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lunes, 19 de diciembre de 2016

EPÍLOGO

Epílogo

Del griego antiguo:
Conclusión, y de
epilégo, añadir
de epí, sobre
y légo, decir.



Salí del palacio muerto de la SADE, después de despedir a Nelly (la prueba viva de que vale la pena luchar, de que ese apellido encierra un carácter mágico) y a los estudiantes de la escuela de Balvanera que me habían sorprendido con el amor de haberme visto debutar como escritor, y remonté los arroyos de asfalto y las avenidas desde el norte mítico de la aristocracia criolla hasta el templo del purgatorio.
Caminaba con la extraña conciencia del renacido, sabiendo que instintivamente mis pasos me iban a conducir por sobre la vieja huella del Arroyo del Medio, y que bajo el eco de mis botas en la baldoza, Santos Capobianco ya trazaba su fantástica epopeya reclutando a los mejores de nosotros para las batallas definitivas que teníamos por delante.
Le sonreí al viejo amigo al ver la luna partida exactamente a la mitad asomando por el cielo del noroeste, el lugar donde suele morir el sol todas las tardes, pero también el lugar donde había comenzado todo, en los pliegues de cemento, hierro y madera que se habían construido sobre el nacimiento del antiguo arroyo Vega, en los campos de Agronomía, el barrio de Julio Cortázar que triangulaba con el templo de la calle La Internacional en el centro circular de Chas y el vértice tan querido de la parada Artigas del Urquiza o el otro, con la bandera roja y oro de Charlone y Chorroarín.
Del oeste también bajaba una brisa amable, fresca en medio de la noche de verano, pero sin la humedad del río, último aliento seco de los vientos que nacían de la lejana montaña andina, que sobrevivían lo suficiente para limpiarnos la vista de un cielo azul petróleo bello y brillante.
Las angustias, los temores, el cagazo se me deslizaban por el cansancio de músculos y tendones mientras pateaba asfalto y cerámica, resbalando en la calle, liberándome de lo peor de mí mismo. Mientras me acercaba al Barolo, viéndolo por primera vez en la vida como símbolo del futuro, alegría del triunfo final y no como melancólica mole que me recordaba las desesperanzadas épocas de mi juventud sin amor ni rumbo, del amor imposible de concretar con Montevideo y todos los malos amores truncos y partidos que en ella se mezclaban, aturdido por las nuevas tareas que tenía que resolver ahora, la más inmediata conseguir un lugar donde dormir, me tropecé con una placa de bronce que nunca había notado.
Recordaba a uno de los fusilados por Rojas y Aramburu en el 56, uno de los sublevados bajo el comando del General Valle, en el único intento de golpe de Estado cívico militar del peronismo para repatriar al General en el exilio.
Como si cada marca de la ciudad ahora tocase los botones de la memoria, me llovieron las imágenes de la vieja cárcel del parque Las Heras, en el nacimiento de Palermo, donde no sólo fusilaron a los sublevados de Valle en el 56 sino donde antes habían fusilado al dirigente anarquista Severino Di Giovanni en los años 30. En un fogonazo más feliz recordé el relato del levantamiento de Valle que Rodolfo Walsh dejó inmortal en Operación Masacre, quizás la primer novela o crónica política novelada que me golpeó lo suficientemente fuerte para imaginarme escribiendo algo similar, y detrás apareció la imagen de los libros de Osvaldo Bayer, en recuerdo vivo y homenaje eterno, no sólo de Severino sino de todos los anarcos hermosos que dieron su vida por los mejores sueños que se soñaron en estas tierras.
Y en eso entendí que esa placa estaba allí porque este mártir del peronismo laburaba en el Diario Crítica, y con toda ingenuidad giré sobre mis talones mientras enderezaba la columna y pasaba la cabeza de la placa a la altura de mi vientre a la monumental fachada art noveau del viejo diario Crítica, que había estado allí, todo ese tiempo, atestiguando nuestras idas y venidas del Barolo en el presente, y cada vez que salimos de allí en el 19, el 63, el 93 o el 2014. Muda, pero seguramente sonriendo, como quien ha descubierto por fin el sentido de una travesura clandestina de un par de niños que escarban en los escondites de la casa, buscando los caramelos sugus que la vieja tiene reservados a los postres y las premiaciones pavlovianas.
Pensar que estas mismas baldosas las pisó tantas veces el gran Roberto Arlt, ese hijo de inmigrantes, pobre como todo laburante, que supo abrirse camino a las trompadas de su máquina de escribir y construirse el primer lugar importante en el reino de la cultura argentina para que todos los laburantes que después de él soñamos alguna vez con publicar nos dijéramos “como Roberto Arlt” y disipásemos las vacilaciones y el miedo.
Absorto, mirando las cariátides del Crítica, con uno de esos gestos adustos de cuando uno está frente al mausoleo de un prócer personal, siento una mano en el hombro, suave, que me rescata de mí mismo y una dulce voz que pregunta:
-¿Te sientes bien?
Giré el cuerpo dejándome guiar por el magnetismo de la mano y la dulce voz y al final de un largo brazo, pude ver un hermoso rostro joven de mujer, una sonrisa enorme y unos ojos rasgados que no dejaban de ser grandes y redondos, de un claro color miel. Ángulos y diagonales rodeaban esa sonrisa de labios carnosos y boca generosa, el pelo largo y fino, trigueño, salía por debajo de un gorro rojo, extraño para esta época del año, pero que le daba al cuadro un toque de misterio e ingenuidad cautivadores.
Parecía más alta que yo, aunque no lo era, flaca y de brazos largos como sus piernas, los volúmenes de la ropa no dejaban intuir más que un cuerpo esbelto y de buenas caderas; la extrañez del gorro coincidía con el resto de la ropa, dejando abierta la posibilidad cierta de una turista recién arribada del otro hemisferio.
Su extraño acento lo confirmaba. Mezclaba el ceceo madrileño con algunas palabras de ese neutro Miami que se acostumbraba vender como castellano a los europeos en los últimos años. Sin embargo, en la facilidad que tenía para armar frases y resolver giros muy propios del Río de la Plata entendía que no se podía tratar de alguien que no hubiese nacido con esa lengua.
-¿Te sientes bien? –insistió.
-Sí, claro, estaba en otro mundo, perdón.
-No sabía si te habías perdido o estabas a punto de llorar, perdona que te haya tocado.
-Todo lo contrario, gracias por estar tan atenta. Necesitaba eso. ¿De dónde sos?
Su respuesta justificó plenamente que esté aquí, sentado frente a la computadora, terminando de pasar por escrito los sucesos de estas últimas lunas y hablando de ella.
-Vengo de un viejo reino llamado Cilicia.
Y así, tan naturalmente como entró en mi vida, me invitó a tomar unas cervezas negras o rojas en un pub que había descubierto frente a su hotel. Era la primera vez que me metía ahí, a pesar que llevo veinte años desvirgándome en prácticamente todos los cafés y bares de la Avenida de Mayo. Era un boliche que imitaba el ambiente de las clásicas tabernas shakesperianas de Londres que todavía escancian pintas, pero para no enemistarse con los sufridos descendientes de la vieja colonia británica y empatizar con los porteños estos pubs son llamados irlandeses sin notar que aquéllos de Dublin o Belfast son un producto del imperialismo y la expansión de las tradiciones culturales inglesas como el fútbol, o los Beatles.
Recordé el origen familiar de Walsh y sus cuentos ambientados en el colegio pupilo de Choele Choel donde sufrió la adolescencia, pero también el cabarulo donde Borges ubica uno de los tres crímenes de La muerte y la brújula, el del Paseo de Julio, ya que el tema de los irlandeses y estábamos cerca del viejo boulevar de cabarulos y bares donde portuarios de todo el mundo gastaban sus pagas y sus excesos de soledad sobre los vientres de las putas y en la nostalgia de las polcas y los tanguitos de ley.
Todo el ambiente era entre el 68 y el 74, ya que no se escuchaba otra música más que Zeppelin, los Doors, Who o las variantes de los Stones y Queen más cercanas a esa década. Entre Borges y Cortázar sentía que ya estaba viajando en el tiempo y el espacio, otra vez, pero nada de esto me era familiar. Era la primera vez en la vida que una bellísima mujer me abordaba en la calle y también la primera que tomaba una cerveza roja y la primera vez que lo hacía en un pub de Dublin.
Como si esa primer caricia en el hombro hubiese abierto una puerta del futuro, cada detalle de lo que dijimos esa noche fue más asombroso que el asombro previo. Su coraje no hacía más que crecer al ritmo del paso de los minutos, imperceptible pero seguro. Me contó que venía de una rara familia. Sus ancestros por línea materna descendían de un antiguo clan armenio que había habitado la zona mucho antes de la llegada de los cristianos, pero que una vez llegados desde las islas del Egeo, allá por el 300 después de Cristo, se habían pasado con fervor tal a la nueva prédica que resistieron en su nueva fe todos los embates de guerras, rapiñas y conquistas que se produjeron en los mil seiscientos años posteriores en esa frontera caliente entre Bizancio y el Islam.
La zona de dónde viene su familia toma su nombre de un reino formado en el siglo 12 por un grupo de nobles francos y normandos, caballeros templarios que le dieron el nombre, Cilicia, y su escudo, un León.
Nos reímos de mi nombre, que representaba en germano antiguo el corazón de los leones mientras yo me reía de ese otro León tan simbólico para mí y para el mundo, el hijo de David Bronstein, nacido en una zona también heredera del cristianismo bizantino, más al noreste, Ukrania.
El reino fue eliminado de la faz de la tierra por los otomanos en el siglo 15 y sus descendientes sobrevivieron como armenios y cristianos en comunidades aisladas pero fuertes, repartidas entre Siria y Chipre hasta que el Imperio Turco-Otomano iniciara su gran genocidio con la Primer Guerra Mundial y una parte de los suyos recalaran en Buenos Aires.
Me habló de su abuela en los descansos que le dejaba la atención de una casa de comidas entre Palermo y Villa Crespo, recordando las noches de luna clara a orillas del Maldonado, y ese ruido lindo que hacían para ella los bandoneones, los violines y las flautas de las orquestas de esos años.
También me dijo que su abuelo era griego, que su apellido deschavaba un viejo oficio religioso, el de aquéllos que heredaban el privilegio de estudiar con perfección la Biblia y el canto para dejar que la palabra sagrada se pronunciase en la misa a través de su cuerpo entero.
Sus padres habían decidido probar mejor suerte en los restos del viejo reino desde el 76 y ella estaba desandando con su castellano andamiado de porteño de arrabal pero adornado de eses y zetas madrileños y algunos sustantivos neutros, ganándose el mango como mesera o vendedora de ropa, cruzando Mediterráneo entero y el Atlántico Sur, para ver de cerca, respirar los olores, de las infancias de otros que habían formado las imágenes más tristes y nostálgicas de ella misma, que sin saber por qué, me dijo, podía llorar escuchando La yumba igual que viendo a Anthony Quinn bailando “Zorba”.
Llevaba muchos años de nómade por el mundo y había decidido saber por qué y quedarse un tiempo. Eligió volver a la tierra de sus abuelos y padres justo cien años después que llegaron ellos, huyendo de las balas, para ver si podía re-engancharse de alguna forma con su historia.
Cuando las risas y las coincidencias llenaron toda la copa y los vasos largos se vaciaron, cuando la mesera del Irish Pub nos dio a entender que se regía por el horario más mundano de los viernes muertos de la Avenida de Mayo, en ese exacto momento que todo amante puede reconocer en la bisagra que se abre frente a su destino, donde todo puede pasar o bien uno decide volver a su rutina, hice algo que sólo había admirado en los años que me tocó segundear a hombres mucho más decididos en el amor que yo y dije:
-Sé tus apellidos pero todavía no me dijiste tu verdadero nombre.
-Victoria. –dijo, así, como si no significase más que un conjunto de letras a los fines prácticos de identificar un individuo más entre tantos, así, no como un seudónimo elegido políticamente para encubrir verdaderas identidades de vírgenes y muchachas de buena conducta, ni como la idealización de un pobre pibe intentando salir del enamoramiento permanente con mujeres que buscaban el casorio y la familia y no la lucha y la revolución.
Estaba ya profundamente fascinado con esta bellísima mujer, tallada por la biología como habían tallado a las mitológicas guerreras que se pasaron sosteniendo en la guerra y la caza a sus seres queridos cuando éramos paleolítico y matriarcado, antes que los patriarcas y sus dioses de barba destronaran a las diosas de la caza, la guerra y la lujuria e inundaran del cáncer de la explotación y el imperialismo los corazones de la especie.
Había decidido, en esa medianoche embrujada por la Luna Partida, frente al acantilado escarpado que se habría frente a mí con sus nuevas y desconocidas tareas, en el momento que el viejo yo hubiese gambeteado con sabiduría, la represión del deseo, porque no se amoldaba a las necesidades y responsabilidades. Jugado, decidí torcer también mi destino en un plano mucho más propio, exclusivo, en el de mi cuerpo y el amor.
Decidido entonces a enamorarme, pregunté (y un nuevo coraje hablaba dentro mío):
-Ahora tenés que decidir si preferís tener un buen amigo en Buenos Aires o invitarme a tu Hotel, y tener un amante permanente en Buenos Aires.
Porque decidió tocarme esa primera vez y porque decidió olvidarse de las miradas inquisidoras del mundo y besarme apasionadamente como toda respuesta, es que ahora la miro desnuda, besada por la mitad encendida de la Luna, entre el mar de sábanas arrugadas de su habitación de hotel.
Nuestros cuerpos se tocaron por primera vez como si se hubiesen deseado durante siglos, separados por océanos de tiempo más grandes que los verdaderos de agua y sal que nos separaban concretamente. Después de un primer embate a ciegas, con toda la torpeza y las dentelladas de esos primeros encuentros entre desconocidos, con los orgasmos llegados a destiempo y entre las manos o los gemidos de la oralidad, en el segundo encuentro nos fuimos hallando en un mismo ritmo, navegamos las pieles del otro sin conciencia ordinaria de que construíamos al mismo tiempo un único mar de olas, valles, quebradas y montañas donde braceábamos y aleteábamos, nadando o volando, o ambas a la vez.
 Disfruté cada segundo de su humedad, bebiéndola a borbotones como si después de tantos años vagando en el desierto encontrase al fin en los pliegues de sus labios vaginales una copa sagrada, un fruto exquisito y agridulce donde beber el néctar de la eternidad. Sus gemidos y los gritos guturales inundaron mis sentidos. No simplemente en las cuencas de mis oídos, todo mi cuerpo se llenó de ella; y en la vorágine desembocada del tercer encuentro, cabalgándonos furiosamente por turnos hasta llegar a la locura, desbordamos juntos nuestra capacidad de amar, estallamos en risas y estrellas.
Recién ahora, puedo descansar y escribir. La luz de mercurio de una jirafa se mete de costado en la alta ventana del hotel, la cortina mal lavada se cree ninfa y navega una suave brisa que sube desde la lejana costa del Plata; imagino el golpeteo de las breves pero eternas olas en las piedras 100 metros bajo mi cama, del Arroyo que nace en Balvanera y desagua en San Nicolás. Sólo yo lo conozco entre 15 millones de almas. Pero no me abruma la idea. Dibujo los contornos de su piel en mi imaginación. Su larga espalda casi iluminada por la noche, sus largas piernas, la hermosa colina que forman sus caderas, su culo tentador. Cada lunar en su cuerpo me parece una estrella guiando mi barca en la noche antigua del Mediterráneo, de madera y tela, como esta cama; o una marca, un cerro ubicándome en el torbellino dorado y desesperante del desierto árabe, su espalda, su vientre. La deseo. Desde que su voz me rescató, ansío conocerla y cada vez que intuyo algo nuevo, la deseo todavía más.
Y recién ahora puedo soñar de una forma diferente. Ya no quiero recordar y retener el conocimiento de mí mismo, de mi relación con el mundo y el camino del éxito; ya no busco la explicación de cada extraño símbolo elaborado por mi inconsciente o por los millones de historias que supe leer en los libros y las gentes.
Ahora, por fin, sueño futuro, construyo con los ladrillos que tengo a mano castillos de dicha y alegría, imagino arquitecturas fabulosas para mi estirpe, un Paraíso de barro y acero con grandes parques y pequeñas plazas, barrios circulares o elipsoidales, o simplemente con forma de Rayuela. Construyo ficciones que me gustaría leerle a los amigos y amantes.
Me figuro, en suma, una meta, un objetivo. Soy capaz de soñar –al fin- la forma concreta de mi deseo, el fin del Reino de la Necesidad, el Paraíso en la Tierra. Lo puedo ver delante de mí, difuso todavía entre la bruma de los sueños, pero concretándose, delineándose, tomando forma.
No sé a ciencia cierta qué me espera. Sólo tengo esta meta como guía y un método como brújula. Los mapas los tendré que ir dibujando a medida que vaya entendiendo donde me encuentre. Quizás estas páginas que acabo de vomitar escribiendo frenéticamente mientras la luna comienza a ser más sombra que luz, del otro lado de la ventana, sean el primero, o el que encierre a todos los mapas venideros.
Lo único que sé con toda certeza y claridad, es que emprendo un nuevo y fantástico viaje, hacia el otro lado de mí mismo.


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