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viernes, 19 de agosto de 2016

Biografía olvidada de una Plaza de Balvanera


Barco encallado. 
Abandonado, atascado al fondo barroso y cenaguiento. 
Detenido. 

Entro por la ventana que da a la avenida. El techo por alguna razón se cayó hace muchas tormentas atrás. El agua violenta, el rabioso sol de enero, los vientos de todos los sentidos destruyeron el yeso y las tiras de madera de la pared están a la vista. El alma desnuda del viejo edificio de departamentos de los años veinte se puede ver desde la otra vereda.

Estoy parado en Jujuy casi casi México, en la puerta de la vieja fábrica de trajes Brukman, desde el 2001 reconvertida por sus obreros y obreras textiles en Cooperativa 10 de diciembre. En abril del 2003 fue el escenario de la última lucha de ese enorme proceso de luchas que se llamó Argentinazo, la última rebelión de las masas en este pedazo del mundo que seguimos habitando.

Ese proceso que empezó en el 93 con la primer sublevación de toda una población contra el Estado provincial -de conjunto- allá en Santiago del Estero, cuando sindicatos, partidos y vecinos prendieron fuego los edificios donde funcionaban los tres poderes que oprimían y garantizaban la explotación cotidiana de sus verdugos. Luego vinieron los fogoneros de Cutral Có en Neuquén, las puebladas del Chaco petrolero en el este de Salta y los conmovedores ríos humanos que desbordaron las rutas desde La Matanza hasta la Plaza de Mayo en 2000 y 2001.

Desde que el conjunto de las fuerzas patronales lograron rearmarse detrás del nuevo Luis Napoleón que parieron en Duhalde, esa mar embravecida que fuimos obreros/as desocupados/as, estatales y la pequeño burguesía combativa de las Asambleas Populares, comenzamos una bajamar también contradictoria. No es que los que echamos hayan vuelto de un día para el otro, y mucho menos sin luchas.

Es que muchos de los que lucharon se fueron bajando, de a poco, arreglando por camadas. 

Algunos se plantaron el mismo 20, bajándose de la rebelión contra el Presidente por pedido de Bergoglio, otros acordaron con las promesas de un efímero Rodríguez Saa, los que quedaban acordaron con la “burguesía nacional mercado-internista” de Lavagna.

En Puente Pueyrredón nos alcanzó la fuerza, todavía, para cortarle camino también a la bestia duhaldista que tuvo que enterrar sus sueños de emperador y negociarlos con una camarilla pequeña de asaltabancos provinciales, los pingüinos amantes de cajas blindadas y bolsos de guita, embaucadores profesionales que se inventaron un pasado revolucionario para embobar a los nostágicos del peronismo de izquierda setentista que hicieron de la farsa, de la máscara infame, un método de gobierno y control social.

Antes de asumir el control del Estado, el kirchnerismo recién votado mostró su verdadero rostro en la brutal represión de la toma de Brukman en abril del 2003. Un lluvioso viernes metieron más de mil agentes de la Federal pertrechados para la guerra en la fábrica de Balvanera sur expulsando a los laburantes que llevaban tres años sosteniendo la fábrica con su esfuerzo. Las fuerzas que quedábamos vivas todavía pudimos juntar cinco mil personas para el último combate. 

Recuerdo a los caretones de ocasión refugiados en la YPF de la esquina de Independencia y Jujuy, a la juventud de un pequeño partido de izquierda disfrazada de combatientes de la Guerra Civil española huyendo despavoridos ante la carga policial para refugiarse en un famoso local cercano. A la Fuba heroica combatiendo por Independencia hasta hacer base en la Facultad recién reconquistada de Psicología, frente a la trágica sede donde se ocultaba Pedraza, futuro y todavía impensado asesino de Mariano Ferreyra.

Mi cuerpo recuerda cuarenta cuadras de corridas por San Cristóbal y Constitución, bajo las balas de goma de las brigadas motorizadas de la Federal, jinetes infames vestidos de negro, uno a los manubrios, el otro con la escopeta en ristre, tirándonos como patos de madera en una feria de pueblo. Los palazos rebotando en el cráneo, la terrible sensación de ser un hámster rebotando contra las puertas cerradas del laberinto humano, de la emboscada perfecta y eterna, y el “no te metás” de la vecindad haciéndose la “otra” a las tres de la tarde mientras nos cazaban de a uno o una en fondo. 

Represión quirúrgica de la Federal, ni detenidos/as ni heridos de bala, puro golpe bien asestado, para que no se nos ocurriese movilizarnos nunca más. 

Aunque también recuerdo al portero anónimo, militante del MTL, de origen paceño o de Oruro, que me supo abrir la puerta de la casa de pensión que custodiaba, jugándose el puesto de trabajo, o sea su vida, para que pudiera limpiar mis heridas y zafar de la cacería maldita.

Recorro estas calles nuevamente y pienso que nadie del barrio recuerda la batalla por Brukman de ese otoño. En esta década y pico, nuevos inmigrantes del caribe han poblado las pensiones de malamuerte y malavida. Los viejos edificios art noveau que no han sido demolidos por la voracidad de la patria inmobiliaria se okupan y se lotean como nuevos inquilinatos, nuevos conventillos, más de cien años después de los últimos y famosos.

Dominicanas y venezolanos, pobres del otrora orgulloso Paraguay y las milenarias montañas altoperuanas, conviven con viejos y viejas gallegos y asturianas, tanos y rusas masticando sus sueños de pobreza, varados en el nuevo puerto. 

Nadie sabe qué pasó, como nadie se sabe el nombre de la Plaza, porque a nadie importa ya.

Pero no es una plaza más. Como pocas plazas de Buenos Aires, si el caminante se para en lo alto de la loma, bajo los ceibos y los espinillos, cerca del centenario ombú, todavía puede sentir en los ojos lo mismo que sintieron los primeros seres humanos que pisaron este mismo suelo. Antes de que aterrizaran los 27 españoles y malfundaran la ciudad en lo alto de la barranca del Parque Lezama, mucho antes todavía y mucho después también, en esta elevada loma de barro se acumulaba el agua de lluvia y por sus faldas corría un arroyo que eyaculaba su vida y muerte hacia el noreste del Estuario, detrás de Plaza Francia, el Museo de Bellas Artes y la explanada de Derecho.

Los españoles le pusieron Manso al arroyo tercero del Norte, que nacía más allá del límite oeste de la vieja aldea. Los que andamos en bici por la ciudad para ahorrarnos la tortura del ajuste disimulada en la SUBE, podemos notar cómo Saavedra va bajando hacia Plaza Once con el relieve del viejo arroyo. Acompañando a Pueyrredón hasta Recoleta el viejo arroyo Manso sigue serpenteando debajo del asfalto y los viejos adoquines, obligando a los arquitectos y albañiles a construir sobre los declives de la vieja hondonada de barro por la que corrían aguadelluvia y el meo y la mierda de los cientos de miles de esclavos y libertos que sobrevivían en los confines del viejo barrio de los tambores, bajo la guía de la virgen catalana o el santo que recuerda a Colón.

En esta misma Plaza sesionó todo un fin de semana la asamblea de organizaciones piqueteras –Polo Obrero, MTR, Cuba- de asambleas populares y partidos de izquierda que tomamos la defensa de Brukman como cosa personal.

Los más desesperados sostuvieron las posturas más radicalizadas. Organizaciones pequeñas y asambleas raquíticas exigían a los todavía grandes movimientos de desocupados “poner” las fuerzas necesarias para reconquistar la fábrica.

-Ningún problema –dijo algún viejo foquista devenido en organizador de comedores populares- si votamos tomar la fábrica déjenos unos días para traer a los compañeros de zona sur y juntar los fierros… porque acá hay mil federales armados hasta los dientes, no la vamos a recuperar tirándoles flores…

Lo que bastó para convencer a los delirantes que no quedaba mejor opción que realizar un gran acto de masas en las puertas del vallado perimetral y prepararse para una larga campaña de lucha, pero evitando la confrontación física con un Estado superior en armamento.

Después lo que todos sabemos, la decisión de Ibarra y Néstor Kirchner de ejercer una represión en regla para inaugurar la nueva era, para que todo el movimiento popular entendiera de entrada que esta gobierno ofrecía símbolos, leyes, alguna reformita y mucha plata para quien decidiera “continuar la lucha” dentro de los márgenes del gobierno “nacional y popular” y que sólo había palos y balas de goma para los que prefiriésemos seguir hasta que no quedase ni uno solo de los hijos de puta que hambrearon al país.

Habría que investigar los archivos de la municipalidad para saber bien cuándo fue que la burguesía argentina decidió bautizar al viejo límite oeste del barrio de los negros con el doble apellido del quíntuple presidente de Ecuador, Velazco Ibarra, símbolo surrealista del bonapartismo sudamericano, último liberal católico y primer castrista seudo constitucional, usado por el nacionalismo militar de su país para ponerse al frente de todas las combinaciones policlasistas que se inventaron ante cada crisis de exportaciones y deuda externa en las altas montañas de Ayacucho y las hermosas costas del Pacífico.

En lo alto de la vieja cumbre del barrio de esclavos me detengo a observar las sombras del bloque piquetero en la última batalla del Argentinazo con la esperanza que estos improvisados equipos de vóley que ahora ocupan su lugar, conformados por hermosos cuerpos atléticos de bellas travestis con acento caribeño, en sus largas tardes de titánicas olimpíadas arrancadas a las horas de la prostitución obligada por una Buenos Aires hipócrita que no ofrece mejor trabajo ni a las inmigrantes (ni mucho menos a las que no cumplen el molde de la mujer biológica), en algún momento después de las horas de saques largos al fondo de cancha, las epopéyicas definiciones sobre la red buscando el pecho rival, con la birrita barata o el cartón de vino, en medio del fasito o el último atado de Philip Morris de 10 arrancado a la miseria, empiecen sin saberlo, sin tenerlo presente, a charlar de organización y lucha, a dejar que fluya por sus gargantas otra vez el viejo gen de la rebelión que esta lomada atestigua.

Los ombúes de la Plaza Velazco Ibarra no recuerdan. 

Los árboles no son como nosotros y nosotras, no retienen piezas de pasado que re-elaboran en la sopa nostálgica de la conciencia (qué es nuestra especie sino una regurgitadora permanente de recuerdos). 

Ellos y ellas simplemente saben que bajo la baldoza o el macadam el viejo arroyo corre como napa. Lo saben porque sus raíces absorben el viejo líquido, al viejo río cayendo del cielo y empapando los poros micronésimos de la tierra y sus verdes hojas, sus cortezas malheridas, viven todavía porque simplemente el viejo arroyo sigue fluyendo por sus venas.

Así también espero que no me mienta la intuición, la inspiración poética del viejo luchador que sigue caminando para vender otro libro que permita seguir soñando, que me dice que sin saberlo los pobres y las miserables de la tierra de alguna forma siempre encontramos el camino para absorber las enseñanzas prácticas de la lucha contra el Estado, se llame Rey, se llame Democracia, que nos haga volver a reunir asambleas, conquistar fábricas y reunir a todos los viejos ríos de combatientes en un torrente nuevo y futuro que barra definitivamente la escoria, la empuje al Estuario, la expulse al mar y nos permita gobernarnos.

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