CAPÍTULO 15
El patakie de Buenos Ayres
“En medio de mi pueblo estoi aislado
porque donde mi cuna se meció,
con ímpetu arrojada de su lado
una raza de parias ha quedado
i a aquesa raza pertenezco yo.
[…]
I en escuela, en la calle,
donde quiera
i aún en el templo do se adora
a Dios,
son nuestras hijas la irrisión
primera.
I a nuestras madres el
sarcarmo espera
i el insulto i las burlas a
las dos!
Horacio
Mendizábal,
poeta afroargentino
Mi Canto, 1869
-¿Estás mejor?
-Sí, ya no vomito más. Pero me duelen los ovarios para el
carajo.
-Ay mijita, perate que busco algún ibupirac en la casa.
-No, gracias Alicia, ya se me va pasando.
-¿Querés que me cruce al hospi de nuevo? Nos buscamos algo
más fuerte.
-Está bien Denise, te agradezco. Por ahora aguanto.
-Che, Vicky, ¿y vos qué hacías mientras éste andaba de
aventuras con Shosé?
-Ni yo lo sé, Nelly. ¿Qué hiciste los días que no nos vimos?
-Me transformé en diosa, no me van a poder creer.
-¿En serio no querés que te busque algo más fuerte y te
dormís? Me parece que estás alucinando, chiquilina.
-Dejala que cuente, Denise. Siempre que se separa de Santos
sus historias son mejores.
-Sos una grossa, Nelly, mirá cómo te conozco tan poco y ya
te quiero tanto amiga. Bueno, ahí vamos.
Secuencia: cuando cayó la gorra a interrumpir la asamblea me
fui hasta adelante con el resto del quilombo. No lo puedo evitar, es una
reacción instintiva que tengo siempre, me sublevan los ratis. Se armó como un
cordón de negros que putiaban en sus lenguas maravillosas a los colorados del
rey. Cuando el que tenía la pechera de cobre empezó a hablar, agarré una piedra
y se la tiré por la cabeza. Al principio se cagaron, pero de toque peló un
sable y un pistolón y me apuntó.
-Ay mijita, cómo vas a hacer una cosa así, pusiste a todo el
mundo en riesgo.
-¿Cómo son eh? ¿A él lo dejaron contar su chorro sin chistar
y a mí me van a comentar todo?
-No, no, dejala Alicia. Además yo hubiera hecho lo mismo.
Contá Negra, contá.
-No tuve tiempo de reaccionar a los tiros. Se armó la
desbandada, algunos se tiraron encima de los gendarmes, cuando siento que me
agarran de la cintura y de un tirón empiezo a volar por el aire, montada al
tipo enorme que había hablado a lo último. Tenía una fuerza sobrehumana. En
cuatro zancadas habíamos pasado la primera línea de fogones y lo peché un poco
para que me largue. Me puso una cara de culo importante pero me dejó en tierra
y me agarró de la mano para que lo siguiera en la carrera. Ya no veía donde
estaba este boludo, aunque ya no escuchaba los tiros y me pareció que la
trifulca seguía, así que lo seguí.
Corrimos bocha y cuando ya no daba más, alegría, nos metimos
en una choza. No les miento ni un poquito, tenía la forma de una carpa, las
paredes eran de palos largos empastados con barro y paja, hacían un círculo
grande y el techo era de paja. Adentro había lugar para un catre y un
montoncito de piedras que usaban de brasero. En una esquina había un hacha de
dos caras, de las chiquitas, como las que se usan para sacar las raíces del
jardín y un jarrón de madera lleno de quincalla, piedritas, palos de diferentes
maderas, yuyos, trapos de colores y muchos caracolitos. Cuando creyó que
estábamos a salvo, entró de nuevo a la choza y prendió el brasero con un
chispero de marineros, una rosquita de metal con una piedra atada a un cordel.
Desde que puso la pava, me enamoró. La luz del fogón sólo
marcaba volúmenes de una piel negro azabache pintada de oro. No había líneas,
sólo contornos. Un físico esculpido de músculos bien marcados, una cabeza
pelada al ras con ojos grandes sobre los pómulos salidos y unos labios
turgentes, enormes, que le adornaban el rostro como el mascarón de proa de un
barco.
Le pedí disculpas por haberle pegado pero le expliqué que no
me bancaba que me carguen como un paquete.
-Tu hablas muy lápido, Oia.- fue lo primero que me dijo.
Después empecé a entender que los que habían sido esclavizados hace poquito,
chocaban con el castellano más que los que ya llevaban un tiempo en la ciudad.
Le repetí lo mismo pero con menos palabras y más lento, hasta que pareció comprender.
Me era muy difícil entenderlo porque armaba frases en castellano mezcladas con
portuñol y muchas palabras que serían de su lengua materna y que yo no
entendía.
-Oia no quiere que la calguen. Oia guelela indomable. Bamboshé
Shangó se disculpa, quelel ayudal.
-Me llamo Victoria, le dije, pero es cierto, no me gusta que
me carguen. ¿Vos te llamás así? ¿Shangó? –le pregunté.
-Mi nomble está muelto. Demonio blanco mató. Orishá Shangó
entló conmigo, me hizo su Bangboshé. Oia viniste pa telminal con demonio
blanco, el diloggún se cumple.
Al principio no entendía nada, como ustedes ahora. Pero me
fue explicando todo con mucha paciencia esa primera noche, mientras cebaba unos
matecitos que me devolvieron el alma al cuerpo. No paraba de decirme Oia así
que le pregunté qué significaba.
-Oia enojada con Babalauo, Oia salvó Bamboshé, Shangó con
Oia destluilán al demonio blanco. Todo está en paz.
Seguía repitiendo cosas así hasta que fuimos armando una
especie de baile de marcha y contramarcha, donde lo paraba en alguna frase para
que me explique una palabra y continuara. Lo que pude armar fue una historia
fascinante. No sé qué parte será cierta y cuál inventada, pero se las cuento
como la pude rearmar.
Nunca me dijo su nombre de nacimiento, pero me explicó que
en su tribu, cerca de la ciudad de Oio, era un babalúo, una especie de chamán
que conocía todas las leyendas de su pueblo, los yoruba, y las propiedades
medicinales de las plantas. El babalúo también podía interpretar los deseos de
los dioses tirando los caracoles y deduciendo cosas según las combinaciones de
números cuando quedaban boca arriba. Me contó que su tribu cayó en desgracia y
lo vendieron a los reyes de un reino vecino, Dahomey o Abomey, que lo metieron
en un barco negrero portugués. Me dijo que al principio pensó que sus orishas
lo habían condenado al infierno por sus errores pero que después entendió que
lo habían elegido para salvar a su pueblo de los europeos.
Según entendí, los yorubas creen que su dios creador manda
cada tanto una parte suya para ayudar a los creyentes en su lucha cotidiana por
sobrevivir. Son los Orishas, que no son el mismo dios creador sino como una
manifestación terrenal de una parte de ese dios, como los avatares de los
veddas indúes. También hay Orishas que eran personas mortales que por alguna
razón fueron convertidas en dioses por el creador. Parece que su barco encalló
después de un temporal cerca de Santa Catarina y él entendía que Yemanyá, la
hija del creador y madre de los orishas, diosa del mar, lo había salvado. Dice
que en tierra fue protegido por los guaraníes que lo fueron guiando a tierras
de cambacuá, cuevas donde vivían los esclavos negros que escapaban de las
plantaciones y yerbatales.
Ahí dijo que su oráculo de caracoles, el diloggún, le
explicó su destino. El Orishá Shangó, un viejo rey guerrero de Oio, que había
conquistado muchas tierras y se había ganado el odio de todos los vecinos del
río Odo Oiá, lo había elegido para liberar a los yoruba del yugo español. En su
mitología, parece que los Orishas pueden entrar en el cuerpo de algunos
elegidos y seguir un camino particular, tomar una forma humana para cumplir
algún destino. Bamboshé Shangó es el mensajero de Shangó, por eso entendió que
ahora debía llamarse así. En las costas de Santa Catarina hizo ofrendas a
Yemanyá y enterró su viejo nombre.
Llegó a Buenos Aires siguiendo los senderos de los indios
que no habían sido domesticados ni masacrados justo un cuatro de diciembre. El
cuatro es uno de los números que simbolizan al orishá Shangó, lo que le
reafirmó el flash místico.
Me explicó que había muchas personas esclavizadas que venían
de diferentes partes de África y cada uno con sus religiones y creencias. Los
primeros que habían venido eran en su mayoría bantúes, creían en el Palo
Mayombe, que los mina y fon creían en Vudú y otras que no me acuerdo. Le
contaron que algunos babalúos usaban los santos y vírgenes de los cristianos
para disfrazar a sus orishas y eso lo enojaba. Dice que discutió con estos
babalúos porque para él la esclavitud era producto de ese camuflaje, que en
realidad los cristianos usaban el disfraz para meterles a su demonio blanco
pintado con máscaras negras.
Planteaba que los orishas estaban cabreros y querían volver
a mostrarse como eran, sin disfraz. Su mejor argumento era su propia
experiencia, porque decía que Shangó había hablado con Yemanyá para que lo
salvara del barco negrero y ahora yo venía a confirmar definitivamente el
patakie de Shangó y Oia.
Ahí fue cuando la entré a flashar en colores. Parece que en
el reino de Dahomey o Abomey tienen, bueno, tenían, ponele, un cuerpo del
ejército formado sólo por mujeres especialistas en la guerra. Por lo que pude
ir deduciendo, los patakies yoruba son las leyendas que cuentan de forma
religiosa y mística para transmitir oralmente la historia de todas las tribus
de la región. Entonces Bamboshé me cuenta que hay una Orisha, Oia –así con esa
i abierta tan sensual de los caribeños- que es guerrera, se identifica con las
tormentas fuertes, con la centella, que era esposa de otro Orisha, Oggún, el
herrero, que anda con un machete gigante. Pero que Oggún y Shangó eran amigos
hasta que Shangó se enamoró de Oia y Oia lo largó al Oggún aunque cada tanto se
encontraban para amarse. Cuestión que en uno de sus patakies, Oia se alía con
Shangó y sus poderes juntos, el relámpago y el fuego de él, más el viento de la
tormenta de ella, vencieron a todos sus enemigos.
Decime si no es un chamuyo para enamorarse, amiga.
Él estaba convencido que yo era Oia que había venido a salvarlo
y amarlo y siempre me llamó así mientras estuvimos allá.
-De ahí viene todo eso. Pensé que era una palabra para
decirte flaca, o algo así.
-Yo también, boludo, pero no, tenía este mambo el chabón. Dice
que cuando me vió tirarle la piedra al cobani y al toque sintió el estampido de
la .45 y el fogonazo, y al rati caerse muerto a pesar de la coraza de bronce,
flashó que yo era la diosa apareciendo. Nunca vió que vos disparaste y flashó
que yo era Oia que venía a salvar a Shangó. Es al pedo, pero cuando uno está
muy convencido de su flash, todo le cierra.
Para qué, cuando saqué el paquete de Philip Morris que me
había encanutado en un bolsillo de la enagua y lo prendí con el encendedor de
diez mangos que me había comprado en Once, el chabón casi me hace una
reverencia. Decidí seguirle la corriente porque la historia me venía al pelo
para la misión que teníamos y porque la verdad la Orisha Oia me caía re bien.
Le pedí que me pusiera algún yuyito mágico en el mate para
poder dormir y al otro día comenzó mi flash más impresionante. ¿Vieron como en
la peli Madagascar cuando la cebra,
Marty, descubre que en la sabana africana había miles de cebras igualitas a él
y dice que nunca se había sentido entre iguales? Yo sé que es una parodia
yanqui, que al final se burla de un supuesto “racismo invertido” de los
afroamericanos y una fóbica racista onda “volvete a África a ver si ahí vas a
estar mejor” pero me pasó eso, compañeras, me sentí por primera vez entre mi
gente.
La choza de Bamboshé Shangó quedaba al lado de un enorme
palo borracho explotado de flores rosadas y blancas, majestuoso. Me contó que
había elegido poner su casa ahí porque se parecía mucho a los árboles que los
yoruba consideraban sagrados en África. Deduje que serían los baobabs y el
recuerdo de Saint Exuperý -que también vivió en Buenos Aires- me alegró la
vida. Para los yoruba, el Palo Borracho, la Ceiba, es el árbol que conecta y
une como un puente los diversos planos de la realidad, el mundo oculto de los
ancestros y los orishas con el mundo de los mortales y en la panza guardan
espíritus de ancestros fallecidos.
-Como el fresno, que es sagrado para los normandos de la
península escandinava, o el carbalho para galegos y astures, los robles, los
olmos, algunos pinos y los álamos para toda la población europea originaria,
antes de ser masacrados por romanos y católicos.
-Sí, hermanito, sí. Como los pewenes para los mapuche.
Cuestión que estábamos un poco al oeste de la ollita de barro y aguas
estancadas donde se había hecho la asamblea la noche anterior, de donde salía
el arroyito que le decían Perdriel, el que remontamos desde el Riachuelo con éste.
Unos metros más adelante, para el norte, debajo del horizonte donde se veían
las torres de las iglesias, había otra olla de agua que salía de la tierra y un
zanjón con el arroyo que le decían de Granados, que desemboca en el Río de la
Plata en varios bracitos. Me habían contado la historia del Granados en San
Telmo, en unas llamadas de tambores que hacían unos amigos uruguayos en el
Pasaje San Lorenzo, porque decían que ahí se juntaban quienes habían sufrido la
esclavitud para bailar sus camdombes.
Estaba flashando. Por todos lados había salpicados ranchos
como el nuestro. Bamboshé me contó que los españoles le decían el Barrio de los
Tambores a esa parte y que nunca se animaban a entrar. Por eso había familias
de negros que vivían semiescondidas, clandestinas. Para ellos era un lugar
sagrado, quilombo, como aquelarre, cambacuá. Aunque también había algunos que
se hacían las casitas de adobe más parecidas a las de sus amos, con la guita
que les permitían juntar vendiendo cosas, como le contó Shosé a Santos.
Toda gente negra, como yo, en un paisaje de barro y arroyos
con olor a mierda como en la villa de San Martín donde me crié. Por primera vez
en la vida me sentí completa, en paz, aunque estuviera perdida doscientos
veintipico años antes de nacer.
Se había corrido la bola de la noche anterior y me saludaban
con reverencias. Las negritas y los negritos más chiquititos se me acercaban a
traerme cosas de sus ranchitos, como si fuera Papá Noel.
Estaba en el medio de ese flash de amor negro hasta que me
vino a saludar Shangó. Porque cuando me desperté no estaba en la choza. Me
contó que en la trifulca de ayer habían matado a un pibe que tendría menos de
doce años. Los negros no tienen idea de su edad salvo que aparezca en algún
papel de venta, que por lo general no saben leer. Shangó decía que todavía no
había sido hombre y su mamá estaba hecha mierda. Me explicó que el nuevo Virrey
mandaba las patrullas de gendarmes como la de ayer para reprimir los bailes del
Barrio del Tambor, porque los españoles sabían que no eran bailes de festejo
nada más. Sabían que los bailes de los negros eran ceremonias religiosas y
políticas donde los esclavos revivían las tradiciones de cada tribu, por eso
había tantos fogones diferentes, y que además aprovechaban para hacer
asambleas.
Les tenían cagazo a una posible rebelión de esclavos. Shangó
me contó que por eso facilitaban la conversión de los negros al cristianismo y
los convidaban a formar parte de las parroquias de los blancos. Los negros que
habían comprado o conseguido su libertad y los mulatos preferían la Virgen del
Rosario, que los dominicos tenían en la Iglesia de Santo Domingo, la de la
Concepción y la Montserrat sobre todo, porque quedaban cerca del Barrio del
Tambor y aprovechando lo de la Vírgen Negra catalana. Me dijo algo todavía más
flashero, hacía cuatro años el Obispo de la Catedral había inventado la primera
Cofradía para esclavos en la iglesia de La Piedad, la que todavía queda en
Bartolomé Mitre y Paraná, en Congreso.
La Iglesia se había metido a “cristianizar” a los negros
para evitar las revueltas, ofreciéndoles dos cultos propios. Nosotros llegamos
el día de San Benito, que parece fue un hijo de una familia esclavizada
africana en Palermo, Sicilia, que se educó como cristiano y llegó a ser
sacerdote. Shangó trataba despectivamente a los esclavos y ex esclavos que adoptaban
las costumbres cristianas, “negros usté” les decía, porque piensan que los
blancos los van a tratar mejor. ¿Suena como careta, no? Esos iban a la misa de
su santo negro en las iglesias detrás de los blancos, o en horarios especiales
sólo de negros y cumplían con los ritos católicos. Pero los negros “che”, que
son los que no la caretean, aprovechan que les dan el día libre los amos para
juntarse en el Barrio del Tambor, al sur del Granados, y celebran sus propios
rituales africanos.
Lo de San Baltazar es todavía más grosero. Me contó que el
Obispo inventó un santo negro, uno de los reyes magos, que ni siquiera es
reconocido como santo por el Papa, para chamuyar a la negrada más pobre y
rebelde. Armó una cofradía, dirigida por blancos pero integrada por negros como
las cofradías que juntan a los españoles y criollos según su posición social
para desfilar en las fiestas religiosas.
-No les contés el final, Negra, todavía no van a entender
una goma.
-No les iba a contar el final, boludo. Dejá de interrumpirme
que todavía no me duele nada.
Cuestión que la orisha Oia, o sea yo, era la única que tenía
acceso a los muertos, igual que el Orisha Shangó. Así que, como era domingo,
teníamos que acompañar a la familia del botija y ayudar a enterrarlo. No me
quería salir del personaje pero me sentí re sarpada y le dije a Bamboshé que
prefería que se encargue él sólo, que no me sentía bien, que no conocía el
lugar, bla, bla. El chabón me entendió, lo adjudicó a los primeros días del
Orisha en su nuevo cuerpo, pero insistió en que lo acompañe.
Lo velamos en la casa donde se había hecho la asamblea el
día anterior. Otro flash. Pusieron el cuerpito del pobre pibe, un guachín de
pelo mota y piel de dulce de leche, con un taparrabo de color blanco y lo
pintaron todo, en una mesa en el centro. La vieja y la familia, unos pocos
negros, bailaron y cantaron alrededor del cuerpito como dos horas. Shangó
también bailaba, vestido con trapos rojos y blancos, con el hacha doble en la
mano, contorneándose todo, como poseído, cantaba una parte en africano y el
resto le contestaba con la última parte, manteniendo el ritmo de los tambores y
una especie de timbal.
No sé qué carajo decían pero fue una cosa emocionante, entre
los tambores, las voces y el ritmo que rebotaba en las paredes de la sala, yo
también sentí que me poseía una especie de furia y orgullo, una especie de
bronca que te prendía fuego el hígado.
Después salimos caminando detrás del cuerpo, lo llevaban en
la misma tabla que hizo de mesa, al hombro de cuatro tipos fortachones pero con
la cara llena de arrugas, quemados de sol y laburo. Lo más difícil fue remontar
la ciudad hasta la parte donde se hace plana, no había casi calles y el barro
estaba todo seco y casi no había un lugar liso.
Avanzábamos hacia el norte, calculo, cada tanto se veía un
rancho hasta que alcanzamos otro arroyo, o al menos un hilito de agua en un zanjón
bastante profundo. Lo fuimos siguiendo hasta otro hueco, cuando me dijeron que
era el pozo de Lorea casi me muero, estábamos en la Plaza de los Dos Congresos,
cerca de donde iba a estar El Pensador de Rodain y mi amado Barolo. Shangó me
marcó la Iglesia de la Piedad, que era la primera construcción importante que
vimos en todo el recorrido. La calle más arreglada era el Camino Real, que hoy
es Avenida Rivadavia, pero seguimos por la de la iglesia, que le decían la de
La Piedad, la que hoy es Mitre.
Habremos caminado seis o siete cuadras más yendo para Plaza
de Mayo cuando llegamos a un campito desprolijo detrás de una iglesia de
ladrillo pero sin torre. Shangó me explicó que la familia no tenía dinero para
pagar el entierro en una parroquia porque las últimas moneditas se las habían dado
a los dueños de la casa donde lo velaron y a los que hicieron el cajón, que no
era un cajón, ahora les digo porque es muy fuerte. Muy fuerte todo. Yo lo
cuento así, pero…
-Dale, Negra. Si no podés pará acá.
-No, no, está bien, no sé qué me pasa. Debe ser el viaje.
Quiero que sepan, que conozcan. Es mi historia también, la historia de mi
familia, de donde vengo…
Me contaron que antes no les quedaba otra que tirar el
cuerpo en el Hueco de las Ánimas, un pozo que quedaba en frente de la Catedral,
amontonarlo con los cadáveres de los ahorcados por la justicia en el Cabildo,
pero ahora habían inaugurado este Cementerio de Pobres y Ajusticiados donde una
Hermandad de Pobres y Huérfanas permitía entierros gratuitos. Estábamos lo
suficientemente cerca de la Plaza de Mayo para ver el culo de las casas e
iglesias pero parecía que la ciudad formal no llegaba hasta acá. Cuando me
dijeron el nombre de la iglesia de la Hermandad casi me caigo de culo.
Estuve mil veces en esa placita. Mil veces. Una época que
trabajé para Personal me iba a comer un sanguchito o la vianda que traía de
casa a esa placita porque era el único verde de toda esa parte del microcentro.
Después, en el 2008, volví a pasar por ahí cuando hacían quilombo, en todo el
sentido rebelde de la palabra, los contratados del Ministerio de Educación de
la Ciudad, en el Edificio de Esmeralda 55 que está enfrente.
El cementerio de los esclavos, donde tiraban a los pobres de
todos los colores y a los que la justicia condenaba a pena de muerte, estaba donde
está ahora la plazoletita Roberto Arlt, detrás de la Iglesia de San Miguel.
Les juro que no les miento la cantidad de veces que sentí
una vibra rara comiendo en esa plaza, debajo de una docena de palos borrachos,
un cuadradito bizarro recortado en el corazón de la manzana de Esmeralda,
Mitre, Suipacha y Rivadavia, atrás del Tortoni. Y el nombre, Robertito cronista
de los pobres, alma delirante de Flores…
Cuestión que Shangó no viene y me dice que la Orisha Oia
elegía vivir en las puertas de los cementerios para ayudar a los espíritus a
encontrar su camino y a los vivos para que puedan hablarles. Me puse a llorar,
dura, estoica, pero llorando posta. Una catarata de caritas, de amigas,
vecinas, primas, tías y guachines de todos los barrios obreros donde viví y
milité me bajaban de adentro para fuera, limpiándome, aclarándome de alguna
forma el que había sido mi rol en la vida siempre, más allá de los laburos, la
militancia, la literatura que quiero parir y no me dejan. Mediadora de ausentes.
Al guachín lo enterraron adentro de una especie de jarrón de
madera, acurrucadito como un feto, con un collar de piedritas de madera pintada
que le daba varias vueltas al cuello y algunas cositas que usaba para jugar con
sus amigos. No me tuvieron que explicar lo que veía claramente: lo volvían al
útero materno, para que nazca tranquilo, de nuevo, en otro mundo. Soy marxista
pero reconozco que pensé pa mis adentros, ojalá que vayas a un mundo mejor que
esta mierda donde vivimos, botija.
Bamboshé se negó a que los curas le dieran extremaunción y
la familia se fue rumbeando para la casa donde trabajaban. Hicimos el mismo
camino de ida, remontando el Arroyo del Medio, que le decían de Matorras.
A medida que nos íbamos alejando del entierro yo venía
saliendo del flash y tratando de ubicarme de nuevo en la realidad en que estaba
metida. Le saqué el tema de su posición en la asamblea.
Me contó el problema con los sobrevivientes de la toma de
Colonia y las posiciones que había. Me explicó que Orisha Shangó lo había
mandado acá para terminar con todos los diablos blancos y que algunas negros
empezaban a darle bola. Intenté como pude explicarle que en el caso de que se
diera una revuelta de negros y que ganaran tenía que pensar cómo carajo iban a
gobernar el territorio.
Me dijo que después de matar a los demonios blancos se
volvían para África. Le quise hacer entender que Yemanyá no los iba a guiar por
el Atlántico, que ninguno de ellos sabía manejar uno de esos barcos y que si
eran tantos como me parecía, iban a necesitar una flota entera. Le conté cómo
los piratas traicionaron a Espartaco entregándolo junto a miles de esclavos a
sus amos romanos y que ningún europeo le iba a alquilar una flota para volverse
a África.
Tuvimos una discusión a los gritos, el chabón me putiaba en
yoruba y yo en porteño hasta que entendió que había que pensar el problema en
detalle, que quizás por eso muchos negros no le daban bola a su salida, no sólo
porque fueran unos caretas, como pensaba él. Me preguntó qué hacer, y yo, que
no tenía ni puta idea y en realidad estaba pensando en traérmelo para que me dé
una mano con los senegaleses de Floresta y Once -mirá qué chiquito lo mío- le
tiré que de mínima había que repartir las tierras y ponerlas a cultivar, como
hacían los españoles. Me salió con la Orisha Oshún, que le había enseñado a los
yoruba a plantar comida y que había sido esposa también de Shangó, que ya me
empezaba a parecer un típico dios patriarcal.
Lo bueno de este tema de la Orishá Oia es que en ningún
momento le tuve que explicar el asunto del viaje en el tiempo y toda la bola.
Pero sí le tuve que decir que había venido a este mundo acompañada de un
espíritu blanco, para engañar a los españoles, que era el que había matado al
rati con la centella y el trueno que yo le había dado y que necesitaba saber
dónde estaba y comunicarme con él.
Ahí se puso medio furioso, me dijo que estaba protegido por Oggún en la casa del negro Shosé Cuervo y no me habló hasta que llegamos a la choza. Se había hecho la noche, y aunque el calor me hacía odiar las enaguas con toda mi alma, la experiencia del entierro me había dejado molida y dormí hasta el otro día.
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