Somos el lugar donde vivimos, o mejor dicho, donde
sobrellevamos la vida. Buenos Aires te moldea. Siendo más sincero, Buenos Aires
me ha moldeado, yo soy esto que Buenos Aires ha hecho conmigo, con mis huesos y
mi sangre, con mis sentimientos. Aunque yo no sea Buenos Aires.
Un estuario, una boca enorme donde la gran planicie ondulada
se abre al mar. Pero que no es planicie ni es mar. Es planicie porque su
relación con el mar es tan profunda, su amor por el mar es tan inmenso que ha
dejado que lo penetre, se ha negado a ser roca sólida. Simplemente es tierra
porque un montón de sedimento se puso uno encima del otro, se fue dejando hacer
barro y arcilla. Y de ese barro y arcilla crecieron algunos pastos y el agua se
endureció en contacto con el Sol y fue ombú. Pero no hay nada en la enorme
pampa que no te haga pensar en las infinitas olas del mar.
Ni la tierra sólida, pura y dura piedra de la montaña, del
subsuelo emergido y a la vista del viento, ni la pura acuosidad del mar
embravecido. Barro y río.
Nos dijeron siempre que Buenos Aires tenía un clima
templado, ni extremadamente caluroso ni frío. Pero quienes nos criamos en el
tórrido calor sofocante del norte sabemos cagarnos de frío en el invierno
porteño. Y quienes supimos curtirnos la piel del rostro frente al lacerante
frío del sur patagónico no podemos hallarnos a gusto con los sofocantes calores
del verano porteño.
El clima templado no existe más que en los manuales del
secundario. Es el resultado de la suma de todos nuestros climas divididos por
la cantidad de días. Un promedio, la ilusión hija del cálculo matemático, que
permite entendernos pero no llega a explicar bien lo que somos. Porque ninguno
de nosotros y nosotras nunca en su vida vivió una sola mañana de clima
promedio. No se puede sentir el promedio en la piel, en el aroma que tuvo la
brisa del río.
Y entonces la verdad atrapante del músculo hiere de muerte a
la verdad del manual.
Calor de selva tropical en enero, frío patagónico en julio.
Y entre uno y otro, transiciones. Climas en disputa, en batalla o en franco
amor.
Abril y Setiembre tormentosos, éste más sol y jacarandá en
flor, aquél más hoja amarilla y humedad calando el hueso, pero ambos igual de
lluvia, garúa, granizo. Tampoco acá hay promedio, sino más bien lucha de
contrarios por imponerse.
El habitante de Buenos Aires nunca está contento. En nuestra
ciudad, la verdadera, esa que llega hasta San Fernando y Florencio Varela, la
que va desde el puerto hasta Isidro Casanova, no la que demarcaron los juristas
del territorio y los fabricantes de mapas y repartidores de impuestos
municipales, en nuestra ciudad digo, el primer tema de charla es el tiempo.
Usted llega a la fila de lo que sea que tiene que hacer hoy,
pagar impuestos en el Rapipago, cargar la maldita SUBE o sacar turno para que
alguien le diga de qué va a morirse y si está aburrido para abrir un canal de
diálogo con ese ser humano al que espera nunca volver a cruzarse en su vida,
hace un sesudo comentario que refuerza lo que todos sentimos ¿Qué insoportable está el calor no? o Se viene lluvia, parece. Y nunca va a
pasar que el otro o la otra lo mande automáticamente a la mierda o le ponga
cara de orto, como mucho una sonrisa o un Sí,
¿vió? Para sacárselo rápido de encima. El código universal en Buenos Aires
es quejarse del clima mucho más de lo que se queja del gobierno.
Porque todes sabemos que hay consenso con la molestia del
clima pero no sabemos bien qué le molesta al otro del gobierno, si es que es
muy de derecha o que, todo lo contrario, le rompe soberanamente los ovarios que
sea tan pero tan rojo. La famosa grieta no la inventaron los celestes y los
amarillos de hoy, ni siquiera los peronchos y gorilones de hace setenta años.
Antes también hubieron conservadores y radichetas, anarcos y fascistas,
unitarios y federales, realistas y criollos. También promedios, como verá,
porque la grieta tiene más de cinco mil años y no es exclusiva nuestra sino
propiedad heredada del momento en que nuestra especie creyó descubrir la
fórmula de la abundancia en la división en clases. En realidad los
propietarios, patrones, paterfamilia tuvieron más éxito en rompernos la cabeza
a los igualitarios, matriarcales y bellos nómades en tierra firme y hace
trescientos años que venimos perdiendo la batalla en todo el planeta. Cierto
que cada tanto ganamos un campeonato, pero el Mundial siempre se lo llevan
ellos.
Porque la grieta que separa y une, se sabe, no es de
grupitos de funcionarios de tal o cual color sino de grupos más grandes que
dependen unos de otros para morfar, o te ataste al carro de los miserables o te
arrastrás en el fango para comer las miguitas del dueño de todo. Digo, porque
entre los miserables nos conocemos las caras pero nunca en toda mi vida tuve
enfrente al dueño del Citibank, o de media pampa cerealera.
-Pero ¿cómo es entonces? –lo paro en seco a Santos
Capobianco y su verborágica de opuestos interminables- ¿qué somos los porteños
al fin y al cabo? Algo tenemos que ser.
Ni una cosa ni la otra, ni las dos mezcladas, ni primero una
y después la que sigue, ni un promedio. Algunos son puro invierno, otros pura
primavera, y durante mucho tiempo somos las dos cosas conviviendo en un mismo
lugar, cagándonos a azotes entre las dos cosas que somos.
Vos, por ejemplo –me dijo así, como si definirme fuera lo
más sencillo del universo complejo- ahora sos un obrero más pobre que las
arañas pero casi toda tu vida fuiste un pequeño-burgués, una clase social que
tiene la particularidad por definirse negativamente, porque no eras ni burgués,
porque a tu viejo no le dio el cuero para explotar la sangre de los obreros de
su emprendimiento gastronómico más de once años, lo que al lado de Macri es un
pedo en el viento, ni mucho menos un hijo de la sal de la tierra que toda su
vida durante miles de generaciones fue un esclavo de alguien más.
Y también sin embargo tu vieja se pasó toda la vida
laburando para otros, aunque durante
cuarenta años ese otro no fuese una entera
clase social explotadora, como los terratenientes y empresarios de la fruta de
Asturias sino simplemente su propio dueño, su padre o su esposo. Ni chicha ni
limonada, pero chicha y limonada.
Entonces ahora sentís que sos uno con Buenos Aires,
comprendés con toda claridad que sos tierra y piedra fangosa y al mismo tiempo
agua de río y océano, tórrido y sofocante verano como también húmedo y asesino
invierno.
Por eso me calmo en noches como estas, cuando la Luna no es
plena oscuridad pero ya empieza a ser la uñita de luz que besa el semicírculo.
Noches de año nuevo que no dejan de ser el año viejo pero que ya nunca serán de
nuevo ese año que pasó.
-Fijate la incongruencia en la que vivís –me corta Santos
Capobianco en su epifanía- Tu año se organiza según las leyes del Estado entre
el primero de Enero y el 31 de diciembre. Cortan el verano a la mitad para
señalar el fin de un ciclo y el comienzo del otro. Pero eso el Estado lo saca
de la vieja tradición de los primeros Estados basados en la agricultura, donde
el corte más natural se dio siempre al finalizar el invierno y comenzar el
resurgir de la vida de las plantas. Eso viene de la medialuna de las tierras
fértiles, otro lugar que no es lugar, entre las montañas del Cáucaso y el
Mediterráneo. Más cerca de Babilonia la primavera comenzaba cerca del 6 de
enero, en Palestina arrancaba para fines de marzo y comienzos de abril y los
Papas que organizaron el año nuevo del imperio lo acercaron a las Saturnalias
de la península gobernada por los salvajes hijos del Lazio. Los chinos, más
allá, celebran su año nuevo en la primavera, que les cae a ellos y ellas entre
fines de febrero y comienzos de marzo, como en el altiplano aymara y quíchwa,
más acá. Les guaraníes, que aprendieron a domesticar algunas plantitas mientras
seguían cazando en el infinito corazón del Chaco que después llamaron Amazonas
los europeos que se asombraron de ver tantas mujeres guerreras gobernando,
celebran el nuevo año cuando aparecen los primeros calores a fines de julio y
comienzos de agosto, macerando toda la noche la caña con ruda ancestral y
escabiandola todo el nuevo día del nuevo año.
Para ser exacto, el racionalísimo Estado porteño debería
comenzar a celebrar el fin del año a mediados de agosto y el nuevo ciclo a
principios de setiembre, cuando el primer capullo violeta del jacarandá más
viejo de Plaza San Martín, Agronomía o Parque Centenario señalase que la
primavera ganó su dura batalla y el mercurio no iría a bajar nunca más allá de
los 10 grados centígrados.
-¿Te imaginás que linda sería la vida si las Fiestas fuesen
entre agosto y setiembre?
-Estás delirando.
-Yo deliro, pero el que se clava alto asado con 35 grados de
calor y se llena de sidra y ferné en diciembre sos vos, tarado. Como en el
cuento de Fontanarrosa, donde el tipo ese agarra laburo de Papá Noel para una
casa de electrodomésticos y se pasa todo diciembre y enero sudando como un
chancho el terrible calor del Paraná medio del lado santafecino.
La burguesía francesa hizo pelota el viejo almanaque, la
vieja forma de medir el tiempo del Imperio Romano, heredada y sostenida sin
crítica por los reyes feudales simplemente porque el chiste de un calendario no
es encorsetar la vida sino permitirle fluir. Los obreros de las ciudades de los
zares hicieron lo mismo cuando desterraron el viejo calendario junto con los
obispos que lo habían creado.
Y que yo sepa Lenin no te parece un delirante.
-¿Entonces cómo mierda hacemos para sobrevivir? ¿De qué
mierda me agarro hasta que venga el próximo Lenin con acento porteño o
matancero?
Entonces el forro de Santos Capobianco me tira alguna frase
de oráculo griego o manchú, como un sicólogo sin título, de esos del estilo de Yo no tengo las respuestas a tus preguntas
y me deja con la leche atragantada en la ingle, sin poder eyacularse en la
felicidad del resultado.
Lo puteo bajito mientras pongo de nuevo la pava de aluminio
berreta en el fuego que cada vez sale más caro porque el capitalismo se fuma la
energía y los K y Macri no hacen más que discutir cuánta guita nos sacan por
algo que ya a esta altura debería ser un derecho gratuito.
Pero me rescato que después del cacerolazo del 14 de julio y
hasta que ellos nos puedan cagar a tiros en una movilización o nosotros los
obliguemos a alguna forma de helicóptero anticipado, no la tengo que pagar y me
sonrío.
Noto que el árbol triste de la ventana, desnudo de pajaritos
verdes en sus ramas secas desde mayo, ya tiene unos tumores de madera rematando
los deditos más angostos que llegan hasta la altura del tercer piso donde tiro
a descansar los huesos.
Hace diez años y un poco más que pongo la pava en esta
cocina. Ya tuve suficiente cantidad de inviernos desesperanzados en esta caja
de zapatos que llamo palacio para haber notado, como ahora noto, que de ese
bultito duro de madera seca va a salir primero una especie de botón redondo de
musgo, como si la madera se humedeciera y después de allí un primer brote más
amarillo que azul, pero siempre verde, que finalmente será hojita y luego ancha
hoja brillante.
Y que si al menos esta noche no puedo celebrar como yo
quisiera el triunfo definitivo de la nueva vida sobre la vieja muerte, por lo
menos debo ser tan honesto conmigo mismo para
reconocer que el proceso ya ha
comenzado, irremediablemente.
Y me voy a dormir sabiendo que aunque parezca que andamos
todos mis hermanos y hermanas sufriendo en soledad las palizas que esta vida de
mierda nos pega todos los santos días, en algún lado el motor que nos une y
organiza, nos junta y da poder, la bronca y la esperanza, el recuerdo del
verano del 2001 empieza a latir de nuevo en la sangre, muy al fondo debajo de
las frazadas rotas que nos quedaron y si la sabemos hacer, si tenemos la
paciencia y la confianza, haremos del recuerdo un sueño, el sueño movilización,
marcha o piquete, la lucha en la calle será asamblea y decisiones y quién te
dice que sí o que no.
Pero seguro, seguro, la primavera ya empezó a empezar.
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