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jueves, 9 de febrero de 2017

Moana y las anti-princesas: un retroceso

Un comentario sobre Moana, de Disney Co., 2016

En febrero de 2017 fui empujado a pagar una entrada de cine contra mi voluntad para aguantarme dos horas de moralina de Disney disfrazada de progresismo. Me empujó Leyla llevada por la ola masiva que viene provocando esta nueva peli en la cultura infantil, acicateada en los comerciales de las series televisivas y los videos de youtube que consume.

Me sentí estafado y asqueado. Bajo la máscara de una adolescente temprana que se emancipa de los mandatos de su familia y su sociedad en busca de su deseo, Disney nos vende precisamente lo contrario, el retorno a las tradiciones patriarcales como fórmula mágica para conquistar la libertad femenina. Para enmascarar la estafa, apelan a la mitología de uno de los pueblos más oprimidos por el imperialismo occidental, las tribus isleñas de la Polinesia, habitantes originarias de Hawaii (colonia yanqui), Nueva Zelanda (colonia británica) o de islas que portan directamente los nombres de sus conquistadores europeos, como las Cooke Islands.

La maniobra es más vieja que el imperialismo. Cientos de años llevan los antropólogos y antropólogas de las sociedades coloniales y semicoloniales dando batalla contra el uso ideológico perverso que hace el imperialismo de sus miradas etnográficas sobre las poblaciones comunitarias que sobrevivieron de alguna forma a la masacre de la expansión europea de cinco siglos desde que los europeos del renacimiento –parafraseando al inmortal Galeano- salieron a comerciar con la brújula y la pólvora, la espada y la cruz, plus ultra los mares.

Esta peli expresa al mismo tiempo el resurgir de la vieja tradición machista y patriarcal de Disney y los límites de la crítica progresista al rol tradicional asignado a las mujeres en nuestra sociedad. Si consideramos a Valiente y Frozen (2012 y 2013) como el paso más audaz que se animó a dar la industria de ilusiones más grande de los últimos cien años, Moana anuncia un movimiento reaccionario en contra de esa “audacia”, anticipando el desembarco de una nueva cenicienta en la protagonista –también escocesa- de la futura Bailarina y -que el cielo nos ampare- el renacimiento del mito más nefasto del arcón de Disney, la buena esposa que se banca un marido feo y violento en espera de una recompensa de status aristocrático-feudal: anuncian la remake en hd y súper efectos especiales de La Bella y la Bestia.

Entre Obama y Trump: ¿las masas se derechizan o crece la izquierda?

Las grandes empresas cinematográficas tienen una sola ideología: la ganancia. Si Disney se animó a emponderar una princesa europea lo suficiente para que mande a la mierda los arreglos de casorio a la que la tenían destinada en 2012 y 2013 no fue de ningún modo porque sus CEOs hayan avanzado un milímetro en su consideración de las mujeres, sino porque el revolucionario éxito de taquillas mundial de su principal competidora, Dream Works, con la saga de Shrek iniciada en 2001, demostraba que las masas que consumen este tipo de productos culturales estaban hartas del maltrato que el patriarcado y la heteronorma imponen a las mujeres y buscaban con desesperación películas infantiles que rompieran con ese rol tradicional en las cabezas de sus niños y niñas.

El regreso a ideologías reaccionarias sobre la familia que intenta Disney con la trilogía Moana-Bailarina-La Bella y la Bestia está animado por el cambio de clima mundial, lo que consideran con optimismo un ascenso de la derecha a nivel de las masas: Brexit, Trump, Macri su ruta. Queda por ver si ese retroceso es producto de una fascistización de las masas hartas de diez años de depresión económica y barbarie en ascenso o –como cree una parte de la izquierda en Argentina- se reduce a una expresión monstruosa de la desorientación política de la burguesía imperialista para salir del pantano de su propia crisis y decadencia.
Lo cierto es que la mayor parte de las producciones culturales guiadas por la búsqueda de Anti-Princesas que surgieron al calor de Schrek a ofrecernos un modelo de mujer superador del viejo arquetipo patriarcal han encontrado rápidamente también los límites del feminismo burgués más tradicional y no han sabido, podido o querido alimentar esa ruptura en la conciencia popular con imágenes y símbolos que nos permitiesen mantener firme la esperanza.

En febrero de 2014 llevé de la mano a Leyla a presenciar su primer película en una sala de cine. Reseñé esa experiencia en mi blog y se puede leer en este mismo libro. El análisis de la imagen femenina propuesta por Disney en Hadas y Piratas me motivó a prestar atención al problema. La misma sala y muchas pelis vistas en estos años me permiten ofrecer un primer balance y extraer algunas conclusiones.

La estafa de Moana

La película relata una serie de leyendas mitológicas de las poblaciones humanas que poblaron por primera vez las islas del Pacífico y el Índico hace aproximadamente mil años atrás. El déficit más importante es que sus guionistas, productores y directores relatan las leyendas colocados en una mirada condescendiente con estos pueblos, lo que obliga a llamar la atención sobre la objetividad en la elección de tramas y el respeto al objeto narrado.
Es una mirada progresista originada en la falsa culpabilidad de los descendientes de las civilizaciones europeas que masacraron y conquistaron a esas mismas poblaciones desde el siglo 19 hasta hoy. Es tan peligrosa como la mirada previa de los europeos, que consideraba a los pueblos de la Polinesia como seres inferiores, subdesarrollados, expresiones de la prehistoria barbárica de la evolución humana; idos para el otro extremo, construyen una mirada idealizada del “buen salvaje” que, lejos de toda posibilidad de violencia y lucha de clases, habría logrado preservar la pureza del origen de la humanidad, contaminada en Europa por milenios de producción científica y deshumanizada.

Algo de eso se puede leer entrelíneas detrás de la reacción que provocó en distintas cuentas de Facebook de descendientes de maoríes de distintas clases sociales: el repudio a la forma física del co-protagonista, el semidiós del viento Maui, uno de los mitos más populares todavía hoy entre esos mismos grupos étnicos. Acusan a Disney de inventar un hombre maorí gordo y promiscuo, en contra de las formas físicas que supuestamente reivindican como propias de su estirpe. Claro que este repudio muestra también los prejuicios sociales y culturales de la propia sociedad polinesia actual, acostumbrada a una relación tensa por acceder a posiciones de prestigio y poder con los descendientes de los colonizadores blancos, pero no por contradictoria deja de valer como llamado de atención contra la “mirada europea” deformada.

Aún con estas precauciones, lo único rescatable de la película no ha sido lo que sus directores han querido poner en primer plano. Bien leída, la leyenda de Moana nos ilustra sobre la propia conciencia que tenían los pueblos que la imaginaron sobre las bases sociales, políticas y económicas que sostenían materialmente sus condiciones de vida antes de la llegada de los invasores europeos.

¡Es la economía, estúpido!

Moana es la pequeña hija de un jefe tribal en una comunidad que vive una transición desde la recolección de frutos tropicales (principalmente el coco) y la caza de los pocos animales salvajes que pueden aportar esos ecosistemas reducidos (peces, crustáceos, moluscos, mariscos y mamíferos acuáticos sobre todo) hacia las primeras formas de agricultura (las varas de madera individuales que se muestran en la película fueron las primitivas herramientas de roturación de campos que conoció la humanidad antes del arado) y ganadería de animales de corral (como el cerdo y el gallo que acompañan a la heroína en tierra y mar).

Lo que la mirada idealizada europea –típica del turista progre que se pasa dos semanas de vacaciones, visita museos y se maravilla de la cultura autóctona- pretende un lugar paradisíaco de pequeñas islas llenas de bosquecillos tropicales, arenas blancas y mares azulinos transparentes, era, sin embargo, la raíz del drama humano polinesio. Estas pequeñas islas del Pacífico tenían una muy limitada cantidad de recursos naturales que se mostraba insuficiente a medida que las poblaciones que las habitaban lograban adaptarse al ambiente y crecían en cantidad de hijos e hijas.

Mientras el padre de Moana defiende una estrategia de supervivencia basada en sostenerse todo lo posible en tierra y prohíbe la exploración del mar abierto, su hija, acicateada por la madre del Jefe tribal, expresa una estrategia diferente, la de colonizar nuevas islas a medida que la población crece, exportando el conflicto económico y social interno que provocaba la angustia de la escasez de recursos materiales.

Si algo del mito narrado por Disney es cierto, la leyenda del robo del corazón de la diosa-madre-isla, Te Fiti, por el semidiós Maui, que habría ocasionado el avance de la oscuridad, es decir, que los cocos aparezcan secos y que se acaben los peces, habría servido a los/as chamanes y jefes más viejos de las tribus polinesias para recordar a sus generaciones más jóvenes que el éxito social de la especie dependía de manejar dialécticamente esta contradicción, y que la seguridad de la tierra firme y el sedentarismo no era eterna y debía ser compensada con los riesgos de aventurarse a mar abierto en búsqueda de nuevas islas para explotar, es decir, retornar cíclicamente al nomadismo original que los llevó a abandonar, milenios ha, el continente asiático.

Así, al final de la historia (voy a hacer todo el spolier que pueda), descubrimos que el temible demonio de lava que emerge de las profundidades oscuras de la tierra y el océano para frustrar todo intento humano y divino de progreso, el temible Te Ka, no es más que la misma diosa Te Fiti rebelada contra el robo de su fuente de energía. Porque, como dice mi mamá, el diablo sabe más por viejo que por diablo, y la sabiduría de los jefes y jefas tribales estaba dada por la experiencia de haber recorrido un trecho más largo en el camino de la vida, no porque hubiesen estudiado más.

Los ancianos y ancianas que dirigían los destinos de estas sociedades (basados en su experiencia y sabiduría, no en el poder de la explotación de otros seres humanos), le recuerdan a sus descendientes algo que los turistas que hicieron la peli pasan casi por alto: estamos hablando no de bellas perlas de flora y fauna tropical esparcidas en un océano bondadoso para que reposen sus huesos cansados les profesionales de clase media de las megaurbes del globo civilizado, sino de islotes de origen volcánico, jóvenes formaciones que deben toda su fertilidad a los minerales y metales surgidos del magma debajo de la corteza terrestre, que producto de millones de años de movimiento de las placas tectónicas, terremotos mediante, emergen a la superficie y se enfrían.

Así como las islas volcánicas otorgan su cara generosa y apacible también recuerdan cada tanto de dónde vienen y siembran la destrucción sin compasión con las explosiones de sus volcanes.

La epopeya de la joven Moana entonces, tiene la riqueza de mostrarnos la capacidad de los pueblos polinesios para construir una narración épica profundamente científica, que detrás de símbolos accesibles a cualquier imaginación infantil puede iluminar claramente las leyes –naturales y sociales- del funcionamiento de su sociedad, para que lejos de quedarse en cuentos banales sobre falsas ilusiones, guíen la búsqueda consciente y racional de la felicidad colectiva.

Pero no es esto lo que quiere subrayar Disney, todo lo contrario, utiliza los aspectos superficiales de la crisis individual de Moana (en última instancia es ella quien debe corporizar el drama de rebelarse contra la tradición instaurada por su padre o resignarse y ver fallecer su civilización entera) para meternos gato por liebre.

Es como quitarle la riqueza científica al mito ateniense de Teseo, Ariadna y el Minotauro, que explica las bases económicas del imperialismo de Creta sobre el Mar Egeo en su dominio de la talasocracia (el poder político basado en el control del comercio marítimo), a una simple leyenda sobre la importancia del  amor para guiar el camino de los héroes (que también lo es).

Aquí hay patriarcado encerrado

En primer lugar la peli muestra la hilacha cuando hace repetir varias veces a Moana que ella no es una “princesa”, sino la hija del jefe. ¿A cuento de qué? Sólo se explica en el contexto que citamos en la introducción: las espectadoras no quieren pagar la entrada para mostrarle a sus hijas historias legendarias de princesas, estamos todavía ante un público que elige pagar por pelis y merchandáisin de antiprincesas.

Pero, ¡minga! Que no se trate de una monarquía absolutista medieval no deja de lado que hablamos de una mujer que acaudilla su liberación personal y la de su pueblo no porque simplemente es una mujer cualquiera, sino precisamente porque es la heredera de la jefatura tribal. Moana no ha nacido de un repollo, aunque el estatus preferencial que disfruta su familia (aparecen sirvientes personales, su familia que tiene la última palabra en las asambleas y consejos, su casa es más grande, las flores y conchillas que portan no son adornitos copados sino símbolos de un estatus superior al del resto de la comunidad) no pueda ser mucho mejor que el del resto de una aldea con recursos escasos, no deja de ser un lugar superior en la jerarquía social. Hay un embrión de autoridad y desarrollo estatal.

Basta que su familia, producto del proyecto marítimo de Moana, llegue a islas ya pobladas por otras tribus y tome la decisión de apropiarse de sus recursos humanos y naturales por medio de la fuerza (de lo que está llena también la historia polinesia como no podría ser de otro modo) para que esa jerarquía idílica devenga explotación violenta de otros seres humanos.

Pero nada de esto es lo que atrapa la imaginación y el placer de nuestras hijas ante la pantalla. Lo que atrapa de Moana es esta imagen de una mujer pequeña (en la pubertad, que para su época significaba lisa y llanamente el pasaje a la adultez) que logra encontrar un camino de superación personal, conquistar sus sueños, vencer los obstáculos de una familia que la oprime y luego desafíos inimaginados (los grandes océanos, los diferentes miedos ocultos y reprimidos del inframundo, seres gigantes y superpoderosos que subrayan su pequeñez y debilidad absolutas).

Otra trampa se monta en esta imagen de la fortaleza individual femenina frente al mundo hostil. El papel represor de su padre se matiza bajo la forma rastrera de “lo hago por tu bien” y con la imagen semi-humana semi-divina más importante de la peli: un enorme varón musculoso y barrigón que usa un gigantesco amuleto fálico todopoderoso para resolver mágicamente todos los problemas. El parecido del semidiós Maui con su padre no deja de llamar la atención de la burda reconstrucción de la ilusión edípica más cursi y ramplona: lo que tu padre te niega otro macho con una poronga más grande y poderosa te lo concederá.

Encima Maui es canchero, cool: mientras el viejo quería prenderle fuego a las antiguas naves con que sus antepasados habían llegado a la isla, Maui es un experto navegante (de hecho es el único que le enseña a navegar a Moana, cumpliéndole así su sueño más deseado) pero no abrumado por la rudeza y la nostalgia de los capitanes viejos de mar, ganado por la sabiduría de la soledad y todo eso, sino un joven y desenfadado varón, orgulloso y muy pagado de sí mismo, con la auto-confianza al límite de la megalomanía (bueno, es el semidiós más importante de su cultura, ¿no?). El modelo más burdo del surfer dionisíaco del que se enamoraban las susanitas en Los Ángeles y Beverly Hills. Ah claro, pero no es rubio, esbelto ni de ojos azules.

El problema de la idealización falsa que se le vende a las niñas como forma de alcanzar sus deseos, es que niega sus propias capacidades, poniéndolas todas juntas en un varón, más allá de que pertenezca a una cultura oprimida o a una clase social explotada. En este punto hace el mismo daño –o más, debido al intento de engaño- que la confianza de una mujer esté puesta en un príncipe feudal, un esclavo africano, un maorí o un obrero de cualquiera de estas u otras etnias. El poder masculino que se pretende minimizar en la figura del padre derrotado por la hija se recompone en toda su verdadera dimensión con la figura de Maui, el salvador de la humanidad.

Este elemento ha sido conscientemente ocultado por los narradores. Mientras cuenta su propia historia a través de los hermosos dibujos tatuados en su cuerpo, narra su trágico origen y la protección celestial, la forma en que conquistó el fuego y arrancó de las profundidades todas las islas que existen, no narra la leyenda hawaiana en la que el mujeriego Maui seduce a la esposa de una enorme anguila macho, Te Tuna, y que para resolver quién tenía el “derecho” de encamarse con ella, midieron sus penes en medio de una tormenta increíble de rayos y truenos. Parece que ganó Maui porque –adivinaste- la tenía más larga…

(Estampilla oficial del la Oficina de Correos neozelandesa de 1994 representando pudorosamente la batalla fálica del semidiós contra la Anguila Macho Te-Tuna)

Cualquiera que tenga internet puede constatar que Maui cumple en la mitología polinesia la función de intermediario entre las leyes de la naturaleza que se imponen a la sociedad y la posibilidad de comprenderlas para usarlas en beneficio humano. Como Gilgamesh, Prometeo, Kukulkán, Hánuman, Kung Fu Panda o Cristo, todas las culturas humanas han parido esta noción de que en algún momento de su historia fue un semidiós masculino quien aprendió a dominar los elementos de la naturaleza (el fuego, los enormes colmillos de una ballena para pescar o cazar, la agricultura, etc.) y con el paso del tiempo no pudo más que aumentar su admiración por esos primitivos y fundamentales descubrimientos asignándole al ancestro en cuestión características legendarias.

Es como en las historias sobre el gol de Maradona a los ingleses, a medida que va pasando el tiempo uno tiende a olvidar que se trató de un simple hijo de campesinos guaraníes exiliados de Corrientes a Villa Fiorito, intentando sobrevivir a un mundo despiadado contra la clase obrera por medio de sus habilidades deportivas, y se cantan epopeyas que nos hacen imaginar a un semidiós, “tocado por la varita mágica”, “barrilete cósmico” y tanta sanata. El esfuerzo titánico de un grupo de trabajadores profesionales del deporte, dirigidos por un riguroso artesano de la táctica y la política intestina de los clubes, conquistando la gloria deportiva en contra de los grandes poderes de ligas supermillonarias, se ha ido ocultando bajo la superchería barata de que dios es argentino y malas yerbas como esa.

Las leyendas en un punto dejan de explicarnos la vida y nos explican los prejuicios sociales del pelotudo que las cuenta. 

Volvemos a destacar que las mitologías muestran las condiciones sociales que forman la fantasía. Mientras los pueblos neolíticos asignaron el poder creativo de la vida humana –o sea, el dominio de las leyes de la naturaleza para garantizar alimento y vivienda- a imágenes femeninas, madres, cazadoras, tejedoras, alfareras, sacerdotisas, etc. esas mismas culturas u otras ponen esos atributos de poder en divinidades masculinas.

En la mitología de Maui se puede ver esa dialéctica. En el origen fueron deidades masculinas y femeninas de igual carga valorativa quienes originaron el mundo para los maoríes, el cielo –varón- y la tierra –hembra-. Pero se asigna a un semidios abandonado en el mar por su madre biológica y rescatado por el dios Cielo, quien además, como si fuese poco, le otorga un amuleto mágico fálico, un arpón de hueso de ballena gigante para reforzar la masculinidad que origina el poder, como el rayo eléctrico simboliza el pene del cielo y el martillo de Thor el rayo de su padre. En la peli de Disney la diosa madre, la isla Ta Fiti, si bien es superpoderosa, su poder es pasivo, recibe y nutre, amamanta. Del mismo modo que la divinidad que protege a Moana durante toda su vida, el océano, es una figura uterina, líquida.

Mamá mala

Pero lo que más me disgustó de la peli es la farsa que propone en la trilogía de mujeres que protagonizan la epopeya. En un claro intento de identificar al público de mujeres pre-adolescentes y adolescentes, Disney apela al realismo psicológico y Moana, si bien intuye con la fuerza del inconsciente, desde su más tierna infancia, su destino deseado, en el momento que su deseo choca con la imposición de la tradición encarnado en su padre, duda, cuestiona no el mandato paterno sino su propio deseo. Casi llega a rebelarse a la coronación como jefa tribal (como Mérida en Valiente y Elsa en Frozen) pero retrocede, se resigna.
Su madre, de un papel casi marginal, la sombra pequeña que acompaña a su padre desde atrás y con sumisión, aparece para reforzar la renuncia, explicándole que su padre no la reprime por ser malo sino porque a él, de chiquito… nefasto rol. Es su abuela paterna, la madre que parió a su papá, la ancestra más prestigiosa de la tribu, no por su carácter femenino, sino por su carácter de madre del hombre más poderoso, hija a su vez de los padres fundadores, quien la convence y la reafirma en su deseo.

La abuela en esta peli es la feminización del poder masculino de la tradición. Para más pruebas lo que termina de convencer a Moana de la justicia de su intuición es que la abuela le cuenta que la tradición de navegantes es previa a la sedentarización que defiende su papá, por lo tanto Moana, lejos de ser una heroína que rompe las tradiciones, es la jefa que salva a la comunidad… ¡resucitando los mandatos familiares más antiguos y conservadores!!! Los ancestros que lideraron a su pueblo de navegantes, en quienes Moana se refleja, son los grandes jefes, sí, adivinó, varones también.

La estafa se completa con una de las manipulaciones sicológicas más rancias, conservadoras y eficaces de la historia humana, la ilusión de la vida después de la muerte. En una escena casi calcada del Rey León, con un afilado conocimiento del golpe bajo, en el momento del clímax, cuando Moana ha sido abandonada por su suerte y por Maui, derrotada por el enorme dios de lava producto de un error de criterio suyo, que evidencia su inmadurez y su pequeñez y debilidad, cuando está a punto de abandonar su sueño y resignarse definitivamente, el fantasma de la abuela aparece como manta raya celestial bajo las aguas de un océano calmo bajo un cielo azul oscuro cargado de centenares de millones de brillantes estrellas, toma forma humana, la abraza, la consuela y la aconseja.

El miedo y la angustia de la muerte, del fracaso personal, se resuelven de la peor manera, con una mentira. Moana no trae a su abuela muerta a su memoria haciendo un esfuerzo consciente por recordar sus enseñanzas o la contención de su amor (como simbólicamente convocan con sus límites y contradicciones El Libro de la Vida o el mismo Kung Fu Panda), sino que con absoluta pasividad, en el momento más oportuno, el espíritu reencarnado por arte de magia - cuestión de creer o reventar- aparece cuando una más lo necesita.

Tener que salir del cine y pasar varias horas y días explicándole a Leyla que no es así, que cuando nuestros seres queridos se van, se van y punto, y que lo único que podemos conservar de ellos y ellas son las marcas que dejaron en nuestra sensibilidad, en el aprendizaje de las experiencias que nos legaron, pero que de ningún modo andan por ahí acompañándonos mágicamente y que si tenemos fe pasiva ellos/as nos salvarán las papas cuando todo se enquilombe.

Esta lectura que propone Disney lo emparenta al Vaticano, trabaja la humana y mundana angustia existencial más elemental con el placebo de la reencarnación y la vida de ultratumba. Aquí la contradicción que se pueda plantear en cualquier concepción filosófica o religiosa se tuerce claramente hacia el peor costado, el del misticismo y la superchería.

Disney saluda a Trump

En suma, Moana nos brinda una reacción conservadora de Disney Co. a tan sólo cuatro años después de su mayor audacia. Una lectura de la mitología que encubre su potencialidad científica, hipertrofiando sus límites esotéricos, para narrar la historia de una joven mujer que alcanza sus sueños gracias al poder masculino de la tradición patriarcal y la protección del hada madrina o la Virgen María. Un verdadero asco.


Claro que muy bien tapado por los efectos visuales más maravillosos y flasheros que podamos imaginar quienes amamos la imagen de aventuras ligadas al océano. Pero aquí también se puede criticar la rusticidad para diseñar las intervenciones del océano (una ola trucha, de forma absurda que choca mucho con el hiperrealismo ambiente) y una serie de segmentos que cortan el ritmo narrativo sin ningún sentido más que promover canciones horribles y seguramente muchos niveles de futuros videojuegos (la lucha contra los demonios de cocos y la reaparición del cangrejo de acento caribeño de La Sirenita pero gigante y malvado son, con casi total seguridad, lo más soporífero de la peli). 

La banda sonora demuestra que la misma empresa, empujada por la presión de las mujeres que quieren liberarse de la tutela patriarcal, puede poner la guita para promover una canción inmortal en nombre de la libertad como Libre soy o, guiada por la reacción de las confesiones religiosas reaccionarias, parir bodrios indigeribles como la banda sonora de Moana.

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