-El otro día dijiste que Leyla volaba en las hamacas del
Parque.
-Sí, claro, eso dije.
-Las hamacas no son para volar.
-¿Eso estuviste pensando?
-Sí, porque en las hamacas no se puede volar.
-¿Y cómo se llama entonces lo que hacés en las hamacas?
-No sé, vos sos el adulto. ¿Cómo se llama?
-Balancearse.
-¿Y eso qué es?
-Moverse de un lado a otro colgando de un travesaño.
-¿Qué es un travesaño?
-El palo grande, acostado, del que cuelgan las cadenas de la
hamaca.
-Qué raro.
-¿Qué cosa?
-Balancearse de un travesaño no se parece a lo que siento
cuando estoy en una hamaca.
-Por eso digo que Leyla vuela en las hamacas.
-Eso no es volar.
-Vos porque ya te habrás olvidado.
-¿Qué decís?
-Que los nenes y las nenas grandes se olvidan de cuando eran
nenes y nenas chiquititos.
-Yo me acuerdo de todo.
-¿Ah sí? Entonces decime ¿qué sentías cuando te balanceabas
en una hamaca?
-Mucha felicidad.
-¿Y qué más?
-El viento en la cara y el pelo.
-Eso mismo siente Leyla en las hamacas. Y cuenta su papá que
desde la primera vez, en la hamaca más al sur del arenero para chicos
chiquitos, la que tiene un asiento de goma con dos agujeritos para las patitas…
-Piernitas, en vez.
-Bueno, eso. En esa hamaca y en todas las que vinieron
después, Leyla se reía fuerte, como estallando la alegría desde adentro, con
los ojitos llenos de cielo celeste y nubes blancas, la cara tallada en una
sonrisa abierta, de luz solar y plumas verdes en las ramitas de los árboles,
como si también volasen ellos con ella…
-¿Eso es volar?
-¿Y qué más?
-Entonces tenés razón, las hamacas son para volar.
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