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sábado, 21 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 16: Sororidad de clase


 

CAPÍTULO 16

Sororidad de clase

 


Juanita la lavandera
era venezolana
lavaba ropa de peón
que le trabajaba al amo
y remendaba el calzón
del marido sin trabajo

Juanita la lavandera
bien pudo llamarse Petra
total que es la misma miseria
de Juanita, la que lava
y Petra la que hace arepas

Anda muchacho e' mielda
pelee su pan
ande muchacho e' mielda
luche su pan

Juanita la lavandera
lavaba en venezolano
cuando usaba detergente
el sucio se iba debajo
pero pensándolo bien,

Juanita,

la sociedad y tu batea
casi son la misma cosa
con el grueso de la batea
y el sucio que va debajo
si dejas pasar el tiempo
va a ser difícil romperla,

romperla cuesta trabajo.

 


Juanita la lavandera

grabada por Alí Primera

en el álbum 

Adiós en dolor mayor

Caracas, 1974

 

 

Cuando amanecimos el lunes, el tipo seguía ofendido y no me dirigía palabra. Me importó un huevo, mirá si encima de todo y diosa encarnada de la guerra le iba a seguir el caprichito al chongo ese. Uy, pará que no sé si saben, “chongo” también es una palabra africana, pero significa blanco, no chongo, o sí, si lo pensamos un poco. En fin, que me hice unos mates sola y me acerqué al rancho de una mujer muy gorda que nos había cocinado un guiso de mondongo y otras tripas los días anteriores. Trabajaba de nodriza en una casa cerca de la Plaza Mayor (después me enteré que todas las casas de ricos quedaban cerca de la Plaza de Mayo).

El trabajo de las nodrizas era de los más soretes de todos los que tenían las mujeres esclavizadas. Le tenía que dar la teta a los hijos de los amos, y para eso les quitaban los hijitos recién nacidos de ellas y los vendían, así las nodrizas tenían toda la leche para el españolito.

Como si el mundo se le hubiera puesto en contra, me contó que así fue como la compraron a ella, destetándola de su madre, por eso hablaba tan bien el castellano y no tenía idea de su nombre original. Sabía que venía de familia bantú y nada más. No le quedaba otra que aceptar el nombre que le pusieron, también en homenaje a su amo, Tomasa. Pero estaba contenta porque se había casado con un mayordomo viejo de una familia de guita, que le ayudó a comprar a su hijo de vuelta y que iban pagando su libertad y el rancho donde estaban en cuotas. En la casa, además de dar la teta, tenía que cocinar y limpiar las letrinas de los amos. Lo hacía tempranito para ir a lavarles la ropa al río y de paso lavarles a otros españoles de la cuadra, así juntaba el mango.

Estaba en eso cuando la encaré para preguntarle si había visto donde estaba Shangó. Se rió con una mueca cómplice y me dijo

-El Orishá anda limándose los cuernos, querida. Dejálo. Solíto se fue, solíto va volver.

Así que me cayó re bien y le propuse darle una mano con la ropa.

Si la caminata del domingo me caló toda el alma y me mostró el inframundo de Buenos Ayres, ay queridas, no saben lo que fue la del lunes. Qué digo lunes, si me pasé toda la semana yendo a lavar con Tomasa al aquelarre más grande de la historia humana.

Yo pensé que nos íbamos hasta el pocito de napa que le decían hueco, pero Tomasa se acomodó un pañuelo en la cabeza, como hacen las chiperas, puso una tabla bastante grande encima y dos montones de ropa sucia atados con sábanas. Me pidió que le lleve la pava, una enorme, como de dos litros, toda de un hierro re pesado. Me dijo que la ropa la llevaba más cómoda así -para rechazar mi ayuda sin ofenderme- y con la cachimba prendida en la boca encaró para el lado del Granados pitando humo como una locomotora.

De nuevo pensé que íbamos a algún lugar del arroyo, pero estaba mucho más sucio y esmirriado que el que cruzamos ayer. ¿Dónde iba a lavar tanta ropa esta mujer?

Siguió caminando por el costado del arroyo, medio en bajada. Yo al lado, como un pichicho faldero. O como la sobrina que acompaña a la Tía piola en sus mandados.

Otra vez la primera edificación importante que vimos fue una iglesia, donde hoy está la de San Telmo. Me dijo que era de los Bethlemitas, los que cuidaban el Hospital de San Martín, que estaba al lado, pero que ahora esas tierras las administraban los de la Junta de Temporalidades. Me explicó que esa barranca grande que sale debajo de la Iglesia y el Hospital terminaba más al sur en la barranca de los ladrilleros, donde habían estado los negreros franceses y calculé, tantas noches escabiando por San Telmo, que hablaba del Parque Lezama. Cruzamos el arroyo y fuimos hasta el zanjón grande que sería Chile y Balcarce, me pareció más ancho que el Pasaje San Lorenzo y estaba a la misma altura. Cuestión que me morí de sorpresa cuando llegamos a la costa del río.

Todavía era temprano, serían las diez y media pasaditas, pero había pañuelos blancos con caras negras a lo largo de toda la playa del Río de la Plata hasta donde te llegaba la vista.

Las negras de Buenos Ayres se venían a lavar la ropa de la gente rica al Río de la Plata. No lo podía creer. Era un espectáculo impresionante. Ahí donde está ahora Paseo Colón, debajo de la barranca que cae desde Balcarce, más o menos desde la Iglesia de San Telmo hasta pasando detrás de la Casa Rosada, la costa era un gran playón de agua de kilómetro y pico que no te llegaba a las rodillas, lleno de toscas, como las de Chapalmadal, o en Colonia.

Más al fondo, por el sur, se veían los mástiles y las banderitas de unos barcos, donde estaría la desembocadura del Riachuelo, en La Boca, lo mismo si mirabas más al norte, calculo, donde está la estación de Retiro. Pero en el medio, ponele desde Paseo Colón hasta la salida del Buquebús de Córdoba, en Puerto Madero, todo el este de la ciudad debajo de la barranca era una bandada de mujeres negras con vestidos blancos, lavando la ropa contra las toscas.

Una bandada posta.

No veías puntos o formas, el sol pegaba sobre las telas blancas haciendo un reflejo dorado que te saltaba en la vista sobre el destello más chiquitito del mismo sol en las olitas y charquitos del río marrón. Les juro que parecían millones de gaviotas revoloteando sobre el fondo de un horizonte inmenso, gigante y celeste pálido.

Desde el río veías toda la ciudad reducida a una franjita angosta de siluetas de casas con tejas y los campanarios, y las cruces de las parroquias, se recortaban por encima cada tanto. De mañana, cuando el sol pegaba desde el río, era un paisaje de acuarela, con todos los detallecitos como pintados a mano, y a la tarde parecía la estampa de un cementerio, siempre con el cielo enorme y limpio encima.

Tomasa me llevó hasta su piedra, donde tenía espacio para poner unas brasas y calentar la pava. Las negras lavaban hasta que caía el sol y habían transformado esa costa en su reinado. Sólo aparecían algunos hombres del lado norte del Fuerte, con los cañones apuntando al este, que se metían con unas carretas enormes de madera y grandes y pesadas ruedas, tiradas por uno o dos bueyes, que juntaban agua en unos toneles sobre el cajón trasero, ponele hasta un kilómetro dentro de la costa. La Rada, Tomasa le decía la Rada, sería un término marinero.

-Sí, un término náutico.

-Ahí va. El resto, era de ellas. Mientras golpeaban la ropa contra la piedra hacían magia, cantando. Lo mismo que escuchamos en los fogones de San Benito o en el velorio del guachín, una voz tiraba una letra y el resto le contestaba repitiendo la última parte. Después de varias vueltas, se escuchaban carcajadas en síncopa. Tomasa me iba traduciendo. Arrancaba cada una contando algún chisme de los amos para los que laburaba, le metían descanso, contaban con quién le metía los cuernos la esposa al marido, cuántas veces se hacía la paja el señorito de la casa, o denunciaban los maltratos que sufrían. Cantando.

Pensar que así nacieron, del mismo barro, el Gospel y la Copla.

Ahí no se cagaban de risa. Arrancaban con insultos más jodidos y dañinos y se iban pasando la voz con algún plan para vengarse del amo o de la señora. Del descanso pasaban a meterle mafia.

Una tardecita antes de irnos, cayeron unos tres tipos con galera y unos sacos como de levita, de verde inglés o paño azul brillante. Desmontaron cerca de un edificio muy chato pero con entradas de piedra, debajo de lo que sería la Iglesia de Santo Domingo, ahí en Belgrano y Defensa. Se acercaron a la costa del río y tiraban guasadas. Es increíble, pero los machitos porteños llevan doscientos años vomitándole las mismas asquerosidades a las mujeres. Que te chupo acá, que te lleno de leche allá.

Los corrimos a pedradas. Nunca hubo un rati cerca. Tomasa me decía que ese lugar era de ellas, que nadie se metía. Que si venían a joder salían corriendo siempre. Era una especie de acuerdo tácito de la ciudad entera.

Miren que siempre marché con minas, cuando los 8 de marzo éramos menos de cien y en los 3 de junio que empezaron a cantar como las palestinas en la intifada, pero nunca en mi vida viví una sensación como con esas lavanderas negras. Sentía sus vidas en cada canción, sus tristezas en especies de blues, sus esperanzas en góspel, sus alegrías y sueños, sus calenturas también, cantadas en ritmo canyengue. Serían doscientas negras en lo mejor del día cimbroneándote el alma con sus gargantas. Batiendo palmas y metiendo batuque contra la tosquera con lo que tuvieran a mano, como en ronda flamenca, como siempre a la hora de deshojar el trigo o el maíz, cerca de la aldea. Cada tanto auturuxando, como dicen las galegas, tirando sapucays para enfatizar o rematar alguna de las coplas. Ululando.

Me vinieron al cuerpo todas las canciones de lavanderas de nuestro continente, las de Violeta Parra y las de María Elena Walsh, las que cantaron también sus hijos, como las del Cuchi Leguizamón y el negrazo hermoso de Alí Primera, todas las músicas afro-aborígenes desde Nueva Orleáns hasta el Río de la Plata, del Pacífico al Atlántico tienen algún conjunto de coplas de lavanderas. Todas.

Éramos negras y éramos mujeres. Pero también éramos explotadas y estábamos ahí laburando para parar la olla. Me acordé que la mamá de mi poeta obrero preferido, José Portogalo, laburaba también de lavandera cuando llegó de Italia en 1890 sin un mango, buscando al marido por los arrabales de Villa Ortúzar y flashé cuántas esclavas tanas, gallegas, judías o sirias habrán lavado la ropa de los ricos contra las toscas del Plata antes que construyeran el Puerto Madero. Cuántas mujeres habrán cantado su dolor y su esperanza juntas, en los mil idiomas, antes de los puertos y las tablas de madera o los lavarropas.

Cuántas abrazándose en las gargantas, en las manos callosas. Cuántas lavanderas llevamos adentro las hermanas de esta tierra maldita. No sé cuántas seremos, pero seguro no habrá nunca cemento suficiente para taparnos la boca a todas.


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