Una reflexión sobre Disclosure, ser trans más allá de la pantalla, documental del director Sam Feder, Netflix, julio de 2020
En el camino de su autoconstrucción como productora de
contenidos progresista, la cadena de streaming que ha revolucionado la forma en
que consumimos narraciones en la última década, ha lanzado en el mes del
orgullo el excelente documental que aquí queremos contribuir a difundir, Disclosure, ser trans más allá de la
pantalla del director Sam Feder.
Narrado, guionado y editado por personas trans y queer que
trabajan en la industria del cine y la televisión yanqui, Disclosure es una revisión de las representaciones que la industria
audiovisual de masas ha venido difundiendo en las conciencias colectivas sobre
las personas transgénero desde los comienzos del cine en el siglo 20 hasta
nuestros días. Es también una reflexión sobre el poder de esas representaciones
en la cultura de masas a la hora de servir como materia prima en los procesos
íntimos de las personas trans para construirse una imagen de sí mismes.
“Según un estudio de la GLAAD (Gays and Lesbians Aliance Against
Difamation, ong millonaria fundada en 1985 para contrarrestar las imágenes
negativas que el conservadurismo alentaba contra la comunidad LGTBI en medio de
la pandemia del VIH) el 80% de la población en EE.UU. no conoce personalmente a
nadie que sea transgénero. Entonces, la mayoría de la información que obtienen
sobre cómo somos y vivimos las personas trans viene de los medios masivos de
comunicación” dice la voz en off de Laverne Cox, la mundialmente reconocida
actriz y activista trans afronorteamericana para enmarcar todo el objetivo del
documental.
Y complementa el director de medios y representación trans
de GLAAD, Nick Adams, “Las personas trans no nos criamos en familias donde hay
otras personas trans. Entonces, cuando tratamos de descubrir nuestra identidad,
quiénes somos, miramos los medios, igual que el 80 % de los norteamericanos que
dicen no conocer una persona trans. Nosotres no conocemos a nadie trans, por
eso miramos a los medios para tratar de averiguar ¿quién es como nosotres?”.
Así como el cine y la televisión han venido construyendo
durante todo el siglo 20 una única imagen que habilita a las buenas y malas
conciencias del universo el desprecio
hacia les trans, en nuestras primeras batallas de la propia crisis de género
nosotres también sufrimos una autopercepción trabada por lo que observamos en
las pantallas.
¿Somos monstrues construides para infiltrarnos maquiavélicamente
en el mundo exitoso de las relaciones tradicionales de género y familia para
conseguir nuestres nefastes objetivos? ¿Nuestro destino es la falsa aceptación
de la fama sobre escenarios glamorosos y una soledad trágica en las relaciones
afectivas cotidianas que nos sostiene? ¿Mi identidad de género es
constitutivamente una ficción inverosímil, un arte del engaño propio de la
teoría del relato posmoderno? ¿Debemos contentarnos con vivir en los márgenes
de la farándula o la expectativa de vida de la prostitución?
El poder de este documental está no sólo en su guión y la
calidad de material de archivo o la extrema sinceridad alcanzada por las
entrevistas en las que casi todes les interrogades por la cámara lloran en
algún momento de sus recuerdos y reflexiones personales. Está en que puede
captar el corazón mismo de la crisis existencial de una persona trans en su
tortuoso camino por defender el derecho humano más elemental, el de poder ser
abiertamente para su comunidad la persona que siente y desea ser.
Por eso permítanme algo más que una reseña objetiva,
permítame invitarle también que le comparta un poco de mi propia experiencia
emocional con las representaciones del cine que obstaculizaron mi propia
transición, desde una infancia reprimida por el cine de Olmedo y Porcel, las
pelis con protagonistas trans de los 90 y la filmografía de Almodóvar, para
terminar con un debate político sobre el poder de estas imágenes en nuestra
cultura y las narrativas necesarias para encontrar al fin la libertad de
géneros.
La identidad
como ficción
Creo haber comprendido de la hermética prosa del primer gran
discípulo de Freud, Carl Gustav Jung, una impactante hipótesis sobre la forma
en que las personas construimos nuestra primera conciencia. Utiliza el concepto
de imago:
como si el mecanismo de las mentes infantiles utilizase las leyes del teatro,
según Jung las personas basamos nuestros deseos y principios morales tanto como
nuestra propia auto-percepción de género en algunos rasgos de las personas que
nos criaron que ponemos en primer plano sobre los demás. Nuestra imago de un varón, mujer, padre o madre,
no se corresponde en sentido estricto con la persona real que nos ha criado, es
una representación ficticia basada en una experiencia real.
Un mecanismo tan frágil y fundamental para nuestra
existencia como lo es involuntario, igual que respirar: no lo decidimos, un
programa que se ejecuta automáticamente y sin guía. Esas primigenias
representaciones ficticias de las personas que nos rodean, nuestras primeras
experiencias afectivas constitutivas, guiarán desde las sombras del
inconsciente toda una extensa gama de acciones del resto de nuestra vida. Con
estas imago como referencia sabremos
construir nuestras ideas sobre los géneros, nuestro deseo erótico, nuestra
propia imago que ofreceremos al mundo
como identidad de género.
Del mismo modo, Disclosure
recorre la presencia de las personas trans en las pantallas hegemónicas de
los medios masivos en EE.UU. desde el comienzo del cine, con la película muda
en blanco y negro Judith de Betulia
de 1914, en la que una persona transgénero femenina, queer o no-binarie es
colocada como objeto de burla por su director, el nefasto D. W. Griffith,
famoso por haber fabricado otra imagen arquetípica negativa de larga duración,
la de los varones afronorteamericanos como primates violentos violadores de
castas mujeres blancas, en su The birth
of a Nation apología del KuKluxKlan de los años 20.
La historiadora trans Susan Stricker relata que en Judith de Betulia se usó por primera vez
el corte y montaje para continuar la narración “es como si la figura del cuerpo
mutilado de la persona trans, el eunuco que fue emasculado, simbolizara el
corte cinematográfico en la historia del cine. Pareciera que trans y cine crecieron
juntas, parece que siempre estuvimos en las pantallas.” y de nuevo explica Nick
Adams, “por décadas Hollywood nos ha enseñado cómo reaccionar ante las personas
trans”.
Varones
trans invisibles o traidores al feminismo
Les protagonistes del documental coinciden en señalar que la
última década estaría marcando un hito en la representación de las personas
trans en las pantallas. Por primera vez comienzan a aparecer representaciones
positivas, que no están centradas en la obsesión heterosexual con nuestra
genitalidad o que no nos limitan a personajes burlescos exclusivamente
dedicades a una profesión. Sin embargo, como reconoce Laverne Cox, las estadísticas
de transfemicidios no paran de crecer alarmantemente en los EE.UU. porque,
arriesga la actriz de Sense 8 Jamie
Clayton, pareciera que “cuanto más positiva es la representación, más confianza
genera en nuestra comunidad y eso nos pone en mayor riesgo.”.
Un documental que no se queda en la superficie del problema
ni el lugar común, abordando los temas más sensibles de nuestra comunidad sin
eufemismos. Por ejemplo, actores, escritores y cineastas trans coinciden en
señalar que las transmasculinidades no han sido representadas seriamente en las
grandes pantallas hasta la serie The L
Word /Más que amigas (seis temporadas de 2004 hasta 2009) en donde se los
ataca desde el punto de vista de las lesbianas, ante cuyos ojos los varones
trans serían traidoras del género biológico y del feminismo, según el escritor
trans Zeke Smith.
El actor trans afronorteamericano Brian Michael Smith
explica a la pantalla cómo lo afecto en los comienzos de su transición ver a
Max, el protagonista de la serie, pasar de ser una persona amable y cariñosa a
convertirse en un sorete agresivo por culpa de la hormonización con tetosterona.
Se nos presenta un corte de la serie en la que un jovencito
Max es encarado por una amiga lesbiana de mayor edad que le dice:
“-Me entristece ver a nuestras fuertes y orgullosas butch girls [término anglosajón para
identificar lesbianas con rasgos que se acostumbran asignar culturalmente a la
masculinidad y que se suele traducir en castellano como “machonas” aunque en
inglés no tiene la carga despectiva de nuestra cultura] renunciando a su
femineidad para ser hombres. ¿Por qué no puedes ser la más butch de las butch
del mundo y conservar tu cuerpo?
Max le contesta “Porque me quiero sentir completo, que mi
afuera coincida con mi interior.
-Vas a renunciar a lo más precioso del mundo- sentencia su
amiga con dureza.
-¿Qué? ¿A mis tetas? –le tira sarcástica Max.
-No, a ser mujer.”
Hasta esta serie, que redefinió el lugar de las
masculinidades trans según todos los entrevistados, el registro de los varones
trans se reducía a los arquetipos de mujeres que se disfrazaban de varones para
obtener una ventaja relativa en algún ámbito o profesión restringida a los
varones cis, como le pasa al icónico personaje de Barbra Streissand en Yentl de 1982, año en que también vimos
a Julie Andrews interpretar a una mujer cis que se hace pasar por un varón cis
transformista en la Belle Epoque en Victor
Victoria, remake de la peli original de 1933.
Dice Nick Adams de nuevo “el problema de los varones trans
es que siempre fuimos invisibles en los medios, deseamos vernos reflejados en
una historia.” Las pelis y series basadas en los arquetipos como Yentl que pulularon en la televisión
yanqui a fines de los 80 (como Just one
of the guys) mostraban a estas mujeres disfrazadas siendo exitoses en sus
nuevos roles hasta que deseaban ser amadas, cuando ridículamente mostraban sus
pechos a cámara para “demostrar” que todo había sido un engaño y así poder
habilitar al macho que las amaba a hacerlo sin culpas. Un horror grotesco.
Esa invisibilidad en las pantallas no se condice con su
existencia en la realidad, como demostró la peli Boys dont cry de 1999, que cuenta el crimen de odio ocurrido en
1993 contra un varón trans, Brandon Teena que fue violado y asesinado junto a
un amigo que quiso defenderlo en un pueblo de Nebraska.
Esas malas representaciones y el mal uso del crímen de Teena
como un ritual macabro para espantar adolescentes en su transición de género,
parecerían estar cambiando a partir de la aparición de varones trans en
programas de televisión de formatos como los talk shows y reality shows.
Las malas de
la pantalla
El documental reflexiona sobre esa llamativa invisibilidad
de los varones trans en la pantalla comparada con la mayor representación
transfemenina. Una aguda escritora y actriz, Jen Richards, golpea con una
hipótesis contundente: “somos más mujeres trans en las pantallas porque
nuestros cuerpos son más comercializables que los de los varones trans”. Es la
economía, estúpido.
Esta mayor representación no significó sino hasta los
últimos años un mejor trato. Las mujeres trans en el cine y la televisión
siempre fueron objeto de burla, como si ser trans significase que nos
“disfrazamos de mujeres” para servir de bufonas, de payasas que pretendemos
hacer el ridículo y divertir. Laverne Cox cuenta lo doloroso que fue para ella
en los primeros años de su transición ver como las personas en el subte de
Nueva York se reían cuando pasaban a su lado.
“La gente fue entrenada por los medios para burlarse de las
mujeres trans”, dice con bronca.
Así introduce otro debate importante para nuestra comunidad,
el de la adscripción al maquillaje, los vestidos y los cuerpos voluptuosos como
significado de femineidad.
“El maquillaje era mi armadura” dice Laverne para explicar
que su transición la llevó a buscar construir una imagen hiper femenina para
evitar ser maltratada como varón. Y en el montaje Jen Richards discute: “la
armadura de una mujer puede ser el tormento para otra” explicando las causas
históricas que llevaron a las mujeres trans a utilizar atributos exteriores que
la cultura patriarcal asignaba a las mujeres (ropas, tacos, maquillaje, etc.)
porque la cultura Drag Queen y las exigencias del mercado de la prostitución
obligaban a “hiperfeminizar” sus cuerpos imitando a las grandes divas del cine
clásico de los años 40, 50 y 60.
Una acusación que suele ser esgrimida contra las mujeres
trans por las feministas trans-excluyentes (TERF sus siglas en inglés), como si
ayudaran al patriarcado a cosificar la femineidad en rasgos estéticos que en
realidad son opresivos.
Jen Richards las discute “Algunas personas pueden juzgar
esto como algo que refuerza los peores estereotipos patriarcales sobre lo que
deben ser las mujeres; es injusto y ahistórico culpar a personas que sólo
tratan de sobrevivir” como las trabajadoras sexuales.
La imagen del trabajo sexual también se discute en el
documental, ya que las estadísticas señalan que es la profesión más
representada por personajes transfemeninos en series de televisión y películas.
Trace Lysette, actriz y productora, se reconoce como ex trabajadora sexual y
reivindica que no se trate su anterior profesión como esencialmente negativa,
pero “si sólo nos ven así nunca podrán vernos como personas totales.”.
La otra representación común de las mujeres trans en series
de hospitales o policiales es la de la “sorpresa” cuando descubren sus
genitales debido al trabajo de los peritos en la escena del crimen, en la
morgue o ante el descubrimiento de un cáncer testicular insospechado por los
doctores al comienzo. Por grotesco y ridículo que nos parezca, es muy común que
guionistas y directores coloquen a las mujeres trans como víctimas de atroces
crímenes violentos, mutilaciones y violaciones o muriendo de cáncer producto
del consumo de hormonas femeninas. Aspecto este último macabro y políticamente
dirigido, ya que como señala la actriz y educadora Alexandra Billings “las
personas trans no nos morimos por las alternativas que en realidad nos
liberan”.
Me das asco
o terror: transfobia en los 90
Del amplio registro que aborda el documental no pretendemos
anticiparles su disfrute en esta reseña, nos limitaremos solamente al período
analizado de los años noventa por el impacto que estas películas tuvieron en
nuestra propia crisis de identidad de género.
En 1991 cuando vi el estreno de Silence of the lambs / El silencio de los inocentes dirigida por
Jonathan Demme y protagonizada por las impresionantes actuaciones de Jodie
Foster y Anthony Hopkins yo tenía catorce años y luchaba con la autorepresión
de mi deseo con el rosario en una mano y el jabón en la otra. Al año siguiente
fuimos corriendo al cine o la tele para ver de qué se trataba esa escena que
todo el mundo comentaba con misterio en The
crying game/El juego de las lágrimas,
dirigida por Neil Jordan y protagonizada por otras tres inolvidables
actuaciones, la de le artista queer Jaye Davidson y las de los varoncitos
icónicos Forest Whitaker y Stephen Rea de 1992.
Fue una década en la que el siglo parecía despedirse
obsesionado con las protagonistas trans que nos legó también en 1993 una de las
mejores obras de la prolífica trayectoria de David Cronemberg, M. Butterfly, protagonizada por un
inolvidable Jeremy Irons y un genial John Lone.
Ya se tratase de construir una nueva imagen del eterno
asesino serial que obsesiona a los yanquis desde que la “familia Mason”, “el
hijo de Sam” o el carilindo Ted Bundy atormentaran la vida cotidiana y las
auto-percepciones del sueño americano a fines de los 70 o de re-elaborar las
opiniones sobre “el otro cultural” ubicado en la lucha armada del Ejército Republicano
Irlandés contra el Imperio Británico en Belfast o el emergente poder de la
China Comunista, Hollywood utilizó en esas tres ficciones aspectos arcaicos de
la representación sobre las mujeres trans, travestis, queers y transexuales sin
que nadie pareciese notar la transmisoginia evidente en esos personajes.
Mucho más irritante a ojos vista ese travesti-drag queen de
Jonathan Demme, Buffalo Bill, que literalmente se disfraza de mujer
secuestrando, torturando, alimentando a mujeres cis desprotegidas para usar su
piel como vestido, gastando los arquetipos de la hermosa cultura under que
orgullosamente reivindicamos las personas trans de los cabarulos para
humillarnos y presentarnos al mundo en la epifanía terf: las mujeres trans no
seríamos más que horribles mega-expresiones del summum machista y misógino del
gran macho blanco que usurpa los aspectos superficiales de la femineidad para
terminar de aniquilar a la “mujer biológica” de la faz de la tierra. Una imagen
tan sádica y cruel que permite empatizar con el verdadero y mucho más plausible
arquetipo del asesino serial blanco anglosajón, Hannibal Lecter, refinado y
culto caníbal que puede moverse sin ser sospechado en los círculos más notables
de la cultura heteronormada como mayordomo o profesor universitario.
Mucho más grotesca la reacción del personaje interpretado
por Rea, la arcada instintiva del enamorado ingenuo ante una bellísima mujer
que desnuda en cámara su pene y testículos “varoniles” en una escena que
criminalmente amputa toda la belleza de ese amor clandestino y romántico que
iba desarrollándose entre el combatiente idealista y su secuestrada, para transformarse
en un nuevo arquetipo de la humillación contra la humanidad transgénero, como
bien recuerdan les entrevistades de Disclosure
en dos secuencias vergonzosas, la del policía disparatado Frank Deblin
(Leslie Nielsen) en Naked Gun 33 and 1/3
/ La pistola desnuda 3 de 1994 cuando vomita frente a la sombra de un pene
enorme en estado de flaccidez reflejada en la pared lateral cuando la
exuberante novia del villano se desnuda frente a él y toda la secuencia y final
de la muchísimo más taquillera Ace
Ventura protagonizada por el (por otras razones) genial comediante Jim
Carey en 1994 ante el descubrimiento
de que había besado a un hombre que creía mujer.
Como en la anterior Soap
dish / Sopa de jabón del director Michel Hoffman en 1991, ya sea en clave
de comedia de situaciones, película de espías o trhiller de terror, las mujeres
transgénero nos son ofrecidas como hombres disfrazados de mujeres para
conseguir sus deseos más egoístas a costa de nuestra empatía ingenua mirada
heteronormada. Como el inolvidable y trágico Robin Williams en Mrs Doubtfire de 1991 o el clásico de
Dustin Hoffmann Tootsie de 1982,
enormes personalidades del sowbusiness que
dieron muestras de filantropía y progresismo demócrata fuera de los sets no
dudaron un segundo en colaborar con la representación estigmatizante de las
mujeres transgénero.
El documental desarrolla muy bien estas miradas críticas que
podrían sorprender a cualquier espectadore desprejuiciado que nota por primera
vez el transfondo horrible que significó para la construcción arquetípica de
las imago culturales sobre las
personas trans estas pelis que seguramente fueron parte esencial de la
formación de su sensibilidad en los 80 y 90. Imaginaos pues lo que esas mismas
representaciones habrían generado en infancias y adolescencias que
transitábamos con incomodidad relativa nuestras propias pubertades y juventudes
moldeándonos en un género basado en el Registro Civil o las consideraciones
biologicistas sin mejores herramientas de juicio que ustedes.
¿Cómo podíamos desear ser ese tipo de personas? ¿Cómo imaginarnos
disfrutar de la libertad de ejercer los rasgos superficiales aceptados por
nuestra sociedad como femeninos en cuerpos también consensuados como masculinos
si eso implicaba aceptarnos como viles estafadores de la ingenua bondad de
nuestras familias, amigues y potenciales amantes?
La hipótesis
Almodóvar
El director y les entrevistades intentan responder el por
qué de este nuevo estallido de protagonistas trans en la industria de Hollywood
de los años noventa. Por un lado está el hecho indiscutible de la emergencia de
la comunidad LGTTTBI como sujeto político protagonista de las luchas de clases
en EEUU, Europa y el resto de occidente después de la revuelta de Stonewall en
1969 y el desarrollo de las marchas del orgullo gay. Parte fundamental de la
efervescencia revolucionaria de los años sesenta y setenta, el movimiento
LGTTTBI avanzó en luchas y confrontaciones dando un color particular a la
llamada tercera ola feminista.
Ello explica que rasgos propios de la cultura travesti-drag
llegaran desde la clandestinidad de los clubes nocturnos y el arte underground
a conquistar un lugar propio y expropiado en la cultura de masas, el documental
nos recuerda la apropiación de una millonaria Madonna del subgénero de danza
pop conocido como vogue para
alimentar su identidad de artista transgresora de la normatividad sexual en los
tardíos años 80 y subraya la aparición de la temática trans en los nuevos
talkshows que nos ofrecían la palabra para ametrallarnos a quemarropa con sus
preguntas sobre genitales, operaciones y el morbo de posiciones sexuales y
fantasías pajeriles. Pero también la aparición de valientes actrices,
bailarinas y cantantes trans que aprovecharon la demanda morbosa del mainstream
para defender su propia voz, su género, nuestro derecho a existir.
Camila Sosa Villada recuerda el profundo impacto para las
travestis y trans de su generación la aparición de una orgullosa, madura, culta
y hermosa Cris Miró en las pantallas chicas del gran talkshow nacional, Almorzando con Mirtha Legrand, para
defenderse con gracia y soltura del esbirro colonizante de la diva más misógina
que supimos conseguir. Desde otro lugar y con muchas contradicciones lo haría
también la famosa vedette antes relacionada con la dictadura militar, Moria
Casán aunque como de explotadora de esa cultura marginal que fascinaba a
propios y extraños, como una Madamma o Proxeneta que habilita pero cobra su
plus y nunca ofendía al consumidor morboso de sexo forzado.
A la lucha y trascendencia de la cultura LGTTTBI de los 80
el documental no acierta del todo a explicarse la importancia de la
masificación de los televisores alcanzada desde fines de los 70 en la enorme
mayoría de los hogares, y esa especie de descompresión que propiciaba la tele
en la intimidad de los hogares contra el auge del conservadurismo moral en los
grandes estados totalitarios de Reagan o Tatcher.
Mucho más evidente en lo que se conoció como “el destape
español” posterior a la transición de los cuarenta años de mogijatería
franquista, de donde emergería Pedro Almodóvar, el primer cineasta que puso en
pantalla un erotismo explícito colocado para mostrar una más de las múltiples
caras del amor en historias de alta calidad dramática y que expuso sus
reflexiones sobre les géneros a la reflexión pública de una manera fabulosa.
Conocido por ser uno de quienes mejor exploraron y
expusieron los alcances de la femineidad construida por la cultura machista y
misógina fachista y católica española, Almodóvar contrataba a la mujer trans
más famosa de su momento, Bibi Andersen, para ejercer papeles de mujeres cis mientras
ponía a una famosa femme fatal a actuar de mujer transxual como la
protagonizada por Carmen Maura en La ley
del deseo (1987) o un reconocido cantante varón cis, modelo de masculinidad
actuando un transformista heterosexual confundido por travesti o mujer trans
como Miguel Bossé en Tacones lejanos (1991).
Nos extraña un poco que la obra de Almodóvar no haya sido
incluida en el análisis de Disclosure porque
si bien excede el campo observable propuesto, el de las industrias
audiovisuales yanquis, su incidencia en Hollywood es indiscutible: allí están
las carreras fílmicas de sus acteres fetiches más famoses, Antonio Banderas, Penélope Cruz y Javier
Bardem para demostrarlo.
También quedó fuera del análisis de Disclosure el impacto mundial de una coproducción italiana,
francesa y belga, Farinelli, dirigida
en 1994 por Gerard Corbieu, en la que se aprovechan con impunidad recortes de
la biografía del cantante de ópera Carlo Broschi, representante más conocido de
la tradición italiana de castrar a niños antes de la pubertad para que
conservasen sus registros agudos en la canción, los castrati. Aquí también, el director bucea como un torpe
heteronormado en el morbo de la genitalidad y la potencia sexual del cantante,
que se autoidentifica como varón heterosexual y reducen todo el drama al que
fueron sometidos estos cantantes durante su vida a la imposibilidad de consumarse
como varones plenos por estar impedidos de tener hijos a quienes heredar.
Triste identidad la masculina que se refugia en los micro-organismos que nadan
en su escroto.
Para un análisis mucho más serio de la crisis de identidad y
sexualidad que instalaron los castrati entre la alta sociedad europea del siglo
18 recomiendo la lectura de Dándole voz
al tercer género de Marianne Traven (https://journals.openedition.org/episteme/1220), donde se analiza con detenimiento la
posibilidad de ubicar a estos cantantes como uno de los antecedentes del género
trans en la historia humana, como los eunucos de las cortes imperiales árabes,
hindúes o chinas.
La realidad, se sabe, no tiene el esquematismo que nuestres
cerebros preferirían. Y así como la reacción conservadora del
reaganismo/thatcherismo provocaba una lucha por el erotismo y la sexualidad en
los nuevos “horarios de protección al menor” y los “late night shows” o el
destape de culturas represivas también en los 80 generaba la explosión de un
arte LGTTBI de la más alta calidad como en Almodovar, también es cierto que se
colaban plagios horribles, manipulaciones marketineras y un extendido conjunto
de contenidos de porno soft de bajo presupuesto que de a poco fue permitiéndose
llegar a los kioscos de revistas, los noticieros y cualquier horario de la
pantalla.
Olmedo,
Porcel, Carreras y Sofovich en la cultura transodiante argentina
Está fuera de los límites que se propone el director de Disclosure pasar vista a las expresiones
de géneros trans de otras tradiciones culturales que no sean la norteamericana,
como la de Almodóvar o Farinelli pero
me permito hacer un modesto aporte ya que entiendo que su contemplación dispara
este proceso.
Mi padre era fanático de la producción de quizá uno de los
más grandes comediantes de la cultura argentina y latinoamericana de los años
sesenta, setenta y ochenta, Alberto Olmedo. Como mi padre era el único con el
poder para encender y elegir qué contenidos importaba mi familia de la pequeña
pantalla, me crié asimilando lo que los nefastos directores Enrique Carreras y los
hermanos Sofovich tenían para decirnos sobre las personas trans, sobre todo las
travestis. No estudié cine argentino y no soy especialista en la cultura
trans-travesti, mucho menos pretendo arrogarme ese lugar y recomiendo leer todo
lo que escriban o difundan intelectuales y luchadoras del calibre de Marlene
Wayar sobre el punto.
Me limito a recuperar en el comienzo de mi propia transición
de género lo que gracias a estas artistas e intelectuales puedo entender que
fueron obstáculos psicológicos para el disfrute de mi identidad de género
cuando más necesitaba de lo contrario. La famosísima historia de Victor Victoria dirigida por Blake
Edwards y protagonizada por una genial Julie Andrews en 1982 que nos recuerda Disclosure como uno de los hitos de la
mala representación de las personas trans en la cultura yanqui, está basada en
una peli alemana de 1933 que tuvo sus recreaciones posteriores en distintos
países.
Probablemente la peor de todas esas remakes haya sido Mi novia es un… dirigida en 1975 por
Enrique Cahen Salaberry, producida por Enrique Carreras y protagonizada por
Susana Giménez y Alberto Olmedo. El centro argumental que fascinó a todos
quienes la recrearon en todas las culturas pasa por la fascinación sobre los
roles de género. En la versión “nuestra” Susana Giménez es una mujer cis que no
puede conseguir trabajo como vedette y sólo puede hacerlo haciéndose pasar por
travesti. Nunca pasó y por lo general es al revés.
La peli aprovecha para desplegar la representación exagerada
de la homofobia en su máxima expresión. El personaje de Olmedo, un chamuyeta
medio pelo que se da aires de gran macho conquistador (si les suena a los
personajes emblemáticos de Franchela no es por pura coincidencia) es embaucado
por amigos de mucho dinero y prestigio social para fingir que enamora a la
travesti y luego fajarla a trompadas, consumando en las dos acepciones su poder
masculino. En el devenir de la trama, Olmedo que es un acosador sexual contra
las mujeres de su trabajo (llega a usarlo exitosamente como argumento ¡en su
defensa! para que no lo rajen del laburo) se va “enamorando” del personaje de
Giménez por morbo físico, eso de cómo sería coger con quien pensaba era “un”
transexual, “un operado” pero lo repele la menor posibilidad de ser penetrado
analmente.
Todo el problema se reduce a la genitalidad y quizás el
único acierto de esta horrorosamente narrada historia de horror es que la presión social de sus compañeros de
trabajo, la angustia y repudio de su familia y amigos lo obligan a casarse con
una mujer que ha despreciado siempre por gorda y “fea” con tal de demostrar que
era bien macho. En la fábrica sus compañeros y compañeras lo cagan lo hartan
gastándolo, lo muelen a trompadas y hasta llegan a filmar una especie de
revuelta a pedradas, común en los años setenta en la lucha fabril contra
dictaduras y gobiernos democráticos contra la explotación capitalista,
ofuscades e indignades no porque haya sido un acosador, un sorete, sino porque
era un “muerde nuca” degenerado, un perverso sexual.
Mucho más allá, lo que nos enerva de Mi novia el… es la increíble cantidad de misoginia y transmisoginia
que despliega el personaje de Olmedo y sus amigotes y la sucesiva cantidad de
veces que afloran en la peli chistes, bromas y crisis existenciales de un
verdadero varón argento, macho y patriota, frente a lo que parece ser un amor
homosexual y prohibido pero que gracias a dios termina siendo una beninga heterosexualidad
tan esencial como para redimirlo al descubrir la mujer exuberante, rubia
despampanante que afirmará frente al mundo su virilidad de conquistador incluso
debajo del engaño.
El símbolo más perfecto de la importancia de la identidad de
género y el lugar de las travestis en nuestra sociedad lo dejó grabado para
siempre la censura oficial del Estado peronista de Isabelita y López Rega, que
prohibieron que la palabra “travesti” fuera difundida públicamente para
promocionar la peli, obligando a reemplazarla por los puntos suspensivos. Una
figura menor y marginal de la gramática en todas las lenguas humanas, eso es lo
que las travestis significamos para la cultura dominante en argentina todavía
hoy. Un insulto a todo lo sagrado que no merece ser nombrado siquiera en sus
mecanismos metacognitivos agregado a una lista permitida de sintagmas.
Un detalle significativo, a la altura de las menciones
exigidas al guión, donde la expulsión final de la fábrica es salvada con la
mención de un amigo a que sería revertida por los delegados, no vaya a ser que
una peli argentina cuestione la capacidad del movimiento obrero peronista para
evitar despidos injustos; lo mismo que el cartel giratorio que aparece en la
escena de la “despedida de soltero” que los amigotes le hacen igual que las que
organizaba él cuando odiaba el matrimonio, al pie del Obelisco, reconocido por
el protagonista como su igual, un símbolo de erección firme y enorme de día y
de noche.
Les antropólogues e historiarorxs del futuro valorarán esta
cinta mucho más que les critiques y artistes, prueba irreprochable de un
realismo banal que muestra las aristas más visibles de una sociabilidad
masculina que existió así de grotesca y bizarra como se representa en la
pantalla. Al punto que en la escena de la segunda “despedida de soltero” frente
al Obelisco aparece el mítico cartel giratorio que Isabelita y López Rega
mandaron colocar como anillo de ese enorme pene argentino, que rezaba “el
silencio es salud”, llamando a no rebelarse contra el régimen ni denunciar sus
imposturas y los asesinatos de la Triple A (silencio que hoy siguen guardando
los creadores de narrativas oficiales) pero también el silencio del represor de
la censura para nombrar a las protagonistas de la noche, las orgullosas
travestis de los sesenta y setenta, una realidad todavía oculta y negada en
nuestra propia cultura.
Cinco años después, junto al nefasto Jorge Porcel, otra vez
coprotagonizando con el máximo símbolo sexual femenino, Susana Giménez, más su
alterego morocho pero igual de exuberante, Moria Casán, Olmedo protagonizó la
porquería taquillera de Hugo Sofovich de 1980 A los cirujanos se les va la mano, donde Olmedo y Porcel son unos
modestos y sencillos obreros de la sanidad que se apropian de las
características socialmente otorgadas a profesionales prestigiosos como los
cirujanos y a los gays, en un doble crimen de engaño a la vez clasista y de
género, haciéndose pasar por enfermeros putos para poder acceder a la intimidad
de los objetos de su deseo y así “conquistarlas”.
En su última película, la horrible porquería titulada Atracción peculiar de 1989, Olmedo deja
como legado pocas semanas antes de morir bajo extrañas circunstancias un
revuelto de los más ofensivos lugares comunes de la masculinidad misógina y transmisógina
de la cultura argenta, que abusa del “doble sentido” desde el título. Pa culiar era lo que guiño guiño ofrecía
la peli, una guía para “piolas”, “fachas” y playboys
a quienes venderle Mar del Plata como especie de Las Vegas local donde
saciar sus deseos pajeros y tirar los últimos australes en medio del desastre
económico del Plan Austral. Premonitoria desde que el propio Olmedo finge
vértigo en las cornisas del Hotel Presidencial, su última imagen en celuloide
lo muestra sacándose una careta de travesti o varón gay que sostuvo durante
toda la película con la excusa de actuar encubierto en una inflitración
policial.
El leiv motiv de esta porquería era lo que la prensa llamaba
“invasión de travestis y trolos” en las playas de la feliz durante los años 80,
y se trata de una de las tantas referencias verídicas que su director deforma
al gusto de sus espectadores, porque siempre la prostitución obligada de las
mujeres transgénero, travestis y transexuales las obligaba a concentrarse en
lugares turísticos para encontrar clientes/violadores dispuestos a “darse el
gusto” a espaldas de sus familias. El perverso director de una revista dedicada
al espectáculo chantajea a uno de sus redactores para que se disfrace de
travesti o imite un homosexual para también infiltrarse en la comunidad
travesti y lograr una nota, mientras aprovecha la iniciativa para obligar a su
despampanante secretaria a coger con su desagradable pellejo también en un
hotel balneario, cagando como todo macho piola a su mujer legal, representada
como una vieja amargada. Olmedo es contratado como fotógrafo y tutor
responsable de enseñarle a Porcel cómo parecer gay.
La historia abunda en una increíble acumulación de insultos
y lugares comunes que abundaban en la cosmovisión homofóbica y transfóbica de
la sociabilidad masculina de los 80, como el paddle y el cola less, que también
se reflejan en la peli para adornar de realismo la trama. Puto, trolo, marcha
atrás, maricón, comilón de mierda, maricas, mano-quebrada y travesti se
equiparan como sinónimos de anormal, raro, manicomio, degenerado y corruptor de
menores en boca de personajes masculinos y femeninos. Los únicos ámbitos donde
el director se permite sospechar con astucia genial que sus espectadores hetero-formateados
podrían aceptar la posibilidad del encuentro e interacción de sus héroes y les
monstrues es en la intimidad de habitaciones laberínticas de un lujoso hotel
(que en clave de género es mucho más horripilante que el Overlook de Kubrik) o
en medio de una supuesta orgía bacanal en un crucero.
Las otras mujeres que brotan de la imaginación del guionista
y aceptan actores, iluminadores, montajistas y vendedores de tickets son de
figuras perfectas al ojo canónico del pajero, desnudos de tetas y culos,
parciales o sugeridos (eso sí, sin vulvas a la vista) portados por cantantes
que deciden seducir y cogerse a redactores, gerentes o dueños por lograr una
tapa en la revista de su grupo musical recién formado, Las sobrinas, con las que Carreras se debe haber vengado de la
negativa de Las Primas para ofrecerse a esta porquería, demostrando que con un
sintetizador, mucho mal gusto y nada de escrúpulos cualquiera podía inventar un
grupo exitoso que cantase con doble sentido; o la secretaria ejecutiva del
patrón, que acepta con placer todos los gestos de acoso sexual imaginables por
estas mentes desagradables de parte de su patrón y sus compañeros de trabajo.
Sin querer extremar la sutileza en el análisis de esta
escatología vomitiva, me interesa marcar que su director ha decidido colocar cada
elemento, gag e insulto con detallismo. El detallismo que tuvo para representar
la entrada de las fuerzas de seguridad de la democracia alfonisnista recién
conquistada, la que garantiza proteger a los machos que disfruten de las orgías
del valhalla marplatense, en Ford Falcon de color rojo, para eludir la mala
memoria del color que todavía llevaban bajo la capa de pintura más fresca.
Aunque sea imposible de saber por la enorme cantidad de errores de continuidad
en el montaje, el director elije colocar al agente encubierto Olmedo no para
investigar el atropello de una banda de caballeros cajetillas a bordo de dos
autos asesinando una travesti mientras aparentemente trabajaban con su
sexualidad en la costanera detrás del Casino, sino una red de contrabando de
drogas que sería regenteada por las travestis y homosexuales.
En las dos pelis, Mi
novia es un… y Atracción peculiar
aunque con quince años de distancia, el crimen de odio, el travesticidio
aparece subrayando el comienzo de la trama y se mantiene como tensión
argumental. Siempre me maravilla la capacidad de la realidad para manifestarse
incluso cuando más pretende un director manipularla.
No deja de ser una triste ironía de la justicia moral trava
que Olmedo haya terminado sus días presentando esta provocación producto de su
propio desenfreno en el consumo de esas “drogas malas” en medio de una “fiesta”
como la que promociona la peli. Otro tanto le esperaría al descompuesto Porcel,
que se pasa dos horas repitiendo y personificando la caterva de lugares comunes
gordofóbicos que le ayudaron a ser millonario antes de que una crisis ética
mística lo postrase en el ascetismo moralista del evangelismo moderno y unas
muy merecidas sillas de ruedas. Peor destino, siempre, el que esa troup de
productores y financistas del cine le legaron a mujeres explotadas y abusadas
como Beatriz Salomón, fallecida en la pobreza producto del divorcio de su
marido, a raíz de una emboscada televisiva donde se le presentaron las pruebas filmadas de la aventura extramatrimonial
del “piola” de su ex con una trabajadora sexual travesti, contribuyendo así a
aumentar la bronca de la esposa legal contra las “degeneradas” y “corruptoras”
morales de sus maridos.
Los fiolos
de la heteronorma
El asco y la indignación atravesadas por el niunamenos de
hoy ante estas bizarras películas de porno soft para pajeros de bajo
presupuesto no nos deberían hacer olvidar el contexto de su producción y
distribución. Millones de pesos y australes se invirtieron en bazofias como
ésta y otras de la saga interminable de los Carreras y Sofovich por la no tan
bizarra causa de que su venta e intercambio con la mayoría del público varón y
hembra de la clase obrera y la clase media llenaban salas de cine para
compartir con amigues una salida nocturna en donde entretenerse con la misma
porquería que saltaba los primitivos ratings de la televisión, con las mismas
estrellas, tramas, gags y giros narrativos del Teatro de Revistas que reventaba
noche a noche las grandes salas de la Calle Corrientes.
Con la productora Aries Cinematográfica del ilustre director
y productor Héctor Olivera (sí, el mismo de La
Patagonia Rebelde, La noche de los lápices o la trilogía de las novelas de
Soriano) Olmedo filmaría casi treinta películas en diez años con los mismos
“tópicos”, incluyendo títulos tan evidentes como Los doctores las prefieren desnudas (1973), Hay que romper la rutina (1974),
Las turistas quieren guerra (1977),
Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978), El rey de los exhortos (1979), Así no hay cama que aguante (1980), Te rompo el rating (1981), Un terceto peculiar (1982), Los reyes del sablazo (1984) o
Mirame la palomita (1985). Las fechas demuestran que el éxito en taquilla
de esta cultura proxeneta y pajera del cine, la radio, el teatro, la prensa
gráfica y la tele no comenzaron con el “destape” posterior a la represión de la
censura moral y ética de los gendarmes de la honra civilizada de occidente del
76 al 83, sino que son la degeneración de los temas sobre identidades de género
y sexualidad que comenzaron a florecer con el “destape” de los años sesenta y
la dictadura no sólo no reprimió sino que permitió florecer con uno de los
tantos mantos de neblinas con que pretendieron tapar el genocidio sistemático
que planificaron y ejecutaron.
“Este negro es un hijo de puta, drogadicto y malhablado pero
que bien hace de puto, ¡me mata de risa!” era el comentario con el que mi
viejo, un aparente buen padre de familia y emprendedor comercial medio para la
sociedad justificaba su adicción a las pelis de Olmedo y sus programas de
televisión. Nunca lo dijo, pero lo puedo imaginar (en un esfuerzo desagradable)
entretenido también con estas recreaciones de las fantasías de machos de
cualquier origen social y capacidad intelectual “conquistando” el usufructo de
todos esos culos y tetas “perfectos” a su disposición, sin amenazarle nunca con
una denuncia o un divorcio que le hiciese “pagar” por la satisfacción de sus
pulsiones mucho más que la tarifa aceptable. Mi padre, o casualidad, fue bígamo
durante los últimos diez años de su matrimonio de tres décadas. Las fantasías
que vendían los Sofovich servían para fundamentar y justificar a los machos
argentinos. Les ayudaban a convencerse de hacerlas realidad.
Para alguien criade en aquel clima, el verdadero esfuerzo es
imaginarse que bajo esta cara oficial del statu quo nacional, verdaderos y
orgullosos gays y lesbianas batallaban para levantar y sostener organizaciones
que protegieran sus derechos civiles aunque la ley los desconociera. A las
miles y millones de psicologías infantiles o púberes que comenzábamos a
transitar nuestras biografías con la sexualidad y el género estallando en
primer plano, criadas por estas familias, estas escuelas y esta cultura
audiovisual de masas, se nos hacía imposible acceder a la verdadera identidad
de enormes luchadoras, artistas y militantes como Batato Berea, Tortonese,
Gasalla, Cris Miró, Florencia de la V., Susy Shock, Camila Sosa Villada,
Lohanna Berkins, Diana Sacayan o Marlene Wayar que por esos mismos años
batallaban para abrirse paso contra toda esa bosta, encontrar las vías para
mantenerse, sostenerse y llegar hasta el presente para aportarnos un elemental
conjunto de imágenes positivas y de leyes que nos han permitido animarnos a
decidir ejercer públicamente con total libertad los rasgos exteriores de
nuestras identidades autopercibidas reprimidas durante esos años horripilantes.
El poder de
la imagen trans en el siglo 21
Volviendo a Disclosure,
nos presenta una hipótesis fuerte, la evidencia de que el nuevo siglo 21 ha cambiado notablemente la imagen cultural
sobre las personas trans al mismo tiempo que se comprueba un recrudecimiento en
las persecuciones contra las personas transgénero en todo el planeta. Como les
digo a mis amigas aliadas cuando intento resumirles pedagógicamente mis
experiencias en los primeros años de mi propia transición de género “somos
famosas en Palermo pero nos siguen matando en Constitución”.
La misma comprobación hace Rita Segato en su balance del
feminismo del siglo 21 en 2016, los niveles de visibilización más altos
alcanzados en América Latina sobre la situación de las mujeres y
transfeminidades no han servido para detener muco menos disminuir las
alarmantes cifras de la violencia de género.
Mientras me siento a escribir sobre la profunda experiencia
emocional que me ha dejado ver este precioso documental o la alegría de ver mis
mejores ilusiones reflejadas en la historia de amor translésbico de Sense 8 (también en Netflix y también en
Disclosure) leo en las redes la
denuncia de la profunda soledad y exclusión que volvió a sufrir por estos días
Zulma Lobato en un robo que la dejó tirada y golpeada, ultrajada en la calle a
la salida de un banco. Al punto que naturalizamos con la insensibilidad a la
que nos acostumbra el permanente bombardeo de noticias sobre la ola de
transfemicidios que asolan América Latina y que excluye a las más desprotegidas
de nosotres de la posibilidad de respirar, comer y vivir más allá de los 35
años, la que se supone era la expectativa de vida de les homo sapiens hasta
hace diez mil años atrás.
Terrible conclusión, para nosotres la humanidad no ha
superado las condiciones materiales de existencia de la prehistoria. En
nuestres cuerpes y sensibilidades el horizonte esperable de la vida no accede a
los beneficios no ya de la Revolución Industrial y sus tres o cuatro fases
discutidas y analizadas por les erudites, ni siquiera podemos compartir con el
resto de la especie los beneficios de la Revolución Agraria del neolítico.
Sin embargo, Disclosure
nos presenta la tendencia creciente de producciones audiovisuales para las
grandes masas de EEUU en las que las representaciones de las personas trans
vienen creciendo en sus cualidades humanas más positivas por encima de las
viejas representaciones de engaño y criminalidad psiquiátrica. Series donde les
personajes trans de las tramas además son representados por actores y actrices
trans, superando otro tipo de tergiversación que era y es desestimada por
numeroses directorxs y productorxs “aliades” que pretenden construir historias
edificantes y positivas a los intereses de la comunidad trans utilizando
acotres y actrices notoriamente identificados fuera de la pantalla como
cisgénero. O simplemente contratando profesionales para ejercer papeles de
mujeres y varones sin aclarar su condición de cis o trans.
Tengo que confesar que lloré mucho cuando vi en Sense 8 por primera vez una personaje
transfemenina triunfando contra la misoginia de su familia (que quiso obligarla
a una lobotomía para que volviera a ser varoncito) y de lesbianas
transexcluyentes, logrando ser la heroína de su historia y construyendo una
relación lésbica en la que sólo el amor lograba sostenerlas frente a todo. Una
tragedia romántica igualita a las que me hacían llorar de Almodóvar pero en la
que las travestis y trans terminamos concretando la felicidad de nuestro deseo.
La actriz Jamie Clayton que hizo de Nomi Marks se reivindica trans y celebra en
Disclosure la alegría de haber
personificado una protagonista de su mismo género; la propia Lili Watchowski
(guionista de Sense 8) reconoce en el
documental haber escrito la historia de amor idealizada que ella siempre soñó vivir,
con mayor dolor en los momentos más difíciles de su transición, cuando ese
sueño parece imposible de realizar.
Sin embargo, del mismo modo que la ficción de Sense 8 expresa una utopía idílica en la
que sus autoras idealizan incluso la pobreza, que no la ven en las millares de
personas explotadas en su propio país y se la tienen que imaginar en las villas
miseria de una república africana devastada por la epidemia de HIV y el
narcoestado, hay que reconocer que los derechos alcanzados por les artistes
trans de Disclosure están tan lejos
de nuestra realidad como la posibilidad de contar con siete “perfectas”
corporalidades disfrutando de nuestros poderes y capacidades combinadas y
recorriendo el planeta en fiestas y tiernas orgías venciendo a los más malos de
los malos mundiales.
Que no se trata solamente de un problema latinoamericano lo
demuestra otro documental imprescindible que emite Netflix, La muerte y la vida de Marsha P. Johnson,
de 2017, donde comprobamos que incluso bajo las mismas transformaciones
visibles en la cultura yanqui sobre las personas trans, el asesinato de una de
las fundadoras del movimiento LGTB en la revuelta de Stonewall del 69 y las
marchas mundiales del Orgullo, veinte años después todavía no le mueve un pelo
a las fuerzas de seguridad develarlo. La activista y actriz afronorteamericana
Victoria Cruz investiga el asesinato de Marsha al mismo tiempo que asiste al
juicio por el asesinato de una chica trans en el que se sigue usando la
“defensa del pánico” para reducir la condena. Los jueces yanquis sostienen que
es un atenuante el impacto emocional para un asesino varón el “descubrir” que
había sido “engañado” por la femineidad de su amante cuando vio o “notó” el
pene.
La transfobia formateada en los cerebros de los machos que
construye nuestra sociedad es usada hoy como atenuante en EE. UU. mientras
nuestras guerreras batallan en los tribunales para que se utilice como prueba y
agravante de una nueva categorización jurídica, el travesticidio.
Imágenes
ilusorias y poder político
En este documental también podremos ver el testimonio del
sufrimiento increíble al que fuera sometida la otra gran heroína de la lucha
LGTB, Sylvia Rivera, expulsada de la lucha por la elite burguesa liberal de
gays y lesbianas, viviendo en un rancho de cartón y plástico frente al muelle
donde encontraron el cuerpo sin vida de su amiga hasta que pudo superar la
frustración y dedicarse a la lucha en los últimos diez años de su vida.
El rostro valiente de Sylvia sin afeitar, su cuerpo
emparchado con camperas y pantalones que pudo cirujear para no morir de frío,
su dolor y su lucha me quedaron grabadas en las emociones por el contraste
nítido con estos otros rostros, maquillajes y cuerpos perfectamente producidos
que vemos en Disclosure. Quizá se
trate de revisar también las narrativas de las que nos nutrimos en la comunidad
LGTB, aquellas que representan estrategias válidas como la GLAAD frente a
organizaciones mucho menos entreveradas con el régimen democrático del Estado como
la que fundaron Masha y Sylvia después de Stonewall: S.T.A.R. (Street
Transvestite Accion Revolutionaries) que juntaban fondos para sostener hogares
para las travestis en situación de calle.
La autopercepción de género debería ser un aspecto más de
nuestra necesaria autoconciencia de clase, nunca una elección adversativa entre
ambas.
Es cierto que el arte y activismo de mujeres como Florencia
de la V (su intervención en el debate por el derecho al aborto fue una de las
más altas expresiones de conciencia de clase y de género del 2018), la calidez
humana de artistas como Lizzy Tagliani (su popularidad es tan grande que la
pongo siempre de ejemplo en clase cuando les adolescentes del curso cuestionan
mi género autopercibido ya que elles y sus familias la adoran), la creatividad
y contundencia de las novelas Las malas o
Tesis para una domesticación de
Camila Sosa Villlada y la cercana nominación de la gran Susy Shock para los
premios Gardel cimientan un nuevo camino para las infancias y juventudes que se
enfrentan a una crisis de identidad de género. Hay que habilitarse la esperanza
que abrieron en la última década la misma combinación de hartazgo masivo contra
la represión del Estado y lucha efectiva de la comunidad LGTTTBI que
registramos treinta años atrás.
Pero queda un purgatorio gigantesco todavía por atravesar. Porque
la realidad mayoritaria para las personas trans sigue siendo la exclusión, el
desprecio, la criminalización, la psiquiatrización y los crímenes de odio,
cuando no la miseria más aberrante. Las representaciones imaginarias vienen
siendo horadadas y puestas en cuestión y eso es muy importante y va a ser muy
importante tanto para las grandes mayorías que tendrán mejores elementos para
respetar y socializar con las personas trans; y para nosotres, y les más
jóvenes entre nosotres, que tendremos acceso a imagos mucho mejores y positivas para construir nuestra
emocionalidad. Espero seamos capaces de usarlas para hacer crecer en madurez y
poder nuestras organizaciones de lucha contra el Estado explotador y
patriarcal, el sostenedor en última instancia de las relaciones sociales que
sostienen la necesidad de la heteronorma, el machismo y la transfobia, los
venenos que le permiten mantener un régimen permanente de femigenocidio y
transgencidio planetario para defender esta cultura en verdad descompuesta y
degenerada.
Porque, tomando las palabras de la gran chamana como
bandera, no queremos más ser esa
humanidad pero el tema es cómo logramos superarla y para eso creo debemos
recordar a Lenin cuando decía que en este mundo todo es ilusión, excepto el poder.
Me parece que no alcanza con la batalla -necesaria y justa-
de artistas, productores, escriteres por las imágenes y representaciones
ficcionales de las personas transgénero, lo que en las últimas décadas el
kirchnerismo inmortalizó con la “batalla cultural” de cuño
gramsciano-estalinista. Es menester que avancemos en la discusión de estrategias
que suelen ser excluidas del horizonte político de la lucha por los derechos de
la comunidad LGTB: la búsqueda del poder político necesario para derribar el
patriarcado y la sociedad basada en la explotación de las clases obreras y
campesinas del mundo, que hace necesaria en última instancia la opresión de
cuerpos e identidades no binarias.
A la lectura contundente que nos ofrece Disclosure sobre la conciencia colectiva e individual de la
situación de los géneros disruptivos se le hace urgente un cruce con las
representaciones de la lucha de clases y el carácter del Estado, porque no es
lo mismo que lo sigamos entendiendo como el “padre” o la “madre” al que debemos
arrancarle derechos cívicos para ser integrades en su seno amoroso, como
pretende Segato, a que pasemos a visualizarlo como el gendarme armado de la
heteronorma, la explotación y el femigenocidio, y por lo tanto como el enemigo
que debe ser vencido sin cuartel y reemplazado por una clase social que se
proponga liberar a la humanidad de todas sus cadenas.
Que así sea.
Genial! Muchas gracias
ResponderEliminarA vos muchas gracias por comentar Pila!
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