Translate

jueves, 1 de diciembre de 2016

CAPÍTULO 15- Las venas entubadas de Buenos Ayres

Capítulo 15
Las venas entubadas
de Buenos Ayres


En los mismos ríos entramos y no entramos,
pues somos y no somos los mismos.
Heráclito de Éfeso
(fallecido exactamente 2.500 años antes de la edición de este libro)

Vivimos –si esto puede llamarse vida- en el interior de una gran tumba de cemento. La Ciudad de Buenos Aires es ella misma –ahora lo puedo escribir- una enorme ficción de cemento, construida por la acumulación de capas, como un horrendo monstruo de coral, en exacta e inversa proporción a la belleza de esas formaciones naturales en las cristalinas aguas del Caribe.
El porteño y el inmigrante que sufrimos cotidianamente nuestra explotación en la ciudad, nunca levantamos la cabeza por encima de las carteleras publicitarias, o los balcones. Después de cien años, las cúpulas que proliferaron en los cielos abiertos de la ciudad ya no cumplen su función original, de puentes con los cielos, de imitación de la majestuosidad de las cumbres montañosas, que en esta ciudad están exiliadas.
El cielo nos es expropiado, también, como tantas cosas bellas.
Vivimos también expropiados de nuestro subsuelo, de las cosas que ocurren bajo los adoquines o el macadam, o las baldosas de las calles, de los pedazos de tierra negra y arcillosa que se empeñan en llenar de polvo nuestras repisas para llamarnos la atención sobre su existencia previa.
Nos fascinan sólo a quienes nos detenemos a contemplarlos, los tallos de las humildes plantas con florecillas amarillas que nacen en las grietas de los edificios más antiguos, que se empeñan en emerger después de cien o doscientos años de las fisuras de las baldosas de estilo andaluz en algunos patios de San Telmo o entre los imperceptibles huecos de los adoquines de la vieja calle Balcarce.
¿Qué memoria se han empeñado en ocultarnos los poderosos que fabricaron las calles, las avenidas y los edificios de esta mole de furia?
Hace quinientos años, la vista del primer europeo que pisó -con Solís o Mendoza- los suelos pantanosos de la costa del gran estuario que los recibía desde su largo camino a través del océano Atlántico, pudo ver un extenso horizonte de ríos, arroyos y valles con barrancas, zanjones y hondonadas que terminaban en las toscas enormes de la costa. Hoy sólo en alguna tarde de otoño bajo las murallas viejas de Colonia do Sacramento usted puede tener una imagen aproximada de la costa de Buenos Aires que vivieron esos primeros europeos.
Vista con ojos descarnados y vírgenes, la geografía natural de nuestra ciudad es la de un pequeño delta, triángulo deforme de docenas de venitas de agua dulce, nacidas de las lluvias, no del deshielo de nieves encumbradas, sino de pequeñas  cuencas de agua de las lagunas que rodean la ciudad.
Los primeros españoles fueron, a su modo, nómades en estas tierras, con el imperio de dar forma a la sedentarización necesaria para explotar el trabajo humano y transformarlo en riquezas para los reyes, plus ultra la mar.
El nómade tiene como único aliado al camino eterno que nunca es igual a sí mismo. Para adentrarse en estas tierras desconocidas seguían la huella natural labrada en el barro y los pastizales por la paciente lluvia, hacia el oeste y remontando la llanura hacia terrenos más elevados. Porque si hay cursos de agua, hay desnivel, se sabe, o debería saberse.
Si el camino será largo, para bestias y caballadas, cada tantos kilómetros debemos descansar los músculos y renovar el agua que conforma el combustible esencial de los cuerpos. Por eso se camina, se busca, se indaga en el futuro incierto de la tribu, de la expedición, acompañando el curso del río.
Sin ni siquiera preguntárselo, estos padres fundadores de 480 años de saqueos y explotación humana, los padres de la esclavitud de africanos, aymaraes y kíchwas, de mestizos llamados gauchos o mulatos o pardos, y luego de otros hijos e hijas de europeos, muy diferentes de los que conquistaron a sangre y cruz las pampas, seguían un instinto atávico. Desde que comenzamos a erguir contra natura nuestras columnas vertebrales del suelo y elevamos nuestras cabezas hace tres millones de años en las costas del Lago Materno en el corazón del África negra, nuestra especie no ha hecho otra cosa que caminar. Caminar vagando y buscando nuevas tierras, enfrentando el vértigo a lo desconocido: el otro mundo, el mañana, el futuro.
Y siempre seguimos el camino de los ríos, del agua potable. Venimos del líquido original, las primeras células de vida se originaron en el agua que habitaba todo el planeta y durante nueve meses recreamos la sopa de la vida primitiva en los úteros de nuestras madres. Del agua venimos y al agua vamos, debería haber dicho el dios demiurgo, de haber sabido algo sobre sus propios hijos e hijas.
El río más importante que vieron los primeros españoles en el siglo dieciséis fue lo que después llamamos despectivamente Riacho de las Naves o directamente Riachuelo y que los capitalistas llevan doscientos años enfermando y corrompiendo con la mierda que exudan sus fábricas y talleres.
Pero en aquella primera visión, el enorme arroyo fue tan fuerte que lo asumieron como frontera sur: detrás de él habría algo tan profundo e indómito que mejor no mirarlo. Remontando sus altas y anegadas barrancas, con altos pastos y lagunas, fueron bendecidos con las ratas y nutrias de río y toda una fauna fácil de cazar que les llenó el cerebro de proteína y los músculos de hierro. Pero cuando llegaron mucho más allá, los nómades que venían a consumir las mismas carnes los desalojaron de prepo, y en su memoria los españoles lo bautizaron Matanza, para que a nadie se le olvide nunca, a pesar de la propaganda de la superioridad racial europea, el verdadero poder de los naturales de aquí.
Una vez afincados después de esa primera Matanza, y luego de varios años de haber remontado el grandioso Paraná hasta Asunción, los que venían de vuelta para la España refundaron la aldea masacrada por los querandíes y usaron los riachos como límites naturales. Tomaron como límite sur de la nueva ciudad un arroyo nacido detrás de lo que hoy es la Estación Constitución , al que llamaron sin mucho ingenio “Tercero del Sur” o Granados, y que baja hacia la costa -que antes llegaba hasta Paseo Colón- por las calles Perú (desde San Juan y Humberto Primo), pasando por Bolívar y Carlos Calvo hasta Independencia, donde se juntaba con otro arroyito, el Vieira y con otro más, en el Zanjón de la Convalescencia, como dramáticamente llamaban antes a la calle Defensa, que desembocaba al Plata por la cortada de San Lorenzo.
¿Saben las veinte generaciones de porteños que el límite oficial entre Recoleta y Palermo, la calle Tagle, marca el final del desarrollo de una vena de agua dulce que nacía en dos lagunas de agua de lluvia cerca del cruce de Saavedra y Venezuela –mucho después llamado Balvanera- que bajaba por 24 de noviembre, Corrientes, Paso, Pasteur, Córdoba, Sánchez de Bustamante hasta formar un pequeño delta mientras corría hacia el ancho desaguadero por las actuales Gallo y Austria? ¿Lo saben acaso los laburantes que se toman el 118 en Plaza Once después de horas de traqueteo en el Sarmiento para terminar recalando los cansados huesos en alguno de los comercios fastuosos que los explotan diariamente?
Como mucho, algún alma herida y desviada lo sospecha, lo intuye, como lo hacen quienes no soportan las reglas de la razón lineal, los niños y las niñas, los sicóticos y sicóticas, les poetas.
El otro Tercero, llamado del Medio por cerebros para nada inspirados, marcó durante los primeros trescientos y pico de años de la aldea española el límite al oeste, con esa llanura infinita y temida, poblada de oro imaginario que luego transformaron en el único oro posible, el de las millares de vacas y toros que crecían libremente, pura vitalidad y mansedumbre, defendidos por esos aún más temidos “bárbaros” que cada vez que podían le mostraban a boleadora y facón cuál era la “raza superior” por estos pagos.
El Arroyo del Medio nacía en Independencia y Entre Ríos, desde hace cien años límite mágico de Balvanera y San Cristóbal, lugar donde los jesuitas se apartaron para recluir a sus monjes guerreros de Cristo y el Papa en un monasterio que todavía hoy se mantiene en pie, allí cerca, por Independencia y Salta.
Los españoles armaron allí una fortificación humana, “permitiendo” vivir entre sus casas blancas y la de los temibles indios a los esclavos y mulatos, para que en caso de malón los bárbaros domesticados con sus candombes y raros ritos defendieran la vida de sus negritos degollando indios y así dieran tiempo a los enriquecidos hijos de conquistadores para ver de qué carajo se disfrazaban ante tanta montonera sublevada.
Desde allí bajaba en loca corrida el Medio hasta la laguna que estaba en donde hoy queda la Plaza Lorea, famosa por ser el epicentro de la energía devastadora del proletariado industrial porteño desde 1890, donde todos los años arrancaban los Primero de Mayo y las movilizaciones de las grandes huelgas del 1902, del 1909 o del Centenario.
Plaza Lorea inundada de sangre de obreros y obreras en las represiones a sablazo y balas de plomo de la policía montada del hijo de puta de Ramón Falcón -sabiamente ajusticiado- hasta la Semana Trágica donde el irigoyenista correligionario General Dellepiane y su proto-fascista Teniente  dirigieron su pesada y reluciente artillería comprada en Alemania a los herederos de Von Bismark para ametrallar anarquistas y no aviones.
Cientos de años antes que los urbanistas al mando de Julio Argentino Roca la llenaran de tierra y pasto para construir la Avenida de Mayo y la Plaza de los Dos Congresos, y lo regaran con sangre trabajadora, los españoles la llamaron, proféticamente, el “Hueco de Isidro Lorea”. Hueco de agua dulce, barro y sangre.
¿Es esto lo que sabían los masones italianos que compraron las hectáreas necesarias para construir el Barolo por encima del entubamiento del Arroyo del Medio?
Claro que sí, porque la memoria es atributo exclusivo de la burguesía y todo historiador que deschava frente a un público obrero la verdadera cara debajo de la ficción de cemento, es Prometeo, un ladrón en el pico del Olimpo.
Desde allí, el Medio seguía su derrotero hasta la posterior Plaza Lavalle, detrás del Teatro Colón, que antes fuera la sede del Parque de Artillería, depósito de armas del Ejército Nacional metido cerca de las casas de viejos ricos que debían proteger, y seguía bajando con ritmo sostenido haciendo serpientes por el ondulado centro porteño, combinando el recorrido del 102 y el 10, pongámosle, por Talcahuano, Tucumán, Suipacha, Viamonte, Maipú, Córdoba, Paraguay hasta, mirá vos lo que son las cosas, desembocando en lo que ahora se llama Dársena Norte del ex-puerto diseñado por el Ingeniero Madero, devenido en exclusivo barrio cerrado de los nuevos ricos.
El camino seguido por el Medio para abrazarse con el Atlántico es el pasaje Tres Sargentos, hasta hoy muy cercano al límite entre los primeros barrios de la aristocracia española de Buenos Aires, San Nicolás y Retiro.
En ese lugar, la vieja aristocracia porteña desde diciembre de 1745 había fundado el primer convento de monjas dominicas, llamadas Catalinas, en la vieja Manzana del Campanero, propiedad de la familia Cueli, el Monasterio de Santa Catalina de Siena, envuelto por las actuales San Martín, Viamonte, Reconquista y Córdoba, que pasó a ser un símbolo: la parroquia del barrio más rico de los descendientes de los primeros conquistadores, con sus casas cercadas en manzanas cedidas en Merced Real por el propio Garay, mezclados con los enriquecidos napolitanos, vascos, leoneses y sevillanos bajo el comercio de los Borbones y el contrabando con los súbditos de Queen Elizabeth.
Como siempre lo han sido, estos bellos y barrocos templos, con sus campanarios, sus grandes muros blancos y el verde de sus silenciosos patios internos, encubrió la porquería de la sociedad rioplatense, sirvieron como cárcel para las mujeres subversivas que cada tanto querían romper el molde de los matrimonios arreglados desde la cuna, los cuernos aceptados de sus maridos potentados o los estrechos límites de la métrica, el bordado o el piano.
También como mesa de dinero, que la Iglesia vaticana usaba para repartir en préstamos usurarios las donaciones beatas de piadosos difuntos y los fondos obtenidos en la compra-venta de esclavos y otras mercancías fabricadas en Andalucía o Barcelona.
El lugar más alejado hacia el norte de la vieja aldea de Garay, sobre la cima de una barranca que dominaba la desembocadura del Arroyo del Medio sobre la hermosa costa del Plata, mirando hacia los verdes prados de los recoletos, detrás del Retiro.
Casi trescientos años más tarde la familia Anchorena, que cosechó lo más jugoso de las ganancias que aportara uno de los mayordomos de sus estancias devenido en puestero de toda la Confederación durante 27 años, a quien después de febrero de 1852 abandonaron a su suerte con una modesta pensión en una finca de Southampton, construyó en 1910 una serie de templos que marcaban el norte mitológico de la burguesía porteña.
Entre el centenario de la Revolución y el de la Independencia, nadando en guita y sangre de obreros, los Anchorena, verdaderos y únicos herederos de los masacradores de Mendoza y Garay, fundaron su fastuoso palacio de inspiración europea clásica, napoleónica, que desde 1936 fue el nido de la diplomacia de espías y traidores, de cipayos y vendepatria, de patotas y sicarios, del Plán Cóndor de Videla de la invasión a Malvinas de Galtieri, al que llamaron pomposamente, Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, el Palacio San Martín.
En el Norte su mansión, hacia el sur de su Parque propio, la Plaza San Martín, construyeron su Iglesia, la Basílica del Santísimo Sacramento, templo elevado hacia la divinidad construido sobre el viejo Arroyo del Medio, a pocas cuadras del recodo de Tres Sargentos y la desembocadura.
Para coronar esta especie de pequeña Ciudad Estado simbólica de la alta burguesía argentina, la oligarquía que había reconquistado el mando del país en sus propias manos, el gobierno de Uriburu y Agustín Justo, demolió los bares y piringundines de los obreros del puerto, cloaca de pobres derrochando la felicidad en putas y tango, a lo largo del viejo Paseo de Julio, que ensuciaba “su” ciudad y plantó la “avenida más ancha del mundo”. Donde estaba la vieja Parroquia de San Nicolás plantaron para siempre el símbolo masón más sagrado, el Obelisco, y al frente de la Torre que donaron los herederos de la Queen Elizabeth en el Parque del Retiro, construyeron el nuevo rascacielos más alto de Sudamérica, el Kavanagh, retomando el fasto de veinte años antes, equilibrando el Palacio San Martín y la Basílica de Merceditas Anchorena.
Ochenta años han pasado -parece mentira- desde que la aristocracia porteña remodelara la ciudad a su gusto después de retomar el control de su Estado en las manos del hijo de uno de los suyos, don Agustín P. Justo, porque otra vez desconfiaban de las “cagadas” del nuevo puestero que el ingenuo de Pellegrini y el “botarate” de Roque Sáenz Peña dejaron ganar en 1916, que aunque aceptaba órdenes, se iba de demagógico y coqueteaba demasiado con la plebe. Aunque ahora no había sido un mayordomo de estancia al que habían elegido, sino un viejo comisario de la Parroquia de Balvanera, sobrino de ese estudiante cajetilla que se rebeló contra el poder de los papis, Leandro Niscéforo, y aprovechó el desconche de 1890 para buscarse un lugar en la conducción de la Nación que no se había ganado por sangre.
Cuando Jorge Luis Borges, triste heredero de esta alcurnia, imaginó una metáfora para la moderna ciudad, comenzó una novela policial en el Norte mítico. Lo construyó en su imaginación ya devenido en obrero municipal mal que le pese, décadas antes de quedarse ciego del todo, castigado a una eternidad sin poder leer, y poco después de ser atacado por otro “empleado de la familia”, ya no puestero de estancia como el díscolo Juan Manuel, ni comisario de parroquia como el Peludo, ahora un milico facho encargado de matar y domesticar obreros, que osó rajarlo de la Biblioteca Municipal donde ganaba el mango como si fuese un “empleaducho” del montón y lo fusionó para siempre con el resentimiento y el odio de su aristocracia nativa hacia el bajo pueblo.
Mucho antes de que ese Borges corroído por el odio de clase y la ceguera agregara un hito arquitectónico más a la vieja tarea de los sicarios masones en el mapa de cemento que construyeron en la vieja aldea de la pampa, en 1944 dibujaba en La muerte y la brújula el mapa de una ciudad de Buenos Aires que se le aparecía extraña y moderna, y en su trama de misterio y cuento policial, todo comenzaba con un asesinato en el inexistente y metafórico “Hôtel du Nord –ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto”. Para esta aristocracia, el punto más alto, “el Norte”, estaba y está entre los picos del Palacio Anchorena, el Kavanagh, el Santuario de los Anchorena, en la desembocadura del Medio y el Río de la Plata.
No por nada Diego Armando Maradona decidió casarse en la Basílica del Santísimo Sacramento irritando con su fortuna personal el orgullo de una oligarquía que alquilaba la pompa a cualquier jugador de fútbol que pudiese pagarla, aunque sea este despreciable negrito hijo de correntinos de Villa Fiorito. Aunque mal que nos pese fue también la forma que tuvo esta oligarquía rancia de meterlo al Diego en su propio infierno aristocrático, eso que en Argentina llamamos farándula y los yanquis llaman showbussiness que sirve para encandilar con un ascenso social fabuloso y rápido a las conciencias obreras más alienadas, mucho más adictivo y corrosivo que la merca o el paco.
Desde aquí y por el Parque del Retiro construyeron su propia geografía, conectando los palacios que hoy son exclusivísimas embajadas, templos de su propio imperialismo, una gran avenida que supo ser paralela a una costanera no intervenida, la vieja Avenida Alvear, nombrada en homenaje al tipo que supo tomar el poder por medio de un golpe de Estado en 1812, conducir una guerra que protegiera sobre todo las estancias y que exiliara a los defensores de la igualdad jacobina a la sed de sangre y tierras de Portugal e Inglaterra o bien al ostracismo.
El Carlos María de Alvear que prometió a Inglaterra una anexión tranquila de las nuevas Provincias Unidas del Sud al Commonwealth británico, que puso precio a la cabeza de Artigas, que desfinanció a su camarada masón San Martín en su campaña de guerra contra España, el líder político de los Pueyrredón y Rivadavia, que firmaron en el Congreso de 1816 la entrega definitiva de los valores republicanos y federales, de la Banda Oriental y la Mesopotamia.
Así irían en sus carruajes dejando atrás sus palacios, con el majestuoso río “color del desierto” a su derecha, surcando los parques robados a la vieja estancia del puestero Rosas a su izquierda y llegando después de varias horas a sus enormes quintas de descanso alrededor del Delta del Tigre, en Olivos, Vicente López, Acassusso, San Isidro, Beccar o San Fernando. Hermosas y tranquilas costas de alta barranca que impedían la inundación de las fastuosas mansiones de una arquitectura más clásica, con parques y jardines arbolados imitando a los príncipes europeos, y de paso también, feudo de explotación de los campesinos y chacareros que proveían de fruta y hortaliza a los mercados de la ciudad.
Pero la ciudad de los pobres fue creciendo hacia el oeste y al sur. En las mugrientas costas de la boca del Matanza, sabido es o debería serlo, los todopoderosos estancieros mandaron construir con su Presidente Rivadavia en los años veinte del 1800, los primeros mataderos de vacas y saladeros industriales, donde en medio de barrizales húmedos y grises, la sangre de los animales brotaba como cataratas de los cuellos y los genitales arrancados por sabios puñales curvos hacia el agua dulce. La sangre de los mataderos de vacas, bueyes y toros no era roja y poética, como cuando bombeaba viva por la red de ríos internos de las venas y arterias, sino negra y oscura, desprovista del oxígeno vital, hecha coágulo y mezclada con la mierda que fluía casi al mismo tiempo del degüello o el marronazo, cuando el animal perdía el control del esfínter y se desangraba también, en materia fecal y restos de intestino.
Pero todavía más macabro era el objetivo final de la matanza, porque no eran los huesos que iban a ser mangos de puñales o la grasa que iba a encender las velas de la única luz nocturna de la ciudad, tampoco las pezuñas que se iban a llenar de yerba mate sagrada de los guaraníes para alegrar los estómagos de los pobres y ricos de la pampa, ni siquiera la piel desgarrada de las espaldas, de los pechos, de las extremidades con otro sabio cuchillo filoso, para ser quemada en químicos cancerígenos y transformada en cuero, especie de viejo plástico arrancado al líquido putrefacto de los dinosaurios, oro marrón del cuero que vestiría cuerpos humanos, cabalgaría espaldas equinas y sobre todo movería las poeas de las primeras máquinas de la Revolución Industrial en Inglaterra; el principal fruto del noble y manso animal por el que se construyeron esos mataderos del Riachuelo, entre las Barracas del puerto de La Boca y al norte del Arroyo Granados de la vieja ciudad, donde después se montó la máscara del hermoso Parque de los Patricios, era la carne embalsamada en sal gruesa en grandes toneles, el tasajo duro y de rancio sabor, destinado a ser alimento barato y nutritivo de los esclavos africanos del Imperio del Brasil, de las colonias británicas, francesas, holandesas y españolas de la Guayana y el Caribe, de las después gloriosas islas sublevadas de Haití, Puerto Rico y Cuba.
Estancieros y comerciantes españoles e ingleses fundaban la podredumbre del Matanza con la corrupción cancerígena de una Nación supuestamente soberana, supuestamente nacida de la lucha contra los opresores esclavistas, pero que basaba toda su fuerza económica en sostener la alimentación barata del motor de la economía de todas las potencias esclavistas del imperialismo europeo.
Luego sería natural construir fábricas que tiraran sus desechos químicos en la Boca del Riacho de las Naves, y que todas esas tierras sucias, que encima se inundaban con las crecidas de Otoño y Primavera del Paraná y el Plata, se llenaran de ranchitos y villas miseria, desde los gloriosos barrios obreros fundados y nombrados por ellos, no por los oligarcas, en homenaje a sus casas de origen o al oficio que tenían: La Boca, Barracas y Nueva Pompeya.
Se sabe también de la expansión de los barrios dominados por gauchos y mestizos de indio, africano y blanco pobre, hacia el Oeste de la Plaza de Toros de Montserrat y Balvanera, creciendo alrededor del Camino Real que llevaba desde el gran Mercado del Oeste, último parador de carretas y posta hacia el Pueblo de Flores, y los lejanos territorios del fortín de Luján, puerta del desierto infinito, océano de llanuras, ríos y malones entre el Plata y la Cordillera.
Si nos parásemos –como yo quise y pude hacer- en el punto más alto del relieve de la vieja ciudad de Garay y Mendoza, en algún día de aire claro y sereno de verano, entre fines del 1700 y fines del 1800, donde hoy se cruzan Beiró y Chivilcoy –triple frontera de las tierras compradas por el italiano Devoto, Monte Castro y la Villa del Parque- mirando al sudoeste, mucho antes de la desembocadura del Matanza, nos cortaría la vista el río más importante y olvidado de la ciudad, el Maldonado, que nace en las lomadas de Isidro Casanova, en el profundo oeste matancero, como su hermano del sur.
Ahora viaja encerrado en una cárcel de cemento tubular, sin luz de sol para los viejos juncos ya muertos de sus otrora orgullosas riberas ni la imagen de su amada influencia lunar, para servir de empuje a los enamorados en sus puentes de madera ya podridos y herrumbrados, que corre silenciosamente bajo el asfalto de la gran avenida que el presidente fascista y milico Justo nombró en honor a su hermano díscolo, el médico marxista Justo, que bajo la misma fiebre revolucionaria que entusiasmó a la juventud universitaria en 1890 fue atraído con mayor vigor que Leandro Alem hacia los inmigrantes sublevados en las fábricas y fundó con ellos el Primer Partido Obrero y Socialista en estas riberas.
El Maldonado supo ser la columna vertebral de todos los dueños de tierras que fueron domesticando y encerrando entre sus pastos a las millones de vacas que vivían salvajemente entre Luján y las tierras de la familia Flores. Aparcera de los bañados al norte de las tierras de los Flores, la familia vasca de los Gauna tuvo hasta fines del 800 una posta menos importante que la de Once, mucho más campo que ciudad, donde descansaban las bestias cuadrúpedas y bípedas antes de encarar por la Huella de Gauna que corría al borde del Maldonado hasta sus vaquerías de Morón. Al norte del Maldonado y hasta el Reconquista fueron regalados con estancias y vaquerías los cientos de oficiales mazorqueros de las montoneras de Rosas, que establecieron su lugar fuerte en El Palomar y el pueblo de Santos Lugares, hoy Tres de Febrero, toponímico impuesto en centenares de lugares por la burguesía vencedora del rosismo para recordarles el día exacto de 1852 en que fueron vencidos en sangrienta batalla y expropiados de sus tierras y vastos poderes estatales.
Al sur del Maldonado y hasta las llanuras fértiles del Matanza, se expandían las infinitas tierras de la familia Ramos Mexía, compradas en 1814 por Francisco, que venía en ellas a echar raíces familiares adultas después de sus correrías jacobinas con Saavedra, Belgrano, Castelli, Moreno y Monteagudo por las aulas de Chuquisaca, las calles de La Paz, los campos de batalla del Altiplano y las experiencias de explorador y moderno franciscano con los naturales del sur de la Pampa.
Familia desgarrada por la guerra civil que supo cobijar bajo la torre almenada blanca en lo alto de una loma, de su chacra llamada Los Tapiales, a los ejércitos del centralista unitario Lavalle que dieron el golpe de Estado y el paredón de fusilamiento al gobernador Dorrego en 1828 y por ello fueron expropiados por sus primos de la familia Rosas, que a último momento decidieron rajar a los afrancesados de Lavalle hacia el Alto Perú y quedarse a mandar de forma muy española y anglófila en estos pagos. En esos altos de La Tablada durmió también, aunque mucho después que el asesino de federales, otro masacrador de izquierdistas, el polaco Wojtila, disfrazado de Papa Juan Pablo II, en 1982, cuando vino a avalar la sangría de la dictadura y la Guerra contra Chile por el Canal de Beagle.
Para fines del 800 y principios del 900, la oligarquía progresista que acababa de conquistar la nación después de que Julio Roca masacrara los últimos recuerdos del orgulloso imperio Mapungundún en la Patagonia, decidieron borrar de la memoria de la ciudad ese pasado gaucho y matrero y pusieron adoquines de madera y piedra sobre la huella de Gauna que pasó a llamarse Avenida Gaona y también Díaz Vélez, y sepultaron los restos de mil noches de comilonas, bailes y entreveros, los recuerdos de cientos de historias de viajeros que se cruzaron en la Vieja Posta, bajo un Parque Circular, sabido es que el círculo era para ellos la forma perfecta de Dios, la representación gráfica del Orden y la Civilización.
En su centro mantuvieron un gran estanque de cemento que hoy soporta un islote de fauna autóctona, lo rodearon del hermoso edificio del Museo de Historia Natural, donde pusieron en exposición los restos óseos de todas las criaturas salvajes que habían poblado la pampa antes que ellos, y que fueron conquistados por ellos, desde los esqueletos de los dinosaurios hasta las calaveras de mapuches, warpes y tewellches que masacraron en la Patagonia. Y a ese círculo perfecto, que señala desde 1880 el centro exacto de la ciudad de Julio Roca, pusieron el nombre de Parque del Centenario, inaugurado en 1910.
A pocas cuadras de allí, una miserable capilla dedicada a San Bernardo fue durante treinta años cabeza de la parroquia de todos los barrios del norte y noroeste de la ciudad.  Sede de las barriadas de obreros italianos, gallegos, vascos, sirio-libaneses, armenios, judíos polacos y eslavos que inundaron como mano de obra barata las cientos y miles de fábricas textiles y de calzado de cuero que se fundaron a la vera del Maldonado, desde el 3 de junio de 1888, cuando el intendente Crespo donó la manzana de Padilla, Acevedo, Gurruchaga y Murillo para la construcción de la Fábrica Nacional de Calzado y armó un gran negociado de loteo de tierras fiscales para la instalación de los conventillos y ranchitos obreros a su alrededor, por el que los rematadores y martilleros con los bolsillos llenos decidieron homenajearlo bautizando con su nombre al barrio.
Después de las barriadas del Riachuelo, las orillas del Maldonado se transformaron en el segundo barrio obrero industrial de la ciudad, ofendiendo la sensibilidad de clase de sus vecinos del norte, los dueños de las quintas cercanas a la Chacarita de los Colegiales, que ya venían bastante maltratados por la instalación en 1874 del Cementerio del Oeste en parte de las tierras confiscadas a los jesuitas, y a las viejas familias aristocráticas venidas a menos que todavía vivían en las tierras confiscadas a Rosas en Palermo.
Porque si la boca del Matanza en el sudeste de la ciudad estará para siempre identificada con los primeros obreros modernos, en su mayoría xeneizes, es decir, genoveses, la desembocadura del Maldonado fue aprovechada por Rosas, que montó sobre ella lo más bello de los parques de su famosa estancia porteña. El Maldonado, siguiendo la costumbre de su hermano mayor el Paraná, terminaba sus horas ramificándose en lagunas y esteros naturales, especie de micro-delta que atrae una vistosa y colorida fauna de mamíferos, aves y reptiles, muy bonitos para el deporte preferido del aristócrata, la caza menor y de muy buena fisonomía para un criador de vacas y caballos.
Después que este modesto miembro de las familias conquistadoras, por medio de su astucia y coraje pasara de ser puestero de los Anchorena en sus grandes tierras de San Miguel del Monte, Lobos o Cañuelas, a gobernador de la Provincia más rica del Litoral y Dictador de toda la Confederación Argentina de las 14 provincias herederas de Mayo; después que su traición a sus hermanos de clase condujera a la miseria y el rencor eterno a centenares de aristocráticas familias unitarias, la venganza comenzaría en la misma tarde del caluroso 3 de febrero de 1852, cuando miles de prisioneros colorados fueron degollados en el mismo parque de la Estancia de Palermo donde Rosas y su hija Manuelita jugaban a andar a caballo cazando cuises, regando los famosos Bosques de Palermo con un color negro de sangre coagulada y el pálido mortecino de los cuerpos decapitados muy parecido al de los mataderos de la otra punta de la ciudad.
En esas tierras, uno de los resentidos vencedores de Caseros cuando pudo ser presidente y contar con los fondos proveídos por la deuda externa inglesa, pagados con la sangre de gauchos y guaraníes en la invasión a Paraguay donde moriría su propio vástago, diseñó para las tierras de Rosas el destino final que hoy tienen. En donde estaba su casa, en el mismo suelo que caminó cotidianamente para ir a mear, para comer al mediodía y a la noche, donde descansaba su cuerpo en la fuga del sueño nocturno, el Presidente Sarmiento mandó construir el primer Zoológico de la región. El símbolo más sutil de la dominación del orden civilizado sobre la barbarie de la naturaleza: la bestia enjaulada por el poder de la razón.
Los hermosos parques de la vieja estancia fueron diseñados también por los mejores urbanistas parisinos con sus paseos bucólicos de especies arbóreas europeas y exóticas, las esculturas de símbolos de la cultura clásica occidental y próceres del liberalismo, ubicadas en lugares exactos que marcaban los paseos del antiguo habitante famoso. El rosedal, ubicado en el mismo lugar donde los federales fueron degollados, como macabro detalle para dejar la marca imborrable de la sangre derramada, todo bajo el misterioso nombre de una fecha: 3 de febrero.
El resto de las propiedades fueron loteadas para las familias aristocráticas venidas a menos como resarcimiento por las pérdidas provocadas por el propio presidente mazorquero.
El Maldonado, que fuera testigo de la Huelga General de enero de 1936, en la que todas la barriadas obreras de Villa Crespo, Palermo, Ortúzar, Paternal y Chacarita se supieron sublevar, tomando el control de calles y veredas hasta que la patronal alemana de la construcción fuera quebrada y naciera la Federación Obrera de la Construcción, bajo conducción comunista mucho antes de ser enquistada por el peronismo y pasar a ser la UOCRA que hoy conocemos; el mismo Maldonado que supo ser crisol de la mezcla rara de milongas camperas, polcas eslavas y valses vieneses que parió el tango de De La Púa, Portogalo y Osvaldo Pugliese; que por su misma composición de barrio obrero al costado de quintas bucólicas y mansiones señoriales -como las del Vasco Ortúzar en el cruce de Álvarez Thomas y Los Incas-, fuera fuente de inspiración para conocidos poemas de un joven Borges y también para un hijo de criollos venidos a menos e inmigrantes como el maestro de escuela Leopoldo Marechal, para que escribiera la primer novela argentina moderna, su Adán Buenosayres, que sirvió a otro hijo de inmigrantes para romper los moldes de la narrativa oficial y parir –como él mismo lo reconociera en una reseña literaria y en cartas muy afectivas- la gran novela de toda una generación, Rayuela; ese mismo Maldonado quiso ser sepultado por un presidente oligárquico y conservador bajo el cemento de la Avenida Juan B. Justo, en represalia a la gran Huelga del 36, sus grandes fábricas de curtiembres y textiles relocalizadas en los viejos pagos rosistas de Villa Lynch y los edificios de departamentos para los hijos y nietos profesionales de esos primeros inmigrantes obreros anarquistas y comunistas que ahora se borran el cuero y la sangre coagulada de las uñas debajo de los modos más “serios” y rescatados de una clase media “ubicada” y de centroderecha.
Pero el viejo Maldonado se niega a morir, sigue alimentando la vida de cada porteño que abre una canilla que viene a traernos el agua dulce mezclada con cloro de la vieja planta de Obras Sanitarias de Figueroa Alcorta y Olleros, se subleva cada tanto para inundar los sótanos y estacionamientos de las casas linderas a Juan B. Justo y vive en los corazones y mentes de los cientos y miles de votantes de izquierda y centroizquierda que llenaron las fichas de afiliación y los locales del viejo PC, y cada variante centroizquierdista alrededor de Scalabrini Ortíz y Corrientes, desde la izquierda peronista hasta el lamentable último eructo del Proyecto Sur de Pino Solanas, pasando por su padre, el nefasto Frepaso de comunistas y peronistas de izquierda que naufragó en el fuego de Cromañón en la nochevieja de 2004.  
El hallazgo del Ermassi, viendo un documental del BAFICI 2012, esa tarde de mayo en el local de Charlone y Chorroarín, sobre la construcción del Barolo y el emplazamiento de la obra maestra de Auguste Rodain sobre la laguna de Lorea y el recorrido del Arroyo del Medio, derrumbó el dique de contención que en nuestras conciencias habían construido durante más de cuatroscientos ochenta años los clanes de explotadores descendientes de los barcos de Garay y Pedro de Mendoza. Ya podíamos ver debajo de los templos de cemento el terreno natural donde caminábamos, luchábamos, amábamos y sufríamos.
Para los cuatro allí reunidos el universo entero no iba a ser nunca más igual a sí mismo.
La verdadera y microscópica historia entretejida en los hilos invisibles de esta ciudad por millones de seres anónimos en lucha por alimentarse y alimentar a sus crías habían emergido frente a la corteza exterior de nuestra conciencia desde el profundo subsuelo, el hondo bajo fondo, donde quisieron sepultarla.
Santos Capobianco entendió finalmente de dónde surgía su inexplicable fascinación por los viajes en barco, surcando las aguas dulces o saladas del mundo. Su eterna búsqueda no estaba en los puertos y ciudades fascinantes y las increíbles biografías de los seres que las habitan, sino en el más simple y poderoso influjo del elemento vital que corría bajo las panzas de los buques, la búsqueda inagotable por saciar la sed primigenia, el retorno al útero materno arrancado a tan corta edad.
María Verídica comprendió también su consagrada manía por los rompecabezas de mapas antiguos que poblaban las paredes de su casa en todas las casas que supo habitar. Esa fascinación irracional y desmedida por el mapa, el cruce de coordenadas que la ayudase a encontrar algo más que un rumbo, un destino, encontrarse a sí misma en medio de este eterno ir y venir de golpes al mentón y al hígado en que se había transformado la vida desde que su viejo quedara sin laburo en una fábrica textil al otro lado del Río de la Plata.
Tony probablemente haya intuido todo esto antes de sembrar la semilla que destruiría el encantamiento.
En lo personal, algo de la fascinación de Santos y Victoria con sus propios descubrimientos de alguna forma también fue abriendo surcos en mi lastimada conciencia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario