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sábado, 13 de agosto de 2016

Ni uno menos

Buffet de la cancha del fútbol cinco. Mesas y sillas plegadizas, de aluminio hueco y barato mal pintadas de blanco con el logo de 7up, banderines de clubes del ascenso y de los barrios lindantes en las paredes, uno de los familiares menos despiertos del dueño ausente de las canchitas habilitando birra y gatorade a los jugadores de ocasión.


Fuerte olor a sudor saliendo de todos lados, de los cuerpos todavía calientes por la tensión de una hora de competencia, surgiendo acre del fondo estancado del pasto sintético de las canchas. Sudor impregnado de macho por todos lados. Mezclado con los restos de millones de salivazos del suelo. Si no me cree pase por alguno de esos tinglados malolientes cuando a Buenos Aires la azotan esas lluvias torrenciales de abril o de setiembre, en el cambio de estación, cuando de la inclinación de las canchas hacia la calle fluyen esos arroyos espontáneos que limpian el suelo de los improvisados estadios, llevando la tetosterona fétida que anida en el subsuelo del plástico verde.


Es difícil acceder a esos momentos. A la ronda de birras pos-partido acceden solamente los que tienen alguna relación íntima con el grupo, es muy raro que se acepte al que llamaron cinco minutos antes para completar los diez porque otra vez Ramírez clavó con alguna excusa pelotuda.


El amor fraternal está prohibido entre varones. El macho no llora, se sabe, pero tampoco ama frontalmente. El varón no abraza a su amigo de toda la vida y le dice te amo como quien necesita reafirmar públicamente su lazo de camaradería. No es de hombres. Entonces se necesita todo un juego de máscaras, de encubrimientos, se requiere de un juego de actuaciones. 


El descanso es lo que hoy día reemplaza la gastada. Se parece al tute. Comienza con la mención de alguna jugada donde el cuatro quiso romperle la rodilla al diez visitante y casi se quiebra la cintura, desparramando toda su inutilidad y falta de gracia atlética por el suelo.


La clave del descanso, como en los códigos tumberos, es no sentirse sarpado o al menos no demostrarlo. Si mostrás debilidad sos boleta entonces tenés que hacer lo contrario de lo que sentís. El cuatro tiene que cagarse de la risa de su humillación, del dolor fuerte que sintió en el culo cuando cayó, de la conciencia inmediata de su frustrante falta de entrenamiento, de lo difícil que le es mantener las condiciones de la juventud para este juego que lo atrae tanto y cagarse de risa de su boludez.


Entonces se la bancó y tiene chance de descansar a otro. Si es pillo se rescata y le tira al que la mueve, al que la descose, a ese que siempre invitan porque la rompe pero que en el fondo todos envidian. Ese es su momento, la humillación vindicada en la humillación del otro, del talentoso. Y destaca su falta de garra, cosa que al cuatro le sobra a fuerza de justificar de alguna forma su notoria falta de destreza técnica. 


Y sigue la ronda. El que se calienta, pierde. Se gana para siempre un mote, una marca, se le tatúa al lado del nombre de pila o el apellido el apodo que disparará una y mil veces la anécdota que lo irrita. Para marcarle también los códigos para ser parte o no de la cofradía y la hermandad de los machos que se la bancan.


Ellos se juntaban todos los jueves a las nueve, porque alguna vez el Bocha encontró que la canchita de Serrano, o de Gallo, o de donde sea que en esta ciudad algún empresario consiguió la coima para transformar una vieja fábrica en un rompecabezas de verde y arcos con un par de vestuarios mal armados, estaba barata y tiró la onda al grupo de wasap y se dio la mágica coincidencia que los diferentes horarios de laburo, militancia y estudio coincidían en dejar paso a los diez o doce amigos para encontrarse en el ritual más masculino. Y quedó.


Habían empezado hace años, cuando los acercaron otras historias. Ahora todos estaban casados, no en el trámite oficial, pero sí en el sagrado vínculo que representaban las parejas estables. Algunos ya andaban con hijos y otros se acercaban a ese momento después de varios años de remitirse a la misma mujer para saciar sus necesidades afectivas. Entonces el soltero era una pieza necesaria. Será por eso además de la mágica coincidencia de horarios lo que hacía que el ritual se fuera sosteniendo con el tiempo.


-Contá de la minita que te estás comiendo ahora.


-El BMW.


-La Ferrari.


Y entonces los casados se relamían la imaginación disfrutando en la proyección de la anécdota del amigo su propia frustración de cogerse siempre la misma concha, siempre el mismo culo, siempre las mismas tetas. Y en cada encuentro podían escaparse legalmente para meterse en otras camas, en otras piezas, en otros telos, fantasear con libertad en otros tipos de labios, más carnosos, en otras formas de chuparla, que si le gustaba tragar, que si le gustaba que le hagan el orto, que si gritaba cuando acababa o si mordía. Que si el culito firme o las tetas paradas, que si los pezones como patys o si era negra o si la colorada tenía también colorados los pendejos del pubis.


Era el viejo ritual de los pajeros que se juntaban a jugar a la pley y terminaban mirando porno juntos. 
Ahora se bancaban con dignidad el gaste de la “doña” que los tenía cortitos, que les castraba su libertad de machos errantes, marcando la culata del fusil con sus aventuras, su enhebrada colección de vaginas ensartadas y anos desvirgados.


No hablaban de amor de la misma manera que no podían amarse ni decirse nada fraternal en las tertulias. Cuando el soltero traía epopeyas donde las minas eran más pendejas o eran varias al mismo tiempo chupándosela arrancaban en gritos y aplausos como si hubiera caído el premio mayor.


Ninguno confesaba que al finalizar la jornada se metían a estalkear los muros de las pibas mentadas por el soltero en el pospartido, que se pajeaban a escondidas mientras cagaban en el baño conyugal, con el celu en la mano inútil y la pija en la otra, pasando con el pulgar de las fotos con amigas en el boliche a las de la playa, tratando de imaginar el pezón bajo el triángulo de la bikini, la continuidad del orto bajo la bombacha, transformando la sonrisa de la selfie de cumpleaños en la boca que se comía la poronga del amigo, que al final era la otra pija que se escabullía en la mezcla de imágenes necesaría para eyacularle al inodoro sobre la materia fecal.


Cada tanto el soltero del grupo mandaba al wasáp las fotos de esas ansiadas tetas y culos que se cogía, arrancadas como parte de un juego erótico consensuado


-Dale, sacamos la fotito, no seas conserva…


-No seas reprimida, no me tenés confianza…


-Es divertido, boluda, no seas monja…


¿Cuántas confiadas amantes habrá en el universo que no saben que sus genitales, su cuerpo troceado en fotos íntimas fue pasto de lujuriosas pajas en otras manos y cerebros a los que nunca conocerá y que creen conocerte?


Capas sobre capas de hipocresía, mentiras, deshonestidad, amor desfigurado. Hermosos cuerpos que deberían ser puentes de emociones entre seres solitarios que se encuentran, descuartizados en conchas, labios, bocas, culos y ortos, para sembrar placeres cortos, para justificar eyaculaciones pusilánimes y cobardes. 


Confianzas mal construidas, arrebatadas, choriadas.


El grito de puta, la amenaza del golpe, la cuchillada artera, la justificación aberrante del rockero copado, todo todo no es más que la punta de un iceberg enorme de una sociabilidad profundamente, cotidianamente sostenida de un machismo atroz y redundante que llena los poros vacíos de las conciencias generales de una sociedad que necesita construir varones sin sentimientos honestos y mujeres víctimas para seguir progresando y triturando conciencias y huesos en la maquinaria atroz de la explotación.


Sexualidades degeneradas y cómplices de facto. Una podredumbre que no pueden lavar todas las tormentas de primavera del universo. Un vómito pestilente que no calma la merca ni el whisky.


Una sensación de ahogo que no calma ni la literatura catártica del mejor Bukowski ni de un Fontanarrosa sincero que desnude también lo peor de los sacrosantos rituales de los machos del café o la tribuna.


Un relato que no cierra, un cuento sin resolución. La porquería misma en el fétido olor del descanso.


La mentira que tarda demasiado en encontrar a la víctima con el coraje suficiente para desenmascarar, una revolución que se demora demasiado en barrer la porquería. 


Un camino amargo, cruel y silencioso.

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