Capítulo 15
Las venas entubadas
de Buenos Ayres
En los mismos ríos entramos y no entramos,
pues somos y no somos los mismos.
Heráclito de
Éfeso
(fallecido exactamente
2.500 años antes de la edición de este libro)
Vivimos –si
esto puede llamarse vida- en el interior de una gran tumba de cemento. La
Ciudad de Buenos Aires es ella misma –ahora lo puedo escribir- una enorme
ficción de cemento, construida por la acumulación de capas, como un horrendo
monstruo de coral, en exacta e inversa proporción a la belleza de esas
formaciones naturales en las cristalinas aguas del Caribe.
El porteño y
el inmigrante que sufrimos cotidianamente nuestra explotación en la ciudad,
nunca levantamos la cabeza por encima de las carteleras publicitarias, o los
balcones. Después de cien años, las cúpulas que proliferaron en los cielos
abiertos de la ciudad ya no cumplen su función original, de puentes con los
cielos, de imitación de la majestuosidad de las cumbres montañosas, que en esta
ciudad están exiliadas.
El cielo nos
es expropiado, también, como tantas cosas bellas.
Vivimos
también expropiados de nuestro subsuelo, de las cosas que ocurren bajo los
adoquines o el macadam, o las baldosas de las calles, de los pedazos de tierra
negra y arcillosa que se empeñan en llenar de polvo nuestras repisas para
llamarnos la atención sobre su existencia previa.
Nos fascinan
sólo a quienes nos detenemos a contemplarlos, los tallos de las humildes plantas
con florecillas amarillas que nacen en las grietas de los edificios más
antiguos, que se empeñan en emerger después de cien o doscientos años de las
fisuras de las baldosas de estilo andaluz en algunos patios de San Telmo o
entre los imperceptibles huecos de los adoquines de la vieja calle Balcarce.
¿Qué memoria
se han empeñado en ocultarnos los poderosos que fabricaron las calles, las
avenidas y los edificios de esta mole de furia?
Hace
quinientos años, la vista del primer europeo que pisó -con Solís o Mendoza- los
suelos pantanosos de la costa del gran estuario que los recibía desde su largo
camino a través del océano Atlántico, pudo ver un extenso horizonte de ríos,
arroyos y valles con barrancas, zanjones y hondonadas que terminaban en las
toscas enormes de la costa. Hoy sólo en alguna tarde de otoño bajo las murallas
viejas de Colonia do Sacramento usted puede tener una imagen aproximada de la
costa de Buenos Aires que vivieron esos primeros europeos.
Vista con
ojos descarnados y vírgenes, la geografía natural de nuestra ciudad es la de un
pequeño delta, triángulo deforme de docenas de venitas de agua dulce, nacidas
de las lluvias, no del deshielo de nieves encumbradas, sino de pequeñas cuencas de agua de las lagunas que rodean la
ciudad.
Los primeros
españoles fueron, a su modo, nómades en estas tierras, con el imperio de dar
forma a la sedentarización necesaria para explotar el trabajo humano y
transformarlo en riquezas para los reyes, plus
ultra la mar.
El nómade
tiene como único aliado al camino eterno que nunca es igual a sí mismo. Para
adentrarse en estas tierras desconocidas seguían la huella natural labrada en
el barro y los pastizales por la paciente lluvia, hacia el oeste y remontando
la llanura hacia terrenos más elevados. Porque si hay cursos de agua, hay
desnivel, se sabe, o debería saberse.
Si el camino
será largo, para bestias y caballadas, cada tantos kilómetros debemos descansar
los músculos y renovar el agua que conforma el combustible esencial de los
cuerpos. Por eso se camina, se busca, se indaga en el futuro incierto de la
tribu, de la expedición, acompañando el curso del río.
Sin ni
siquiera preguntárselo, estos padres fundadores de 480 años de saqueos y
explotación humana, los padres de la esclavitud de africanos, aymaraes y kíchwas,
de mestizos llamados gauchos o mulatos o pardos, y luego de otros hijos e hijas
de europeos, muy diferentes de los que conquistaron a sangre y cruz las pampas,
seguían un instinto atávico. Desde que comenzamos a erguir contra natura
nuestras columnas vertebrales del suelo y elevamos nuestras cabezas hace tres
millones de años en las costas del Lago Materno en el corazón del África negra,
nuestra especie no ha hecho otra cosa que caminar. Caminar vagando y buscando
nuevas tierras, enfrentando el vértigo a lo desconocido: el otro mundo, el
mañana, el futuro.
Y siempre
seguimos el camino de los ríos, del agua potable. Venimos del líquido original,
las primeras células de vida se originaron en el agua que habitaba todo el
planeta y durante nueve meses recreamos la sopa de la vida primitiva en los
úteros de nuestras madres. Del agua venimos y al agua vamos, debería haber
dicho el dios demiurgo, de haber sabido algo sobre sus propios hijos e hijas.
El río más
importante que vieron los primeros españoles en el siglo dieciséis fue lo que
después llamamos despectivamente Riacho de las Naves o directamente Riachuelo y
que los capitalistas llevan doscientos años enfermando y corrompiendo con la
mierda que exudan sus fábricas y talleres.
Pero en
aquella primera visión, el enorme arroyo fue tan fuerte que lo asumieron como
frontera sur: detrás de él habría algo tan profundo e indómito que mejor no
mirarlo. Remontando sus altas y anegadas barrancas, con altos pastos y lagunas,
fueron bendecidos con las ratas y nutrias de río y toda una fauna fácil de
cazar que les llenó el cerebro de proteína y los músculos de hierro. Pero
cuando llegaron mucho más allá, los nómades que venían a consumir las mismas
carnes los desalojaron de prepo, y en su memoria los españoles lo bautizaron Matanza, para que a nadie se le olvide
nunca, a pesar de la propaganda de la superioridad racial europea, el verdadero
poder de los naturales de aquí.
Una vez
afincados después de esa primera Matanza, y luego de varios años de haber
remontado el grandioso Paraná hasta Asunción, los que venían de vuelta para la
España refundaron la aldea masacrada por los querandíes y usaron los riachos
como límites naturales. Tomaron como límite sur de la nueva ciudad un arroyo
nacido detrás de lo que hoy es la Estación Constitución , al que llamaron sin
mucho ingenio “Tercero del Sur” o Granados, y que baja hacia la costa -que
antes llegaba hasta Paseo Colón- por las calles Perú (desde San Juan y Humberto
Primo), pasando por Bolívar y Carlos Calvo hasta Independencia, donde se
juntaba con otro arroyito, el Vieira y con otro más, en el Zanjón de la
Convalescencia, como dramáticamente llamaban antes a la calle Defensa, que
desembocaba al Plata por la cortada de San Lorenzo.
¿Saben las
veinte generaciones de porteños que el límite oficial entre Recoleta y Palermo,
la calle Tagle, marca el final del desarrollo de una vena de agua dulce que
nacía en dos lagunas de agua de lluvia cerca del cruce de Saavedra y Venezuela
–mucho después llamado Balvanera- que bajaba por 24 de noviembre, Corrientes,
Paso, Pasteur, Córdoba, Sánchez de Bustamante hasta formar un pequeño delta
mientras corría hacia el ancho desaguadero por las actuales Gallo y Austria?
¿Lo saben acaso los laburantes que se toman el 118 en Plaza Once después de
horas de traqueteo en el Sarmiento para terminar recalando los cansados huesos
en alguno de los comercios fastuosos que los explotan diariamente?
Como mucho,
algún alma herida y desviada lo sospecha, lo intuye, como lo hacen quienes no
soportan las reglas de la razón lineal, los niños y las niñas, los sicóticos y
sicóticas, les poetas.
El otro
Tercero, llamado del Medio por cerebros para nada inspirados, marcó durante los
primeros trescientos y pico de años de la aldea española el límite al oeste,
con esa llanura infinita y temida, poblada de oro imaginario que luego
transformaron en el único oro posible, el de las millares de vacas y toros que
crecían libremente, pura vitalidad y mansedumbre, defendidos por esos aún más
temidos “bárbaros” que cada vez que podían le mostraban a boleadora y facón
cuál era la “raza superior” por estos pagos.
El Arroyo
del Medio nacía en Independencia y Entre Ríos, desde hace cien años límite
mágico de Balvanera y San Cristóbal, lugar donde los jesuitas se apartaron para
recluir a sus monjes guerreros de Cristo y el Papa en un monasterio que todavía
hoy se mantiene en pie, allí cerca, por Independencia y Salta.
Los
españoles armaron allí una fortificación humana, “permitiendo” vivir entre sus
casas blancas y la de los temibles indios a los esclavos y mulatos, para que en
caso de malón los bárbaros domesticados con sus candombes y raros ritos
defendieran la vida de sus negritos degollando indios y así dieran tiempo a los
enriquecidos hijos de conquistadores para ver de qué carajo se disfrazaban ante
tanta montonera sublevada.
Desde allí
bajaba en loca corrida el Medio hasta la laguna que estaba en donde hoy queda
la Plaza Lorea, famosa por ser el epicentro de la energía devastadora del
proletariado industrial porteño desde 1890, donde todos los años arrancaban los
Primero de Mayo y las movilizaciones de las grandes huelgas del 1902, del 1909
o del Centenario.
Plaza Lorea
inundada de sangre de obreros y obreras en las represiones a sablazo y balas de
plomo de la policía montada del hijo de puta de Ramón Falcón -sabiamente
ajusticiado- hasta la Semana Trágica donde el irigoyenista correligionario
General Dellepiane y su proto-fascista Teniente
dirigieron su pesada y reluciente artillería comprada en Alemania a los
herederos de Von Bismark para ametrallar anarquistas y no aviones.
Cientos de
años antes que los urbanistas al mando de Julio Argentino Roca la llenaran de
tierra y pasto para construir la Avenida de Mayo y la Plaza de los Dos
Congresos, y lo regaran con sangre trabajadora, los españoles la llamaron,
proféticamente, el “Hueco de Isidro Lorea”. Hueco de agua dulce, barro y
sangre.
¿Es esto lo
que sabían los masones italianos que compraron las hectáreas necesarias para
construir el Barolo por encima del entubamiento del Arroyo del Medio?
Claro que
sí, porque la memoria es atributo exclusivo de la burguesía y todo historiador
que deschava frente a un público obrero la verdadera cara debajo de la ficción
de cemento, es Prometeo, un ladrón en el pico del Olimpo.
Desde allí,
el Medio seguía su derrotero hasta la posterior Plaza Lavalle, detrás del
Teatro Colón, que antes fuera la sede del Parque de Artillería, depósito de
armas del Ejército Nacional metido cerca de las casas de viejos ricos que
debían proteger, y seguía bajando con ritmo sostenido haciendo serpientes por
el ondulado centro porteño, combinando el recorrido del 102 y el 10,
pongámosle, por Talcahuano, Tucumán, Suipacha, Viamonte, Maipú, Córdoba,
Paraguay hasta, mirá vos lo que son las cosas, desembocando en lo que ahora se
llama Dársena Norte del ex-puerto diseñado por el Ingeniero Madero, devenido en
exclusivo barrio cerrado de los nuevos ricos.
El camino
seguido por el Medio para abrazarse con el Atlántico es el pasaje Tres
Sargentos, hasta hoy muy cercano al límite entre los primeros barrios de la
aristocracia española de Buenos Aires, San Nicolás y Retiro.
En ese
lugar, la vieja aristocracia porteña desde diciembre de 1745 había fundado el
primer convento de monjas dominicas, llamadas Catalinas, en la vieja Manzana
del Campanero, propiedad de la familia Cueli, el Monasterio de Santa Catalina
de Siena, envuelto por las actuales San Martín, Viamonte, Reconquista y
Córdoba, que pasó a ser un símbolo: la parroquia del barrio más rico de los
descendientes de los primeros conquistadores, con sus casas cercadas en
manzanas cedidas en Merced Real por el propio Garay, mezclados con los
enriquecidos napolitanos, vascos, leoneses y sevillanos bajo el comercio de los
Borbones y el contrabando con los súbditos de Queen Elizabeth.
Como siempre
lo han sido, estos bellos y barrocos templos, con sus campanarios, sus grandes
muros blancos y el verde de sus silenciosos patios internos, encubrió la
porquería de la sociedad rioplatense, sirvieron como cárcel para las mujeres
subversivas que cada tanto querían romper el molde de los matrimonios
arreglados desde la cuna, los cuernos aceptados de sus maridos potentados o los
estrechos límites de la métrica, el bordado o el piano.
También como
mesa de dinero, que la Iglesia vaticana usaba para repartir en préstamos
usurarios las donaciones beatas de piadosos difuntos y los fondos obtenidos en
la compra-venta de esclavos y otras mercancías fabricadas en Andalucía o
Barcelona.
El lugar más
alejado hacia el norte de la vieja aldea de Garay, sobre la cima de una
barranca que dominaba la desembocadura del Arroyo del Medio sobre la hermosa
costa del Plata, mirando hacia los verdes prados de los recoletos, detrás del
Retiro.
Casi
trescientos años más tarde la familia Anchorena, que cosechó lo más jugoso de
las ganancias que aportara uno de los mayordomos de sus estancias devenido en
puestero de toda la Confederación durante 27 años, a quien después de febrero
de 1852 abandonaron a su suerte con una modesta pensión en una finca de
Southampton, construyó en 1910 una serie de templos que marcaban el norte
mitológico de la burguesía porteña.
Entre el
centenario de la Revolución y el de la Independencia, nadando en guita y sangre
de obreros, los Anchorena, verdaderos y únicos herederos de los masacradores de
Mendoza y Garay, fundaron su fastuoso palacio de inspiración europea clásica,
napoleónica, que desde 1936 fue el nido de la diplomacia de espías y traidores,
de cipayos y vendepatria, de patotas y sicarios, del Plán Cóndor de Videla de
la invasión a Malvinas de Galtieri, al que llamaron pomposamente, Ministerio de
Relaciones Exteriores y Culto, el Palacio San Martín.
En el Norte
su mansión, hacia el sur de su Parque propio, la Plaza San Martín, construyeron
su Iglesia, la Basílica del Santísimo Sacramento, templo elevado hacia la
divinidad construido sobre el viejo Arroyo del Medio, a pocas cuadras del
recodo de Tres Sargentos y la desembocadura.
Para coronar
esta especie de pequeña Ciudad Estado simbólica de la alta burguesía argentina,
la oligarquía que había reconquistado el mando del país en sus propias manos,
el gobierno de Uriburu y Agustín Justo, demolió los bares y piringundines de
los obreros del puerto, cloaca de pobres derrochando la felicidad en putas y
tango, a lo largo del viejo Paseo de Julio, que ensuciaba “su” ciudad y plantó
la “avenida más ancha del mundo”. Donde estaba la vieja Parroquia de San
Nicolás plantaron para siempre el símbolo masón más sagrado, el Obelisco, y al
frente de la Torre que donaron los herederos de la Queen Elizabeth en el Parque
del Retiro, construyeron el nuevo rascacielos más alto de Sudamérica, el
Kavanagh, retomando el fasto de veinte años antes, equilibrando el Palacio San
Martín y la Basílica de Merceditas Anchorena.
Ochenta años
han pasado -parece mentira- desde que la aristocracia porteña remodelara la
ciudad a su gusto después de retomar el control de su Estado en las manos del
hijo de uno de los suyos, don Agustín P. Justo, porque otra vez desconfiaban de
las “cagadas” del nuevo puestero que el ingenuo de Pellegrini y el “botarate”
de Roque Sáenz Peña dejaron ganar en 1916, que aunque aceptaba órdenes, se iba
de demagógico y coqueteaba demasiado con la plebe. Aunque ahora no había sido
un mayordomo de estancia al que habían elegido, sino un viejo comisario de la
Parroquia de Balvanera, sobrino de ese estudiante cajetilla que se rebeló
contra el poder de los papis, Leandro Niscéforo, y aprovechó el desconche de
1890 para buscarse un lugar en la conducción de la Nación que no se había
ganado por sangre.
Cuando Jorge
Luis Borges, triste heredero de esta alcurnia, imaginó una metáfora para la
moderna ciudad, comenzó una novela policial en el Norte mítico. Lo construyó en
su imaginación ya devenido en obrero municipal mal que le pese, décadas antes
de quedarse ciego del todo, castigado a una eternidad sin poder leer, y poco
después de ser atacado por otro “empleado de la familia”, ya no puestero de
estancia como el díscolo Juan Manuel, ni comisario de parroquia como el Peludo,
ahora un milico facho encargado de matar y domesticar obreros, que osó rajarlo
de la Biblioteca Municipal donde ganaba el mango como si fuese un “empleaducho”
del montón y lo fusionó para siempre con el resentimiento y el odio de su
aristocracia nativa hacia el bajo pueblo.
Mucho antes
de que ese Borges corroído por el odio de clase y la ceguera agregara un hito
arquitectónico más a la vieja tarea de los sicarios masones en el mapa de
cemento que construyeron en la vieja aldea de la pampa, en 1944 dibujaba en La muerte y la brújula el mapa de una
ciudad de Buenos Aires que se le aparecía extraña y moderna, y en su trama de
misterio y cuento policial, todo comenzaba con un asesinato en el inexistente y
metafórico “Hôtel du Nord –ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas
tienen el color del desierto”. Para esta aristocracia, el punto más alto, “el
Norte”, estaba y está entre los picos del Palacio Anchorena, el Kavanagh, el
Santuario de los Anchorena, en la desembocadura del Medio y el Río de la Plata.
No por nada
Diego Armando Maradona decidió casarse en la Basílica del Santísimo Sacramento
irritando con su fortuna personal el orgullo de una oligarquía que alquilaba la
pompa a cualquier jugador de fútbol que pudiese pagarla, aunque sea este
despreciable negrito hijo de correntinos de Villa Fiorito. Aunque mal que nos
pese fue también la forma que tuvo esta oligarquía rancia de meterlo al Diego
en su propio infierno aristocrático, eso que en Argentina llamamos farándula y
los yanquis llaman showbussiness que
sirve para encandilar con un ascenso social fabuloso y rápido a las conciencias
obreras más alienadas, mucho más adictivo y corrosivo que la merca o el paco.
Desde aquí y
por el Parque del Retiro construyeron su propia geografía, conectando los
palacios que hoy son exclusivísimas embajadas, templos de su propio
imperialismo, una gran avenida que supo ser paralela a una costanera no
intervenida, la vieja Avenida Alvear, nombrada en homenaje al tipo que supo
tomar el poder por medio de un golpe de Estado en 1812, conducir una guerra que
protegiera sobre todo las estancias y que exiliara a los defensores de la
igualdad jacobina a la sed de sangre y tierras de Portugal e Inglaterra o bien
al ostracismo.
El Carlos
María de Alvear que prometió a Inglaterra una anexión tranquila de las nuevas
Provincias Unidas del Sud al Commonwealth
británico, que puso precio a la cabeza de Artigas, que desfinanció a su
camarada masón San Martín en su campaña de guerra contra España, el líder
político de los Pueyrredón y Rivadavia, que firmaron en el Congreso de 1816 la
entrega definitiva de los valores republicanos y federales, de la Banda
Oriental y la Mesopotamia.
Así irían en
sus carruajes dejando atrás sus palacios, con el majestuoso río “color del
desierto” a su derecha, surcando los parques robados a la vieja estancia del
puestero Rosas a su izquierda y llegando después de varias horas a sus enormes
quintas de descanso alrededor del Delta del Tigre, en Olivos, Vicente López,
Acassusso, San Isidro, Beccar o San Fernando. Hermosas y tranquilas costas de
alta barranca que impedían la inundación de las fastuosas mansiones de una
arquitectura más clásica, con parques y jardines arbolados imitando a los
príncipes europeos, y de paso también, feudo de explotación de los campesinos y
chacareros que proveían de fruta y hortaliza a los mercados de la ciudad.
Pero la
ciudad de los pobres fue creciendo hacia el oeste y al sur. En las mugrientas
costas de la boca del Matanza, sabido es o debería serlo, los todopoderosos
estancieros mandaron construir con su Presidente Rivadavia en los años veinte
del 1800, los primeros mataderos de vacas y saladeros industriales, donde en
medio de barrizales húmedos y grises, la sangre de los animales brotaba como
cataratas de los cuellos y los genitales arrancados por sabios puñales curvos
hacia el agua dulce. La sangre de los mataderos de vacas, bueyes y toros no era
roja y poética, como cuando bombeaba viva por la red de ríos internos de las
venas y arterias, sino negra y oscura, desprovista del oxígeno vital, hecha coágulo
y mezclada con la mierda que fluía casi al mismo tiempo del degüello o el
marronazo, cuando el animal perdía el control del esfínter y se desangraba
también, en materia fecal y restos de intestino.
Pero todavía
más macabro era el objetivo final de la matanza, porque no eran los huesos que
iban a ser mangos de puñales o la grasa que iba a encender las velas de la
única luz nocturna de la ciudad, tampoco las pezuñas que se iban a llenar de
yerba mate sagrada de los guaraníes para alegrar los estómagos de los pobres y
ricos de la pampa, ni siquiera la piel desgarrada de las espaldas, de los
pechos, de las extremidades con otro sabio cuchillo filoso, para ser quemada en
químicos cancerígenos y transformada en cuero, especie de viejo plástico
arrancado al líquido putrefacto de los dinosaurios, oro marrón del cuero que
vestiría cuerpos humanos, cabalgaría espaldas equinas y sobre todo movería las
poeas de las primeras máquinas de la Revolución Industrial en Inglaterra; el
principal fruto del noble y manso animal por el que se construyeron esos
mataderos del Riachuelo, entre las Barracas del puerto de La Boca y al norte
del Arroyo Granados de la vieja ciudad, donde después se montó la máscara del
hermoso Parque de los Patricios, era la carne embalsamada en sal gruesa en
grandes toneles, el tasajo duro y de rancio sabor, destinado a ser alimento
barato y nutritivo de los esclavos africanos del Imperio del Brasil, de las
colonias británicas, francesas, holandesas y españolas de la Guayana y el
Caribe, de las después gloriosas islas sublevadas de Haití, Puerto Rico y Cuba.
Estancieros
y comerciantes españoles e ingleses fundaban la podredumbre del Matanza con la
corrupción cancerígena de una Nación supuestamente soberana, supuestamente
nacida de la lucha contra los opresores esclavistas, pero que basaba toda su
fuerza económica en sostener la alimentación barata del motor de la economía de
todas las potencias esclavistas del imperialismo europeo.
Luego sería
natural construir fábricas que tiraran sus desechos químicos en la Boca del
Riacho de las Naves, y que todas esas tierras sucias, que encima se inundaban
con las crecidas de Otoño y Primavera del Paraná y el Plata, se llenaran de
ranchitos y villas miseria, desde los gloriosos barrios obreros fundados y
nombrados por ellos, no por los oligarcas, en homenaje a sus casas de origen o
al oficio que tenían: La Boca, Barracas y Nueva Pompeya.
Se sabe
también de la expansión de los barrios dominados por gauchos y mestizos de
indio, africano y blanco pobre, hacia el Oeste de la Plaza de Toros de
Montserrat y Balvanera, creciendo alrededor del Camino Real que llevaba desde
el gran Mercado del Oeste, último parador de carretas y posta hacia el Pueblo
de Flores, y los lejanos territorios del fortín de Luján, puerta del desierto infinito,
océano de llanuras, ríos y malones entre el Plata y la Cordillera.
Si nos
parásemos –como yo quise y pude hacer- en el punto más alto del relieve de la vieja
ciudad de Garay y Mendoza, en algún día de aire claro y sereno de verano, entre
fines del 1700 y fines del 1800, donde hoy se cruzan Beiró y Chivilcoy –triple
frontera de las tierras compradas por el italiano Devoto, Monte Castro y la
Villa del Parque- mirando al sudoeste, mucho antes de la desembocadura del
Matanza, nos cortaría la vista el río más importante y olvidado de la ciudad,
el Maldonado, que nace en las lomadas de Isidro Casanova, en el profundo oeste
matancero, como su hermano del sur.
Ahora viaja encerrado
en una cárcel de cemento tubular, sin luz de sol para los viejos juncos ya
muertos de sus otrora orgullosas riberas ni la imagen de su amada influencia
lunar, para servir de empuje a los enamorados en sus puentes de madera ya
podridos y herrumbrados, que corre silenciosamente bajo el asfalto de la gran
avenida que el presidente fascista y milico Justo nombró en honor a su hermano
díscolo, el médico marxista Justo, que bajo la misma fiebre revolucionaria que
entusiasmó a la juventud universitaria en 1890 fue atraído con mayor vigor que
Leandro Alem hacia los inmigrantes sublevados en las fábricas y fundó con ellos
el Primer Partido Obrero y Socialista en estas riberas.
El Maldonado
supo ser la columna vertebral de todos los dueños de tierras que fueron
domesticando y encerrando entre sus pastos a las millones de vacas que vivían salvajemente
entre Luján y las tierras de la familia Flores. Aparcera de los bañados al
norte de las tierras de los Flores, la familia vasca de los Gauna tuvo hasta
fines del 800 una posta menos importante que la de Once, mucho más campo que
ciudad, donde descansaban las bestias cuadrúpedas y bípedas antes de encarar
por la Huella de Gauna que corría al borde del Maldonado hasta sus vaquerías de
Morón. Al norte del Maldonado y hasta el Reconquista fueron regalados con
estancias y vaquerías los cientos de oficiales mazorqueros de las montoneras de
Rosas, que establecieron su lugar fuerte en El Palomar y el pueblo de Santos
Lugares, hoy Tres de Febrero, toponímico impuesto en centenares de lugares por
la burguesía vencedora del rosismo para recordarles el día exacto de 1852 en
que fueron vencidos en sangrienta batalla y expropiados de sus tierras y vastos
poderes estatales.
Al sur del
Maldonado y hasta las llanuras fértiles del Matanza, se expandían las infinitas
tierras de la familia Ramos Mexía, compradas en 1814 por Francisco, que venía
en ellas a echar raíces familiares adultas después de sus correrías jacobinas
con Saavedra, Belgrano, Castelli, Moreno y Monteagudo por las aulas de
Chuquisaca, las calles de La Paz, los campos de batalla del Altiplano y las experiencias
de explorador y moderno franciscano con los naturales del sur de la Pampa.
Familia
desgarrada por la guerra civil que supo cobijar bajo la torre almenada blanca
en lo alto de una loma, de su chacra llamada Los Tapiales, a los ejércitos del
centralista unitario Lavalle que dieron el golpe de Estado y el paredón de
fusilamiento al gobernador Dorrego en 1828 y por ello fueron expropiados por
sus primos de la familia Rosas, que a último momento decidieron rajar a los
afrancesados de Lavalle hacia el Alto Perú y quedarse a mandar de forma muy
española y anglófila en estos pagos. En esos altos de La Tablada durmió
también, aunque mucho después que el asesino de federales, otro masacrador de
izquierdistas, el polaco Wojtila, disfrazado de Papa Juan Pablo II, en 1982,
cuando vino a avalar la sangría de la dictadura y la Guerra contra Chile por el
Canal de Beagle.
Para fines
del 800 y principios del 900, la oligarquía progresista que acababa de
conquistar la nación después de que Julio Roca masacrara los últimos recuerdos
del orgulloso imperio Mapungundún en la Patagonia, decidieron borrar de la
memoria de la ciudad ese pasado gaucho y matrero y pusieron adoquines de madera
y piedra sobre la huella de Gauna que pasó a llamarse Avenida Gaona y también
Díaz Vélez, y sepultaron los restos de mil noches de comilonas, bailes y
entreveros, los recuerdos de cientos de historias de viajeros que se cruzaron
en la Vieja Posta, bajo un Parque Circular, sabido es que el círculo era para
ellos la forma perfecta de Dios, la representación gráfica del Orden y la
Civilización.
En su centro
mantuvieron un gran estanque de cemento que hoy soporta un islote de fauna
autóctona, lo rodearon del hermoso edificio del Museo de Historia Natural,
donde pusieron en exposición los restos óseos de todas las criaturas salvajes
que habían poblado la pampa antes que ellos, y que fueron conquistados por
ellos, desde los esqueletos de los dinosaurios hasta las calaveras de mapuches,
warpes y tewellches que masacraron en la Patagonia. Y a ese círculo perfecto,
que señala desde 1880 el centro exacto de la ciudad de Julio Roca, pusieron el
nombre de Parque del Centenario, inaugurado en 1910.
A pocas
cuadras de allí, una miserable capilla dedicada a San Bernardo fue durante
treinta años cabeza de la parroquia de todos los barrios del norte y noroeste
de la ciudad. Sede de las barriadas de
obreros italianos, gallegos, vascos, sirio-libaneses, armenios, judíos polacos
y eslavos que inundaron como mano de obra barata las cientos y miles de
fábricas textiles y de calzado de cuero que se fundaron a la vera del
Maldonado, desde el 3 de junio de 1888, cuando el intendente Crespo donó la
manzana de Padilla, Acevedo, Gurruchaga y Murillo para la construcción de la
Fábrica Nacional de Calzado y armó un gran negociado de loteo de tierras
fiscales para la instalación de los conventillos y ranchitos obreros a su
alrededor, por el que los rematadores y martilleros con los bolsillos llenos
decidieron homenajearlo bautizando con su nombre al barrio.
Después de
las barriadas del Riachuelo, las orillas del Maldonado se transformaron en el
segundo barrio obrero industrial de la ciudad, ofendiendo la sensibilidad de
clase de sus vecinos del norte, los dueños de las quintas cercanas a la
Chacarita de los Colegiales, que ya venían bastante maltratados por la
instalación en 1874 del Cementerio del Oeste en parte de las tierras
confiscadas a los jesuitas, y a las viejas familias aristocráticas venidas a
menos que todavía vivían en las tierras confiscadas a Rosas en Palermo.
Porque si la
boca del Matanza en el sudeste de la ciudad estará para siempre identificada
con los primeros obreros modernos, en su mayoría xeneizes, es decir, genoveses,
la desembocadura del Maldonado fue aprovechada por Rosas, que montó sobre ella
lo más bello de los parques de su famosa estancia porteña. El Maldonado,
siguiendo la costumbre de su hermano mayor el Paraná, terminaba sus horas
ramificándose en lagunas y esteros naturales, especie de micro-delta que atrae
una vistosa y colorida fauna de mamíferos, aves y reptiles, muy bonitos para el
deporte preferido del aristócrata, la caza menor y de muy buena fisonomía para
un criador de vacas y caballos.
Después que
este modesto miembro de las familias conquistadoras, por medio de su astucia y
coraje pasara de ser puestero de los Anchorena en sus grandes tierras de San
Miguel del Monte, Lobos o Cañuelas, a gobernador de la Provincia más rica del
Litoral y Dictador de toda la Confederación Argentina de las 14 provincias
herederas de Mayo; después que su traición a sus hermanos de clase condujera a
la miseria y el rencor eterno a centenares de aristocráticas familias
unitarias, la venganza comenzaría en la misma tarde del caluroso 3 de febrero
de 1852, cuando miles de prisioneros colorados fueron degollados en el mismo
parque de la Estancia de Palermo donde Rosas y su hija Manuelita jugaban a
andar a caballo cazando cuises, regando los famosos Bosques de Palermo con un
color negro de sangre coagulada y el pálido mortecino de los cuerpos
decapitados muy parecido al de los mataderos de la otra punta de la ciudad.
En esas
tierras, uno de los resentidos vencedores de Caseros cuando pudo ser presidente
y contar con los fondos proveídos por la deuda externa inglesa, pagados con la
sangre de gauchos y guaraníes en la invasión a Paraguay donde moriría su propio
vástago, diseñó para las tierras de Rosas el destino final que hoy tienen. En
donde estaba su casa, en el mismo suelo que caminó cotidianamente para ir a
mear, para comer al mediodía y a la noche, donde descansaba su cuerpo en la
fuga del sueño nocturno, el Presidente Sarmiento mandó construir el primer
Zoológico de la región. El símbolo más sutil de la dominación del orden
civilizado sobre la barbarie de la naturaleza: la bestia enjaulada por el poder
de la razón.
Los hermosos
parques de la vieja estancia fueron diseñados también por los mejores
urbanistas parisinos con sus paseos bucólicos de especies arbóreas europeas y
exóticas, las esculturas de símbolos de la cultura clásica occidental y
próceres del liberalismo, ubicadas en lugares exactos que marcaban los paseos
del antiguo habitante famoso. El rosedal, ubicado en el mismo lugar donde los
federales fueron degollados, como macabro detalle para dejar la marca
imborrable de la sangre derramada, todo bajo el misterioso nombre de una fecha:
3 de febrero.
El resto de
las propiedades fueron loteadas para las familias aristocráticas venidas a
menos como resarcimiento por las pérdidas provocadas por el propio presidente
mazorquero.
El
Maldonado, que fuera testigo de la Huelga General de enero de 1936, en la que
todas la barriadas obreras de Villa Crespo, Palermo, Ortúzar, Paternal y
Chacarita se supieron sublevar, tomando el control de calles y veredas hasta
que la patronal alemana de la construcción fuera quebrada y naciera la
Federación Obrera de la Construcción, bajo conducción comunista mucho antes de
ser enquistada por el peronismo y pasar a ser la UOCRA que hoy conocemos; el
mismo Maldonado que supo ser crisol de la mezcla rara de milongas camperas,
polcas eslavas y valses vieneses que parió el tango de De La Púa, Portogalo y
Osvaldo Pugliese; que por su misma composición de barrio obrero al costado de
quintas bucólicas y mansiones señoriales -como las del Vasco Ortúzar en el
cruce de Álvarez Thomas y Los Incas-, fuera fuente de inspiración para
conocidos poemas de un joven Borges y también para un hijo de criollos venidos
a menos e inmigrantes como el maestro de escuela Leopoldo Marechal, para que
escribiera la primer novela argentina moderna, su Adán Buenosayres, que sirvió a otro hijo de inmigrantes para romper
los moldes de la narrativa oficial y parir –como él mismo lo reconociera en una
reseña literaria y en cartas muy afectivas- la gran novela de toda una generación,
Rayuela; ese mismo Maldonado quiso
ser sepultado por un presidente oligárquico y conservador bajo el cemento de la
Avenida Juan B. Justo, en represalia a la gran Huelga del 36, sus grandes
fábricas de curtiembres y textiles relocalizadas en los viejos pagos rosistas
de Villa Lynch y los edificios de departamentos para los hijos y nietos
profesionales de esos primeros inmigrantes obreros anarquistas y comunistas que
ahora se borran el cuero y la sangre coagulada de las uñas debajo de los modos
más “serios” y rescatados de una clase media “ubicada” y de centroderecha.
Pero el
viejo Maldonado se niega a morir, sigue alimentando la vida de cada porteño que
abre una canilla que viene a traernos el agua dulce mezclada con cloro de la
vieja planta de Obras Sanitarias de Figueroa Alcorta y Olleros, se subleva cada
tanto para inundar los sótanos y estacionamientos de las casas linderas a Juan
B. Justo y vive en los corazones y mentes de los cientos y miles de votantes de
izquierda y centroizquierda que llenaron las fichas de afiliación y los locales
del viejo PC, y cada variante centroizquierdista alrededor de Scalabrini Ortíz
y Corrientes, desde la izquierda peronista hasta el lamentable último eructo
del Proyecto Sur de Pino Solanas, pasando por su padre, el nefasto Frepaso de
comunistas y peronistas de izquierda que naufragó en el fuego de Cromañón en la
nochevieja de 2004.
El hallazgo
del Ermassi, viendo un documental del BAFICI 2012, esa tarde de mayo en el
local de Charlone y Chorroarín, sobre la construcción del Barolo y el
emplazamiento de la obra maestra de Auguste Rodain sobre la laguna de Lorea y
el recorrido del Arroyo del Medio, derrumbó el dique de contención que en
nuestras conciencias habían construido durante más de cuatroscientos ochenta años
los clanes de explotadores descendientes de los barcos de Garay y Pedro de
Mendoza. Ya podíamos ver debajo de los templos de cemento el terreno natural
donde caminábamos, luchábamos, amábamos y sufríamos.
Para los
cuatro allí reunidos el universo entero no iba a ser nunca más igual a sí
mismo.
La verdadera
y microscópica historia entretejida en los hilos invisibles de esta ciudad por
millones de seres anónimos en lucha por alimentarse y alimentar a sus crías
habían emergido frente a la corteza exterior de nuestra conciencia desde el
profundo subsuelo, el hondo bajo fondo, donde quisieron sepultarla.
Santos
Capobianco entendió finalmente de dónde surgía su inexplicable fascinación por
los viajes en barco, surcando las aguas dulces o saladas del mundo. Su eterna
búsqueda no estaba en los puertos y ciudades fascinantes y las increíbles
biografías de los seres que las habitan, sino en el más simple y poderoso
influjo del elemento vital que corría bajo las panzas de los buques, la
búsqueda inagotable por saciar la sed primigenia, el retorno al útero materno
arrancado a tan corta edad.
María
Verídica comprendió también su consagrada manía por los rompecabezas de mapas
antiguos que poblaban las paredes de su casa en todas las casas que supo
habitar. Esa fascinación irracional y desmedida por el mapa, el cruce de
coordenadas que la ayudase a encontrar algo más que un rumbo, un destino,
encontrarse a sí misma en medio de este eterno ir y venir de golpes al mentón y
al hígado en que se había transformado la vida desde que su viejo quedara sin
laburo en una fábrica textil al otro lado del Río de la Plata.
Tony
probablemente haya intuido todo esto antes de sembrar la semilla que destruiría
el encantamiento.
En lo
personal, algo de la fascinación de Santos y Victoria con sus propios
descubrimientos de alguna forma también fue abriendo surcos en mi lastimada
conciencia.
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