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sábado, 8 de agosto de 2020

Ser trans en las pantallas y las calles

 Una reflexión sobre Disclosure, ser trans más allá de la pantalla, documental del director Sam Feder, Netflix, julio de 2020

                                                

En el camino de su autoconstrucción como productora de contenidos progresista, la cadena de streaming que ha revolucionado la forma en que consumimos narraciones en la última década, ha lanzado en el mes del orgullo el excelente documental que aquí queremos contribuir a difundir, Disclosure, ser trans más allá de la pantalla del director Sam Feder.

Narrado, guionado y editado por personas trans y queer que trabajan en la industria del cine y la televisión yanqui, Disclosure es una revisión de las representaciones que la industria audiovisual de masas ha venido difundiendo en las conciencias colectivas sobre las personas transgénero desde los comienzos del cine en el siglo 20 hasta nuestros días. Es también una reflexión sobre el poder de esas representaciones en la cultura de masas a la hora de servir como materia prima en los procesos íntimos de las personas trans para construirse una imagen de sí mismes.

“Según un estudio de la GLAAD (Gays and Lesbians Aliance Against Difamation, ong millonaria fundada en 1985 para contrarrestar las imágenes negativas que el conservadurismo alentaba contra la comunidad LGTBI en medio de la pandemia del VIH) el 80% de la población en EE.UU. no conoce personalmente a nadie que sea transgénero. Entonces, la mayoría de la información que obtienen sobre cómo somos y vivimos las personas trans viene de los medios masivos de comunicación” dice la voz en off de Laverne Cox, la mundialmente reconocida actriz y activista trans afronorteamericana para enmarcar todo el objetivo del documental.

Y complementa el director de medios y representación trans de GLAAD, Nick Adams, “Las personas trans no nos criamos en familias donde hay otras personas trans. Entonces, cuando tratamos de descubrir nuestra identidad, quiénes somos, miramos los medios, igual que el 80 % de los norteamericanos que dicen no conocer una persona trans. Nosotres no conocemos a nadie trans, por eso miramos a los medios para tratar de averiguar ¿quién es como nosotres?”.

Así como el cine y la televisión han venido construyendo durante todo el siglo 20 una única imagen que habilita a las buenas y malas conciencias del universo  el desprecio hacia les trans, en nuestras primeras batallas de la propia crisis de género nosotres también sufrimos una autopercepción trabada por lo que observamos en las pantallas.

¿Somos monstrues construides para infiltrarnos maquiavélicamente en el mundo exitoso de las relaciones tradicionales de género y familia para conseguir nuestres nefastes objetivos? ¿Nuestro destino es la falsa aceptación de la fama sobre escenarios glamorosos y una soledad trágica en las relaciones afectivas cotidianas que nos sostiene? ¿Mi identidad de género es constitutivamente una ficción inverosímil, un arte del engaño propio de la teoría del relato posmoderno? ¿Debemos contentarnos con vivir en los márgenes de la farándula o la expectativa de vida de la prostitución?

El poder de este documental está no sólo en su guión y la calidad de material de archivo o la extrema sinceridad alcanzada por las entrevistas en las que casi todes les interrogades por la cámara lloran en algún momento de sus recuerdos y reflexiones personales. Está en que puede captar el corazón mismo de la crisis existencial de una persona trans en su tortuoso camino por defender el derecho humano más elemental, el de poder ser abiertamente para su comunidad la persona que siente y desea ser.

Por eso permítanme algo más que una reseña objetiva, permítame invitarle también que le comparta un poco de mi propia experiencia emocional con las representaciones del cine que obstaculizaron mi propia transición, desde una infancia reprimida por el cine de Olmedo y Porcel, las pelis con protagonistas trans de los 90 y la filmografía de Almodóvar, para terminar con un debate político sobre el poder de estas imágenes en nuestra cultura y las narrativas necesarias para encontrar al fin la libertad de géneros.

 

La identidad como ficción

 

Creo haber comprendido de la hermética prosa del primer gran discípulo de Freud, Carl Gustav Jung, una impactante hipótesis sobre la forma en que las personas construimos nuestra primera conciencia. Utiliza el concepto de imago: como si el mecanismo de las mentes infantiles utilizase las leyes del teatro, según Jung las personas basamos nuestros deseos y principios morales tanto como nuestra propia auto-percepción de género en algunos rasgos de las personas que nos criaron que ponemos en primer plano sobre los demás. Nuestra imago de un varón, mujer, padre o madre, no se corresponde en sentido estricto con la persona real que nos ha criado, es una representación ficticia basada en una experiencia real.

Un mecanismo tan frágil y fundamental para nuestra existencia como lo es involuntario, igual que respirar: no lo decidimos, un programa que se ejecuta automáticamente y sin guía. Esas primigenias representaciones ficticias de las personas que nos rodean, nuestras primeras experiencias afectivas constitutivas, guiarán desde las sombras del inconsciente toda una extensa gama de acciones del resto de nuestra vida. Con estas imago como referencia sabremos construir nuestras ideas sobre los géneros, nuestro deseo erótico, nuestra propia imago que ofreceremos al mundo como identidad de género.

Del mismo modo, Disclosure recorre la presencia de las personas trans en las pantallas hegemónicas de los medios masivos en EE.UU. desde el comienzo del cine, con la película muda en blanco y negro Judith de Betulia de 1914, en la que una persona transgénero femenina, queer o no-binarie es colocada como objeto de burla por su director, el nefasto D. W. Griffith, famoso por haber fabricado otra imagen arquetípica negativa de larga duración, la de los varones afronorteamericanos como primates violentos violadores de castas mujeres blancas, en su The birth of a Nation apología del KuKluxKlan de los años 20.

La historiadora trans Susan Stricker relata que en Judith de Betulia se usó por primera vez el corte y montaje para continuar la narración “es como si la figura del cuerpo mutilado de la persona trans, el eunuco que fue emasculado, simbolizara el corte cinematográfico en la historia del cine. Pareciera que trans y cine crecieron juntas, parece que siempre estuvimos en las pantallas.” y de nuevo explica Nick Adams, “por décadas Hollywood nos ha enseñado cómo reaccionar ante las personas trans”.

 

Varones trans invisibles o traidores al feminismo

 

Les protagonistes del documental coinciden en señalar que la última década estaría marcando un hito en la representación de las personas trans en las pantallas. Por primera vez comienzan a aparecer representaciones positivas, que no están centradas en la obsesión heterosexual con nuestra genitalidad o que no nos limitan a personajes burlescos exclusivamente dedicades a una profesión. Sin embargo, como reconoce Laverne Cox, las estadísticas de transfemicidios no paran de crecer alarmantemente en los EE.UU. porque, arriesga la actriz de Sense 8 Jamie Clayton, pareciera que “cuanto más positiva es la representación, más confianza genera en nuestra comunidad y eso nos pone en mayor riesgo.”.

Un documental que no se queda en la superficie del problema ni el lugar común, abordando los temas más sensibles de nuestra comunidad sin eufemismos. Por ejemplo, actores, escritores y cineastas trans coinciden en señalar que las transmasculinidades no han sido representadas seriamente en las grandes pantallas hasta la serie The L Word /Más que amigas (seis temporadas de 2004 hasta 2009) en donde se los ataca desde el punto de vista de las lesbianas, ante cuyos ojos los varones trans serían traidoras del género biológico y del feminismo, según el escritor trans Zeke Smith.

El actor trans afronorteamericano Brian Michael Smith explica a la pantalla cómo lo afecto en los comienzos de su transición ver a Max, el protagonista de la serie, pasar de ser una persona amable y cariñosa a convertirse en un sorete agresivo por culpa de la hormonización con tetosterona.

Se nos presenta un corte de la serie en la que un jovencito Max es encarado por una amiga lesbiana de mayor edad que le dice:

“-Me entristece ver a nuestras fuertes y orgullosas butch girls [término anglosajón para identificar lesbianas con rasgos que se acostumbran asignar culturalmente a la masculinidad y que se suele traducir en castellano como “machonas” aunque en inglés no tiene la carga despectiva de nuestra cultura] renunciando a su femineidad para ser hombres. ¿Por qué no puedes ser la más butch de las butch del mundo y conservar tu cuerpo?

Max le contesta “Porque me quiero sentir completo, que mi afuera coincida con mi interior.

-Vas a renunciar a lo más precioso del mundo- sentencia su amiga con dureza.

-¿Qué? ¿A mis tetas? –le tira sarcástica Max.

-No, a ser mujer.”

Hasta esta serie, que redefinió el lugar de las masculinidades trans según todos los entrevistados, el registro de los varones trans se reducía a los arquetipos de mujeres que se disfrazaban de varones para obtener una ventaja relativa en algún ámbito o profesión restringida a los varones cis, como le pasa al icónico personaje de Barbra Streissand en Yentl de 1982, año en que también vimos a Julie Andrews interpretar a una mujer cis que se hace pasar por un varón cis transformista en la Belle Epoque en Victor Victoria, remake de la peli original de 1933.

Dice Nick Adams de nuevo “el problema de los varones trans es que siempre fuimos invisibles en los medios, deseamos vernos reflejados en una historia.” Las pelis y series basadas en los arquetipos como Yentl que pulularon en la televisión yanqui a fines de los 80 (como Just one of the guys) mostraban a estas mujeres disfrazadas siendo exitoses en sus nuevos roles hasta que deseaban ser amadas, cuando ridículamente mostraban sus pechos a cámara para “demostrar” que todo había sido un engaño y así poder habilitar al macho que las amaba a hacerlo sin culpas. Un horror grotesco.

Esa invisibilidad en las pantallas no se condice con su existencia en la realidad, como demostró la peli Boys dont cry de 1999, que cuenta el crimen de odio ocurrido en 1993 contra un varón trans, Brandon Teena que fue violado y asesinado junto a un amigo que quiso defenderlo en un pueblo de Nebraska.

Esas malas representaciones y el mal uso del crímen de Teena como un ritual macabro para espantar adolescentes en su transición de género, parecerían estar cambiando a partir de la aparición de varones trans en programas de televisión de formatos como los talk shows y reality shows.

 

Las malas de la pantalla

 

El documental reflexiona sobre esa llamativa invisibilidad de los varones trans en la pantalla comparada con la mayor representación transfemenina. Una aguda escritora y actriz, Jen Richards, golpea con una hipótesis contundente: “somos más mujeres trans en las pantallas porque nuestros cuerpos son más comercializables que los de los varones trans”. Es la economía, estúpido.

Esta mayor representación no significó sino hasta los últimos años un mejor trato. Las mujeres trans en el cine y la televisión siempre fueron objeto de burla, como si ser trans significase que nos “disfrazamos de mujeres” para servir de bufonas, de payasas que pretendemos hacer el ridículo y divertir. Laverne Cox cuenta lo doloroso que fue para ella en los primeros años de su transición ver como las personas en el subte de Nueva York se reían cuando pasaban a su lado.

“La gente fue entrenada por los medios para burlarse de las mujeres trans”, dice con bronca.

Así introduce otro debate importante para nuestra comunidad, el de la adscripción al maquillaje, los vestidos y los cuerpos voluptuosos como significado de femineidad.

“El maquillaje era mi armadura” dice Laverne para explicar que su transición la llevó a buscar construir una imagen hiper femenina para evitar ser maltratada como varón. Y en el montaje Jen Richards discute: “la armadura de una mujer puede ser el tormento para otra” explicando las causas históricas que llevaron a las mujeres trans a utilizar atributos exteriores que la cultura patriarcal asignaba a las mujeres (ropas, tacos, maquillaje, etc.) porque la cultura Drag Queen y las exigencias del mercado de la prostitución obligaban a “hiperfeminizar” sus cuerpos imitando a las grandes divas del cine clásico de los años 40, 50 y 60.

Una acusación que suele ser esgrimida contra las mujeres trans por las feministas trans-excluyentes (TERF sus siglas en inglés), como si ayudaran al patriarcado a cosificar la femineidad en rasgos estéticos que en realidad son opresivos.

Jen Richards las discute “Algunas personas pueden juzgar esto como algo que refuerza los peores estereotipos patriarcales sobre lo que deben ser las mujeres; es injusto y ahistórico culpar a personas que sólo tratan de sobrevivir” como las trabajadoras sexuales.

La imagen del trabajo sexual también se discute en el documental, ya que las estadísticas señalan que es la profesión más representada por personajes transfemeninos en series de televisión y películas. Trace Lysette, actriz y productora, se reconoce como ex trabajadora sexual y reivindica que no se trate su anterior profesión como esencialmente negativa, pero “si sólo nos ven así nunca podrán vernos como personas totales.”.

La otra representación común de las mujeres trans en series de hospitales o policiales es la de la “sorpresa” cuando descubren sus genitales debido al trabajo de los peritos en la escena del crimen, en la morgue o ante el descubrimiento de un cáncer testicular insospechado por los doctores al comienzo. Por grotesco y ridículo que nos parezca, es muy común que guionistas y directores coloquen a las mujeres trans como víctimas de atroces crímenes violentos, mutilaciones y violaciones o muriendo de cáncer producto del consumo de hormonas femeninas. Aspecto este último macabro y políticamente dirigido, ya que como señala la actriz y educadora Alexandra Billings “las personas trans no nos morimos por las alternativas que en realidad nos liberan”.

 

Me das asco o terror: transfobia en los 90

 

Del amplio registro que aborda el documental no pretendemos anticiparles su disfrute en esta reseña, nos limitaremos solamente al período analizado de los años noventa por el impacto que estas películas tuvieron en nuestra propia crisis de identidad de género.

En 1991 cuando vi el estreno de Silence of the lambs / El silencio de los inocentes dirigida por Jonathan Demme y protagonizada por las impresionantes actuaciones de Jodie Foster y Anthony Hopkins yo tenía catorce años y luchaba con la autorepresión de mi deseo con el rosario en una mano y el jabón en la otra. Al año siguiente fuimos corriendo al cine o la tele para ver de qué se trataba esa escena que todo el mundo comentaba con misterio en The crying game/El juego de las lágrimas, dirigida por Neil Jordan y protagonizada por otras tres inolvidables actuaciones, la de le artista queer Jaye Davidson y las de los varoncitos icónicos Forest Whitaker y Stephen Rea de 1992.

Fue una década en la que el siglo parecía despedirse obsesionado con las protagonistas trans que nos legó también en 1993 una de las mejores obras de la prolífica trayectoria de David Cronemberg, M. Butterfly, protagonizada por un inolvidable Jeremy Irons y un genial John Lone.

Ya se tratase de construir una nueva imagen del eterno asesino serial que obsesiona a los yanquis desde que la “familia Mason”, “el hijo de Sam” o el carilindo Ted Bundy atormentaran la vida cotidiana y las auto-percepciones del sueño americano a fines de los 70 o de re-elaborar las opiniones sobre “el otro cultural” ubicado en la lucha armada del Ejército Republicano Irlandés contra el Imperio Británico en Belfast o el emergente poder de la China Comunista, Hollywood utilizó en esas tres ficciones aspectos arcaicos de la representación sobre las mujeres trans, travestis, queers y transexuales sin que nadie pareciese notar la transmisoginia evidente en esos personajes.

Mucho más irritante a ojos vista ese travesti-drag queen de Jonathan Demme, Buffalo Bill, que literalmente se disfraza de mujer secuestrando, torturando, alimentando a mujeres cis desprotegidas para usar su piel como vestido, gastando los arquetipos de la hermosa cultura under que orgullosamente reivindicamos las personas trans de los cabarulos para humillarnos y presentarnos al mundo en la epifanía terf: las mujeres trans no seríamos más que horribles mega-expresiones del summum machista y misógino del gran macho blanco que usurpa los aspectos superficiales de la femineidad para terminar de aniquilar a la “mujer biológica” de la faz de la tierra. Una imagen tan sádica y cruel que permite empatizar con el verdadero y mucho más plausible arquetipo del asesino serial blanco anglosajón, Hannibal Lecter, refinado y culto caníbal que puede moverse sin ser sospechado en los círculos más notables de la cultura heteronormada como mayordomo o profesor universitario.

Mucho más grotesca la reacción del personaje interpretado por Rea, la arcada instintiva del enamorado ingenuo ante una bellísima mujer que desnuda en cámara su pene y testículos “varoniles” en una escena que criminalmente amputa toda la belleza de ese amor clandestino y romántico que iba desarrollándose entre el combatiente idealista y su secuestrada, para transformarse en un nuevo arquetipo de la humillación contra la humanidad transgénero, como bien recuerdan les entrevistades de Disclosure en dos secuencias vergonzosas, la del policía disparatado Frank Deblin (Leslie Nielsen) en Naked Gun 33 and 1/3 / La pistola desnuda 3 de 1994 cuando vomita frente a la sombra de un pene enorme en estado de flaccidez reflejada en la pared lateral cuando la exuberante novia del villano se desnuda frente a él y toda la secuencia y final de la muchísimo más taquillera Ace Ventura protagonizada por el (por otras razones) genial comediante Jim Carey en 1994 ante el descubrimiento de que había besado a un hombre que creía mujer.

Como en la anterior Soap dish / Sopa de jabón del director Michel Hoffman en 1991, ya sea en clave de comedia de situaciones, película de espías o trhiller de terror, las mujeres transgénero nos son ofrecidas como hombres disfrazados de mujeres para conseguir sus deseos más egoístas a costa de nuestra empatía ingenua mirada heteronormada. Como el inolvidable y trágico Robin Williams en Mrs Doubtfire de 1991 o el clásico de Dustin Hoffmann Tootsie de 1982, enormes personalidades del sowbusiness que dieron muestras de filantropía y progresismo demócrata fuera de los sets no dudaron un segundo en colaborar con la representación estigmatizante de las mujeres transgénero.

El documental desarrolla muy bien estas miradas críticas que podrían sorprender a cualquier espectadore desprejuiciado que nota por primera vez el transfondo horrible que significó para la construcción arquetípica de las imago culturales sobre las personas trans estas pelis que seguramente fueron parte esencial de la formación de su sensibilidad en los 80 y 90. Imaginaos pues lo que esas mismas representaciones habrían generado en infancias y adolescencias que transitábamos con incomodidad relativa nuestras propias pubertades y juventudes moldeándonos en un género basado en el Registro Civil o las consideraciones biologicistas sin mejores herramientas de juicio que ustedes.

¿Cómo podíamos desear ser ese tipo de personas? ¿Cómo imaginarnos disfrutar de la libertad de ejercer los rasgos superficiales aceptados por nuestra sociedad como femeninos en cuerpos también consensuados como masculinos si eso implicaba aceptarnos como viles estafadores de la ingenua bondad de nuestras familias, amigues y potenciales amantes?

 

La hipótesis Almodóvar

 

El director y les entrevistades intentan responder el por qué de este nuevo estallido de protagonistas trans en la industria de Hollywood de los años noventa. Por un lado está el hecho indiscutible de la emergencia de la comunidad LGTTTBI como sujeto político protagonista de las luchas de clases en EEUU, Europa y el resto de occidente después de la revuelta de Stonewall en 1969 y el desarrollo de las marchas del orgullo gay. Parte fundamental de la efervescencia revolucionaria de los años sesenta y setenta, el movimiento LGTTTBI avanzó en luchas y confrontaciones dando un color particular a la llamada tercera ola feminista.

Ello explica que rasgos propios de la cultura travesti-drag llegaran desde la clandestinidad de los clubes nocturnos y el arte underground a conquistar un lugar propio y expropiado en la cultura de masas, el documental nos recuerda la apropiación de una millonaria Madonna del subgénero de danza pop conocido como vogue para alimentar su identidad de artista transgresora de la normatividad sexual en los tardíos años 80 y subraya la aparición de la temática trans en los nuevos talkshows que nos ofrecían la palabra para ametrallarnos a quemarropa con sus preguntas sobre genitales, operaciones y el morbo de posiciones sexuales y fantasías pajeriles. Pero también la aparición de valientes actrices, bailarinas y cantantes trans que aprovecharon la demanda morbosa del mainstream para defender su propia voz, su género, nuestro derecho a existir.

Camila Sosa Villada recuerda el profundo impacto para las travestis y trans de su generación la aparición de una orgullosa, madura, culta y hermosa Cris Miró en las pantallas chicas del gran talkshow nacional, Almorzando con Mirtha Legrand, para defenderse con gracia y soltura del esbirro colonizante de la diva más misógina que supimos conseguir. Desde otro lugar y con muchas contradicciones lo haría también la famosa vedette antes relacionada con la dictadura militar, Moria Casán aunque como de explotadora de esa cultura marginal que fascinaba a propios y extraños, como una Madamma o Proxeneta que habilita pero cobra su plus y nunca ofendía al consumidor morboso de sexo forzado.

A la lucha y trascendencia de la cultura LGTTTBI de los 80 el documental no acierta del todo a explicarse la importancia de la masificación de los televisores alcanzada desde fines de los 70 en la enorme mayoría de los hogares, y esa especie de descompresión que propiciaba la tele en la intimidad de los hogares contra el auge del conservadurismo moral en los grandes estados totalitarios de Reagan o Tatcher.

Mucho más evidente en lo que se conoció como “el destape español” posterior a la transición de los cuarenta años de mogijatería franquista, de donde emergería Pedro Almodóvar, el primer cineasta que puso en pantalla un erotismo explícito colocado para mostrar una más de las múltiples caras del amor en historias de alta calidad dramática y que expuso sus reflexiones sobre les géneros a la reflexión pública de una manera fabulosa.

Conocido por ser uno de quienes mejor exploraron y expusieron los alcances de la femineidad construida por la cultura machista y misógina fachista y católica española, Almodóvar contrataba a la mujer trans más famosa de su momento, Bibi Andersen, para ejercer papeles de mujeres cis mientras ponía a una famosa femme fatal a actuar de mujer transxual como la protagonizada por Carmen Maura en La ley del deseo (1987) o un reconocido cantante varón cis, modelo de masculinidad actuando un transformista heterosexual confundido por travesti o mujer trans como Miguel Bossé en Tacones lejanos (1991).

Nos extraña un poco que la obra de Almodóvar no haya sido incluida en el análisis de Disclosure porque si bien excede el campo observable propuesto, el de las industrias audiovisuales yanquis, su incidencia en Hollywood es indiscutible: allí están las carreras fílmicas de sus acteres fetiches más famoses,  Antonio Banderas, Penélope Cruz y Javier Bardem para demostrarlo.

También quedó fuera del análisis de Disclosure el impacto mundial de una coproducción italiana, francesa y belga, Farinelli, dirigida en 1994 por Gerard Corbieu, en la que se aprovechan con impunidad recortes de la biografía del cantante de ópera Carlo Broschi, representante más conocido de la tradición italiana de castrar a niños antes de la pubertad para que conservasen sus registros agudos en la canción, los castrati. Aquí también, el director bucea como un torpe heteronormado en el morbo de la genitalidad y la potencia sexual del cantante, que se autoidentifica como varón heterosexual y reducen todo el drama al que fueron sometidos estos cantantes durante su vida a la imposibilidad de consumarse como varones plenos por estar impedidos de tener hijos a quienes heredar. Triste identidad la masculina que se refugia en los micro-organismos que nadan en su escroto.

Para un análisis mucho más serio de la crisis de identidad y sexualidad que instalaron los castrati entre la alta sociedad europea del siglo 18 recomiendo la lectura de Dándole voz al tercer género de Marianne Traven (https://journals.openedition.org/episteme/1220), donde se analiza con detenimiento la posibilidad de ubicar a estos cantantes como uno de los antecedentes del género trans en la historia humana, como los eunucos de las cortes imperiales árabes, hindúes o chinas.

La realidad, se sabe, no tiene el esquematismo que nuestres cerebros preferirían. Y así como la reacción conservadora del reaganismo/thatcherismo provocaba una lucha por el erotismo y la sexualidad en los nuevos “horarios de protección al menor” y los “late night shows” o el destape de culturas represivas también en los 80 generaba la explosión de un arte LGTTBI de la más alta calidad como en Almodovar, también es cierto que se colaban plagios horribles, manipulaciones marketineras y un extendido conjunto de contenidos de porno soft de bajo presupuesto que de a poco fue permitiéndose llegar a los kioscos de revistas, los noticieros y cualquier horario de la pantalla.

 

Olmedo, Porcel, Carreras y Sofovich en la cultura transodiante argentina

 

Está fuera de los límites que se propone el director de Disclosure pasar vista a las expresiones de géneros trans de otras tradiciones culturales que no sean la norteamericana, como la de Almodóvar o Farinelli pero me permito hacer un modesto aporte ya que entiendo que su contemplación dispara este proceso.

Mi padre era fanático de la producción de quizá uno de los más grandes comediantes de la cultura argentina y latinoamericana de los años sesenta, setenta y ochenta, Alberto Olmedo. Como mi padre era el único con el poder para encender y elegir qué contenidos importaba mi familia de la pequeña pantalla, me crié asimilando lo que los nefastos directores Enrique Carreras y los hermanos Sofovich tenían para decirnos sobre las personas trans, sobre todo las travestis. No estudié cine argentino y no soy especialista en la cultura trans-travesti, mucho menos pretendo arrogarme ese lugar y recomiendo leer todo lo que escriban o difundan intelectuales y luchadoras del calibre de Marlene Wayar sobre el punto.

Me limito a recuperar en el comienzo de mi propia transición de género lo que gracias a estas artistas e intelectuales puedo entender que fueron obstáculos psicológicos para el disfrute de mi identidad de género cuando más necesitaba de lo contrario. La famosísima historia de Victor Victoria dirigida por Blake Edwards y protagonizada por una genial Julie Andrews en 1982 que nos recuerda Disclosure como uno de los hitos de la mala representación de las personas trans en la cultura yanqui, está basada en una peli alemana de 1933 que tuvo sus recreaciones posteriores en distintos países.

Probablemente la peor de todas esas remakes haya sido Mi novia es un… dirigida en 1975 por Enrique Cahen Salaberry, producida por Enrique Carreras y protagonizada por Susana Giménez y Alberto Olmedo. El centro argumental que fascinó a todos quienes la recrearon en todas las culturas pasa por la fascinación sobre los roles de género. En la versión “nuestra” Susana Giménez es una mujer cis que no puede conseguir trabajo como vedette y sólo puede hacerlo haciéndose pasar por travesti. Nunca pasó y por lo general es al revés.

La peli aprovecha para desplegar la representación exagerada de la homofobia en su máxima expresión. El personaje de Olmedo, un chamuyeta medio pelo que se da aires de gran macho conquistador (si les suena a los personajes emblemáticos de Franchela no es por pura coincidencia) es embaucado por amigos de mucho dinero y prestigio social para fingir que enamora a la travesti y luego fajarla a trompadas, consumando en las dos acepciones su poder masculino. En el devenir de la trama, Olmedo que es un acosador sexual contra las mujeres de su trabajo (llega a usarlo exitosamente como argumento ¡en su defensa! para que no lo rajen del laburo) se va “enamorando” del personaje de Giménez por morbo físico, eso de cómo sería coger con quien pensaba era “un” transexual, “un operado” pero lo repele la menor posibilidad de ser penetrado analmente.

Todo el problema se reduce a la genitalidad y quizás el único acierto de esta horrorosamente narrada historia de horror  es que la presión social de sus compañeros de trabajo, la angustia y repudio de su familia y amigos lo obligan a casarse con una mujer que ha despreciado siempre por gorda y “fea” con tal de demostrar que era bien macho. En la fábrica sus compañeros y compañeras lo cagan lo hartan gastándolo, lo muelen a trompadas y hasta llegan a filmar una especie de revuelta a pedradas, común en los años setenta en la lucha fabril contra dictaduras y gobiernos democráticos contra la explotación capitalista, ofuscades e indignades no porque haya sido un acosador, un sorete, sino porque era un “muerde nuca” degenerado, un perverso sexual.

Mucho más allá, lo que nos enerva de Mi novia el… es la increíble cantidad de misoginia y transmisoginia que despliega el personaje de Olmedo y sus amigotes y la sucesiva cantidad de veces que afloran en la peli chistes, bromas y crisis existenciales de un verdadero varón argento, macho y patriota, frente a lo que parece ser un amor homosexual y prohibido pero que gracias a dios termina siendo una beninga heterosexualidad tan esencial como para redimirlo al descubrir la mujer exuberante, rubia despampanante que afirmará frente al mundo su virilidad de conquistador incluso debajo del engaño.

El símbolo más perfecto de la importancia de la identidad de género y el lugar de las travestis en nuestra sociedad lo dejó grabado para siempre la censura oficial del Estado peronista de Isabelita y López Rega, que prohibieron que la palabra “travesti” fuera difundida públicamente para promocionar la peli, obligando a reemplazarla por los puntos suspensivos. Una figura menor y marginal de la gramática en todas las lenguas humanas, eso es lo que las travestis significamos para la cultura dominante en argentina todavía hoy. Un insulto a todo lo sagrado que no merece ser nombrado siquiera en sus mecanismos metacognitivos agregado a una lista permitida de sintagmas.

Un detalle significativo, a la altura de las menciones exigidas al guión, donde la expulsión final de la fábrica es salvada con la mención de un amigo a que sería revertida por los delegados, no vaya a ser que una peli argentina cuestione la capacidad del movimiento obrero peronista para evitar despidos injustos; lo mismo que el cartel giratorio que aparece en la escena de la “despedida de soltero” que los amigotes le hacen igual que las que organizaba él cuando odiaba el matrimonio, al pie del Obelisco, reconocido por el protagonista como su igual, un símbolo de erección firme y enorme de día y de noche.

Les antropólogues e historiarorxs del futuro valorarán esta cinta mucho más que les critiques y artistes, prueba irreprochable de un realismo banal que muestra las aristas más visibles de una sociabilidad masculina que existió así de grotesca y bizarra como se representa en la pantalla. Al punto que en la escena de la segunda “despedida de soltero” frente al Obelisco aparece el mítico cartel giratorio que Isabelita y López Rega mandaron colocar como anillo de ese enorme pene argentino, que rezaba “el silencio es salud”, llamando a no rebelarse contra el régimen ni denunciar sus imposturas y los asesinatos de la Triple A (silencio que hoy siguen guardando los creadores de narrativas oficiales) pero también el silencio del represor de la censura para nombrar a las protagonistas de la noche, las orgullosas travestis de los sesenta y setenta, una realidad todavía oculta y negada en nuestra propia cultura.

Cinco años después, junto al nefasto Jorge Porcel, otra vez coprotagonizando con el máximo símbolo sexual femenino, Susana Giménez, más su alterego morocho pero igual de exuberante, Moria Casán, Olmedo protagonizó la porquería taquillera de Hugo Sofovich de 1980 A los cirujanos se les va la mano, donde Olmedo y Porcel son unos modestos y sencillos obreros de la sanidad que se apropian de las características socialmente otorgadas a profesionales prestigiosos como los cirujanos y a los gays, en un doble crimen de engaño a la vez clasista y de género, haciéndose pasar por enfermeros putos para poder acceder a la intimidad de los objetos de su deseo y así “conquistarlas”.        

En su última película, la horrible porquería titulada Atracción peculiar de 1989, Olmedo deja como legado pocas semanas antes de morir bajo extrañas circunstancias un revuelto de los más ofensivos lugares comunes de la masculinidad misógina y transmisógina de la cultura argenta, que abusa del “doble sentido” desde el título. Pa culiar era lo que guiño guiño ofrecía la peli, una guía para “piolas”, “fachas” y playboys a quienes venderle Mar del Plata como especie de Las Vegas local donde saciar sus deseos pajeros y tirar los últimos australes en medio del desastre económico del Plan Austral. Premonitoria desde que el propio Olmedo finge vértigo en las cornisas del Hotel Presidencial, su última imagen en celuloide lo muestra sacándose una careta de travesti o varón gay que sostuvo durante toda la película con la excusa de actuar encubierto en una inflitración policial.

El leiv motiv de esta porquería era lo que la prensa llamaba “invasión de travestis y trolos” en las playas de la feliz durante los años 80, y se trata de una de las tantas referencias verídicas que su director deforma al gusto de sus espectadores, porque siempre la prostitución obligada de las mujeres transgénero, travestis y transexuales las obligaba a concentrarse en lugares turísticos para encontrar clientes/violadores dispuestos a “darse el gusto” a espaldas de sus familias. El perverso director de una revista dedicada al espectáculo chantajea a uno de sus redactores para que se disfrace de travesti o imite un homosexual para también infiltrarse en la comunidad travesti y lograr una nota, mientras aprovecha la iniciativa para obligar a su despampanante secretaria a coger con su desagradable pellejo también en un hotel balneario, cagando como todo macho piola a su mujer legal, representada como una vieja amargada. Olmedo es contratado como fotógrafo y tutor responsable de enseñarle a Porcel cómo parecer gay.

La historia abunda en una increíble acumulación de insultos y lugares comunes que abundaban en la cosmovisión homofóbica y transfóbica de la sociabilidad masculina de los 80, como el paddle y el cola less, que también se reflejan en la peli para adornar de realismo la trama. Puto, trolo, marcha atrás, maricón, comilón de mierda, maricas, mano-quebrada y travesti se equiparan como sinónimos de anormal, raro, manicomio, degenerado y corruptor de menores en boca de personajes masculinos y femeninos. Los únicos ámbitos donde el director se permite sospechar con astucia genial que sus espectadores hetero-formateados podrían aceptar la posibilidad del encuentro e interacción de sus héroes y les monstrues es en la intimidad de habitaciones laberínticas de un lujoso hotel (que en clave de género es mucho más horripilante que el Overlook de Kubrik) o en medio de una supuesta orgía bacanal en un crucero.

Las otras mujeres que brotan de la imaginación del guionista y aceptan actores, iluminadores, montajistas y vendedores de tickets son de figuras perfectas al ojo canónico del pajero, desnudos de tetas y culos, parciales o sugeridos (eso sí, sin vulvas a la vista) portados por cantantes que deciden seducir y cogerse a redactores, gerentes o dueños por lograr una tapa en la revista de su grupo musical recién formado, Las sobrinas, con las que Carreras se debe haber vengado de la negativa de Las Primas para ofrecerse a esta porquería, demostrando que con un sintetizador, mucho mal gusto y nada de escrúpulos cualquiera podía inventar un grupo exitoso que cantase con doble sentido; o la secretaria ejecutiva del patrón, que acepta con placer todos los gestos de acoso sexual imaginables por estas mentes desagradables de parte de su patrón y sus compañeros de trabajo.

Sin querer extremar la sutileza en el análisis de esta escatología vomitiva, me interesa marcar que su director ha decidido colocar cada elemento, gag e insulto con detallismo. El detallismo que tuvo para representar la entrada de las fuerzas de seguridad de la democracia alfonisnista recién conquistada, la que garantiza proteger a los machos que disfruten de las orgías del valhalla marplatense, en Ford Falcon de color rojo, para eludir la mala memoria del color que todavía llevaban bajo la capa de pintura más fresca. Aunque sea imposible de saber por la enorme cantidad de errores de continuidad en el montaje, el director elije colocar al agente encubierto Olmedo no para investigar el atropello de una banda de caballeros cajetillas a bordo de dos autos asesinando una travesti mientras aparentemente trabajaban con su sexualidad en la costanera detrás del Casino, sino una red de contrabando de drogas que sería regenteada por las travestis y homosexuales.

En las dos pelis, Mi novia es un… y Atracción peculiar aunque con quince años de distancia, el crimen de odio, el travesticidio aparece subrayando el comienzo de la trama y se mantiene como tensión argumental. Siempre me maravilla la capacidad de la realidad para manifestarse incluso cuando más pretende un director manipularla.

No deja de ser una triste ironía de la justicia moral trava que Olmedo haya terminado sus días presentando esta provocación producto de su propio desenfreno en el consumo de esas “drogas malas” en medio de una “fiesta” como la que promociona la peli. Otro tanto le esperaría al descompuesto Porcel, que se pasa dos horas repitiendo y personificando la caterva de lugares comunes gordofóbicos que le ayudaron a ser millonario antes de que una crisis ética mística lo postrase en el ascetismo moralista del evangelismo moderno y unas muy merecidas sillas de ruedas. Peor destino, siempre, el que esa troup de productores y financistas del cine le legaron a mujeres explotadas y abusadas como Beatriz Salomón, fallecida en la pobreza producto del divorcio de su marido, a raíz de una emboscada televisiva donde se le presentaron las pruebas filmadas de la aventura extramatrimonial del “piola” de su ex con una trabajadora sexual travesti, contribuyendo así a aumentar la bronca de la esposa legal contra las “degeneradas” y “corruptoras” morales de sus maridos.

Los fiolos de la heteronorma

 

El asco y la indignación atravesadas por el niunamenos de hoy ante estas bizarras películas de porno soft para pajeros de bajo presupuesto no nos deberían hacer olvidar el contexto de su producción y distribución. Millones de pesos y australes se invirtieron en bazofias como ésta y otras de la saga interminable de los Carreras y Sofovich por la no tan bizarra causa de que su venta e intercambio con la mayoría del público varón y hembra de la clase obrera y la clase media llenaban salas de cine para compartir con amigues una salida nocturna en donde entretenerse con la misma porquería que saltaba los primitivos ratings de la televisión, con las mismas estrellas, tramas, gags y giros narrativos del Teatro de Revistas que reventaba noche a noche las grandes salas de la Calle Corrientes.

Con la productora Aries Cinematográfica del ilustre director y productor Héctor Olivera (sí, el mismo de La Patagonia Rebelde, La noche de los lápices o la trilogía de las novelas de Soriano) Olmedo filmaría casi treinta películas en diez años con los mismos “tópicos”, incluyendo títulos tan evidentes como Los doctores las prefieren desnudas (1973), Hay que romper la rutina (1974), Las turistas quieren guerra (1977), Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978), El rey de los exhortos (1979), Así no hay cama que aguante (1980), Te rompo el rating (1981), Un terceto peculiar (1982), Los reyes del sablazo (1984) o Mirame la palomita (1985). Las fechas demuestran que el éxito en taquilla de esta cultura proxeneta y pajera del cine, la radio, el teatro, la prensa gráfica y la tele no comenzaron con el “destape” posterior a la represión de la censura moral y ética de los gendarmes de la honra civilizada de occidente del 76 al 83, sino que son la degeneración de los temas sobre identidades de género y sexualidad que comenzaron a florecer con el “destape” de los años sesenta y la dictadura no sólo no reprimió sino que permitió florecer con uno de los tantos mantos de neblinas con que pretendieron tapar el genocidio sistemático que planificaron y ejecutaron.   

“Este negro es un hijo de puta, drogadicto y malhablado pero que bien hace de puto, ¡me mata de risa!” era el comentario con el que mi viejo, un aparente buen padre de familia y emprendedor comercial medio para la sociedad justificaba su adicción a las pelis de Olmedo y sus programas de televisión. Nunca lo dijo, pero lo puedo imaginar (en un esfuerzo desagradable) entretenido también con estas recreaciones de las fantasías de machos de cualquier origen social y capacidad intelectual “conquistando” el usufructo de todos esos culos y tetas “perfectos” a su disposición, sin amenazarle nunca con una denuncia o un divorcio que le hiciese “pagar” por la satisfacción de sus pulsiones mucho más que la tarifa aceptable. Mi padre, o casualidad, fue bígamo durante los últimos diez años de su matrimonio de tres décadas. Las fantasías que vendían los Sofovich servían para fundamentar y justificar a los machos argentinos. Les ayudaban a convencerse de hacerlas realidad.

Para alguien criade en aquel clima, el verdadero esfuerzo es imaginarse que bajo esta cara oficial del statu quo nacional, verdaderos y orgullosos gays y lesbianas batallaban para levantar y sostener organizaciones que protegieran sus derechos civiles aunque la ley los desconociera. A las miles y millones de psicologías infantiles o púberes que comenzábamos a transitar nuestras biografías con la sexualidad y el género estallando en primer plano, criadas por estas familias, estas escuelas y esta cultura audiovisual de masas, se nos hacía imposible acceder a la verdadera identidad de enormes luchadoras, artistas y militantes como Batato Berea, Tortonese, Gasalla, Cris Miró, Florencia de la V., Susy Shock, Camila Sosa Villada, Lohanna Berkins, Diana Sacayan o Marlene Wayar que por esos mismos años batallaban para abrirse paso contra toda esa bosta, encontrar las vías para mantenerse, sostenerse y llegar hasta el presente para aportarnos un elemental conjunto de imágenes positivas y de leyes que nos han permitido animarnos a decidir ejercer públicamente con total libertad los rasgos exteriores de nuestras identidades autopercibidas reprimidas durante esos años horripilantes.

 

El poder de la imagen trans en el siglo 21

 

Volviendo a Disclosure, nos presenta una hipótesis fuerte, la evidencia de que el nuevo siglo 21  ha cambiado notablemente la imagen cultural sobre las personas trans al mismo tiempo que se comprueba un recrudecimiento en las persecuciones contra las personas transgénero en todo el planeta. Como les digo a mis amigas aliadas cuando intento resumirles pedagógicamente mis experiencias en los primeros años de mi propia transición de género “somos famosas en Palermo pero nos siguen matando en Constitución”.

La misma comprobación hace Rita Segato en su balance del feminismo del siglo 21 en 2016, los niveles de visibilización más altos alcanzados en América Latina sobre la situación de las mujeres y transfeminidades no han servido para detener muco menos disminuir las alarmantes cifras de la violencia de género.

Mientras me siento a escribir sobre la profunda experiencia emocional que me ha dejado ver este precioso documental o la alegría de ver mis mejores ilusiones reflejadas en la historia de amor translésbico de Sense 8 (también en Netflix y también en Disclosure) leo en las redes la denuncia de la profunda soledad y exclusión que volvió a sufrir por estos días Zulma Lobato en un robo que la dejó tirada y golpeada, ultrajada en la calle a la salida de un banco. Al punto que naturalizamos con la insensibilidad a la que nos acostumbra el permanente bombardeo de noticias sobre la ola de transfemicidios que asolan América Latina y que excluye a las más desprotegidas de nosotres de la posibilidad de respirar, comer y vivir más allá de los 35 años, la que se supone era la expectativa de vida de les homo sapiens hasta hace diez mil años atrás.

Terrible conclusión, para nosotres la humanidad no ha superado las condiciones materiales de existencia de la prehistoria. En nuestres cuerpes y sensibilidades el horizonte esperable de la vida no accede a los beneficios no ya de la Revolución Industrial y sus tres o cuatro fases discutidas y analizadas por les erudites, ni siquiera podemos compartir con el resto de la especie los beneficios de la Revolución Agraria del neolítico.

Sin embargo, Disclosure nos presenta la tendencia creciente de producciones audiovisuales para las grandes masas de EEUU en las que las representaciones de las personas trans vienen creciendo en sus cualidades humanas más positivas por encima de las viejas representaciones de engaño y criminalidad psiquiátrica. Series donde les personajes trans de las tramas además son representados por actores y actrices trans, superando otro tipo de tergiversación que era y es desestimada por numeroses directorxs y productorxs “aliades” que pretenden construir historias edificantes y positivas a los intereses de la comunidad trans utilizando acotres y actrices notoriamente identificados fuera de la pantalla como cisgénero. O simplemente contratando profesionales para ejercer papeles de mujeres y varones sin aclarar su condición de cis o trans.

Tengo que confesar que lloré mucho cuando vi en Sense 8 por primera vez una personaje transfemenina triunfando contra la misoginia de su familia (que quiso obligarla a una lobotomía para que volviera a ser varoncito) y de lesbianas transexcluyentes, logrando ser la heroína de su historia y construyendo una relación lésbica en la que sólo el amor lograba sostenerlas frente a todo. Una tragedia romántica igualita a las que me hacían llorar de Almodóvar pero en la que las travestis y trans terminamos concretando la felicidad de nuestro deseo. La actriz Jamie Clayton que hizo de Nomi Marks se reivindica trans y celebra en Disclosure la alegría de haber personificado una protagonista de su mismo género; la propia Lili Watchowski (guionista de Sense 8) reconoce en el documental haber escrito la historia de amor idealizada que ella siempre soñó vivir, con mayor dolor en los momentos más difíciles de su transición, cuando ese sueño parece imposible de realizar.

Sin embargo, del mismo modo que la ficción de Sense 8 expresa una utopía idílica en la que sus autoras idealizan incluso la pobreza, que no la ven en las millares de personas explotadas en su propio país y se la tienen que imaginar en las villas miseria de una república africana devastada por la epidemia de HIV y el narcoestado, hay que reconocer que los derechos alcanzados por les artistes trans de Disclosure están tan lejos de nuestra realidad como la posibilidad de contar con siete “perfectas” corporalidades disfrutando de nuestros poderes y capacidades combinadas y recorriendo el planeta en fiestas y tiernas orgías venciendo a los más malos de los malos mundiales.

Que no se trata solamente de un problema latinoamericano lo demuestra otro documental imprescindible que emite Netflix, La muerte y la vida de Marsha P. Johnson, de 2017, donde comprobamos que incluso bajo las mismas transformaciones visibles en la cultura yanqui sobre las personas trans, el asesinato de una de las fundadoras del movimiento LGTB en la revuelta de Stonewall del 69 y las marchas mundiales del Orgullo, veinte años después todavía no le mueve un pelo a las fuerzas de seguridad develarlo. La activista y actriz afronorteamericana Victoria Cruz investiga el asesinato de Marsha al mismo tiempo que asiste al juicio por el asesinato de una chica trans en el que se sigue usando la “defensa del pánico” para reducir la condena. Los jueces yanquis sostienen que es un atenuante el impacto emocional para un asesino varón el “descubrir” que había sido “engañado” por la femineidad de su amante cuando vio o “notó” el pene.

La transfobia formateada en los cerebros de los machos que construye nuestra sociedad es usada hoy como atenuante en EE. UU. mientras nuestras guerreras batallan en los tribunales para que se utilice como prueba y agravante de una nueva categorización jurídica, el travesticidio.

 

Imágenes ilusorias y poder político

 

En este documental también podremos ver el testimonio del sufrimiento increíble al que fuera sometida la otra gran heroína de la lucha LGTB, Sylvia Rivera, expulsada de la lucha por la elite burguesa liberal de gays y lesbianas, viviendo en un rancho de cartón y plástico frente al muelle donde encontraron el cuerpo sin vida de su amiga hasta que pudo superar la frustración y dedicarse a la lucha en los últimos diez años de su vida.

El rostro valiente de Sylvia sin afeitar, su cuerpo emparchado con camperas y pantalones que pudo cirujear para no morir de frío, su dolor y su lucha me quedaron grabadas en las emociones por el contraste nítido con estos otros rostros, maquillajes y cuerpos perfectamente producidos que vemos en Disclosure. Quizá se trate de revisar también las narrativas de las que nos nutrimos en la comunidad LGTB, aquellas que representan estrategias válidas como la GLAAD frente a organizaciones mucho menos entreveradas con el régimen democrático del Estado como la que fundaron Masha y Sylvia después de Stonewall: S.T.A.R. (Street Transvestite Accion Revolutionaries) que juntaban fondos para sostener hogares para las travestis en situación de calle.

La autopercepción de género debería ser un aspecto más de nuestra necesaria autoconciencia de clase, nunca una elección adversativa entre ambas.

Es cierto que el arte y activismo de mujeres como Florencia de la V (su intervención en el debate por el derecho al aborto fue una de las más altas expresiones de conciencia de clase y de género del 2018), la calidez humana de artistas como Lizzy Tagliani (su popularidad es tan grande que la pongo siempre de ejemplo en clase cuando les adolescentes del curso cuestionan mi género autopercibido ya que elles y sus familias la adoran), la creatividad y contundencia de las novelas Las malas o Tesis para una domesticación de Camila Sosa Villlada y la cercana nominación de la gran Susy Shock para los premios Gardel cimientan un nuevo camino para las infancias y juventudes que se enfrentan a una crisis de identidad de género. Hay que habilitarse la esperanza que abrieron en la última década la misma combinación de hartazgo masivo contra la represión del Estado y lucha efectiva de la comunidad LGTTTBI que registramos treinta años atrás.

Pero queda un purgatorio gigantesco todavía por atravesar. Porque la realidad mayoritaria para las personas trans sigue siendo la exclusión, el desprecio, la criminalización, la psiquiatrización y los crímenes de odio, cuando no la miseria más aberrante. Las representaciones imaginarias vienen siendo horadadas y puestas en cuestión y eso es muy importante y va a ser muy importante tanto para las grandes mayorías que tendrán mejores elementos para respetar y socializar con las personas trans; y para nosotres, y les más jóvenes entre nosotres, que tendremos acceso a imagos mucho mejores y positivas para construir nuestra emocionalidad. Espero seamos capaces de usarlas para hacer crecer en madurez y poder nuestras organizaciones de lucha contra el Estado explotador y patriarcal, el sostenedor en última instancia de las relaciones sociales que sostienen la necesidad de la heteronorma, el machismo y la transfobia, los venenos que le permiten mantener un régimen permanente de femigenocidio y transgencidio planetario para defender esta cultura en verdad descompuesta y degenerada.

Porque, tomando las palabras de la gran chamana como bandera, no queremos más ser esa humanidad pero el tema es cómo logramos superarla y para eso creo debemos recordar a Lenin cuando decía que en este mundo todo es ilusión, excepto el poder.

Me parece que no alcanza con la batalla -necesaria y justa- de artistas, productores, escriteres por las imágenes y representaciones ficcionales de las personas transgénero, lo que en las últimas décadas el kirchnerismo inmortalizó con la “batalla cultural” de cuño gramsciano-estalinista. Es menester que avancemos en la discusión de estrategias que suelen ser excluidas del horizonte político de la lucha por los derechos de la comunidad LGTB: la búsqueda del poder político necesario para derribar el patriarcado y la sociedad basada en la explotación de las clases obreras y campesinas del mundo, que hace necesaria en última instancia la opresión de cuerpos e identidades no binarias.

A la lectura contundente que nos ofrece Disclosure sobre la conciencia colectiva e individual de la situación de los géneros disruptivos se le hace urgente un cruce con las representaciones de la lucha de clases y el carácter del Estado, porque no es lo mismo que lo sigamos entendiendo como el “padre” o la “madre” al que debemos arrancarle derechos cívicos para ser integrades en su seno amoroso, como pretende Segato, a que pasemos a visualizarlo como el gendarme armado de la heteronorma, la explotación y el femigenocidio, y por lo tanto como el enemigo que debe ser vencido sin cuartel y reemplazado por una clase social que se proponga liberar a la humanidad de todas sus cadenas.

Que así sea.

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