CAPÍTULO 16
Sororidad de clase
Juanita la lavandera
era venezolana
lavaba ropa de peón
que le trabajaba al amo
y remendaba el calzón
del marido sin trabajo
Juanita la lavandera
bien pudo llamarse Petra
total que es la misma miseria
de Juanita, la que lava
y Petra la que hace arepas
Anda
muchacho e' mielda
pelee su pan
ande muchacho e' mielda
luche su pan
Juanita la lavandera
lavaba en venezolano
cuando usaba detergente
el sucio se iba debajo
pero pensándolo bien,
Juanita,
la sociedad y tu batea
casi son la misma cosa
con el grueso de la batea
y el sucio que va debajo
si dejas pasar el tiempo
va a ser difícil romperla,
romperla cuesta trabajo.
Juanita la lavandera,
grabada por Alí Primera
en el álbum
Adiós en dolor mayor,
Caracas, 1974
Cuando amanecimos el lunes, el tipo seguía ofendido y no me
dirigía palabra. Me importó un huevo, mirá si encima de todo y diosa encarnada
de la guerra le iba a seguir el caprichito al chongo ese. Uy, pará que no sé si
saben, “chongo” también es una palabra africana, pero significa blanco, no
chongo, o sí, si lo pensamos un poco. En fin, que me hice unos mates sola y me
acerqué al rancho de una mujer muy gorda que nos había cocinado un guiso de
mondongo y otras tripas los días anteriores. Trabajaba de nodriza en una casa
cerca de la Plaza Mayor (después me enteré que todas las casas de ricos
quedaban cerca de la Plaza de Mayo).
El trabajo de las nodrizas era de los más soretes de todos
los que tenían las mujeres esclavizadas. Le tenía que dar la teta a los hijos
de los amos, y para eso les quitaban los hijitos recién nacidos de ellas y los
vendían, así las nodrizas tenían toda la leche para el españolito.
Como si el mundo se le hubiera puesto en contra, me contó
que así fue como la compraron a ella, destetándola de su madre, por eso hablaba
tan bien el castellano y no tenía idea de su nombre original. Sabía que venía
de familia bantú y nada más. No le quedaba otra que aceptar el nombre que le
pusieron, también en homenaje a su amo, Tomasa. Pero estaba contenta porque se
había casado con un mayordomo viejo de una familia de guita, que le ayudó a
comprar a su hijo de vuelta y que iban pagando su libertad y el rancho donde
estaban en cuotas. En la casa, además de dar la teta, tenía que cocinar y
limpiar las letrinas de los amos. Lo hacía tempranito para ir a lavarles la
ropa al río y de paso lavarles a otros españoles de la cuadra, así juntaba el
mango.
Estaba en eso cuando la encaré para preguntarle si había
visto donde estaba Shangó. Se rió con una mueca cómplice y me dijo
-El Orishá anda limándose los cuernos, querida. Dejálo.
Solíto se fue, solíto va volver.
Así que me cayó re bien y le propuse darle una mano con la
ropa.
Si la caminata del domingo me caló toda el alma y me mostró
el inframundo de Buenos Ayres, ay queridas, no saben lo que fue la del lunes.
Qué digo lunes, si me pasé toda la semana yendo a lavar con Tomasa al aquelarre
más grande de la historia humana.
Yo pensé que nos íbamos hasta el pocito de napa que le
decían hueco, pero Tomasa se acomodó un pañuelo en la cabeza, como hacen las
chiperas, puso una tabla bastante grande encima y dos montones de ropa sucia
atados con sábanas. Me pidió que le lleve la pava, una enorme, como de dos
litros, toda de un hierro re pesado. Me dijo que la ropa la llevaba más cómoda
así -para rechazar mi ayuda sin ofenderme- y con la cachimba prendida en la
boca encaró para el lado del Granados pitando humo como una locomotora.
De nuevo pensé que íbamos a algún lugar del arroyo, pero
estaba mucho más sucio y esmirriado que el que cruzamos ayer. ¿Dónde iba a
lavar tanta ropa esta mujer?
Siguió caminando por el costado del arroyo, medio en bajada.
Yo al lado, como un pichicho faldero. O como la sobrina que acompaña a la Tía
piola en sus mandados.
Otra vez la primera edificación importante que vimos fue una
iglesia, donde hoy está la de San Telmo. Me dijo que era de los Bethlemitas,
los que cuidaban el Hospital de San Martín, que estaba al lado, pero que ahora
esas tierras las administraban los de la Junta de Temporalidades. Me explicó
que esa barranca grande que sale debajo de la Iglesia y el Hospital terminaba
más al sur en la barranca de los ladrilleros, donde habían estado los negreros
franceses y calculé, tantas noches escabiando por San Telmo, que hablaba del
Parque Lezama. Cruzamos el arroyo y fuimos hasta el zanjón grande que sería
Chile y Balcarce, me pareció más ancho que el Pasaje San Lorenzo y estaba a la
misma altura. Cuestión que me morí de sorpresa cuando llegamos a la costa del
río.
Todavía era temprano, serían las diez y media pasaditas,
pero había pañuelos blancos con caras negras a lo largo de toda la playa del
Río de la Plata hasta donde te llegaba la vista.
Las negras de Buenos Ayres se venían a lavar la ropa de la
gente rica al Río de la Plata. No lo podía creer. Era un espectáculo impresionante.
Ahí donde está ahora Paseo Colón, debajo de la barranca que cae desde Balcarce,
más o menos desde la Iglesia de San Telmo hasta pasando detrás de la Casa
Rosada, la costa era un gran playón de agua de kilómetro y pico que no te
llegaba a las rodillas, lleno de toscas, como las de Chapalmadal, o en Colonia.
Más al fondo, por el sur, se veían los mástiles y las
banderitas de unos barcos, donde estaría la desembocadura del Riachuelo, en La
Boca, lo mismo si mirabas más al norte, calculo, donde está la estación de Retiro.
Pero en el medio, ponele desde Paseo Colón hasta la salida del Buquebús de Córdoba,
en Puerto Madero, todo el este de la ciudad debajo de la barranca era una
bandada de mujeres negras con vestidos blancos, lavando la ropa contra las
toscas.
Una bandada posta.
No veías puntos o formas, el sol pegaba sobre las telas
blancas haciendo un reflejo dorado que te saltaba en la vista sobre el destello
más chiquitito del mismo sol en las olitas y charquitos del río marrón. Les
juro que parecían millones de gaviotas revoloteando sobre el fondo de un
horizonte inmenso, gigante y celeste pálido.
Desde el río veías toda la ciudad reducida a una franjita
angosta de siluetas de casas con tejas y los campanarios, y las cruces de las
parroquias, se recortaban por encima cada tanto. De mañana, cuando el sol
pegaba desde el río, era un paisaje de acuarela, con todos los detallecitos
como pintados a mano, y a la tarde parecía la estampa de un cementerio, siempre
con el cielo enorme y limpio encima.
Tomasa me llevó hasta su
piedra, donde tenía espacio para poner unas brasas y calentar la pava. Las
negras lavaban hasta que caía el sol y habían transformado esa costa en su
reinado. Sólo aparecían algunos hombres del lado norte del Fuerte, con los
cañones apuntando al este, que se metían con unas carretas enormes de madera y
grandes y pesadas ruedas, tiradas por uno o dos bueyes, que juntaban agua en
unos toneles sobre el cajón trasero, ponele hasta un kilómetro dentro de la
costa. La Rada, Tomasa le decía la Rada, sería un término marinero.
-Sí, un término náutico.
-Ahí va. El resto, era de ellas. Mientras golpeaban la ropa
contra la piedra hacían magia, cantando. Lo mismo que escuchamos en los fogones
de San Benito o en el velorio del guachín, una voz tiraba una letra y el resto
le contestaba repitiendo la última parte. Después de varias vueltas, se
escuchaban carcajadas en síncopa. Tomasa me iba traduciendo. Arrancaba cada una
contando algún chisme de los amos para los que laburaba, le metían descanso,
contaban con quién le metía los cuernos la esposa al marido, cuántas veces se
hacía la paja el señorito de la casa, o denunciaban los maltratos que sufrían. Cantando.
Pensar que así nacieron, del mismo barro, el Gospel y la
Copla.
Ahí no se cagaban de risa. Arrancaban con insultos más
jodidos y dañinos y se iban pasando la voz con algún plan para vengarse del amo
o de la señora. Del descanso pasaban a meterle mafia.
Una tardecita antes de irnos, cayeron unos tres tipos con
galera y unos sacos como de levita, de verde inglés o paño azul brillante.
Desmontaron cerca de un edificio muy chato pero con entradas de piedra, debajo
de lo que sería la Iglesia de Santo Domingo, ahí en Belgrano y Defensa. Se
acercaron a la costa del río y tiraban guasadas. Es increíble, pero los
machitos porteños llevan doscientos años vomitándole las mismas asquerosidades
a las mujeres. Que te chupo acá, que te lleno de leche allá.
Los corrimos a pedradas. Nunca hubo un rati cerca. Tomasa me
decía que ese lugar era de ellas, que nadie se metía. Que si venían a joder
salían corriendo siempre. Era una especie de acuerdo tácito de la ciudad
entera.
Miren que siempre marché con minas, cuando los 8 de marzo éramos
menos de cien y en los 3 de junio que empezaron a cantar como las palestinas en
la intifada, pero nunca en mi vida viví una sensación como con esas lavanderas
negras. Sentía sus vidas en cada canción, sus tristezas en especies de blues,
sus esperanzas en góspel, sus alegrías y sueños, sus calenturas también, cantadas
en ritmo canyengue. Serían doscientas negras en lo mejor del día cimbroneándote
el alma con sus gargantas. Batiendo palmas y metiendo batuque contra la
tosquera con lo que tuvieran a mano, como en ronda flamenca, como siempre a la
hora de deshojar el trigo o el maíz, cerca de la aldea. Cada tanto auturuxando,
como dicen las galegas, tirando sapucays para enfatizar o rematar alguna de las
coplas. Ululando.
Me vinieron al cuerpo todas las canciones de lavanderas de
nuestro continente, las de Violeta Parra y las de María Elena Walsh, las que
cantaron también sus hijos, como las del Cuchi Leguizamón y el negrazo hermoso
de Alí Primera, todas las músicas afro-aborígenes desde Nueva Orleáns hasta el
Río de la Plata, del Pacífico al Atlántico tienen algún conjunto de coplas de
lavanderas. Todas.
Éramos negras y éramos mujeres. Pero también éramos explotadas
y estábamos ahí laburando para parar la olla. Me acordé que la mamá de mi poeta
obrero preferido, José Portogalo, laburaba también de lavandera cuando llegó de
Italia en 1890 sin un mango, buscando al marido por los arrabales de Villa
Ortúzar y flashé cuántas esclavas tanas, gallegas, judías o sirias habrán
lavado la ropa de los ricos contra las toscas del Plata antes que construyeran
el Puerto Madero. Cuántas mujeres habrán cantado su dolor y su esperanza
juntas, en los mil idiomas, antes de los puertos y las tablas de madera o los
lavarropas.
Cuántas abrazándose en las gargantas, en las manos callosas.
Cuántas lavanderas llevamos adentro las hermanas de esta tierra maldita. No sé
cuántas seremos, pero seguro no habrá nunca cemento suficiente para taparnos la
boca a todas.
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