Si hubiera existido la secta clandestina de intelectuales multidisciplinarios que diseñaron y dieron vida al universo ficticio de Tlön, Uqbar, orbis tertius, no tengo duda que hubieran reclutado a Julián López cuando tocara intentar la definición exacta de la melancolía.
En su reciente poemario épico, titulado Meteoro, el poeta encara una búsqueda. Sus sentidos se enfocan,
ejercitan el músculo del asombro, la fascinación lúdica e ingenua, hedonista
también. Remontan el tiempo sensible hacia el pasado, detectan un instante
fugaz, muerto ya, y como el Doctor Frankenstein le inyectan vida. Julián López
revive el exacto color del objeto recordado, agregándole la tonalidad
particular que le daba la luz solar en ese momento y los matices que le agregaron
la corrosión del olvido y la entropía. Peltre, escribe. Inmarcesible, escribe. Insfilando escribe. El poeta es labrador de palabras. Las siembra y cosecha. Las pule. El poeta semiólogo, les encuentra el exacto lugar y el valor justo dentro del sistema universal de las palabras.
Sin embargo, y valga subrayar una cualidad particular de
este poeta hoy, su conocimiento de la vasta pampa de la lengua, no alimenta la
alabanza, el regodeo aristocrático del privilegio y la originalidad. Por eso no
adorna por adornar, no abraza el hermetismo de los simbolistas o del barroco.
López es capaz de la prolijidad, la sensibilidad y la maestría necesaria para
tener un lugar en el Parnaso, pero lo repudia. Prometeo y Kukulkán, Hanuman del
Río de la Plata acude presto con la luz y la claridad del fuego sagrado y la
dona a sus animales preferidos, sus parientes.
Hemos tenido que acudir al diccionario varias veces, aunque
no para indignarnos con el arabesco inútil del adorno que pretende embellecer y
encandilar, como jinetas de oro; nos alegramos de emoción al descubrir una
forma desconocida de mencionar un sentimiento universal, una acción sutil e
inteligente. López nos invita al sistema de signos con que nombramos al desafío
intelectual de buscar la referencia exacta para ese objeto, para esa acción.
Porque López busca la belleza. La belleza es forma revelada
por la luz del atardecer. Creí también entrever que el poeta buscaba la verdad,
pero varias veces se lamenta de la imposibilidad de superar el velo de la forma
revelada, resignándose a conocer una verdad que supone detrás de las nubes.
Como el poeta busca, filosofa. También este ejercicio
intelectual ejecutado con prolijidad y consistencia hace a Julián López un
candidato cualificado para compartir el Panteón de las Letras Nacionales, a la
altura de los mejores poetas de la Historia. Antes citando a Kant mientras
contempla un paisaje original pero cotidiano, el horizonte de río seccionado
por otro río más profano de las autopistas. Luego burlándose con clasismo del
idealismo abstracto del existencialismo sartreano, al que le opone el
racionalismo bucólico de su madre, que conoce desde la observación y la
experiencia del trabajo alienado y no pagado de criar y mantener una familia.
Defendiendo las bases lingüísticas legadas por Aristóteles en la única estrofa
que decide destacar en itálica:
Porque
la verdad no transita,
la verdad
pasa por las cosas,
las
cosas son signos de la palabra
verdad.
Debo reconocer que son poetas como López quienes me descolocan de un veterano prejuicio contra la poesía contemplativa y filosófica, prolija y erudita. Siempre me provocó arcadas hepáticas el tufo de reivindicación aristocrática de esa poesía, al nivel de impedirme aceptar con resignación la evidencia de su superioridad y la belleza de su virtuosismo. No me justifico, me explico.
Julián López detiene el tiempo del universo para prestar
atención a detalles, instantes y objetos que la vida cotidiana de les
laburantes invalida o prohíbe por definición. El tiempo de la explotación, sabemos
con conocimiento de causa, es tiempo útil, embrutecedor, monotemático, aburrido
y obsesionado en aturdir la sensibilidad. Pero López no contempla desde la
Torre de Marfil del erudito subsidiado de la Cátedra o las rentas de tierras y
comercios de la familia. El tiempo que López destina a contemplar el tiempo que
ha perdido en el pasado, para indagarlo buscando belleza y verdades, es el
tiempo que le arranca a la alienación del trabajo asalariado.
Los paisajes que López eleva, pinta y pentagrama para nosotres en su verso y prosa, es el universo recortado por la ventana de su cárcel cotidiana, de la jaula de oro del departamento que alquila en un barrio pobre de la megápolis. Contempla los paisajes del universo así como se ven en las horas robadas al trabajo desde la pieza o el comedor, desde el escritorio. El poeta le descubre la exacta capa de sentido o matiz de luz, sabor y sonido a sus vecines mientras tienden la ropa o toman sol, paisaje de aves, frutas y plantas escondidos por el cemento de la urbe. Los objetos de la vida cotidiana en que López se detiene y nos enfoca el sistema sensible, son despreciados por el ritmo amansador de la explotación, superfluos para el devenir de la máquina que acumula, y por eso mismo refugios de oxigenación para le alienade.
En esos lugares el poeta encuentra el soporte físico del
amor, el gran tema de la obra de López, su obsesión. En este libro, en una batata asada, un melón
compartido, en una sopa de pollo, en un tigre tan fantástico como el reno en el
sillón de tres cuerpos, en un hombro tocado al pasar, en el recuerdo de un
encuentro sexual, en esa alquimia de sabores y tactos del acto de cocinar, de comer y de coger, el poeta encuentra los tonos del amor fraternal. En el recorrido
secuencial de su poemario, un narrador ascético que mantiene una distancia
emocional correcta con el hrönir que re-construye, nos ofrece una nostalgia
para nada tóxica: no encontramos lamentos ni patetismos. Todo lo
contrario, López recupera el amor filial, de hijo amado, de hijo que cría a su
padre anciano, de hijo que extraña la felicidad del amor de madre y comprende el amor de amantes, de soñadores de convivencias y matrimonios felices.
Es una recuperación madura, en la que asimila y se apropia
para su presente de la sabiduría ancestral, asume lo que juzga sano y propio
dela herencia de clase y de género de cada une de sus procreaderes. Supera el
pasado a la manera hegeliana, reteniendo lo mejor y despidiéndose de lo que
molesta. Aunque la amargura melancólica está presente en las imágenes y
colores, así como en el relato, se trata del atávico dolor de la frustración de
ese amor fraterno en la obligada intención de consumar el mandato familiar en
un nuevo amor fraterno. El poeta encuentra y compara ese amor del pasado en los
amores con quienes intentó reconstruir la rutina de las parejas y los proyectos
estables. El dolor de sus frustraciones, su derrota, la constatación de lo
imposible de acceder al sueño prometido de la familia feliz. Esa bella ilusión
que sostenemos los mamíferos.
Otro rasgo de este libro que descoloca a la par que emociona
es que el poeta también repudia la recaída metafísica. Es un perseguidor de
signos sensibles, de formas concretas. López se maravilla con la ingenuidad del
asombro infantil en descubriendo las razones físicas y químicas de las cosas
que ama y que le hacen feliz. Es un defensor del mundo real y concreto y de sus
maravillas. Por lo tanto también un viajero, un explorador de tierras
desconocidas, un divertido paleontólogo de la memoria afectiva.
El poeta recupera al fin los detalles de su infancia para
conformar el rompecabezas que lo explica, como ese preso de Borges que a través
de una ventana fugaz reconstruye al tigre en sus rasgos superficiales
intentando recuperar el objeto tigre, no sólo su concepto, su esencia y como el
enamorado reprimido de Cortázar ve renos en su casa, en lugar de conejitos. A
flor de piel, como esa flor inerte que se siente el niño testigo involuntario de su
existencia en un universo adulto del que depende, a quien le es prohibido intervenir,
pero también el hombre maduro que busca comprender para comprenderse.
Julián López, una vez más y de nuevo, nos descoloca, logra
sacarnos del lugar fijo desde donde intentamos asir la vida de forma racional,
nos dirige la mirada, el sistema psico afectivo, nuestra sensibilidad corpórea
y sensual hacia otro lado, y por eso nos gratifica con la posibilidad de
aprender, de asombrarnos con él, de celebrar ese cotidiano proceso de
experimentar la vida. Aunque el poeta no busca ser profeta. No ha escrito para
hablarnos. El poeta nos abre las puertas de sus diálogos íntimos. Le habla a
sus propios fantasmas, como todes hacemos o deberíamos intentar hacer, para
amonestarles, para recordarles su justo lugar y su rol en nuestro presente,
para conjurarles de ser necesario.
Sus primeros amores, padre y madre que ya no están, y
atravesándoles las biografías asume a sus ancestres árabes, italianos, griegos,
galegues y astures; pero también discute el balance de la relación con esos
otros fantasmas que nosotres mismes solemos construir, las sombras vivas pero
huérfanas de las imágenes de nuestres ex parejas, con las que seguimos rumiando
en las noches de malos sueños el sentido de lo que pasó y el vacío de lo que no
pudo ser. Aunque no sentimos ni reproche ni rencor y eso nos ha aliviado. Sano
ejercicio el de viajar al pasado para recuperar el reparador momento que
justifica el amor que nos tuvimos y no detenerse en el morbo esterilizante del
fracaso.
La literatura de López, como inteligente dice la
contratapa, es una máquina expresiva,
que en nuestro caso ha provocado de nuevo la posibilidad de movilizar los cinco
sentidos y la inteligencia emocional y racional, generándonos una danza hermosa
y erótica que nos hace celebrar la vida. Un artista excepcional, un hechicero
con un caldero inagotable y maravilloso en el que bate sopas, salsas, brebajes
y perfumes, una poción mágica que nos flashea y renueva la energía fundamental.
Un constructor, un artesano, pero también un chofer, un
fotógrafo, el creador y también ingeniero de una cámara caleidoscópica aunque
también el relojero de un delicioso mainunbý que nos liba la conciencia y escarba dentro para
accionarnos nuestra propia maquinaria expresiva. Un arquitecto de laberintos y
espejos de fuego, el domador aborigen de dragones relámpagos con los que le hace un
orgásmico rcp a todo nuestro sistema sensible.
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