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jueves, 23 de febrero de 2017

El Principito, todo el poder a la infancia


Una reflexión sobre la literatura infantil contemporánea


Aunque las fotos lo muestren de barba, fumando enormes cigarros y acompañando al bombardero de Afganistán, Barak Obama, en su visita guiada por los estudios de DreamWorks, el director de Cómo entrenar a tu dragón Dean DeBlois en sus 47 años declara que “nunca dejó de ser niño” aunque inmediatamente combate este cliché caro a la literatura infantil, con una buena dosis de honestidad:

“Es peligroso ponerte en la mente de un sector demográfico, decir: "Esto es lo que pienso que le gustará a un niño de siete años". No tienes siete años, así que no tienes ni idea. Lo único que sé es que cuando era pequeño, las películas que mis padres elegían para mí y consideraban seguras, eran las más aburridas. Recuerdo que me llevaron a ver The Man from Snowy River (George Miller, 1982), que fue el tedio máximo. Y cómo, en cambio, echaba vistazos furtivos a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). ” 

En una charla informal y para nada académica en la casa de Kike Ferrari –en la difusa frontera entre Balvanera y Almagro- sobre la literatura infantil y para adolescentes, único rubro que parece asegurar ventas suficientes para que los escritores aspiren a tener un ingreso decente antes de ser eminencias, en ese truco verbal que tanto nos gusta, le señalé mi fascinación por Las cenizas de Ángela, la novela autobiográfica de Frank McCourt que leí el mismo año de su publicación, en 1996.

La historia es desgarradora en sí misma, el relato de la vida cotidiana de una familia pobre que intentó zafar de la miseria en Limmerik, oeste de Irlanda libre (Eire) emigrando a New York, donde nació Frank, y que ante el impacto de la Gran Depresión debió retornar al pueblo sumando una desilusión a su extrema miseria. El corazón del relato gira alrededor de las innumerables estrategias que desarrollan los niños y niñas capitaneados por Ángela, su joven madre, para sobrevivir a la miseria y a la brutal violencia física y psicológica a la que los somete su padre, quebrado por el alcoholismo.

Pero lo que me fascinaba era que el viejo Francis había logrado a sus sesenta años recuperar la mirada que tuvo a los 10 años y la novela es un fresco terrible descripto por un niño.
Kike me señaló que había pasado por la misma fascinación –ante la capacidad narrativa de colocarse aunque adulto en la mirada y lenguaje de un niño- leyendo Piedritas bajo la almohada (Alfaguara, 2002) un ejercicio doble, donde el comunista luego tupamaro escritor uruguayo Mauricio Rosencof (Florida, 1933) revisa sus experiencias bajo tortura y prisión desde la imaginación de una niña y un niño traumatizados por la ausencia impuesta de sus padres, presos políticos.

Más cerca, una nueva generación de escritores/as han parido una obra donde el esfuerzo por acercarse a las sensaciones íntimas de su infancia es allanado notablemente por un artesanal trabajo sobre el lenguaje, las voces de personajes y narradores/as. Los casos que más me han impactado son Una muchacha muy bella, de Julián López (2013, Eterna Cadencia) y la reconstrucción del terrible mundo femicida de una adolescente provinciana en Chicas muertas (Random House, 2014).

En todos estos casos se narran experiencias desgarradoras como sólo es capaz de alentar una sociedad putrefacta sobre las conciencias infantiles. Sólo algunos son capaces de sobrevivir, menos quienes pueden narrarlo y casi contados aquellos seres que pueden despojarse parcialmente de toda la carga emotiva del lenguaje adulto para narrar como niños.
Es el dilema contenido en la breve idea al pasar de DeBlois, ¿hasta qué punto es posible mantenerse niño o posicionarse empáticamente en los zapatos de una conciencia en formación?

Antoine De Saint-Exupéry, ¿el primer cronopio?


Probablemente sea Le Petit Prince (El pequeño príncipe en la traducción española, El principito en la traducción latinoamericana de Emecé), la novela corta publicada en 1943 y escrita por el aviador y empresario francés Antoine de Saint-Exupéry un año antes de su desaparición física en un accidente aéreo (Lyon, 1900 – Mediterráneo, 1944) la primera y mejor resolución del dilema planteado por la literatura infantil.

En medio de una crisis existencial basada en la frustración de sus relaciones afectivas con las mujeres que amaba (esposa y amantes) y las falsas amistades que ofrecía y ofrece la sociabilidad burguesa y aristocrática, agudizadas por la crisis moral y material de la burguesía imperialista francesa bajo la ocupación del imperialismo nazi, Antoine se permitió dialogar con los valores más puros que había podido soñar en su infancia idílica en una familia aristocrática y las maravillas que su pasión de aviador le permitieron recolectar atravesando los cielos de África y la Patagonia, surcando los pueblos exóticos y revolucionados de Moscú, España y Vietnam entre los años 20 y 30 del siglo pasado.

(No puedo dejar de señalar el profundo impacto que me generó descubrir fortuitamente, hace pocas semanas, que el aviador francés vivió en Buenos Aires el tiempo suficiente para enamorarse de su esposa, una aristócrata guatemaleteca, en el mismo edificio de la Galería Güemes que Cortázar usó para uno de sus cuentos más maravillosos y en la que trabajé como vendedor de una modesta librería entre 1998 y 2000, sin saber la importancia que tendrían estas coincidencias en mi propia trayectoria como escritor, quince años después)
Exupéry se puso en contacto con su conciencia más primitiva para traer a la realidad vacía de su mundo emocional de adulto su niño interior y tuvo la osadía de ofrecer las impresiones de su viaje interior al universo.

Los símbolos filosóficos de su recorrido interior y el método surrealista que usó para enhebrarlos en una narración corta y de ágil lectura, fueron un modelo revolucionario para el género infantil durante los siguientes setenta años, atravesando todas las culturas del mundo. (Una antropóloga asegura en Wikipedia que existe una traducción al lenguaje qom, que sorprende por la fácil asimilación que provocan zorros sabios en una cultura todavía ligada filosóficamente a la naturaleza). 

Lo esencial es invisible a los patrones


Entiendo que la clave del éxito de El pequeño príncipe está en la superación dialéctica de la empatía con las conciencias infantiles. Exupéry no sólo se coloca magistralmente en el punto de vista y el horizonte de la imaginación infantil -mirando el mundo adulto con la fascinación propia de esa edad- sino que le otorga un poder que las más logradas narraciones empáticas no alcanzan, el de explicar la realidad.

La consigna eterna del principito, lo esencial es invisible a los ojos, conclusión de cualquier niño/a inmortalizada también en el refrán popular los niños y los locos dicen la verdad, desnuda la clave de lectura que le permitió a Karl Marx ofrecer una comprensión científica y acabada del funcionamiento de las sociedades modernas, no sólo del capitalismo, sino de todas las sociedades basadas en la explotación del trabajo humano que han existido.

Porque la contradicción más lacerante para la conciencia humana en los últimos cinco mil años es esa, que bajo la apariencia de un mundo ordenado y feliz se oculta una esencia de leyes sociales y naturales inversa, caótica y desesperante.

El adulto frustrado por el fracaso de las falsas promesas de progreso y felicidad en su experiencia vital se enfrenta a su drama existencial, permite que sus deseos primitivos afloren de nuevo a la superficie y en lugar de compadecerse y minimizarlos, ya sea por la vía de la represión o por la más nefasta de la mirada condescendiente de las leyendas ingenuas, le devuelve todo su poder, las coloca en el trono, se somete humildemente a su más íntima verdad.

Esos momentos íntimos cuando les artistas se permiten un diálogo franco y respetuoso con su consciencia reprimida por la sociedad son los que constituyen la clave del arte y la ciencia. Allí reside, creo yo, la verdadera potencialidad revolucionaria del arte y la ciencia. Una serie de factores azarosos permiten la existencia de estos maravillosos seres, como las posibilidades que su condición de clase le permiten, en el acceso a las herramientas para crear y sobre todo para llegar a publicar y difundir sus creaciones. Uno de los principales es la capacidad de transformar las experiencias desgarradoras con la ilusión de felicidad que nos programa la sociedad oficial, el establishment, el statu quo, el orden establecido, la ideología dominante, el sentido común o como ustedes prefieran llamarla.

Son individuos a quienes las promesas de felicidad individual o colectiva les estallan en la cara, seres traumatizados por experiencias personales profundas, que se ven ante el dilema de desarmar todo en lo que creían y sobre lo que construyeron su vida adulta y se animan a navegar en las profundas y desconocidas aguas del re-descubrimiento interior.

La imagen que sintetizó Oscar Wilde en el planteo que les verdaderos/as artistas se desnudan a sí mismos sin búsquedas morales, dispuestos/as a encarar su más íntima verdad, buena o mala, y ofrecerla al mundo como un espejo cruel donde todas las conciencias puedan ver de qué estamos hechos en esencia.

Se me ocurren centenares de ejemplos para dar, basados obviamente en los pocos casos que mi experiencia de consumidor de arte o ciencia me han permitido en estos años. Casos de renombre universal y amigos y amigas a quienes el capitalismo y sus maquinarias culturales han impedido expresarse, flores cortadas por las leyes del mercado y la raquítica promoción de la educación popular.

Creo sin embargo que el máximo exponente de esa mirada entre nosotres fue un contemporáneo de Exupéry, nacido también de un funcionario del Estado con aires de aristócrata en 1914 en Bélgica y venido a menos en términos sociales entre los paisajes bucólicos de su infancia en Banfield bajo el amparo del cariño y la imaginación ingenua de su madre y su primera juventud entre Barrio Rawson y Chivilcoy, hasta su florecimiento junto a la maravillosa generación rebelde de París y América Latina en los años 60 y 70.

Julio Cortázar nos legó piezas donde la esencia invisible del planteo de Exupéry llega al paroxismo literario, no sólo con novelas revolucionarias como Rayuela (1963) o El libro de Manuel (1973) y una colección maravillosa de cuentos, sino sobre todo en esa genial superación dialéctica de El principito que fascina a niños, niñas igual que a sus deformaciones madurativas desde 1962, Historias de cronopios y de famas.

En una aparentemente delirante compilación de reflexiones sobre los nutrientes filosóficos y estéticos de su propia obra, Una vuelta al día en ochenta mundos, de 1967, Cortázar desenvuelve con una tensión permanente esta idea del verdadero arte, el que desnuda la realidad, surgido de la crisis con el mundo evidente, originada en la crisis existencial del ser humano que se permite mirar hacia el fondo de sí mismo y nos ofrece una verdadera guía para encontrar un camino de salida que nos permita volver a la realidad dominante armados/as para combatir la mentira y sobrevivir sin dejarnos vencer por la opresión y la angustia de la alienación.

Quizás la relación de Cortázar con clases sociales organizadas y en lucha contra el capitalismo, desde los límites más explotados del sistema mundial, (los obreros y campesinos de las colonias y semicolonias, su propia realidad de explotado y extranjero en una París revolucionada por estudiantes y obreros industriales ante el fracaso del Plan Marshall y la ilusión renovada por Cuba, Beijín, Vietnam, Argel, Praga o Lisboa), le hayan permitido a Julio una mayor radicalidad en su crítica de la hipocresía burguesa y una revolucionaria forma de expresión, superiores en ambos planos a la excelente obra de Exupéry, quien sólo sintió superficialmente el empuje de esas clases sociales reprimidas como niños interiores, a vuelo de avión.

Esa misma realidad explica que El principito haya recibido el mejor homenaje posible de parte de la industria cultural infantil en 2015, en una maravillosa película animada, mientras que todavía nadie ha puesto el dinero y la creatividad necesarias para un homenaje a la altura del gran cronopio.

Ingenieros de ilusiones


Pasaron casi ochenta años para que las industrias de películas infantiles maduraran una narración respetuosa y no condescendiente de sus principales espectadores/as.

Este año se cumplen cien de la proyección de la primer película con dibujos animados, El apóstol, una sátira política contra el presidente Yrigoyen (posiblemente en tono conservador) producida por el dibujante italiano Quirino Cristiani (Santa Giulieta, 1896 – Quilmes, 1984) y el primer empresario cinematográfico de Argentina, otro italiano, Federico Valle (Asti, 1880 – Buenos Aires, 1960) llegado para la época del Centenario de Mayo (apogeo de la burguesía italiana en el Río de la Plata), que había aprendido en el oficio de cámera-man y director con los hermanos Lummiére y fundado uno de los primeros laboratorios en la región.

La primer narración cinematográfica animada para el público infantil llegaría diez años después, con Las aventuras del príncipe Akhmed realizada por la animadora Lötte Reinigier (Berlín, 1899 – Dettenhausen, 1981) con una técnica similar al teatro de sombras chino. Pero recién en 1938 se consagraba el género con el primer largometraje totalmente animado en technicolor y sonoro de la historia, un éxito de taquilla y de premios: Blancanieves y los siete enanitos de Walt Disney.

Este hijo de granjeros pobres de origen irlandés y alemán, nacido en Chicago en 1901 y fallecido en California en 1966, fundó su imperio gracias a esa peli después de veinte años de aprovecharse del trabajo de excompañeros dibujantes, camarógrafos y actrices.

Casi calcando las biografías de Edison y Tesla, o el camino seguido más de medio siglo después por Steve Jobs o Jack Ma, Disney alcanzó la gloria luego de profesionalizarse en el arte de la estafa de los grandes estudios, como Universal, que le robaron el primer éxito inventado por su dibujante estrella Ubbe Wikkers, el conejo Oswald. Un mediocre dibujante y camarógrafo con la sangre fría necesaria para mandar varias veces sus estudios a la quiebra y hacerle a su “amigo” Wikkers con Mickey Mouse lo mismo que le hicieron con el “suertudo” conejo Oswald.

Otra vez los creadores de Los Simpsons se colocaron a la vanguardia de la conciencia de les trabajadores y trabajadoras de la industria animada infantil, satirizando la estafa que dio origen al gremio y sus empresarios en el episodio 146, de la séptima temporada, en 1996, titulado El día en que la violencia murió, cuando Bart descubre que un homeless es el verdadero inventor del ratón de la serie Tom y Daly (Itchy & Scratchy).

El éxito de Walt Disney Company se basó por lo tanto en el ingenio y creatividad de cientos de dibujantes, técnicos/as, actores y actrices pagados con salarios muy inferiores a las ganancias que producían, en una actitud negrera que le valió la primer gran huelga del Screen Cartonist Guild en 1941, que terminó imponiendo la organización sindical dentro de la Compañía y el uso por parte de la patronal de métodos “legales” para quebrar a les activistas.

El ingrediente clave que le faltaba al éxito de Disney fue su relación con el Estado imperialista yanqui y las Naciones Unidas, poniendo la creatividad de sus empleados/as al servicio de la moralina familiar alentada por los reaccionarios que fundaron el New Deal y la reactivación industrial apalancada por la participación en la Segunda Guerra Mundial.

El límite de los sindicatos de guionistas, técnicos/as y actores y actrices de la industria cinematográfica y televisiva está quizás en la ausencia de ese ingrediente, ya que son capaces de tenaces luchas por mejoras salariales pero hasta ahora no se ha constatado que enfrenten al Estado imperialista en su doble carácter de sostén de sus condiciones de explotación y de principal consumidor y difusor de las ficciones que ellos mismos crean.

A la altura de los grandes burgueses “innovadores” como Edison (fundador del pulpo energético General Electric en 1890) o Henry Ford, Walt Disney contribuyó con su industria a ofrecer el placebo del american dream a una clase obrera norteamericana sacudida por la miseria de la Gran Depresión y acicateada por el ascenso de la Revolución Proletaria en la Unión Soviética.

Mickey Mouse, el Pato Donald y Goofy, las historias populares germánicas de los hermanos Grimm, se pusieron al servicio de la maquinaria imperialista como propaganda en las cabezas de obreros y obreras sumisos/as, obedientes y futura carne de cañón de la masacre humanitaria más grande de los últimos doscientos años. Disney reemplazó en eficacia al servicio de la ideología dominante del Estado a la industria ideológica más importante desde las Cruzadas de 1061, la Iglesia Católica. Vino viejo en nuevos y relucientes odres.

Bob Esponja épica del trabajo tercerizado


La proyección mundial de The Little Prince por la Paramount realizada con capitales de la televisión privada francesa, dirigida por uno de los creativos más reconocidos de la nueva generación de los años 90, expresa sino un salto revolucionario, al menos el reconocimiento de mejores bases para la producción cultural destinada al público infantil.

El trabajo de Mark Osborne (New Jersey, 1970) podría ser considerado una bisagra clave en el mundo de la cultura infantil contemporánea. Antes de alcanzar el éxito comercial con Kung Fu Panda en 2008, co-dirigió la animación de la exitosa tira televisiva Bob Esponja, difundida por la cadena de televisión por cable Nikelodeon (heredera díscola de la Warner y prima hermana de MTV en los 80) desde 1999, creada por el biólogo marino Stephen Hillenburg (Oklahoma, 1961). Bob Esponja es probablemente la primer serie de dibujos animados que traslada al consumo infantil –con éxito comercial equivalente- la sátira de las relaciones afectivas en crisis de las familias obreras que popularizaron tiras animadas para el mundo adulto como Los Simpsons y South Park (creada en 1997 por Trey Parker y Matt Stone para Comedy Central).

Su protagonista es un joven trabajador precarizado de una cadena de hamburguesas dirigida por un cruel y avaro cangrejo burgués, enemistado con su competidor, un despiadado y ridículo plancton con delirios de megalomanía. Las aventuras de Bob y sus amigos y amigas van desnudando la hipocresía de las relaciones sociales en Bikini Bottom (el fondo de Bikini), el fracaso del sistema educativo, la competencia despiadada entre capitalistas, la explotación que aliena al amargado compañero de trabajo y alter-ego de Bob, Calamardo.

La conciencia alienada de Bob, que parece tener una ingenuidad a prueba de balas, rayana en la torpeza boba de Patricio, que irrita a su mejor amiga Sandy, la única mamífera que vive en el fondo del mar, con escafandra permanente, la Señorita Puff, símbolo de la docente cándida pero sobrepasada… todas caracterizaciones de las diferentes respuestas posibles en las conciencias obreras alienadas por una sociedad organizada para explotarles y generarles las crisis personales más absurdas y delirantes.

Al mismo tiempo, Bob Esponja subvierte las narraciones clásicas de los dibujitos animados infantiles, haciendo masiva por primera vez la propuesta más disruptiva hasta ese momento, proyectada también por Nickelodeon entre 1990 y 1996, la surrealista y ácida escatología de Ren y Stimpy, del canadiense John Kricfalusi (Quebec, 1995), a quien Los Simpsons reconocieron el impacto de su propuesta en un chiste del sofá y capítulos de la “Casita del Horror”. Bob Esponja hace masivo por primera vez ese tono bizarro en la narración, esa adaptación del guión al caos que construyen niños y niñas con los fragmentos de realidad que alcanzan a comprender a su propio modo y ritmo. Algo que Tiempo de Aventuras, de Pendleton Ward (EE. UU., 1982), presentado por Cartoon Network desde 2006, ha llevado al paroxismo, transformando para siempre el universo de los dibujitos animados para chicos/as, en una especie de narración caótica cuya única estructura está en permanente mutación, habilitando una variedad infinita de interpretaciones y lecturas.

Más de lo mismo


Osborne es por lo tanto un representante magistral de esta joven generación de creativos que creyó repetir con el manejo de las nuevas técnicas de animación a fines de los 80, el camino de éxito y millones de Disney a comienzos del siglo que terminaba, pero atravesados por la dura realidad de una industria que tempranamente reservaba los millones para los Steve Jobs (Pixar) y los Spielberg (DreamWorks) condenando a la explotación a los más jóvenes y recién llegados.

En 1998 Osborne presentó un cortometraje ideado y dirigido por él, de seis minutos de duración y filmado utilizando la técnica de animación previa a la era digital, el stopmotion, titulado More (Más en https://www.youtube.com/watch?v=cCeeTfsm8bk) premiado por el progresismo de la industria en Sundance y Cannes y reconocido por la industria comercial tradicional con una nominación al Oscar.

Se trata de un verdadero manifiesto clasista de la nueva generación de escritores y animadores de la industria yanqui. Tres años después del boom técnico y taquillero de Disney Pixar Toy Story, Osborne imprime las sensaciones de angustia que provoca la alienación de la industria infantil en sus obreros. El protagonista se levanta a las seis menos cuarto con una cara de tristeza y soledad que se intensifica a medida que lo vemos atravesar una enorme ciudad gris y opresiva, hacia su laburo, mirando al vacío por la ventana del colectivo (un creativo yanqui tomándose un bondi para ir a laburar, increíble).

La desolación y desesperanza en su mirada son idénticas a sus compañeros de colectivo y de trabajo, en una línea de montaje infinita, separada en escritorios individuales donde cada operario construye con sus propias herramientas una máquina extraña, especies de visores de realidad 3D con una “carita feliz” en la carcaza, única nota de color en todo el film, y de marca “Happy” (feliz). En medio del laburo tedioso el capataz interrumpe la monotonía arengando desde lo alto y bramando para controlar la intensidad en los ritmos de producción.

El protagonista del corto, un humanoide de masilla gris con rasgos que inevitablemente nos llevan a la imagen del extraterrestre de E.T., sufre porque en medio de esa alienación una imagen se proyecta desde su bajo vientre -sus vísceras- y va invadiendo sus sueños, imponiéndose de a poco en su mundo consciente, distrayéndolo de sus obligaciones y rutina. De a poco empieza a trabajar en sus horas libres y luego en su propio trabajo para crear con las piezas de los proyectores que fabrica un nuevo invento, hasta que lo logra. Diseña una especie de lentes redondos que filtran la realidad y la transforman en su opuesto. Así, a través de estos lentes, la ciudad gris y monótona se transfigura en un paraíso lleno de colores cálidos, eléctricos y alegres.

La clave para terminar su invento la encontró cuando tomó un poco de la materia de sus sueños viscerales con la punta de los dedos y tocó las pantallas de sus lentes mágicas. La identificación con el impacto emocional de E.T. en la conciencia prematura de estos creativos parece repetirse en Osborne como aseguraba DeBlois.

El invento, llamado Bliss (Felicidad) le vale el título de greatest inventor ever (el más grande inventor de la historia) reemplaza en el mercado al producto que él fabricaba y lo catapulta de la mesa de montaje a la dirección de la megaempresa que los fabrica.

Sin embargo, nuestro gran inventor vuelve a sentir la angustia, ahora desde lo alto de su gran oficina. La felicidad que mira a través de su invento se le aparece vacía y falsa, mientras debajo suyo el obrero que lo reemplaza en la línea de montaje, idéntico a él, toma sus lentes para mirar al mismo capataz que le grita y lo acosa, aunque ahora se le aparece como un ser bondadoso y amable rodeado de arcoíris lisérgicos.

Por primera vez hacia el final, el narrador toma el control de la historia y nos fuga a vuelo de pájaro desde el balcón de la oficina donde el Gran Inventor mira al vacío de su propia angustia existencial y nos lleva a hacia una modesta plaza en un barrio obrero de la gran ciudad. Allí observamos la misma escena que inicia el corto, el sueño que nacía desde las vísceras del protagonista.

Cuatro chicos o chicas, de colores cálidos, sobre una calesita de hierro gris, de esas que se mueven centrífugamente con el movimiento de los cuerpos infantiles, con una pierna en tierra para dar impulso y aferrados al manubrio que los une en círculo, riéndose con la felicidad del esfuerzo colectivo.

Esa imagen de felicidad es la que atormentaba al obrero alienado. Con esa materia prima inventó una máquina que superaba la vieja máquina de ilusiones de felicidad. Pero el corto termina con un acercamiento al pivote del juego de plaza, que llamativamente remata en la punta con una serie de espejitos que reflejan los cuerpos y caras de los/as niños/as.

El mensaje es transparente: los sueños de felicidad que alimentan a los creativos de la industria son nada más que limitados reflejos en su inconsciente de una alegría infantil deformada. Su vida adulta es una verdadera bosta porque de ese mundo feliz sólo les queda un recuerdo deforme. Es imposible reconstruir un mundo feliz inventando mecanismos tecnológicos que recreen con absoluta fidelidad esa nostalgia.

Una crítica demoledora a Pixar y su planteo revolucionario para la industria de imágenes infantiles y mundos ideales sintetizada en Toy Story.

Las nuevas técnicas de animación, aunque puedan desterrar a las viejas técnicas clásicas de Disney, nunca van a servir para construir el mundo feliz que promueven. Una denuncia demoledora también contra la otra ilusión de felicidad ligada a la innovación digital: en la línea de montaje siguen habiendo obreros explotados y alienados de su humanidad, aunque ahora nos digan que los nuevos dueños y capataces son seres maravillosos e inspiradores como los que fabrica la nueva cultura de empresarios “cool” y “motivadores” onda Steve Jobs.

Es una farsa, una ilusión mentirosa, el triste remedo de un apagado recuerdo de felicidad.
Mark Osborne pertenece a la misma generación de escritores y dibujantes que protagonizó las dos huelgas más largas y duras de la historia de la industria, las 22 semanas de 1988 y las 14 semanas de noviembre de 2007 a febrero de 2008. Su manifiesto clasista de 1998 anticipa en doce años a la demoledora imagen de la industria cultural infantil que promueve el famoso chiste del sofá de Bansky en Los Simpsons en 2010 que citamos más arriba.

De príncipe a laburante


Ésta es la calidad de director de animación multipremiado que consiguió financiamiento por fuera de las grandes empresas de cine infantil para erigir un monumento estético de la más alta calidad tecnológica a la novela de Saint-Exupéry en 2015, a setenta años de su primera edición y la muerte de su autor.

En ella Osborne pone toda su capacidad creativa en función de resolver una estructura narrativa absolutamente sorprendente. Se trata de una historia inventada por el director dentro de la cual se va narrando la historia original casi por completo. La primer genialidad es sencilla: cómo enhebrar la historia original siendo absolutamente fieles al texto y además contar una historia que re-interpreta el libro desde la visión del a director, logrando que ambas se complementen y desenvuelvan una narración fluida.

El segundo elemento que nos provoca absoluta admiración es que Osborne construye una interpretación personal de la obra de Exupéry que extrae la intención del autor y la reformula devolviéndole su brillo, enalteciendo el original.

Mientras Exupéry expone su diálogo con su propia infancia feliz para explicarse al esencia del mundo adulto, Osborne nos ofrece la historia de una madre soltera que trabaja en una oficina y construye un mundo obsesivo para disciplinar a su pequeña hija de 10 años, a quien planifica cada minuto de su vida para conseguir entrar a la mejor escuela y el mejor trabajo, para alcanzar la felicidad.

Al invertir el género de la pareja protagónica, Osborne complementa el drama original con una realidad más popular y realista de nuestro presente y lleva la reflexión filosófica genérica del texto original hacia un contexto de alienación obrera, otra vez, volviendo en un nivel superior a su cortometraje de 1998.

La pequeña protagonista está convencida que la obsesión de su madre se construye desde el amor y la búsqueda de “lo mejor para ella” y obedece a conciencia, asumiendo como propio el mandato de alcanzar la misma vida de su mamá. Hasta que un anciano que vive del otro lado de la medianera de su nueva casa, un viejo aviador que pasa sus días trabajando en un jardín enorme (en una casa vieja que nos recuerda la imagen de Up de una casita de abuelos con dos plantas, jardín interno y techo a dos aguas en medio de un barrio de monótonas y grises casas funcionales) sobre los restos de un avión modelo Camel rojo, como los que usaba la aviación francesa en la Primer Guerra Mundial.



El viejo aviador se esfuerza en construir un vínculo de amistad con la niña con el mismo método que el zorro propone al principito en la novela para domesticarlo, pero en lugar de usar comida como medio físico para generar el interés, usa la novela de Exupéry, con sus dibujos originales.

De esta forma, las dos historias se van complementando en una danza armónica que tiene la virtud, encima, de no ser demasiado explícita, permitiendo al espectador que conoce la obra, los vacíos de sentido necesarios para que los complete apelando a su propia capacidad, convocándonos a un juego permanente de asociaciones e hipótesis de lectura que además de entretenernos nos sostiene en una tensión emocional a la espera de cómo se va a resolver la trama.

Osborne elije usar dos técnicas de animación diferentes para cada plano de la historia. Usa la última tecnología digital logrando frescos hiperrealistas increíbles para ambientar la felicidad infantil en un jardín que por momentos nos envuelve en una selva mágica de verano, como en los mejores pasajes del océano de Nemo o los cielos de Cómo entrenar a tu dragón pero en un ambiente mucho más cercano y real a nuestros propios registros emotivos, ya que es mucho más plausible que hayamos encontrado esos paraísos infantiles en las vacaciones de plazas y jardines de parientes incluso para quienes nos criamos en las urbes más modernas y graníticas.

Pero las historias del principito son representadas usando la antigua técnica del stopmotion, la fotografía cuadro por cuadro de modelos reales en miniatura. Este recurso, que varios creativos modernos siguen reivindicando (en Lego, the movie  y El libro de la vida se combinan ambas técnicas) en la película de Osborne adquiere un significado más profundo, el de señalar la vieja historia de la especie humana en su esfuerzo por contar historias, ya que los objetos fotografiados para contar la historia del principito son figuras de papel que remiten al origami, dando vida con fidelidad los dibujos originales del escritor francés.
Usted comprenderá por qué hemos decidido darle un lugar tan importante al análisis de esta peli en nuestro libro. Cada capa provoca asombro, fascinación y una alegría al mismo tiempo emotiva y racional que pocos productos de la industria del entretenimiento pueden generar en los últimos años. Setenta años después Osborne es capaz de reconstruir en nuestra sensibilidad las mismas sensaciones que nos provocara la historia para niños más difundida del planeta. Se trata de un desafío casi imposible de lograr.

Para rematarla, si era posible pedirle más a esta genialidad, Osborne cierra la historia anclando todavía más una lectura clasista del principito. El nudo angustiante de la peli nos atraganta cuando el viejo aviador comienza a alertar a su amiga de su próxima partida, repitiendo el tratamiento maravilloso de la angustia ante la separación definitiva de los afectos más sentidos cuando se despiden el zorro del principito y el principito del aviador perdido en el desierto. Paralelamente, la madre de la niña descubre que ha roto toda la planificación por relacionarse con este viejo sospechoso, la castiga y confronta con violencia represiva.

Ante esta angustia de muerte, provocada por la internación del viejo en un hospital, la niña repite el maravilloso último capítulo de la novela original, y entra en un trance donde nadie puede afirmar con pruebas contundentes si se trata de un sueño la búsqueda del pozo de agua en la noche del desierto y el viaje de la niña en el avión rojo del patio del viejo buscando al verdadero principito.

Osborne relee con genialidad todo el viaje original y la niña va encontrando al Rey, el Vanidoso y al Empresario dueño de las Estrellas pero en el planeta urbano que su madre construyó alrededor de ella; Osborne transforma al Vanidoso en un agente de policía y al Empresario en un Empresario que gobierna el mundo basando su poder de manipulación de los súbditos explotados en la expropiación de la imaginación, porque todas las estrellas están encerradas en los depósitos bancarios de la empresa y ningún obrero puede soñar con un mundo diferente al no contar con ningún elemento concreto que dispare su fantasía.

Mientras Exupéry sólo forjó un modesto farolero en el libro de 1943 para representar a la clase obrera mundial, encadenada a trabajos con algún sentido productivo y social verdadero pero de factura absurda y rutinaria, Osborne encuentra al principito perdido y ya adulto, trabajando como deshollinador de las tuberías del edificio de la empresa, explotado y alienado por el Empresario expropiador de las estrellas.

Intentando sostener viva su nueva ilusión infantil, la niña protagonista que ha comprendido cabalmente la metáfora de la novela original, saca al principito de su letargo adulto, le devuelve su memoria de niño, le enseña a ver lo esencial de nuevo y juntos encabezan una rebelión, el principito confronta a su patrón, renuncia y liberan las estrellas que vuelven al cielo para iluminar las grises vidas de los millones de explotados, quienes vuelven a soñar con futuros de libertad y felicidad, sugiriendo la rebelión mundial contra el orden capitalista.

Mark Osborne ha diseñado con meticulosidad de artesano y respeto de niño adulto una hermosa metáfora anticapitalista para que podamos disfrutarla junto a nuestros hijos e hijas cada vez que lo deseemos. Si ya deberíamos estarle agradecidos por la diversión rebelde de tantas mañanas de Bob Esponja y esa bella epopeya de libertad de Kung Fu Panda su esfuerzo para producir esta maravillosa reinterpretación de El Pequeño Príncipe debería alcanzar para que le demos nuestra eterna gratitud.

Eppur… si muove


Necesito terminar este libro compartiendo con ustedes una anécdota muy íntima. Cuando por fin empecé a reconstruir una estructura de vida “normal” después de los primeros y confusos meses de la separación, entre el otoño y la primavera de 2014, Leyla y yo disfrutamos juntos de uno de los barrios más tranquilos y verdes que se pueden vivir en esta enorme masa de furia y alienación que es Buenos Aires. Aprovechamos cada segundo libre para conocer y disfrutar juntos el Parque de Agronomía, el más grande y “rústico” pulmón verde de la ciudad, rodeado de barrios bucólicos de pequeña burguesía acomodada hacia el sur como Villa del Parque o Barrio Rawson y rudas geografías mágicas de barrios obreros como Paternal al este y Parque Chas al noroeste.

Un ámbito terapéutico ideal para que a mis 38 años y en medio de una crisis existencial plagada de frustración y violencia trabajase en relajarme y un mundo perfecto para que Leyla pudiese disfrutar de la naturaleza, los gatitos semi-nómades y los enormes espacios abiertos, acompañando la creación de un mundo de ingenuidad para nutrirla a sus cuatro años de elementos de felicidad que contrapesaran una muy temprana angustia provocada por la separación de sus seres más queridos.

Al comienzo del otoño compramos en el Barrio Chino –nuestro lugar preferido de aventuras- una bolsita con estrellas y un cuarto creciente fosforescentes de plástico, idéntico al que tenía pegado en el techo del cuarto del hogar donde nació. Mi idea era recrear en el departamento que había alquilado para transitar mi soltería no deseada, un ambiente lo más parecido al de su casa, tratando de generar artificialmente una sensación tranquilizadora de continuidad para aplacar la nostalgia.

Pero Leyla no quiso que las pegase en el techo sobre la cama de su nueva casa. Al principio me negué, intenté explicarle con miles de argumentos perfectos e indestructibles que las estrellitas y la luna iban en el cielo, arriba de ella, como en la casa de su mamá. Recuerdo que llegamos a pelearnos hasta que de muy mala gana me resigné a su único argumento pueril y caprichoso: eran su cuarto y sus estrellas y luna y ella decidía dónde iban a ir.

Después de un rato enojado volví para notar que los había pegado a la altura de su horizonte visual, metro y medio del suelo sobre la parel lateral donde se apoyaba su cama. No dije nada hasta que unas semanas después noté que no estaban en su lugar original, en el que se podía distinguir la huella del adhesivo, y que las había vuelto a colocar unos treinta centímetros a la izquierda, con evidentes daños producto del trabajo de sus manitos arrancando el plástico.

Cuando le pregunté por qué lo había hecho, casi en tono de reproche por las miguitas de plástico esparcidas debajo de la cama, con toda simpleza me contestó: porque se mueven, como en el cielo.

Leyla observa con asombro filosófico el mundo que la rodea desde su más temprana infancia, como todes les niños y niñas del mundo, siempre.

Podría recordar decenas de ejemplos como este, en los que Leyla defendió, con la misma tenacidad que el principito repite sus cuestionamientos al mundo adulto en la novela (que nunca en su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado), argumentos y razonamientos aparentemente ilógicos y caprichosos, pero que si me permitía sopesarlos desde su punto de vista y no desde mi configuración racional, terminaban cobrando una potencia explicativa que superaba largamente mis primeros argumentos.

Aprendí a desarmarme en cada conversación, abandoné el tono complaciente que con muy buena voluntad tenía con ella, me bajé del trono para dialogar desde el mismo plano donde ella absorvía y sentía el mundo. Es algo más difícil de lograr que la empatía, implica el esfuerzo por deconstruir –como se dice ahora- todo el entramado racional con el que yo mismo encaro la vida adulta para reconstruir la realidad fragmentada, lo que se ve con los ojos, con los mecanismos y estrategias de una conciencia que aún no ha sido sepultada en el inconsciente ni formateada por la educación formal y las leyes sociales.

Es el ingrediente secreto con que se forjan los grandes descubrimientos científicos y artísticos, el pensar los viejos problemas desde puntos de vista desviados, incontaminados por la presión de la rutina y la costumbre conservadora, desde Newton y la manzana hasta Einstein pensando el mundo sin un tiempo y espacio absolutos.

La prueba que no se trata de una mera idealización oportunista de la relación entre un padre soltero y su hija única, que me resisto como la peste a reproducir, está en que comencé a resolver las frustraciones de mi vida concretamente. En estos tres años de entrenamiento, Leyla me ayudó a dejar atrás la bronca irracional e irreflexiva que me transformaba en un ser que descargaba la violencia y la tensión del fracaso personal sobre sus seres queridos, que en el mejor de los casos después de diez años de trabajo psicológico sólo había podido canalizar contra mí mismo y contra el Estado, y pude encontrar nuevos caminos, fuera de la programación a la que me había sometido durante veinte años desde que dejé la juventud para transformarme en un adulto.

En estos tres años admití que mi sueño y deseo estaba vinculado al arte, con mucho esfuerzo llevo publicados con este tres libros de forma independiente y tengo dos listos para imprimir y uno en escritura; admití también que no estaba viviendo una sexualidad plena bajo el mandato patriarcal y heterosexual y asumí una búsqueda consciente de mi verdadera identidad de género; confronté a las estructuras y personas que había idealizado y colocado artificialmente en un lugar protagónico para esconder mi cobardía personal a la hora de tomar decisiones fundamentales.

Tres años después de la última crisis existencial importante, gracias a este entrenamiento perseverante y sistemático evité la posibilidad real y concreta de que mi camino se truncara en una forma negativa y hoy soy mejor docente, mejor militante, mejor amigo, mejor amante y por sobre todo, un mucho mejor padre del que era. Y ese, amigos, fue siempre mi mayor sueño.

Charlie Brown y un Snoopy aviador buscando un final feliz


Leyla Isis también ha superado esta primer etapa de su desarrollo consciente exitosamente. Su familia se ha reconstruido de la mejor forma al alcance de una mamá y un papá con los limitados medios materiales que nos deja la etapa de mayor explotación sobre la clase obrera docente desde 1956. Ha sabido construir relaciones afectivas con sus pares de la mejor madera, fue elegida por sus compañeras y compañeros de salita durante cuatro años para representarles en su fiesta de graduación. Es la amiga de todos los subgrupos de amigos/as en que se han fragmentado naturalmente.

Para ser justo con ella, el último año se ha identificado plenamente con una peli que ha pasado bajo el radar en el mercado de habla hispana, Snoopy y Charlie Brown, Peanuts la película (Blue Sky, 2015) basada en la serie de historietas más conocida de la cultura anglosajona, que el dibujante Charles Shultz (Minneapolis, 1922 – California, 2000) publicó ininterrumpidamente desde 1950 hasta su muerte.

Se trata de una comunidad de niños y niñas de clase obrera y clase media yanqui, blancos, anglosajones, protestantes que viven sin grandes conflictos en los suburbios de la infancia idealizada de Shultz, una especie de eterno e inmortal paraíso del American Dream en el recuerdo nostálgico de uno de los pocos privilegiados que lo disfrutó. Esa armonía social y material le permitieron desarrollar uno de los símbolos más famosos de la amistad fraterna en la cultura occidental, su perro Snoppy y su canario desprolijo, sus amigos y amigas de la primaria. No dejo de pensar que las aventuras infantiles de Bart y Lisa Simpson son una reversión y homenaje de Matt Groenring a esta tradicional tira.

En esta peli, los hijos del dibujante, con mucho respeto por la trama y la iconografía del padre, desarrollan dos historias entreveradas que bien podrían explicar dos facetas complementarias de la vida del autor. En un plano las aventuras dramáticas de Charlie Brown, el típico pibe torpe que fracasaba a la vista de todos en cada cosa que intentaba, desde volar un barrilete hasta seducir a la niña que le gustaba. El arquetipo del pibe tímido, impopular, sin suerte ni características socialmente premiadas, que sin embargo logra el éxito final gracias a su irrenunciable opción por la honestidad y la solidaridad desinteresada, aún en contra de su propio beneficio personal.

Con la ternura de los planteos sencillos, en paralelo, su perro escribe una novela de aventuras basada en todo lo contrario, audacia y arrojo, donde el perro es –en un guiño evidente al genial Exupéry- un valiente aviador francés de la primer guerra mundial. El tímido dibujante suburbano animándose a vivir de un trabajo basado en el desafío personal de enfrentarse a las crisis creativas, asumirse como un artista cuando todo tu entorno te empuja a una gris oficina, ayudándose en la idealización de todas sus fantasías en los personajes que crea. El mismo mecanismo sicológico de Exupéry y de miles de artistas de diferente calidad y reconocimiento.

Creo que a Leyla la atrae esta sensación íntima mezclada de ansiedad y terror que significó para todes el pasaje a la primaria, a una nueva etapa desconocida de relación con el mundo y con una misma. Mirándola con ella no pude más que sentirme reflejado en la angustia de sostener contra viento y marea las decisiones personales –íntimas, profesionales y políticas- que esta nueva etapa de mi vida me tiran como desafío.

Si como decía Piglia el arte de la literatura pasa por saber enmascarar como ficticios los verdaderos sentimientos y opiniones de les escritores/as, creo que con estos ensayos irresponsables sobre las pelis y dibujitos que compartimos con Leyla Isis durante tres años no hice más que tratar de armarme para la nueva etapa con las armas que nos permitieron madurar juntos, y a la par.

Si todo sale bien, la continuidad de este libro tendría que comprobar que lo hemos logrado.
La decisión de imprimirlo en papel y hacerlo público, de compartirlo con todes ustedes, sin embargo, está motivada por otro deseo. El de contribuir un poquitito a entrenarnos juntos/as como individuos mejores, ya seamos padres y madres, militantes o luchadores/as no-organizados/as, infantes/as luchando contra la represión de la sociedad de clases o seres encerrados en sexualidades impuestas y roles que odiamos reproducir.

En la esperanza que todes les deshollinadores/as de volcanes, jardineros/as de baobabs, sembradores/as de rosas y faroleros/as del mundo, podamos unirnos cada vez más y alcanzar juntos/as alguna vez la posibilidad de construir un Paraíso de Felicidad Infantil en la Tierra, enfrentando con éxito a los Emperadores del trabajo ajeno y reapropiándonos de las estrellas y lunas que desde hace cinco mil años nos han arrebatado.

Para que, como dijo un sabio ukraniano hace más de setenta años, las futuras generaciones puedan disfrutar con plenitud de la hermosa vida que ha nosotres nos han arrancado.

Así sea.     

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