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lunes, 1 de agosto de 2016

Nostalgias de nochevieja, esperanzas de añonuevos

Somos el lugar donde vivimos, o mejor dicho, donde sobrellevamos la vida. Buenos Aires te moldea. Siendo más sincero, Buenos Aires me ha moldeado, yo soy esto que Buenos Aires ha hecho conmigo, con mis huesos y mi sangre, con mis sentimientos. Aunque yo no sea Buenos Aires.

Un estuario, una boca enorme donde la gran planicie ondulada se abre al mar. Pero que no es planicie ni es mar. Es planicie porque su relación con el mar es tan profunda, su amor por el mar es tan inmenso que ha dejado que lo penetre, se ha negado a ser roca sólida. Simplemente es tierra porque un montón de sedimento se puso uno encima del otro, se fue dejando hacer barro y arcilla. Y de ese barro y arcilla crecieron algunos pastos y el agua se endureció en contacto con el Sol y fue ombú. Pero no hay nada en la enorme pampa que no te haga pensar en las infinitas olas del mar.

Ni la tierra sólida, pura y dura piedra de la montaña, del subsuelo emergido y a la vista del viento, ni la pura acuosidad del mar embravecido. Barro y río.

Nos dijeron siempre que Buenos Aires tenía un clima templado, ni extremadamente caluroso ni frío. Pero quienes nos criamos en el tórrido calor sofocante del norte sabemos cagarnos de frío en el invierno porteño. Y quienes supimos curtirnos la piel del rostro frente al lacerante frío del sur patagónico no podemos hallarnos a gusto con los sofocantes calores del verano porteño.

El clima templado no existe más que en los manuales del secundario. Es el resultado de la suma de todos nuestros climas divididos por la cantidad de días. Un promedio, la ilusión hija del cálculo matemático, que permite entendernos pero no llega a explicar bien lo que somos. Porque ninguno de nosotros y nosotras nunca en su vida vivió una sola mañana de clima promedio. No se puede sentir el promedio en la piel, en el aroma que tuvo la brisa del río.

Y entonces la verdad atrapante del músculo hiere de muerte a la verdad del manual.
Calor de selva tropical en enero, frío patagónico en julio. Y entre uno y otro, transiciones. Climas en disputa, en batalla o en franco amor.

Abril y Setiembre tormentosos, éste más sol y jacarandá en flor, aquél más hoja amarilla y humedad calando el hueso, pero ambos igual de lluvia, garúa, granizo. Tampoco acá hay promedio, sino más bien lucha de contrarios por imponerse.

El habitante de Buenos Aires nunca está contento. En nuestra ciudad, la verdadera, esa que llega hasta San Fernando y Florencio Varela, la que va desde el puerto hasta Isidro Casanova, no la que demarcaron los juristas del territorio y los fabricantes de mapas y repartidores de impuestos municipales, en nuestra ciudad digo, el primer tema de charla es el tiempo.

Usted llega a la fila de lo que sea que tiene que hacer hoy, pagar impuestos en el Rapipago, cargar la maldita SUBE o sacar turno para que alguien le diga de qué va a morirse y si está aburrido para abrir un canal de diálogo con ese ser humano al que espera nunca volver a cruzarse en su vida, hace un sesudo comentario que refuerza lo que todos sentimos ¿Qué insoportable está el calor no? o Se viene lluvia, parece. Y nunca va a pasar que el otro o la otra lo mande automáticamente a la mierda o le ponga cara de orto, como mucho una sonrisa o un Sí, ¿vió? Para sacárselo rápido de encima. El código universal en Buenos Aires es quejarse del clima mucho más de lo que se queja del gobierno.

Porque todes sabemos que hay consenso con la molestia del clima pero no sabemos bien qué le molesta al otro del gobierno, si es que es muy de derecha o que, todo lo contrario, le rompe soberanamente los ovarios que sea tan pero tan rojo. La famosa grieta no la inventaron los celestes y los amarillos de hoy, ni siquiera los peronchos y gorilones de hace setenta años. Antes también hubieron conservadores y radichetas, anarcos y fascistas, unitarios y federales, realistas y criollos. También promedios, como verá, porque la grieta tiene más de cinco mil años y no es exclusiva nuestra sino propiedad heredada del momento en que nuestra especie creyó descubrir la fórmula de la abundancia en la división en clases. En realidad los propietarios, patrones, paterfamilia tuvieron más éxito en rompernos la cabeza a los igualitarios, matriarcales y bellos nómades en tierra firme y hace trescientos años que venimos perdiendo la batalla en todo el planeta. Cierto que cada tanto ganamos un campeonato, pero el Mundial siempre se lo llevan ellos.

Porque la grieta que separa y une, se sabe, no es de grupitos de funcionarios de tal o cual color sino de grupos más grandes que dependen unos de otros para morfar, o te ataste al carro de los miserables o te arrastrás en el fango para comer las miguitas del dueño de todo. Digo, porque entre los miserables nos conocemos las caras pero nunca en toda mi vida tuve enfrente al dueño del Citibank, o de media pampa cerealera.

-Pero ¿cómo es entonces? –lo paro en seco a Santos Capobianco y su verborágica de opuestos interminables- ¿qué somos los porteños al fin y al cabo? Algo tenemos que ser.

Ni una cosa ni la otra, ni las dos mezcladas, ni primero una y después la que sigue, ni un promedio. Algunos son puro invierno, otros pura primavera, y durante mucho tiempo somos las dos cosas conviviendo en un mismo lugar, cagándonos a azotes entre las dos cosas que somos.

Vos, por ejemplo –me dijo así, como si definirme fuera lo más sencillo del universo complejo- ahora sos un obrero más pobre que las arañas pero casi toda tu vida fuiste un pequeño-burgués, una clase social que tiene la particularidad por definirse negativamente, porque no eras ni burgués, porque a tu viejo no le dio el cuero para explotar la sangre de los obreros de su emprendimiento gastronómico más de once años, lo que al lado de Macri es un pedo en el viento, ni mucho menos un hijo de la sal de la tierra que toda su vida durante miles de generaciones fue un esclavo de alguien más.

Y también sin embargo tu vieja se pasó toda la vida laburando para otros, aunque durante 
cuarenta años ese otro no fuese una entera clase social explotadora, como los terratenientes y empresarios de la fruta de Asturias sino simplemente su propio dueño, su padre o su esposo. Ni chicha ni limonada, pero chicha y limonada.

Entonces ahora sentís que sos uno con Buenos Aires, comprendés con toda claridad que sos tierra y piedra fangosa y al mismo tiempo agua de río y océano, tórrido y sofocante verano como también húmedo y asesino invierno.

Por eso me calmo en noches como estas, cuando la Luna no es plena oscuridad pero ya empieza a ser la uñita de luz que besa el semicírculo. Noches de año nuevo que no dejan de ser el año viejo pero que ya nunca serán de nuevo ese año que pasó.

-Fijate la incongruencia en la que vivís –me corta Santos Capobianco en su epifanía- Tu año se organiza según las leyes del Estado entre el primero de Enero y el 31 de diciembre. Cortan el verano a la mitad para señalar el fin de un ciclo y el comienzo del otro. Pero eso el Estado lo saca de la vieja tradición de los primeros Estados basados en la agricultura, donde el corte más natural se dio siempre al finalizar el invierno y comenzar el resurgir de la vida de las plantas. Eso viene de la medialuna de las tierras fértiles, otro lugar que no es lugar, entre las montañas del Cáucaso y el Mediterráneo. Más cerca de Babilonia la primavera comenzaba cerca del 6 de enero, en Palestina arrancaba para fines de marzo y comienzos de abril y los Papas que organizaron el año nuevo del imperio lo acercaron a las Saturnalias de la península gobernada por los salvajes hijos del Lazio. Los chinos, más allá, celebran su año nuevo en la primavera, que les cae a ellos y ellas entre fines de febrero y comienzos de marzo, como en el altiplano aymara y quíchwa, más acá. Les guaraníes, que aprendieron a domesticar algunas plantitas mientras seguían cazando en el infinito corazón del Chaco que después llamaron Amazonas los europeos que se asombraron de ver tantas mujeres guerreras gobernando, celebran el nuevo año cuando aparecen los primeros calores a fines de julio y comienzos de agosto, macerando toda la noche la caña con ruda ancestral y escabiandola todo el nuevo día del nuevo año.

Para ser exacto, el racionalísimo Estado porteño debería comenzar a celebrar el fin del año a mediados de agosto y el nuevo ciclo a principios de setiembre, cuando el primer capullo violeta del jacarandá más viejo de Plaza San Martín, Agronomía o Parque Centenario señalase que la primavera ganó su dura batalla y el mercurio no iría a bajar nunca más allá de los 10 grados centígrados.

-¿Te imaginás que linda sería la vida si las Fiestas fuesen entre agosto y setiembre?

-Estás delirando.

-Yo deliro, pero el que se clava alto asado con 35 grados de calor y se llena de sidra y ferné en diciembre sos vos, tarado. Como en el cuento de Fontanarrosa, donde el tipo ese agarra laburo de Papá Noel para una casa de electrodomésticos y se pasa todo diciembre y enero sudando como un chancho el terrible calor del Paraná medio del lado santafecino.

La burguesía francesa hizo pelota el viejo almanaque, la vieja forma de medir el tiempo del Imperio Romano, heredada y sostenida sin crítica por los reyes feudales simplemente porque el chiste de un calendario no es encorsetar la vida sino permitirle fluir. Los obreros de las ciudades de los zares hicieron lo mismo cuando desterraron el viejo calendario junto con los obispos que lo habían creado.

Y que yo sepa Lenin no te parece un delirante.

-¿Entonces cómo mierda hacemos para sobrevivir? ¿De qué mierda me agarro hasta que venga el próximo Lenin con acento porteño o matancero?

Entonces el forro de Santos Capobianco me tira alguna frase de oráculo griego o manchú, como un sicólogo sin título, de esos del estilo de Yo no tengo las respuestas a tus preguntas y me deja con la leche atragantada en la ingle, sin poder eyacularse en la felicidad del resultado.

Lo puteo bajito mientras pongo de nuevo la pava de aluminio berreta en el fuego que cada vez sale más caro porque el capitalismo se fuma la energía y los K y Macri no hacen más que discutir cuánta guita nos sacan por algo que ya a esta altura debería ser un derecho gratuito.
Pero me rescato que después del cacerolazo del 14 de julio y hasta que ellos nos puedan cagar a tiros en una movilización o nosotros los obliguemos a alguna forma de helicóptero anticipado, no la tengo que pagar y me sonrío.

Noto que el árbol triste de la ventana, desnudo de pajaritos verdes en sus ramas secas desde mayo, ya tiene unos tumores de madera rematando los deditos más angostos que llegan hasta la altura del tercer piso donde tiro a descansar los huesos.

Hace diez años y un poco más que pongo la pava en esta cocina. Ya tuve suficiente cantidad de inviernos desesperanzados en esta caja de zapatos que llamo palacio para haber notado, como ahora noto, que de ese bultito duro de madera seca va a salir primero una especie de botón redondo de musgo, como si la madera se humedeciera y después de allí un primer brote más amarillo que azul, pero siempre verde, que finalmente será hojita y luego ancha hoja brillante.

Y que si al menos esta noche no puedo celebrar como yo quisiera el triunfo definitivo de la nueva vida sobre la vieja muerte, por lo menos debo ser tan honesto conmigo mismo para 
reconocer que el proceso ya ha comenzado, irremediablemente.

Y me voy a dormir sabiendo que aunque parezca que andamos todos mis hermanos y hermanas sufriendo en soledad las palizas que esta vida de mierda nos pega todos los santos días, en algún lado el motor que nos une y organiza, nos junta y da poder, la bronca y la esperanza, el recuerdo del verano del 2001 empieza a latir de nuevo en la sangre, muy al fondo debajo de las frazadas rotas que nos quedaron y si la sabemos hacer, si tenemos la paciencia y la confianza, haremos del recuerdo un sueño, el sueño movilización, marcha o piquete, la lucha en la calle será asamblea y decisiones y quién te dice que sí o que no.


Pero seguro, seguro, la primavera ya empezó a empezar.

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