debo agradecer a las herméticas y
milenarias leyes de este rincón alejado del universo que prohíben la
contemplación directa de la diosa por los impuros. No lo hacen basados en un
sentido humano de crueldad, ya que el ritual de mi tortura, que puede durar
días o semanas, dependiendo de la resistencia física que vaya demostrando, será
íntimo, y no en una plaza pública como suelen hacer los gobernantes para dar
brutal ejemplo al vulgo todo. Se tratará de casi un ritual íntimo, como una
danza o una misa, ya que estos seres están absolutamente convencidos de que la
diosa puede perder partículas de su belleza perfecta si ésta es recepcionada y
acumulada por otro ser mortal, no preparado específicamente como los sacerdotes
para no admirar a la divindad.
Los comprendo. Quienes han decidido poner su vida al servicio
de la diosa deben hacer el sacrificio más increíble, negarse a absorber su
belleza en sus miserables cuerpos a través de sus mundanos sentidos. Yo mismo
hubiese sido un excelente sacerdote. He dado muestras en carne propia de mi
interminable capacidad de sacrificio, entrega y templanza de carácter. Así fue
que me inmiscuí en la orden y hasta en algún momento llegué a sopesar la
posibilidad de convertirme en uno de ellos y ellas. Pero no pude. Necesité
verla.
Perdón, no verla. Ver, mirar... se "miran" pasar las caras
en la cola del mercado. Yo decidí admirarla, abrir mis sentidos para absorber
su belleza en cada destello, en cada micronésimo miligramo de polvo. El último
año me entrené con los monjes y sacerdotisas exactamente a la inversa, logrando
un perfecto dominio de mis sentidos para poder, al contrario de mis
condiscípulos, enfocarme en admirarla en el instante que me fuese concedido. Admirarla es algo más que simplemente registrar su imagen en mi cerebro, necesita un trabajo, un entrenamiento, una adaptación emocional. Admirarla es también, absorberla, alimentarme de ella, adorarla y sentir placer haciéndolo.
Comparto pues con ellos y ellas la necesidad de ser purgado.
Tal perfección de belleza no puede ni debe ser expropiada por mí, ni por nadie. Qué es
el amor sino el intento de apropiarse de una parte del objeto deseado y amado.
Amar es ser egoísta. No existe tal cosa como el amor desinteresado, altruista.
El amor es una pasión ubicada en vísceras concretas, el hambre de amar comparte
el mismo interés del hambre de alimento. Los amantes “civilizados” pretenden
contener, encauzar, encubrir ese deseo egoísta pero sólo logran fundar una
nueva faceta, el amor hipócrita.
Comprendo ahora que esto tampoco puede ser amor ya que el sentimiento sólo fluye de un lado hacia otro: probablemente ella nunca sepa que la he admirado, ni en qué forma, ni el destino que me he forjado por decidir hacerlo. Por eso no llegué hasta aquí buscando amar o ser amado, la experiencia me ha enseñado que no existe el amor. Todavía no hemos construido a los seres vivos capaces de amar. Por eso invertí mi vida entera en la persecución de la belleza.
Yo he sabido luchar y conquistar mi deseo más profundo,
admirar la belleza más perfecta encarnada en una mujer. Me he alimentado
brevemente de esa belleza, hasta donde el destino me lo permitió. No soy digno
de portar las formas concretas de esa visión en mi ser.
Tampoco deseo seguir
arrastrando este ser indigno por el mundo después de ello. Por otro lado, cómo
hacerlo. Qué mujer podría ser capaz de saciarme después de haber entrevisto la
belleza perfecta. Quién podría despertar mi deseo. De alguna forma, en el mismo
momento en que la admiré, me completé y perecí, todo aquél conjunto de materia y conciencia que sostiene un tenso equilibrio al que podemos considerar, con mucho respeto, la "vida", se ha roto, se ha desconectado y a comenzado su proceso de entropía, de putrefacción, comenzando por un vacío absoluto en la capacidad de desear.
Lo que resta, la tortura física, y la muerte, son sólo una formalidad, trámite burocrático que no conviene aplazar con razones mundanas.
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