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sábado, 21 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 15: El patakie de Buenos Ayres


 

CAPÍTULO 15

El patakie de Buenos Ayres

“En medio de mi pueblo estoi aislado
porque donde mi cuna se meció,
con ímpetu arrojada de su lado
una raza de parias ha quedado
i a aquesa raza pertenezco yo. […]
I en escuela, en la calle, donde quiera
i aún en el templo do se adora a Dios,
son nuestras hijas la irrisión primera.
I a nuestras madres el sarcarmo espera
i el insulto i las burlas a las dos!

Horacio Mendizábal,

poeta afroargentino

Mi Canto, 1869

 

-¿Estás mejor?

-Sí, ya no vomito más. Pero me duelen los ovarios para el carajo.

-Ay mijita, perate que busco algún ibupirac en la casa.

-No, gracias Alicia, ya se me va pasando.

-¿Querés que me cruce al hospi de nuevo? Nos buscamos algo más fuerte.

-Está bien Denise, te agradezco. Por ahora aguanto.

-Che, Vicky, ¿y vos qué hacías mientras éste andaba de aventuras con Shosé?

-Ni yo lo sé, Nelly. ¿Qué hiciste los días que no nos vimos?

-Me transformé en diosa, no me van a poder creer.

-¿En serio no querés que te busque algo más fuerte y te dormís? Me parece que estás alucinando, chiquilina.

-Dejala que cuente, Denise. Siempre que se separa de Santos sus historias son mejores.

-Sos una grossa, Nelly, mirá cómo te conozco tan poco y ya te quiero tanto amiga. Bueno, ahí vamos.

Secuencia: cuando cayó la gorra a interrumpir la asamblea me fui hasta adelante con el resto del quilombo. No lo puedo evitar, es una reacción instintiva que tengo siempre, me sublevan los ratis. Se armó como un cordón de negros que putiaban en sus lenguas maravillosas a los colorados del rey. Cuando el que tenía la pechera de cobre empezó a hablar, agarré una piedra y se la tiré por la cabeza. Al principio se cagaron, pero de toque peló un sable y un pistolón y me apuntó.

-Ay mijita, cómo vas a hacer una cosa así, pusiste a todo el mundo en riesgo.

-¿Cómo son eh? ¿A él lo dejaron contar su chorro sin chistar y a mí me van a comentar todo?

-No, no, dejala Alicia. Además yo hubiera hecho lo mismo. Contá Negra, contá.

-No tuve tiempo de reaccionar a los tiros. Se armó la desbandada, algunos se tiraron encima de los gendarmes, cuando siento que me agarran de la cintura y de un tirón empiezo a volar por el aire, montada al tipo enorme que había hablado a lo último. Tenía una fuerza sobrehumana. En cuatro zancadas habíamos pasado la primera línea de fogones y lo peché un poco para que me largue. Me puso una cara de culo importante pero me dejó en tierra y me agarró de la mano para que lo siguiera en la carrera. Ya no veía donde estaba este boludo, aunque ya no escuchaba los tiros y me pareció que la trifulca seguía, así que lo seguí.

Corrimos bocha y cuando ya no daba más, alegría, nos metimos en una choza. No les miento ni un poquito, tenía la forma de una carpa, las paredes eran de palos largos empastados con barro y paja, hacían un círculo grande y el techo era de paja. Adentro había lugar para un catre y un montoncito de piedras que usaban de brasero. En una esquina había un hacha de dos caras, de las chiquitas, como las que se usan para sacar las raíces del jardín y un jarrón de madera lleno de quincalla, piedritas, palos de diferentes maderas, yuyos, trapos de colores y muchos caracolitos. Cuando creyó que estábamos a salvo, entró de nuevo a la choza y prendió el brasero con un chispero de marineros, una rosquita de metal con una piedra atada a un cordel.

Desde que puso la pava, me enamoró. La luz del fogón sólo marcaba volúmenes de una piel negro azabache pintada de oro. No había líneas, sólo contornos. Un físico esculpido de músculos bien marcados, una cabeza pelada al ras con ojos grandes sobre los pómulos salidos y unos labios turgentes, enormes, que le adornaban el rostro como el mascarón de proa de un barco.

Le pedí disculpas por haberle pegado pero le expliqué que no me bancaba que me carguen como un paquete.

-Tu hablas muy lápido, Oia.- fue lo primero que me dijo. Después empecé a entender que los que habían sido esclavizados hace poquito, chocaban con el castellano más que los que ya llevaban un tiempo en la ciudad. Le repetí lo mismo pero con menos palabras y más lento, hasta que pareció comprender. Me era muy difícil entenderlo porque armaba frases en castellano mezcladas con portuñol y muchas palabras que serían de su lengua materna y que yo no entendía.

-Oia no quiere que la calguen. Oia guelela indomable. Bamboshé Shangó se disculpa, quelel ayudal.

-Me llamo Victoria, le dije, pero es cierto, no me gusta que me carguen. ¿Vos te llamás así? ¿Shangó? –le pregunté.

-Mi nomble está muelto. Demonio blanco mató. Orishá Shangó entló conmigo, me hizo su Bangboshé. Oia viniste pa telminal con demonio blanco, el diloggún se cumple.

Al principio no entendía nada, como ustedes ahora. Pero me fue explicando todo con mucha paciencia esa primera noche, mientras cebaba unos matecitos que me devolvieron el alma al cuerpo. No paraba de decirme Oia así que le pregunté qué significaba.

-Oia enojada con Babalauo, Oia salvó Bamboshé, Shangó con Oia destluilán al demonio blanco. Todo está en paz.

Seguía repitiendo cosas así hasta que fuimos armando una especie de baile de marcha y contramarcha, donde lo paraba en alguna frase para que me explique una palabra y continuara. Lo que pude armar fue una historia fascinante. No sé qué parte será cierta y cuál inventada, pero se las cuento como la pude rearmar.

Nunca me dijo su nombre de nacimiento, pero me explicó que en su tribu, cerca de la ciudad de Oio, era un babalúo, una especie de chamán que conocía todas las leyendas de su pueblo, los yoruba, y las propiedades medicinales de las plantas. El babalúo también podía interpretar los deseos de los dioses tirando los caracoles y deduciendo cosas según las combinaciones de números cuando quedaban boca arriba. Me contó que su tribu cayó en desgracia y lo vendieron a los reyes de un reino vecino, Dahomey o Abomey, que lo metieron en un barco negrero portugués. Me dijo que al principio pensó que sus orishas lo habían condenado al infierno por sus errores pero que después entendió que lo habían elegido para salvar a su pueblo de los europeos.

Según entendí, los yorubas creen que su dios creador manda cada tanto una parte suya para ayudar a los creyentes en su lucha cotidiana por sobrevivir. Son los Orishas, que no son el mismo dios creador sino como una manifestación terrenal de una parte de ese dios, como los avatares de los veddas indúes. También hay Orishas que eran personas mortales que por alguna razón fueron convertidas en dioses por el creador. Parece que su barco encalló después de un temporal cerca de Santa Catarina y él entendía que Yemanyá, la hija del creador y madre de los orishas, diosa del mar, lo había salvado. Dice que en tierra fue protegido por los guaraníes que lo fueron guiando a tierras de cambacuá, cuevas donde vivían los esclavos negros que escapaban de las plantaciones y yerbatales.

Ahí dijo que su oráculo de caracoles, el diloggún, le explicó su destino. El Orishá Shangó, un viejo rey guerrero de Oio, que había conquistado muchas tierras y se había ganado el odio de todos los vecinos del río Odo Oiá, lo había elegido para liberar a los yoruba del yugo español. En su mitología, parece que los Orishas pueden entrar en el cuerpo de algunos elegidos y seguir un camino particular, tomar una forma humana para cumplir algún destino. Bamboshé Shangó es el mensajero de Shangó, por eso entendió que ahora debía llamarse así. En las costas de Santa Catarina hizo ofrendas a Yemanyá y enterró su viejo nombre.

Llegó a Buenos Aires siguiendo los senderos de los indios que no habían sido domesticados ni masacrados justo un cuatro de diciembre. El cuatro es uno de los números que simbolizan al orishá Shangó, lo que le reafirmó el flash místico.  

Me explicó que había muchas personas esclavizadas que venían de diferentes partes de África y cada uno con sus religiones y creencias. Los primeros que habían venido eran en su mayoría bantúes, creían en el Palo Mayombe, que los mina y fon creían en Vudú y otras que no me acuerdo. Le contaron que algunos babalúos usaban los santos y vírgenes de los cristianos para disfrazar a sus orishas y eso lo enojaba. Dice que discutió con estos babalúos porque para él la esclavitud era producto de ese camuflaje, que en realidad los cristianos usaban el disfraz para meterles a su demonio blanco pintado con máscaras negras.

Planteaba que los orishas estaban cabreros y querían volver a mostrarse como eran, sin disfraz. Su mejor argumento era su propia experiencia, porque decía que Shangó había hablado con Yemanyá para que lo salvara del barco negrero y ahora yo venía a confirmar definitivamente el patakie de Shangó y Oia.

Ahí fue cuando la entré a flashar en colores. Parece que en el reino de Dahomey o Abomey tienen, bueno, tenían, ponele, un cuerpo del ejército formado sólo por mujeres especialistas en la guerra. Por lo que pude ir deduciendo, los patakies yoruba son las leyendas que cuentan de forma religiosa y mística para transmitir oralmente la historia de todas las tribus de la región. Entonces Bamboshé me cuenta que hay una Orisha, Oia –así con esa i abierta tan sensual de los caribeños- que es guerrera, se identifica con las tormentas fuertes, con la centella, que era esposa de otro Orisha, Oggún, el herrero, que anda con un machete gigante. Pero que Oggún y Shangó eran amigos hasta que Shangó se enamoró de Oia y Oia lo largó al Oggún aunque cada tanto se encontraban para amarse. Cuestión que en uno de sus patakies, Oia se alía con Shangó y sus poderes juntos, el relámpago y el fuego de él, más el viento de la tormenta de ella, vencieron a todos sus enemigos.

Decime si no es un chamuyo para enamorarse, amiga.

Él estaba convencido que yo era Oia que había venido a salvarlo y amarlo y siempre me llamó así mientras estuvimos allá.

-De ahí viene todo eso. Pensé que era una palabra para decirte flaca, o algo así.

-Yo también, boludo, pero no, tenía este mambo el chabón. Dice que cuando me vió tirarle la piedra al cobani y al toque sintió el estampido de la .45 y el fogonazo, y al rati caerse muerto a pesar de la coraza de bronce, flashó que yo era la diosa apareciendo. Nunca vió que vos disparaste y flashó que yo era Oia que venía a salvar a Shangó. Es al pedo, pero cuando uno está muy convencido de su flash, todo le cierra.

Para qué, cuando saqué el paquete de Philip Morris que me había encanutado en un bolsillo de la enagua y lo prendí con el encendedor de diez mangos que me había comprado en Once, el chabón casi me hace una reverencia. Decidí seguirle la corriente porque la historia me venía al pelo para la misión que teníamos y porque la verdad la Orisha Oia me caía re bien.

Le pedí que me pusiera algún yuyito mágico en el mate para poder dormir y al otro día comenzó mi flash más impresionante. ¿Vieron como en la peli Madagascar cuando la cebra, Marty, descubre que en la sabana africana había miles de cebras igualitas a él y dice que nunca se había sentido entre iguales? Yo sé que es una parodia yanqui, que al final se burla de un supuesto “racismo invertido” de los afroamericanos y una fóbica racista onda “volvete a África a ver si ahí vas a estar mejor” pero me pasó eso, compañeras, me sentí por primera vez entre mi gente.

La choza de Bamboshé Shangó quedaba al lado de un enorme palo borracho explotado de flores rosadas y blancas, majestuoso. Me contó que había elegido poner su casa ahí porque se parecía mucho a los árboles que los yoruba consideraban sagrados en África. Deduje que serían los baobabs y el recuerdo de Saint Exuperý -que también vivió en Buenos Aires- me alegró la vida. Para los yoruba, el Palo Borracho, la Ceiba, es el árbol que conecta y une como un puente los diversos planos de la realidad, el mundo oculto de los ancestros y los orishas con el mundo de los mortales y en la panza guardan espíritus de ancestros fallecidos.

-Como el fresno, que es sagrado para los normandos de la península escandinava, o el carbalho para galegos y astures, los robles, los olmos, algunos pinos y los álamos para toda la población europea originaria, antes de ser masacrados por romanos y católicos.

-Sí, hermanito, sí. Como los pewenes para los mapuche. Cuestión que estábamos un poco al oeste de la ollita de barro y aguas estancadas donde se había hecho la asamblea la noche anterior, de donde salía el arroyito que le decían Perdriel, el que remontamos desde el Riachuelo con éste. Unos metros más adelante, para el norte, debajo del horizonte donde se veían las torres de las iglesias, había otra olla de agua que salía de la tierra y un zanjón con el arroyo que le decían de Granados, que desemboca en el Río de la Plata en varios bracitos. Me habían contado la historia del Granados en San Telmo, en unas llamadas de tambores que hacían unos amigos uruguayos en el Pasaje San Lorenzo, porque decían que ahí se juntaban quienes habían sufrido la esclavitud para bailar sus camdombes.

Estaba flashando. Por todos lados había salpicados ranchos como el nuestro. Bamboshé me contó que los españoles le decían el Barrio de los Tambores a esa parte y que nunca se animaban a entrar. Por eso había familias de negros que vivían semiescondidas, clandestinas. Para ellos era un lugar sagrado, quilombo, como aquelarre, cambacuá. Aunque también había algunos que se hacían las casitas de adobe más parecidas a las de sus amos, con la guita que les permitían juntar vendiendo cosas, como le contó Shosé a Santos.

Toda gente negra, como yo, en un paisaje de barro y arroyos con olor a mierda como en la villa de San Martín donde me crié. Por primera vez en la vida me sentí completa, en paz, aunque estuviera perdida doscientos veintipico años antes de nacer.

Se había corrido la bola de la noche anterior y me saludaban con reverencias. Las negritas y los negritos más chiquititos se me acercaban a traerme cosas de sus ranchitos, como si fuera Papá Noel.

Estaba en el medio de ese flash de amor negro hasta que me vino a saludar Shangó. Porque cuando me desperté no estaba en la choza. Me contó que en la trifulca de ayer habían matado a un pibe que tendría menos de doce años. Los negros no tienen idea de su edad salvo que aparezca en algún papel de venta, que por lo general no saben leer. Shangó decía que todavía no había sido hombre y su mamá estaba hecha mierda. Me explicó que el nuevo Virrey mandaba las patrullas de gendarmes como la de ayer para reprimir los bailes del Barrio del Tambor, porque los españoles sabían que no eran bailes de festejo nada más. Sabían que los bailes de los negros eran ceremonias religiosas y políticas donde los esclavos revivían las tradiciones de cada tribu, por eso había tantos fogones diferentes, y que además aprovechaban para hacer asambleas.

Les tenían cagazo a una posible rebelión de esclavos. Shangó me contó que por eso facilitaban la conversión de los negros al cristianismo y los convidaban a formar parte de las parroquias de los blancos. Los negros que habían comprado o conseguido su libertad y los mulatos preferían la Virgen del Rosario, que los dominicos tenían en la Iglesia de Santo Domingo, la de la Concepción y la Montserrat sobre todo, porque quedaban cerca del Barrio del Tambor y aprovechando lo de la Vírgen Negra catalana. Me dijo algo todavía más flashero, hacía cuatro años el Obispo de la Catedral había inventado la primera Cofradía para esclavos en la iglesia de La Piedad, la que todavía queda en Bartolomé Mitre y Paraná, en Congreso.

La Iglesia se había metido a “cristianizar” a los negros para evitar las revueltas, ofreciéndoles dos cultos propios. Nosotros llegamos el día de San Benito, que parece fue un hijo de una familia esclavizada africana en Palermo, Sicilia, que se educó como cristiano y llegó a ser sacerdote. Shangó trataba despectivamente a los esclavos y ex esclavos que adoptaban las costumbres cristianas, “negros usté” les decía, porque piensan que los blancos los van a tratar mejor. ¿Suena como careta, no? Esos iban a la misa de su santo negro en las iglesias detrás de los blancos, o en horarios especiales sólo de negros y cumplían con los ritos católicos. Pero los negros “che”, que son los que no la caretean, aprovechan que les dan el día libre los amos para juntarse en el Barrio del Tambor, al sur del Granados, y celebran sus propios rituales africanos.

Lo de San Baltazar es todavía más grosero. Me contó que el Obispo inventó un santo negro, uno de los reyes magos, que ni siquiera es reconocido como santo por el Papa, para chamuyar a la negrada más pobre y rebelde. Armó una cofradía, dirigida por blancos pero integrada por negros como las cofradías que juntan a los españoles y criollos según su posición social para desfilar en las fiestas religiosas.

-No les contés el final, Negra, todavía no van a entender una goma.

-No les iba a contar el final, boludo. Dejá de interrumpirme que todavía no me duele nada.

Cuestión que la orisha Oia, o sea yo, era la única que tenía acceso a los muertos, igual que el Orisha Shangó. Así que, como era domingo, teníamos que acompañar a la familia del botija y ayudar a enterrarlo. No me quería salir del personaje pero me sentí re sarpada y le dije a Bamboshé que prefería que se encargue él sólo, que no me sentía bien, que no conocía el lugar, bla, bla. El chabón me entendió, lo adjudicó a los primeros días del Orisha en su nuevo cuerpo, pero insistió en que lo acompañe.

Lo velamos en la casa donde se había hecho la asamblea el día anterior. Otro flash. Pusieron el cuerpito del pobre pibe, un guachín de pelo mota y piel de dulce de leche, con un taparrabo de color blanco y lo pintaron todo, en una mesa en el centro. La vieja y la familia, unos pocos negros, bailaron y cantaron alrededor del cuerpito como dos horas. Shangó también bailaba, vestido con trapos rojos y blancos, con el hacha doble en la mano, contorneándose todo, como poseído, cantaba una parte en africano y el resto le contestaba con la última parte, manteniendo el ritmo de los tambores y una especie de timbal.

No sé qué carajo decían pero fue una cosa emocionante, entre los tambores, las voces y el ritmo que rebotaba en las paredes de la sala, yo también sentí que me poseía una especie de furia y orgullo, una especie de bronca que te prendía fuego el hígado.

Después salimos caminando detrás del cuerpo, lo llevaban en la misma tabla que hizo de mesa, al hombro de cuatro tipos fortachones pero con la cara llena de arrugas, quemados de sol y laburo. Lo más difícil fue remontar la ciudad hasta la parte donde se hace plana, no había casi calles y el barro estaba todo seco y casi no había un lugar liso.

Avanzábamos hacia el norte, calculo, cada tanto se veía un rancho hasta que alcanzamos otro arroyo, o al menos un hilito de agua en un zanjón bastante profundo. Lo fuimos siguiendo hasta otro hueco, cuando me dijeron que era el pozo de Lorea casi me muero, estábamos en la Plaza de los Dos Congresos, cerca de donde iba a estar El Pensador de Rodain y mi amado Barolo. Shangó me marcó la Iglesia de la Piedad, que era la primera construcción importante que vimos en todo el recorrido. La calle más arreglada era el Camino Real, que hoy es Avenida Rivadavia, pero seguimos por la de la iglesia, que le decían la de La Piedad, la que hoy es Mitre.

Habremos caminado seis o siete cuadras más yendo para Plaza de Mayo cuando llegamos a un campito desprolijo detrás de una iglesia de ladrillo pero sin torre. Shangó me explicó que la familia no tenía dinero para pagar el entierro en una parroquia porque las últimas moneditas se las habían dado a los dueños de la casa donde lo velaron y a los que hicieron el cajón, que no era un cajón, ahora les digo porque es muy fuerte. Muy fuerte todo. Yo lo cuento así, pero…

-Dale, Negra. Si no podés pará acá.

-No, no, está bien, no sé qué me pasa. Debe ser el viaje. Quiero que sepan, que conozcan. Es mi historia también, la historia de mi familia, de donde vengo…

Me contaron que antes no les quedaba otra que tirar el cuerpo en el Hueco de las Ánimas, un pozo que quedaba en frente de la Catedral, amontonarlo con los cadáveres de los ahorcados por la justicia en el Cabildo, pero ahora habían inaugurado este Cementerio de Pobres y Ajusticiados donde una Hermandad de Pobres y Huérfanas permitía entierros gratuitos. Estábamos lo suficientemente cerca de la Plaza de Mayo para ver el culo de las casas e iglesias pero parecía que la ciudad formal no llegaba hasta acá. Cuando me dijeron el nombre de la iglesia de la Hermandad casi me caigo de culo.

Estuve mil veces en esa placita. Mil veces. Una época que trabajé para Personal me iba a comer un sanguchito o la vianda que traía de casa a esa placita porque era el único verde de toda esa parte del microcentro. Después, en el 2008, volví a pasar por ahí cuando hacían quilombo, en todo el sentido rebelde de la palabra, los contratados del Ministerio de Educación de la Ciudad, en el Edificio de Esmeralda 55 que está enfrente.

El cementerio de los esclavos, donde tiraban a los pobres de todos los colores y a los que la justicia condenaba a pena de muerte, estaba donde está ahora la plazoletita Roberto Arlt, detrás de la Iglesia de San Miguel.

Les juro que no les miento la cantidad de veces que sentí una vibra rara comiendo en esa plaza, debajo de una docena de palos borrachos, un cuadradito bizarro recortado en el corazón de la manzana de Esmeralda, Mitre, Suipacha y Rivadavia, atrás del Tortoni. Y el nombre, Robertito cronista de los pobres, alma delirante de Flores…

Cuestión que Shangó no viene y me dice que la Orisha Oia elegía vivir en las puertas de los cementerios para ayudar a los espíritus a encontrar su camino y a los vivos para que puedan hablarles. Me puse a llorar, dura, estoica, pero llorando posta. Una catarata de caritas, de amigas, vecinas, primas, tías y guachines de todos los barrios obreros donde viví y milité me bajaban de adentro para fuera, limpiándome, aclarándome de alguna forma el que había sido mi rol en la vida siempre, más allá de los laburos, la militancia, la literatura que quiero parir y no me dejan. Mediadora de ausentes.

Al guachín lo enterraron adentro de una especie de jarrón de madera, acurrucadito como un feto, con un collar de piedritas de madera pintada que le daba varias vueltas al cuello y algunas cositas que usaba para jugar con sus amigos. No me tuvieron que explicar lo que veía claramente: lo volvían al útero materno, para que nazca tranquilo, de nuevo, en otro mundo. Soy marxista pero reconozco que pensé pa mis adentros, ojalá que vayas a un mundo mejor que esta mierda donde vivimos, botija.

Bamboshé se negó a que los curas le dieran extremaunción y la familia se fue rumbeando para la casa donde trabajaban. Hicimos el mismo camino de ida, remontando el Arroyo del Medio, que le decían de Matorras.

A medida que nos íbamos alejando del entierro yo venía saliendo del flash y tratando de ubicarme de nuevo en la realidad en que estaba metida. Le saqué el tema de su posición en la asamblea.

Me contó el problema con los sobrevivientes de la toma de Colonia y las posiciones que había. Me explicó que Orisha Shangó lo había mandado acá para terminar con todos los diablos blancos y que algunas negros empezaban a darle bola. Intenté como pude explicarle que en el caso de que se diera una revuelta de negros y que ganaran tenía que pensar cómo carajo iban a gobernar el territorio.

Me dijo que después de matar a los demonios blancos se volvían para África. Le quise hacer entender que Yemanyá no los iba a guiar por el Atlántico, que ninguno de ellos sabía manejar uno de esos barcos y que si eran tantos como me parecía, iban a necesitar una flota entera. Le conté cómo los piratas traicionaron a Espartaco entregándolo junto a miles de esclavos a sus amos romanos y que ningún europeo le iba a alquilar una flota para volverse a África.

Tuvimos una discusión a los gritos, el chabón me putiaba en yoruba y yo en porteño hasta que entendió que había que pensar el problema en detalle, que quizás por eso muchos negros no le daban bola a su salida, no sólo porque fueran unos caretas, como pensaba él. Me preguntó qué hacer, y yo, que no tenía ni puta idea y en realidad estaba pensando en traérmelo para que me dé una mano con los senegaleses de Floresta y Once -mirá qué chiquito lo mío- le tiré que de mínima había que repartir las tierras y ponerlas a cultivar, como hacían los españoles. Me salió con la Orisha Oshún, que le había enseñado a los yoruba a plantar comida y que había sido esposa también de Shangó, que ya me empezaba a parecer un típico dios patriarcal.

Lo bueno de este tema de la Orishá Oia es que en ningún momento le tuve que explicar el asunto del viaje en el tiempo y toda la bola. Pero sí le tuve que decir que había venido a este mundo acompañada de un espíritu blanco, para engañar a los españoles, que era el que había matado al rati con la centella y el trueno que yo le había dado y que necesitaba saber dónde estaba y comunicarme con él.

Ahí se puso medio furioso, me dijo que estaba protegido por Oggún en la casa del negro Shosé Cuervo y no me habló hasta que llegamos a la choza. Se había hecho la noche, y aunque el calor me hacía odiar las enaguas con toda mi alma, la experiencia del entierro me había dejado molida y dormí hasta el otro día.

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