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domingo, 19 de julio de 2015

La tragedia de Hades

Si los dioses hubiesen sido imaginados por poetas y no por propietarios de riquezas ajenas y esclavos, seguramente habrían escrito cartas como esta, que se puede encontrar entre las ánforas de cerámica negra ocultas en los fondos del Templo de Hera en Paestum, frente al mar Tirreno, todavía no descubiertos por arqueólogos de ninguna especie, ni descifrados de su extraño idioma original, pero de una excelsa caligrafía.

“La mayoría de los mortales en occidente me conoce con el nombre de Hades, aunque ese no sea ni por lejos mi verdadero nombre. Lo digo así, de entrada, para que no se confunda este texto con esas invenciones propias de ciertos homínidos (de todas las auto definiciones que se ha dado esa especie en su breve historia es la que me parece más justa) que llaman “literatura” en la que pretenden hablar en nombre de los Eternos.

Me veo obligado a escribir estas líneas en el idioma limitado de los homínidos porque considero es la única vía para detener una serie de infamias que se dicen sobre mí. Ciertos seres llamados “filósofos” y también “griegos” por sus contemporáneos y sobrevivientes han esparcido el veneno sobre mi relación con Perséfone, una de las tantas hijas producto de las sistemáticas violaciones sexuales del psicópata de mi hermano, llamado Zeus por vosotros. Esta interpretación maligna pretende enemistarme con mi cuñada, a quien llaman Hera, que ahora es también mi suegra cada media revolución solar terrenal, y poseedora de una furia inalcanzable cuando se trata de su hija. 

Paradójicamente su especie toma al depredador sexual de mi hermano menor como representación de las virtudes más puras mientras que a mí se me estigmatiza con las porquerías más deleznables que la imaginación humana puede representarse (que no son más que sus propias fantasías morbosas). Formo parte contra mi voluntad de una larga estirpe de seres despreciables como el Diábolo, Lucifer, Belzebú y demás delirios perversos.

Pero la infamia más injusta y perversa de todas es la que se refiere al único amor profundo y verdadero que tuve la dicha de experimentar. Paradójicamente ese sólo evento de mi eterna biografía me define como una divinidad moralmente superior no sólo al llamado Zeus sino a infidad de divinidades en todo el universo.

Lo digo pronto: nunca rapté a Perséfone, aunque haya estado mil veces tentado a usar mi imaginación infinita y mis múltiples poderes para subyugarla, nunca lo hice. Es cierto que desde el momento en que la ví quedé completamente perdido por la fantasía de ser parte de ella y de que ella formase parte de mí mismo. Y así se lo dije, sin amagues ni falsas cortesías. Ella, en su increíble gentileza y madurez, me permitió muchas tardes de largas caminatas charlando para poder conocerme mejor. Ustedes, en su limitada capacidad de observación, todavía y cada tanto crían especímenes con una sensibilidad especial, a los que por lo general consideran anormales, que son capaces de intuirnos a Perséfone y a mí en esas tardes típicas de junio en el sur, o de setiembre en el norte, frías pero plenas de sol y belleza, en las que sólo las parejas enamoradas se sienten felices plenamente.

Es que ustedes ya han olvidado que antes de bautizarme como señor, dueño de los Infiernos y representación absoluta del Mal, yo fui el invierno mismo, la obscuridad, el resúmen de todo lo desconocido, el Misterio primero y último y perfecto, espacio concreto donde habitan aquellos que han abandonado el mundo mortal, símbolo de la Muerte. Demás está decir que sólo mentes tan estrechas pueden pretender que una divinidad eterna puede tener una sexualidad genital para llamarla El o Ella ni mucho menos pretender el enorme disparate de que alguien o algo en este universo puede ser “dueño” de otra parte del mismo. La posesión es una fantasía que sólo crece y se reproduce en las más enfermas de las mentes humanas, aquellas cuya obsesión es la riqueza.

Pero al menos durante los primeros tres millones de años vuestra especie no tuvo la enfermedad de la propiedad, que ahora desarrolla como un cáncer o un virus, haciendo metástasis permanentemente y pudriendo a casi toda la especie y destruyendo la vida, la armonía y la alegría allí donde la encuentra, desde las selvas hasta el fondo del mismo planeta.

En esas épocas que atestigué y que recuerdo con una precisión y detalle que vosotros ni siquiera podéis imaginar, los homínidos no temían a la muerte ni a lo desconocido, y si les temían les enfrentaban igual y aprendían a convivir con ellos.

Después de muchas tardes iguales, la bella perfección de Perséfone descubrió un interior de maravillosa sensibilidad, fortaleza de ánimo y autonomía pero también de el más emocionante capacidad de amar, de entregarse plenamente. Y se enamoró de mí o al menos de las mejores partes que me componen. Su decisión de descender –entremezclarse conmigo en realidad- fue conciente y soberana. Nadie la raptó. Perséfone considera hasta hoy un insulto a su inteligencia la menor sospecha de que haya sido conducida al Invierno contra su voluntad.

Mi tragedia consiste en que Perséfone extraña profundamente su mundo lleno de vida y explosión de luz y colores. Necesita volver a él para seguir viva y por eso hemos acordado que cada tanto tiempo es necesario que nos separemos y que cada uno cumpla el destino para el que fue creado, aún a pesar del profundo dolor que nos impregna cuando nos toca obedecer.

Sólo me consuela la idea de poder participar de su alegría cuando no está dentro mío, cuando es ella, porque en última instancia, yo me enamoré de ella en su mundo lleno de vida. Porque sólo a seres muy limitados se les pude ocurrir una seperación tajante de dos amantes o de dos estados tan claramente constitutivos de la vida misma.

Perséfone es la mujer ideal, tiene todo lo que amé de cada una de las mujeres anteriores pero,
además,
me ama.”

Y es que Perséfone y Hades bailan una danza eterna, de la que sólo son dos caras diferentes del mismo movimiento. Porque la vida, se sabe, como en una zamba norteña, es ese constante devenir de alegrías y tristezas entreveradas en un combate seductor, lúdico, erótico y bello que parece una danza, o la eterna suceción de las estaciones.

Sin invierno

la primavera

no podría ser soñada

y la vida

sin muerte

no existe


aún.

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