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miércoles, 18 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 6: El Mago en la Torre

SEGUNDA PARTE:
HACIA LO HONDO



“Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda.

La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levantan -las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas- ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma.

Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.

Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la hacemos, en primer lugar con arreglo a premisas y condiciones muy concretas. Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas, y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres. […]

En segundo lugar, la historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante -el acontecimiento histórico-, que a su vez, puede considerarse producto de una fuerza única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido. De este modo, hasta aquí toda la historia ha discurrido a modo de un proceso natural y sometida también, sustancialmente, a las mismas leyes dinámicas. Pero del hecho de que las distintas voluntades individuales -cada una de las cuales apetece aquello a que le impulsa su constitución física y una serie de circunstancias externas, que son, en última instancia, circunstancias económicas (o las suyas propias personales o las generales de la sociedad)- no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean iguales a cero. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan, por tanto, incluidas en ella.

Además, me permito rogarle que estudie usted esta teoría en las fuentes originales y no en obras de segunda mano; es, verdaderamente, mucho más fácil. Marx apenas ha escrito nada en que esta teoría no desempeñe su papel. Especialmente, El 18 Brumario de Luis Bonaparte es un magnífico ejemplo de aplicación de ella. También en El Capital se encuentran muchas referencias. En segundo término, me permito remitirle también a mis obras La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en las que se contiene, a mi modo de ver, la exposición más detallada que existe del materialismo histórico.

El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico, es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo. Frente a los adversarios, teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones. Pero, tan pronto como se trataba de exponer una época histórica y, por tanto, de aplicar prácticamente el principio, cambiaba la cosa, y ya no había posibilidad de error. Desgraciadamente, ocurre con harta frecuencia que se cree haber entendido totalmente y que se puede manejar sin más una nueva teoría por el mero hecho de haberse asimilado, y no siempre exactamente, sus tesis fundamentales. De este reproche no se hallan exentos muchos de los nuevos «marxistas» y así se explican muchas de las cosas peregrinas que han aportado.”
 

Frederich Engels, extractos de su famosa carta del 21 de setiembre de 1890 escrita en Londres para J. Bloch según la traducción castellana publicada en sus Obras Escogidas por la Editorial Progreso de Moscú en 1974.



 CAPÍTULO 6  

El Mago en la Torre


“Reconoció esa necesidad, en términos odonianos, como su “función celular”, el término analógico para la individualidad del individuo, el trabajo que mejor podía hacer, por lo tanto su mejor contribución para su sociedad. Una sociedad saludable debería permitirle ejercitar esa función óptima libremente, encontrando en la coordinación de todas esas funciones su adaptabilidad y fuerza. Esa era una idea central en la Analogía de Odo. Que la sociedad odoniana en Anarres se haya quedado corta con el ideal no le quitaba, en su mirada, su responsabilidad para con ella; justo lo contrario. Con el mito del Estado fuera del camino, el verdadero mutualismo y reciprocidad de la sociedad y el individuo aparece claro. El sacrificio debe ser demandado al individuo, pero nunca comprometido: porque únicamente el individuo, la persona, tiene el poder de la elección moral –el poder de cambiar, la función esencial de la vida.

La sociedad odoniana fue concebida como una revolución permanente, y la revolución comienza en la mente pensante.”

Úrsula K. Le Guin, en The Dispossessed, capítulo 10, 1974. Traducción nuestra no autorizada.

 


-¿Estás bien nena?

-Dejala, tranquila Alicia, que Denise la va a ayudar. Che, Santos, este tipo Shosé que trajeron de la colonia, cómo los va a ayudar a resolver el asesinato de… ¿cómo se llamaba el abogado?

-Massar Ba. No, no lo trajimos para descubrir quién lo mató, eso ya lo sabemos.

-¿Cómo?

-Claro, a Massar Ba lo mató el Estado, no hace falta ser Philip Marlowe y construir una máquina del tiempo para saber eso. Era abogado y activista, luchando por los derechos de una comunidad de inmigrantes explotada sin derecho a hacerse un miserable dni, tratados como mierda por el color de su piel, teniendo que coimear a la comisaría para vender baratijas en la calle… ¿aparece cagado a trompadas en una calle de Balvanera y muere en el hospital sin que nadie haya visto nada? Por acción u omisión es culpa de la Policía, que se sacó otro “agitador” de encima. Ni consulado tienen los senegaleses.

-¿Entonces para qué mandarse a buscar un africano al pasado?

-Porque en este país el problema no es saber quién es el asesino, sino construir la organización necesaria para meterlo en cana y a sus responsables políticos.

-Nosotras sabemos bien eso, querido…

-Con más razón, amiga. Los negros desconfían de los activistas afro argentinos porque simpatizan con las instituciones del Estado, son todas oenegés progres que coquetearon con la política de derechos humanos kirchnerista y se someten todo el tiempo a la legalidad y los vericuetos de la burocracia legal; y desconfían de nosotros, que nos cagamos en todo eso, porque no somos negros.

-¿Pero irse a la colonia no será mucho?

-Es cierto que al principio me pareció un disparate. Además teníamos el problema de haberle reventado la máquina para viajar en el tiempo-espacio a la SIDE pero también la que usábamos nosotros, la trochita fantasma del subte. Como si ese Primero de Mayo los hilos de nuestra clase obrera se hubiesen anudado todos juntos, la punta de la solución también apareció allí.

Estábamos en Plaza de Mayo. ¿Se acuerdan ese Primero de Mayo? Frío húmedo de otoño, el pelo de las nubes pintado de ocres, Pitrola prometiendo el camino del Argentinazo mientras los “primos” hacían un acto con el kirchnerismo en la embajada de Brasil.

-¡Por Lula! ¡Cómo no nos vamos a acordar, pibe! Rompieron el FIT un Primero de Mayo por Lula y los chanchullos de Odebrecht!

-Cuestión que, cuando terminó el acto, me fui a saludar a Rolando, el obrero que les conté, el que designamos para cuidar a Wilkens y los compañeros que volvieron del pasado. Me preguntó por Leo, porque se había convertido en uno de los fanáticos de su primer libro de cuentos, y cuando le estoy comentando que andaba desaparecido se metió en la conversa una vecina suya, La Cieguita que le dicen, militante de su misma regional, que terminó siendo clave.

-La verdad… pero por qué Cieguita, si la mina ve re bien.

-Parece que no mira tan bien para enamorarse… Negra. ¿Te sentís mejor?

-Sí, un poco, dale, seguí.

-No sé cómo salió el tema pero dijo que había estudiado el profesorado de Historia con Leo, en Fylo. Se la notaba preocupada porque habían sido estrechos amigos, o al menos eso me dijo, Nacimos el mismo año, con días de diferencia.

-Me venís bárbaro, porque me acostumbré a usar historiadores para encontrar la salida a los laberintos, le dije.

-Profesora, -me corrigió- hace mucho que no investigo.

-Pero como Tiresias, podés ver mejor que yo en las zonas misteriosas del pasado. Como sea. Decime, si vos tuvieras que buscar un africano revolucionario en el Río de la Plata, ¿a qué tiempo histórico te irías?

-¿Cómo en una nave que viaja en el tiempo? –se reía de una manera extraña, no sabría decir si era impostada o genuina, pero de seguro dejaba un vacío incómodo porque, aunque buscaba contagiar, no lo hacía.

-Ponele, o en una biblioteca, o en un archivo.

-Claro, casi lo mismo. Es fácil, te vas a cualquier momento del siglo diecinueve, esto estaba lleno de afrodescendientes.

-No, claro, pero yo me refiero a gente venida de África…

-Perdón compañero, pero todos los negros venimos del mismo continente.

-Usted no es tan negra como un senegalés. Yo me refiero a un senegalés.

-Yo y todos los negros y negras de este país, compañero, somos tan negros como lo pueden ser los hijos e hijas del pueblo, producto de doscientos años de mestizaje con los hombres y mujeres africanos esclavizados que poblaron el Río de la Plata.

Cuando hablaba de lo que sabía se apasionaba como el mejor dirigente obrero frente a una asamblea. Y lo hacía con gestos penetrantes y firmes, logrando toda la fascinación que no podía arrancar con sus falsas carcajadas.

-Estudios de arqueólogos de Fylo demostraron que el cuatro por ciento de la población de la ciudad de Buenos Aires conserva aún hoy material genético africano en sus venas y el porcentaje es mayor entre la población obrera del Gran Buenos Aires y de las provincias del norte, en grado equivalente a la importancia estadística que señalan los censos más antiguos para la población afrodescendiente desde el virreinato para acá.

-¿Posta? No tenía idea.

-Si lo que usted busca es un africano recién llegado tendría que rastrear los archivos anteriores a las leyes que limitaron la importación de esclavos, o si prefiere, directamente a la colonia.

La Plaza se estaba poniendo cada vez más fría y vacía a medida que el nublado sol de otoño nos abandonaba con los compañeros y compañeras que se volvían al conurbano profundo. Quedamos con la Cieguita en volver a encontrarnos en la casa de Rolando y Andre con los resultados que pudiese averiguar. Mis coordenadas, aunque parecían bizarras, un obrero africano revolucionario en Buenos Aires, lejos de espantarla, parecieron un desafío que le agradaba.

En eso también se parecía a Leo.

Ese mismo día, abrumado por las sensaciones mezcladas, el luto fresco del velorio del Tony, la tragedia griega en que me había metido la Negra con su relato sobre Massar Ba y la sospecha fea de que algo malo le había pasado, me decidieron a mandarme a la casa de Leo para encontrar alguna respuesta.

Como les conté, después de dos años viviendo en la calle Artigas, y a pesar suyo, Leo había arreglado volver a vivir a la casa que su viejo le había heredado, en Parque Centenario. En medio del tono abatido con el que hablamos en el velorio de Tony la última vez que nos vimos, me había relatado lo jodido que le era volver a vivir en ese departamento donde había creído que la alegría de construir una familia iba a ser eterna. Nunca se recuperó de la separación por más intentos que hiciera. Se hizo escritor y entrenaba como un loco en el gimnasio del día a la noche pero todos sabíamos que cada una de sus locuras tenía el mismo eje, volver a su familia, tanto para huir desesperadamente de esa amputación como para intentar recomponerla.

Quizá porque yo también me sentía vacío de soledad ese día, o porque la nostalgia de mi amigo me hubiera poseído, cuando puse un pié en la baldoza fría y moteada del living de su casa, sentí que era cierto que se había suicidado. El departamento me pareció tan desordenado como era Leo, aunque después de varias horas indagando pistas descubrí que había un sentido oculto en cada pila de papeles viejos, en cada montoncito de ropa, en el más perfecto desorden de cada objeto suelto y fuera de su lugar. A pesar de todo, había una especie de extraña simetría en ese caos.

Era un tres ambientes al que se llegaba después de subir tres fatigosos pisos por escalera. Remataba un edificio de siete departamentos construido probablemente para el primer peronismo. El departamento de Leo era el último y el único del tercer piso.

Sólo el cuarto donde había nacido Leyla cinco años y medio antes parecía habitado por un ser vivo. Había luz y alegría saltando del desorden de muñecas y lápices de colores que, si se fijaba la vista con astucia, podía descubrirse en todos los rincones de la casa donde la niñita había posado su curiosidad y entusiasmo.

Pero de conjunto, la sensación era de estar en un calabozo en lo más alto de una torre. Sobre su escritorio de trabajo, la notebook yacía sepultada bajo un extraño revoltijo de papeles, lillos, ceniceros, tabaco, dos pipas, libros de varios formatos y colores y una cantidad de papeles escritos con esa cursiva tan típica de viejo dibujante que le conocíamos.

Tuve el cuidado de sacarle varias fotos al escritorio y al cuarto antes de ponerme a revolverlo buscando pistas. Un poco por respeto luctuoso pero al mismo tiempo porque quise dejarlo como lo encontré, jugando una ficha fuerte a que iba a volver a sentarse en esa silla blanca de madera y le gustaría ver su desorden como lo había dejado.

Sobre la tapa de la compu, abierta y en ofrenda a la vista de todo el mundo, había una carta donde explicaba que había tomado la decisión de pasar por escrito todas sus impresiones sobre el descubrimiento de la máquina del tiempo en el Barolo y los planes del presidente Macri para su asunción y que una vez terminado ese informe iría a buscar a Rodolfo Walsh al mismo momento en que sabemos fue secuestrado por una patota de navales en San Cristóbal, en marzo del 1977. Dejaba detalladas instrucciones sobre los materiales que figuraban en sus archivos para que se resguardaran si Leyla decidía saber quién fue padre -en caso de no volver- y por lo demás, formalidades que todo el mundo fantasea escribir cuando piensa que puede morir. Una especie de testamento raro, de tipos que no tienen nada para heredar en un mundo donde no hace falta explicarle a ningún escribano cómo se reparten los dos o tres bultos del difunto.

Los párrafos destinados a las personas que amaba no se los voy a comentar, por decoro y porque son intransferibles.

Mi problema recién arrancaba, porque no sabía cómo había logrado encontrar otra forma para viajar en el tiempo que no obligara a la piecita octogonal del Barolo ni al vagón belga paralelo al Arroyo del Medio.

Hasta que decidí prestar atención a cada modesto papel. Primero me llamó la atención una hoja A4 que tenía una espiral verde, como las de los repelentes para mosquitos, dibujada con marcador y con veinte números –del cero al diecinueve- escritos en color azul ubicados en orden desde el centro de la espiral hacia los brazos, formando una estrella de cinco puntas.

Encima de cada punta estaba el resultado de la suma de todos los números de esa hilera. Intercalados en los saltos de cada arista de la estrella, unas letras chinas en rojo. Al costado de esa hoja, un plan de trabajo en letras de imprenta manuscritas, me permitió entender que la espiral y la estrella de números eran una especie de mapa para ordenar la lectura de los capítulos del informe.

Aunque leí su informe de actividades, lo hice de la impresión sobre papel de diario que nos repartió El Partido en el Boletín Interno; pero en el plan de trabajo y los bocetos a mano que Leo había armado para escribirlo, aparecían títulos ingeniosos y citas de canciones y obras literarias encabezándolos que no estaban en el BI. Como si hubiese estado fantaseando con la idea de publicarlo como libro de aventuras, aunque sabía que era imposible que El Partido permitiera que esa información fuese tan pública.

Con todo, los epígrafes, los títulos y la espiral estrellada conformaban un mapa para leer su informe. Una cita de Engels intercalada en el capítulo del Cosmos de Carl Sagan sobre cómo Johannes Kepler descubrió la forma de las órbitas del sistema solar me confirmó la sospecha. Si Kepler descubrió muy a su pesar que los sólidos en el cielo no podían moverse de forma circular, como lo aseguraba la escolástica católica -ya que el círculo era la forma de la perfección y dios debía organizar el mundo con formas perfectas-, sino que la gravedad y la masa de cada objeto deformaba esos círculos creando órbitas elipsoidales, Leo parecía haber descubierto que la aventura que vivimos persiguiendo al Agente Cabral se había desenvuelto en forma de espiral.

Efectivamente, el informe parecía describir un movimiento en el que vamos haciendo descubrimientos que nos retrotraen todo el tiempo hacia los enigmas originales y que, después de revisar los viejos problemas con las nuevas respuestas, nuevos interrogantes de mayor tamaño aparecían. Como en la canción de Silvio y las serpientes, la mato y aparece una mayor.

Me podía imaginar a mi amigo saltando de euforia ante la epifanía de haber descubierto el preciso mecanismo del funcionamiento de nuestra pequeña aventura. Quedaba por resolver el misterio de las letras chinas hasta que descubrí debajo de la pila de hojas una edición del I Ching con prólogos de Karl Jung y Borges llena de señaladores (casi todos tickets del chino, valga la ironía). Comparé las letras con el libro y correspondían a los hexagramas número 56: El Andariego;  número 1: La Creación; número 21: La Mordedura Tajante; número 13: La Comunidad con los Hombres y el número 10: La Pisada o El Porte.

Parecía que Leo había ido consultando al oráculo mientras escribía o editaba el informe. Me costaba creer que no hubiese dejado ninguna anotación personal sobre cada resultado, así que me puse a revolver el caos hasta que encontré, sobre la mesa de madera del comedor, un libro artesanal de tapas negras enfundando en una cofia de seda blanca. En su interior había escrito con pincel y tinta china detalladas conclusiones y razonamientos derivados de las palabras de Confucio. Se trataba de una especie de diario íntimo con tiradas del I Ching. La mesa estaba llena de monedas chinas de diferentes tamaños y formas que corroboraban mi deducción.

Empecé a creer que mi amigo se había vuelto definitivamente loco, en esa especie de quiebre sicológico típico de los intelectuales, que antes se llamaba surmenage y ahora burn out.

Pero luego encontré una pista que puso en duda mi incredulidad. Se notaba claramente que había cortado una hoja del diario de tiradas. La encontré usada como separador en la libreta de tapas rojas que usaba como anotador. Al principio la había usado para llevar las actas de las reuniones de círculo y las planificaciones y observaciones de sus clases en la escuela, pero después empiezan a aparecer mezcladas ideas para cuentos y reflexiones íntimas que descubría de sus acciones cotidianas. Especie de registro íntimo random antes que diario.

La hoja arrancada tenía un dibujo a mano. Era un extraño esquema, como una rosa de los vientos que señalaba los ocho puntos cardinales con cada uno de los exagramas del tao de Confucio, emparejados con las ocho virtudes morales, los elementos naturales de la cosmovisión china y divididas en cuadrantes de color rojo, blanco, negro y verde.

La posibilidad de que se tratase de una especie de brújula esotérica me llamó la atención y sospeché que cada objeto de la casa, incluidos el escritorio y todo lo que tenía encima estaban ubicados con precisión. Revisé las fotos que había sacado y comprobé que el escritorio, la silla y la computadora, donde escribía, estaban orientados hacia el noroeste. Los muebles, las plantas, cada papelito y hasta los ceniceros ocupaban un lugar exacto de la brújula.

Empecé a buscar objetos en el mismo sentido de orientación, para buscar un patrón común y encontré juntos a Rayuela y El Adán Buenosayres, un mapa de capital pegado con cinta escotch a la pared con los viejos arroyos marcados con fibrón y una cruz roja sobre el Parque de la Ciudad, el de Villa Soldati. Una flecha que salía de allí hacia el parque Avellaneda señalaba un nombre en letra manuscrita de imprenta: EL VIEJO ALEJO.

Como la casa de Leo quedaba en el Parque del Centenario, en el centro geográfico de la ciudad, busqué en el cajón sudoeste del escritorio hasta encontrar una vieja tarjeta magnética del subte con el nombre que aparecía en el mapa y el número de un celular.

Me había pasado toda la tarde en su casa y anochecía cuando llamé. Ya no me podía asombrar que del otro lado una voz ronca de vino –o ferné- me dijera que estaba esperando mi llamado. Leo le había anticipado la posibilidad. Nos citamos para esa misma noche en su casa de Parque Avellaneda. Insistió que fuera después de la medianoche y apelando a los viejos códigos de la militancia contra el Estado, no me anticipó nada por teléfono.

Volví a encarar la libreta roja. En donde estaba la hoja del diario con la rosa de los vientos se podía leer quien escribe siempre escribe un testamento.

Me pasé lo que quedaba de tiempo hasta la cita programada leyendo su boceto del Informe de Actividades, era mucho más largo del que publicó El Partido. Unas notas al margen del capítulo del encuentro con Pablo me llevaron a buscar en la biblioteca, siguiendo el método de la brújula china de papel, detrás de unas serpientes de origami, el libro de Rieznik El mundo no nació en el 4004 antes de Cristo. Una carta de tarot –la única que había en toda la casa- señalaba el capítulo donde Pablo señala que Newton, a pesar de ser considerado el padre de la ciencia moderna, el primer científico serio, se consideraba así mismo el último alquimista. Era la carta de El Mago. Parecía una foto de su propio escritorio.

Leo no sólo estaba loco, sino que parecía estar estudiando su locura, esforzándose en medio de su desesperante soledad por encontrar algún indicio que le permitiera gobernarse sin perderse del todo en ese incómodo lugar que es el abismo personal que cada uno de nosotros carga en su interior.

Al principio creí que había construido un observatorio astronómico como los que describe Sagan que fabricaban las antiguas poblaciones del Neolítico en sus edificaciones, pero para ser exactos, todo el departamentito era un perfecto astrolabio.

Leo había sacado la conclusión de que su función en la lucha de clases era usar todos los recursos a su alcance, por bizarros que parecieran, para encontrar el sentido oculto de las cosas y orientarse buscando respuestas, soluciones. Para él y su familia, para todos nosotros.

Aferrándose a un método y a un programa, todos los recursos a disposición son válidos, no existe la herejía si aporta al objetivo final. Se había liberado de todos los prejuicios de su formación, ya no tenía miedo a ser tratado de loco, de puto o de cualquiera de los insultos con los que lo quisieron amedrentar. 


2 comentarios:

  1. Capitulazo Leo!! Ojalá un día puedas editar el libro!!
    Me encantó!!

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    1. Hola Gabriel, muchas gracias por tu comentario. El destino de mis libros hasta cierto punto no depende de mí pero comparto tu deseo. Me gustaría saber si nos conocemos y que desarrolles un poquis tu lectura, ¿podría ser? pooooooorfis

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