Del griego antiguo:
Conclusión, y
de
epilégo,
añadir
de epí,
sobre
y légo,
decir.
Salí del palacio muerto de la SADE,
después de despedir a Nelly (la prueba viva de que vale la pena luchar, de que
ese apellido encierra un carácter mágico) y a los estudiantes de la escuela de
Balvanera que me habían sorprendido con el amor de haberme visto debutar como
escritor, y remonté los arroyos de asfalto y las avenidas desde el norte mítico
de la aristocracia criolla hasta el templo del purgatorio.
Caminaba con la extraña conciencia del
renacido, sabiendo que instintivamente mis pasos me iban a conducir por sobre
la vieja huella del Arroyo del Medio, y que bajo el eco de mis botas en la
baldoza, Santos Capobianco ya trazaba su fantástica epopeya reclutando a los
mejores de nosotros para las batallas definitivas que teníamos por delante.
Le sonreí al viejo amigo al ver la luna
partida exactamente a la mitad asomando por el cielo del noroeste, el lugar
donde suele morir el sol todas las tardes, pero también el lugar donde había
comenzado todo, en los pliegues de cemento, hierro y madera que se habían
construido sobre el nacimiento del antiguo arroyo Vega, en los campos de
Agronomía, el barrio de Julio Cortázar que triangulaba con el templo de la
calle La Internacional en el centro circular de Chas y el vértice tan querido
de la parada Artigas del Urquiza o el otro, con la bandera roja y oro de
Charlone y Chorroarín.
Del oeste también bajaba una brisa amable,
fresca en medio de la noche de verano, pero sin la humedad del río, último
aliento seco de los vientos que nacían de la lejana montaña andina, que
sobrevivían lo suficiente para limpiarnos la vista de un cielo azul petróleo
bello y brillante.
Las angustias, los temores, el cagazo se
me deslizaban por el cansancio de músculos y tendones mientras pateaba asfalto
y cerámica, resbalando en la calle, liberándome de lo peor de mí mismo.
Mientras me acercaba al Barolo, viéndolo por primera vez en la vida como
símbolo del futuro, alegría del triunfo final y no como melancólica mole que me
recordaba las desesperanzadas épocas de mi juventud sin amor ni rumbo, del amor
imposible de concretar con Montevideo y todos los malos amores truncos y
partidos que en ella se mezclaban, aturdido por las nuevas tareas que tenía que
resolver ahora, la más inmediata conseguir un lugar donde dormir, me tropecé
con una placa de bronce que nunca había notado.
Recordaba a uno de los fusilados por Rojas
y Aramburu en el 56, uno de los sublevados bajo el comando del General Valle,
en el único intento de golpe de Estado cívico militar del peronismo para
repatriar al General en el exilio.
Como si cada marca de la ciudad ahora
tocase los botones de la memoria, me llovieron las imágenes de la vieja cárcel
del parque Las Heras, en el nacimiento de Palermo, donde no sólo fusilaron a
los sublevados de Valle en el 56 sino donde antes habían fusilado al dirigente
anarquista Severino Di Giovanni en los años 30. En un fogonazo más feliz
recordé el relato del levantamiento de Valle que Rodolfo Walsh dejó inmortal en
Operación Masacre, quizás la primer
novela o crónica política novelada que me golpeó lo suficientemente fuerte para
imaginarme escribiendo algo similar, y detrás apareció la imagen de los libros
de Osvaldo Bayer, en recuerdo vivo y homenaje eterno, no sólo de Severino sino
de todos los anarcos hermosos que dieron su vida por los mejores sueños que se
soñaron en estas tierras.
Y en eso entendí que esa placa estaba allí
porque este mártir del peronismo laburaba en el Diario Crítica, y con toda
ingenuidad giré sobre mis talones mientras enderezaba la columna y pasaba la
cabeza de la placa a la altura de mi vientre a la monumental fachada art noveau
del viejo diario Crítica, que había estado allí, todo ese tiempo, atestiguando
nuestras idas y venidas del Barolo en el presente, y cada vez que salimos de
allí en el 19, el 63, el 93 o el 2014. Muda, pero seguramente sonriendo, como quien
ha descubierto por fin el sentido de una travesura clandestina de un par de
niños que escarban en los escondites de la casa, buscando los caramelos sugus
que la vieja tiene reservados a los postres y las premiaciones pavlovianas.
Pensar que estas mismas baldosas las pisó
tantas veces el gran Roberto Arlt, ese hijo de inmigrantes, pobre como todo
laburante, que supo abrirse camino a las trompadas de su máquina de escribir y
construirse el primer lugar importante en el reino de la cultura argentina para
que todos los laburantes que después de él soñamos alguna vez con publicar nos
dijéramos “como Roberto Arlt” y disipásemos las vacilaciones y el miedo.
Absorto, mirando las cariátides del Crítica, con uno de esos gestos adustos
de cuando uno está frente al mausoleo de un prócer personal, siento una mano en
el hombro, suave, que me rescata de mí mismo y una dulce voz que pregunta:
-¿Te sientes bien?
Giré el cuerpo dejándome guiar por el
magnetismo de la mano y la dulce voz y al final de un largo brazo, pude ver un
hermoso rostro joven de mujer, una sonrisa enorme y unos ojos rasgados que no
dejaban de ser grandes y redondos, de un claro color miel. Ángulos y diagonales
rodeaban esa sonrisa de labios carnosos y boca generosa, el pelo largo y fino,
trigueño, salía por debajo de un gorro rojo, extraño para esta época del año,
pero que le daba al cuadro un toque de misterio e ingenuidad cautivadores.
Parecía más alta que yo, aunque no lo era,
flaca y de brazos largos como sus piernas, los volúmenes de la ropa no dejaban
intuir más que un cuerpo esbelto y de buenas caderas; la extrañez del gorro
coincidía con el resto de la ropa, dejando abierta la posibilidad cierta de una
turista recién arribada del otro hemisferio.
Su extraño acento lo confirmaba. Mezclaba
el ceceo madrileño con algunas palabras de ese neutro Miami que se acostumbraba
vender como castellano a los europeos en los últimos años. Sin embargo, en la
facilidad que tenía para armar frases y resolver giros muy propios del Río de
la Plata entendía que no se podía tratar de alguien que no hubiese nacido con
esa lengua.
-¿Te sientes bien? –insistió.
-Sí, claro, estaba en otro mundo, perdón.
-No sabía si te habías perdido o estabas a
punto de llorar, perdona que te haya tocado.
-Todo lo contrario, gracias por estar tan
atenta. Necesitaba eso. ¿De dónde sos?
Su respuesta justificó plenamente que esté
aquí, sentado frente a la computadora, terminando de pasar por escrito los
sucesos de estas últimas lunas y hablando de ella.
-Vengo de un viejo reino llamado Cilicia.
Y así, tan naturalmente como entró en mi
vida, me invitó a tomar unas cervezas negras o rojas en un pub que había
descubierto frente a su hotel. Era la primera vez que me metía ahí, a pesar que
llevo veinte años desvirgándome en prácticamente todos los cafés y bares de la
Avenida de Mayo. Era un boliche que imitaba el ambiente de las clásicas
tabernas shakesperianas de Londres que todavía escancian pintas, pero para no
enemistarse con los sufridos descendientes de la vieja colonia británica y
empatizar con los porteños estos pubs son llamados irlandeses sin notar que aquéllos de Dublin o Belfast son un
producto del imperialismo y la expansión de las tradiciones culturales inglesas
como el fútbol, o los Beatles.
Recordé el origen familiar de Walsh y sus
cuentos ambientados en el colegio pupilo de Choele Choel donde sufrió la
adolescencia, pero también el cabarulo donde Borges ubica uno de los tres crímenes
de La muerte y la brújula, el del
Paseo de Julio, ya que el tema de los irlandeses y estábamos cerca del viejo
boulevar de cabarulos y bares donde portuarios de todo el mundo gastaban sus
pagas y sus excesos de soledad sobre los vientres de las putas y en la
nostalgia de las polcas y los tanguitos de ley.
Todo el ambiente era entre el 68 y el 74,
ya que no se escuchaba otra música más que Zeppelin, los Doors, Who o las
variantes de los Stones y Queen más cercanas a esa década. Entre Borges y
Cortázar sentía que ya estaba viajando en el tiempo y el espacio, otra vez,
pero nada de esto me era familiar. Era la primera vez en la vida que una
bellísima mujer me abordaba en la calle y también la primera que tomaba una
cerveza roja y la primera vez que lo hacía en un pub de Dublin.
Como si esa primer caricia en el hombro
hubiese abierto una puerta del futuro, cada detalle de lo que dijimos esa noche
fue más asombroso que el asombro previo. Su coraje no hacía más que crecer al
ritmo del paso de los minutos, imperceptible pero seguro. Me contó que venía de
una rara familia. Sus ancestros por línea materna descendían de un antiguo clan
armenio que había habitado la zona mucho antes de la llegada de los cristianos,
pero que una vez llegados desde las islas del Egeo, allá por el 300 después de
Cristo, se habían pasado con fervor tal a la nueva prédica que resistieron en
su nueva fe todos los embates de guerras, rapiñas y conquistas que se
produjeron en los mil seiscientos años posteriores en esa frontera caliente entre
Bizancio y el Islam.
La zona de dónde viene su familia toma su
nombre de un reino formado en el siglo 12 por un grupo de nobles francos y
normandos, caballeros templarios que le dieron el nombre, Cilicia, y su escudo,
un León.
Nos reímos de mi nombre, que representaba
en germano antiguo el corazón de los leones mientras yo me reía de ese otro
León tan simbólico para mí y para el mundo, el hijo de David Bronstein, nacido
en una zona también heredera del cristianismo bizantino, más al noreste,
Ukrania.
El reino fue eliminado de la faz de la
tierra por los otomanos en el siglo 15 y sus descendientes sobrevivieron como
armenios y cristianos en comunidades aisladas pero fuertes, repartidas entre
Siria y Chipre hasta que el Imperio Turco-Otomano iniciara su gran genocidio
con la Primer Guerra Mundial y una parte de los suyos recalaran en Buenos
Aires.
Me habló de su abuela en los descansos que
le dejaba la atención de una casa de comidas entre Palermo y Villa Crespo,
recordando las noches de luna clara a orillas del Maldonado, y ese ruido lindo
que hacían para ella los bandoneones, los violines y las flautas de las
orquestas de esos años.
También me dijo que su abuelo era griego,
que su apellido deschavaba un viejo oficio religioso, el de aquéllos que
heredaban el privilegio de estudiar con perfección la Biblia y el canto para
dejar que la palabra sagrada se pronunciase en la misa a través de su cuerpo
entero.
Sus padres habían decidido probar mejor
suerte en los restos del viejo reino desde el 76 y ella estaba desandando con
su castellano andamiado de porteño de arrabal pero adornado de eses y zetas
madrileños y algunos sustantivos neutros, ganándose el mango como mesera o
vendedora de ropa, cruzando Mediterráneo entero y el Atlántico Sur, para ver de
cerca, respirar los olores, de las infancias de otros que habían formado las
imágenes más tristes y nostálgicas de ella misma, que sin saber por qué, me
dijo, podía llorar escuchando La yumba igual que viendo a Anthony Quinn
bailando “Zorba”.
Llevaba muchos años de nómade por el mundo
y había decidido saber por qué y quedarse un tiempo. Eligió volver a la tierra
de sus abuelos y padres justo cien años después que llegaron ellos, huyendo de
las balas, para ver si podía re-engancharse de alguna forma con su historia.
Cuando las risas y las coincidencias
llenaron toda la copa y los vasos largos se vaciaron, cuando la mesera del
Irish Pub nos dio a entender que se regía por el horario más mundano de los
viernes muertos de la Avenida de Mayo, en ese exacto momento que todo amante
puede reconocer en la bisagra que se abre frente a su destino, donde todo puede
pasar o bien uno decide volver a su rutina, hice algo que sólo había admirado
en los años que me tocó segundear a hombres mucho más decididos en el amor que
yo y dije:
-Sé tus apellidos pero todavía no me
dijiste tu verdadero nombre.
-Victoria. –dijo, así, como si no
significase más que un conjunto de letras a los fines prácticos de identificar
un individuo más entre tantos, así, no como un seudónimo elegido políticamente
para encubrir verdaderas identidades de vírgenes y muchachas de buena conducta,
ni como la idealización de un pobre pibe intentando salir del enamoramiento
permanente con mujeres que buscaban el casorio y la familia y no la lucha y la
revolución.
Estaba ya profundamente fascinado con esta
bellísima mujer, tallada por la biología como habían tallado a las mitológicas
guerreras que se pasaron sosteniendo en la guerra y la caza a sus seres
queridos cuando éramos paleolítico y matriarcado, antes que los patriarcas y
sus dioses de barba destronaran a las diosas de la caza, la guerra y la lujuria
e inundaran del cáncer de la explotación y el imperialismo los corazones de la
especie.
Había decidido, en esa medianoche
embrujada por la Luna Partida, frente al acantilado escarpado que se habría
frente a mí con sus nuevas y desconocidas tareas, en el momento que el viejo yo
hubiese gambeteado con sabiduría, la represión del deseo, porque no se amoldaba
a las necesidades y responsabilidades. Jugado, decidí torcer también mi destino
en un plano mucho más propio, exclusivo, en el de mi cuerpo y el amor.
Decidido entonces a enamorarme, pregunté
(y un nuevo coraje hablaba dentro mío):
-Ahora tenés que decidir si preferís tener
un buen amigo en Buenos Aires o invitarme a tu Hotel, y tener un amante
permanente en Buenos Aires.
Porque decidió tocarme esa primera vez y
porque decidió olvidarse de las miradas inquisidoras del mundo y besarme
apasionadamente como toda respuesta, es que ahora la miro desnuda, besada por
la mitad encendida de la Luna, entre el mar de sábanas arrugadas de su
habitación de hotel.
Nuestros cuerpos se tocaron por primera
vez como si se hubiesen deseado durante siglos, separados por océanos de tiempo
más grandes que los verdaderos de agua y sal que nos separaban concretamente.
Después de un primer embate a ciegas, con toda la torpeza y las dentelladas de
esos primeros encuentros entre desconocidos, con los orgasmos llegados a destiempo
y entre las manos o los gemidos de la oralidad, en el segundo encuentro nos
fuimos hallando en un mismo ritmo, navegamos las pieles del otro sin conciencia
ordinaria de que construíamos al mismo tiempo un único mar de olas, valles,
quebradas y montañas donde braceábamos y aleteábamos, nadando o volando, o
ambas a la vez.
Disfruté cada segundo de su humedad,
bebiéndola a borbotones como si después de tantos años vagando en el desierto
encontrase al fin en los pliegues de sus labios vaginales una copa sagrada, un
fruto exquisito y agridulce donde beber el néctar de la eternidad. Sus gemidos
y los gritos guturales inundaron mis sentidos. No simplemente en las cuencas de
mis oídos, todo mi cuerpo se llenó de ella; y en la vorágine desembocada del
tercer encuentro, cabalgándonos furiosamente por turnos hasta llegar a la
locura, desbordamos juntos nuestra capacidad de amar, estallamos en risas y
estrellas.
Recién ahora, puedo descansar y escribir.
La luz de mercurio de una jirafa se mete de costado en la alta ventana del
hotel, la cortina mal lavada se cree ninfa y navega una suave brisa que sube
desde la lejana costa del Plata; imagino el golpeteo de las breves pero eternas
olas en las piedras 100 metros bajo mi cama, del Arroyo que nace en Balvanera y
desagua en San Nicolás. Sólo yo lo conozco entre 15 millones de almas. Pero no
me abruma la idea. Dibujo los contornos de su piel en mi imaginación. Su larga
espalda casi iluminada por la noche, sus largas piernas, la hermosa colina que
forman sus caderas, su culo tentador. Cada lunar en su cuerpo me parece una
estrella guiando mi barca en la noche antigua del Mediterráneo, de madera y
tela, como esta cama; o una marca, un cerro ubicándome en el torbellino dorado
y desesperante del desierto árabe, su espalda, su vientre. La deseo. Desde que
su voz me rescató, ansío conocerla y cada vez que intuyo algo nuevo, la deseo
todavía más.
Y recién ahora puedo soñar de una forma
diferente. Ya no quiero recordar y retener el conocimiento de mí mismo, de mi
relación con el mundo y el camino del éxito; ya no busco la explicación de cada
extraño símbolo elaborado por mi inconsciente o por los millones de historias
que supe leer en los libros y las gentes.
Ahora, por fin, sueño futuro, construyo
con los ladrillos que tengo a mano castillos de dicha y alegría, imagino
arquitecturas fabulosas para mi estirpe, un Paraíso de barro y acero con
grandes parques y pequeñas plazas, barrios circulares o elipsoidales, o
simplemente con forma de Rayuela. Construyo ficciones que me gustaría leerle a
los amigos y amantes.
Me figuro, en suma, una meta, un objetivo.
Soy capaz de soñar –al fin- la forma concreta de mi deseo, el fin del Reino de
la Necesidad, el Paraíso en la Tierra. Lo puedo ver delante de mí, difuso
todavía entre la bruma de los sueños, pero concretándose, delineándose, tomando
forma.
No sé a ciencia cierta qué me espera. Sólo
tengo esta meta como guía y un método como brújula. Los mapas los tendré que ir
dibujando a medida que vaya entendiendo donde me encuentre. Quizás estas
páginas que acabo de vomitar escribiendo frenéticamente mientras la luna
comienza a ser más sombra que luz, del otro lado de la ventana, sean el
primero, o el que encierre a todos los mapas venideros.
Lo único que sé con toda certeza y
claridad, es que emprendo un nuevo y fantástico viaje, hacia el otro lado de mí
mismo.
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