Una reflexión sobre la literatura infantil
contemporánea
Aunque las fotos lo muestren de barba, fumando enormes
cigarros y acompañando al bombardero de Afganistán, Barak Obama, en su visita
guiada por los estudios de DreamWorks, el director de Cómo entrenar a tu dragón Dean DeBlois en sus 47 años declara que
“nunca dejó de ser niño” aunque inmediatamente combate este cliché caro a la
literatura infantil, con una buena dosis de honestidad:
“Es peligroso ponerte en la
mente de un sector demográfico, decir: "Esto es lo que pienso que le
gustará a un niño de siete años". No tienes siete años, así que no tienes
ni idea. Lo único que sé es que cuando era pequeño, las películas que mis
padres elegían para mí y consideraban seguras, eran las más aburridas. Recuerdo
que me llevaron a ver The Man from Snowy River (George Miller, 1982), que
fue el tedio máximo. Y cómo, en cambio, echaba vistazos furtivos a El
resplandor (Stanley Kubrick,
1980). ”
En una charla informal y para
nada académica en la casa de Kike Ferrari –en la difusa frontera entre
Balvanera y Almagro- sobre la literatura infantil y para adolescentes, único
rubro que parece asegurar ventas suficientes para que los escritores aspiren a
tener un ingreso decente antes de ser eminencias, en ese truco verbal que tanto
nos gusta, le señalé mi fascinación por Las
cenizas de Ángela, la novela autobiográfica de Frank McCourt que leí el
mismo año de su publicación, en 1996.
La historia es desgarradora en
sí misma, el relato de la vida cotidiana de una familia pobre que intentó zafar
de la miseria en Limmerik, oeste de Irlanda libre (Eire) emigrando a New York,
donde nació Frank, y que ante el impacto de la Gran Depresión debió retornar al
pueblo sumando una desilusión a su extrema miseria. El corazón del relato gira
alrededor de las innumerables estrategias que desarrollan los niños y niñas
capitaneados por Ángela, su joven madre, para sobrevivir a la miseria y a la
brutal violencia física y psicológica a la que los somete su padre, quebrado
por el alcoholismo.
Pero lo que me fascinaba era
que el viejo Francis había logrado a sus sesenta años recuperar la mirada que
tuvo a los 10 años y la novela es un fresco terrible descripto por un niño.
Kike me señaló que había pasado
por la misma fascinación –ante la capacidad narrativa de colocarse aunque
adulto en la mirada y lenguaje de un niño- leyendo Piedritas bajo la almohada (Alfaguara, 2002) un ejercicio doble,
donde el comunista luego tupamaro escritor uruguayo Mauricio Rosencof (Florida,
1933) revisa sus experiencias bajo tortura y prisión desde la imaginación de
una niña y un niño traumatizados por la ausencia impuesta de sus padres, presos
políticos.
Más cerca, una nueva generación
de escritores/as han parido una obra donde el esfuerzo por acercarse a las
sensaciones íntimas de su infancia es allanado notablemente por un artesanal
trabajo sobre el lenguaje, las voces de personajes y narradores/as. Los casos
que más me han impactado son Una muchacha
muy bella, de Julián López (2013, Eterna Cadencia) y la reconstrucción del
terrible mundo femicida de una adolescente provinciana en Chicas muertas (Random House, 2014).
En todos estos casos se narran
experiencias desgarradoras como sólo es capaz de alentar una sociedad
putrefacta sobre las conciencias infantiles. Sólo algunos son capaces de
sobrevivir, menos quienes pueden narrarlo y casi contados aquellos seres que
pueden despojarse parcialmente de toda la carga emotiva del lenguaje adulto
para narrar como niños.
Es el dilema contenido en la
breve idea al pasar de DeBlois, ¿hasta qué punto es posible mantenerse niño o
posicionarse empáticamente en los zapatos de una conciencia en formación?
Antoine De Saint-Exupéry, ¿el primer
cronopio?
Probablemente sea Le Petit Prince (El pequeño príncipe en la traducción española, El principito en la traducción latinoamericana de Emecé), la novela
corta publicada en 1943 y escrita por el aviador y empresario francés Antoine
de Saint-Exupéry un año antes de su desaparición física en un accidente aéreo
(Lyon, 1900 – Mediterráneo, 1944) la primera y mejor resolución del dilema
planteado por la literatura infantil.
En medio de una crisis
existencial basada en la frustración de sus relaciones afectivas con las
mujeres que amaba (esposa y amantes) y las falsas amistades que ofrecía y
ofrece la sociabilidad burguesa y aristocrática, agudizadas por la crisis moral
y material de la burguesía imperialista francesa bajo la ocupación del
imperialismo nazi, Antoine se permitió dialogar con los valores más puros que
había podido soñar en su infancia idílica en una familia aristocrática y las
maravillas que su pasión de aviador le permitieron recolectar atravesando los
cielos de África y la Patagonia, surcando los pueblos exóticos y revolucionados
de Moscú, España y Vietnam entre los años 20 y 30 del siglo pasado.
(No puedo dejar de señalar el
profundo impacto que me generó descubrir fortuitamente, hace pocas semanas, que
el aviador francés vivió en Buenos Aires el tiempo suficiente para enamorarse
de su esposa, una aristócrata guatemaleteca, en el mismo edificio de la Galería
Güemes que Cortázar usó para uno de sus cuentos más maravillosos y en la que
trabajé como vendedor de una modesta librería entre 1998 y 2000, sin saber la
importancia que tendrían estas coincidencias
en mi propia trayectoria como escritor, quince años después)
Exupéry se puso en contacto con
su conciencia más primitiva para traer a la realidad vacía de su mundo
emocional de adulto su niño interior y tuvo la osadía de ofrecer las
impresiones de su viaje interior al universo.
Los símbolos filosóficos de su
recorrido interior y el método surrealista que usó para enhebrarlos en una
narración corta y de ágil lectura, fueron un modelo revolucionario para el
género infantil durante los siguientes setenta años, atravesando todas las
culturas del mundo. (Una antropóloga asegura en Wikipedia que existe una
traducción al lenguaje qom, que sorprende por la fácil asimilación que provocan
zorros sabios en una cultura todavía ligada filosóficamente a la
naturaleza).
Lo esencial es invisible a los patrones
Entiendo que la clave del éxito
de El pequeño príncipe está en la
superación dialéctica de la empatía con las conciencias infantiles. Exupéry no
sólo se coloca magistralmente en el punto de vista y el horizonte de la
imaginación infantil -mirando el mundo adulto con la fascinación propia de esa
edad- sino que le otorga un poder que las más logradas narraciones empáticas no
alcanzan, el de explicar la realidad.
La consigna eterna del
principito, lo esencial es invisible a
los ojos, conclusión de cualquier niño/a inmortalizada también en el refrán
popular los niños y los locos dicen la
verdad, desnuda la clave de lectura que le permitió a Karl Marx ofrecer una
comprensión científica y acabada del funcionamiento de las sociedades modernas,
no sólo del capitalismo, sino de todas las sociedades basadas en la explotación
del trabajo humano que han existido.
Porque la contradicción más
lacerante para la conciencia humana en los últimos cinco mil años es esa, que
bajo la apariencia de un mundo ordenado y feliz se oculta una esencia de leyes
sociales y naturales inversa, caótica y desesperante.
El adulto frustrado por el
fracaso de las falsas promesas de progreso y felicidad en su experiencia vital
se enfrenta a su drama existencial, permite que sus deseos primitivos afloren
de nuevo a la superficie y en lugar de compadecerse y minimizarlos, ya sea por
la vía de la represión o por la más nefasta de la mirada condescendiente de las
leyendas ingenuas, le devuelve todo su poder, las coloca en el trono, se somete
humildemente a su más íntima verdad.
Esos momentos íntimos cuando
les artistas se permiten un diálogo franco y respetuoso con su consciencia
reprimida por la sociedad son los que constituyen la clave del arte y la
ciencia. Allí reside, creo yo, la verdadera potencialidad revolucionaria del
arte y la ciencia. Una serie de factores azarosos permiten la existencia de
estos maravillosos seres, como las posibilidades que su condición de clase le
permiten, en el acceso a las herramientas para crear y sobre todo para llegar a
publicar y difundir sus creaciones. Uno de los principales es la capacidad de
transformar las experiencias desgarradoras con la ilusión de felicidad que nos
programa la sociedad oficial, el establishment, el statu quo, el orden
establecido, la ideología dominante, el sentido común o como ustedes prefieran
llamarla.
Son individuos a quienes las
promesas de felicidad individual o colectiva les estallan en la cara, seres
traumatizados por experiencias personales profundas, que se ven ante el dilema
de desarmar todo en lo que creían y sobre lo que construyeron su vida adulta y
se animan a navegar en las profundas y desconocidas aguas del re-descubrimiento
interior.
La imagen que sintetizó Oscar
Wilde en el planteo que les verdaderos/as artistas se desnudan a sí mismos sin
búsquedas morales, dispuestos/as a encarar su más íntima verdad, buena o mala,
y ofrecerla al mundo como un espejo cruel donde todas las conciencias puedan
ver de qué estamos hechos en esencia.
Se me ocurren centenares de
ejemplos para dar, basados obviamente en los pocos casos que mi experiencia de
consumidor de arte o ciencia me han permitido en estos años. Casos de renombre
universal y amigos y amigas a quienes el capitalismo y sus maquinarias
culturales han impedido expresarse, flores cortadas por las leyes del mercado y
la raquítica promoción de la educación popular.
Creo sin embargo que el máximo
exponente de esa mirada entre nosotres fue un contemporáneo de Exupéry, nacido
también de un funcionario del Estado con aires de aristócrata en 1914 en
Bélgica y venido a menos en términos sociales entre los paisajes bucólicos de
su infancia en Banfield bajo el amparo del cariño y la imaginación ingenua de
su madre y su primera juventud entre Barrio Rawson y Chivilcoy, hasta su
florecimiento junto a la maravillosa generación rebelde de París y América
Latina en los años 60 y 70.
Julio Cortázar nos legó piezas
donde la esencia invisible del planteo de Exupéry llega al paroxismo literario,
no sólo con novelas revolucionarias como Rayuela
(1963) o El libro de Manuel (1973) y una colección maravillosa de cuentos,
sino sobre todo en esa genial superación dialéctica de El principito que fascina a niños, niñas igual que a sus
deformaciones madurativas desde 1962, Historias
de cronopios y de famas.
En una aparentemente delirante
compilación de reflexiones sobre los nutrientes filosóficos y estéticos de su
propia obra, Una vuelta al día en ochenta
mundos, de 1967, Cortázar desenvuelve con una tensión permanente esta idea
del verdadero arte, el que desnuda la realidad, surgido de la crisis con el
mundo evidente, originada en la crisis existencial del ser humano que se
permite mirar hacia el fondo de sí mismo y nos ofrece una verdadera guía para
encontrar un camino de salida que nos permita volver a la realidad dominante
armados/as para combatir la mentira y sobrevivir sin dejarnos vencer por la
opresión y la angustia de la alienación.
Quizás la relación de Cortázar
con clases sociales organizadas y en lucha contra el capitalismo, desde los
límites más explotados del sistema mundial, (los obreros y campesinos de las
colonias y semicolonias, su propia realidad de explotado y extranjero en una
París revolucionada por estudiantes y obreros industriales ante el fracaso del
Plan Marshall y la ilusión renovada por Cuba, Beijín, Vietnam, Argel, Praga o Lisboa),
le hayan permitido a Julio una mayor radicalidad en su crítica de la hipocresía
burguesa y una revolucionaria forma de expresión, superiores en ambos planos a
la excelente obra de Exupéry, quien sólo sintió superficialmente el empuje de
esas clases sociales reprimidas como niños interiores, a vuelo de avión.
Esa misma realidad explica que El principito haya recibido el mejor
homenaje posible de parte de la industria cultural infantil en 2015, en una
maravillosa película animada, mientras que todavía nadie ha puesto el dinero y
la creatividad necesarias para un homenaje a la altura del gran cronopio.
Ingenieros de ilusiones
Pasaron casi ochenta años para
que las industrias de películas infantiles maduraran una narración respetuosa y
no condescendiente de sus principales espectadores/as.
Este año se cumplen cien de la
proyección de la primer película con dibujos animados, El apóstol, una sátira política contra el presidente Yrigoyen
(posiblemente en tono conservador) producida por el dibujante italiano Quirino
Cristiani (Santa Giulieta, 1896 – Quilmes, 1984) y el primer empresario
cinematográfico de Argentina, otro italiano, Federico Valle (Asti, 1880 –
Buenos Aires, 1960) llegado para la época del Centenario de Mayo (apogeo de la
burguesía italiana en el Río de la Plata), que había aprendido en el oficio de
cámera-man y director con los hermanos Lummiére y fundado uno de los primeros
laboratorios en la región.
La primer narración
cinematográfica animada para el público infantil llegaría diez años después,
con Las aventuras del príncipe Akhmed
realizada por la animadora Lötte Reinigier (Berlín, 1899 – Dettenhausen, 1981)
con una técnica similar al teatro de sombras chino. Pero recién en 1938 se
consagraba el género con el primer largometraje totalmente animado en
technicolor y sonoro de la historia, un éxito de taquilla y de premios: Blancanieves y los siete enanitos de
Walt Disney.
Este hijo de granjeros pobres
de origen irlandés y alemán, nacido en Chicago en 1901 y fallecido en California
en 1966, fundó su imperio gracias a esa peli después de veinte años de
aprovecharse del trabajo de excompañeros dibujantes, camarógrafos y actrices.
Casi calcando las biografías de
Edison y Tesla, o el camino seguido más de medio siglo después por Steve Jobs o
Jack Ma, Disney alcanzó la gloria luego de profesionalizarse en el arte de la
estafa de los grandes estudios, como Universal, que le robaron el primer éxito
inventado por su dibujante estrella Ubbe Wikkers, el conejo Oswald. Un mediocre
dibujante y camarógrafo con la sangre fría necesaria para mandar varias veces
sus estudios a la quiebra y hacerle a su “amigo” Wikkers con Mickey Mouse lo
mismo que le hicieron con el “suertudo” conejo Oswald.
Otra vez los creadores de Los Simpsons se colocaron a la
vanguardia de la conciencia de les trabajadores y trabajadoras de la industria
animada infantil, satirizando la estafa que dio origen al gremio y sus
empresarios en el episodio 146, de la séptima temporada, en 1996, titulado El día en que la violencia murió, cuando
Bart descubre que un homeless es el verdadero inventor del ratón de la serie
Tom y Daly (Itchy & Scratchy).
El éxito de Walt Disney Company
se basó por lo tanto en el ingenio y creatividad de cientos de dibujantes,
técnicos/as, actores y actrices pagados con salarios muy inferiores a las
ganancias que producían, en una actitud negrera que le valió la primer gran
huelga del Screen Cartonist Guild en 1941, que terminó imponiendo la
organización sindical dentro de la Compañía y el uso por parte de la patronal
de métodos “legales” para quebrar a les activistas.
El ingrediente clave que le
faltaba al éxito de Disney fue su relación con el Estado imperialista yanqui y
las Naciones Unidas, poniendo la creatividad de sus empleados/as al servicio de
la moralina familiar alentada por los reaccionarios que fundaron el New Deal y
la reactivación industrial apalancada por la participación en la Segunda Guerra
Mundial.
El límite de los sindicatos de
guionistas, técnicos/as y actores y actrices de la industria cinematográfica y
televisiva está quizás en la ausencia de ese ingrediente, ya que son capaces de
tenaces luchas por mejoras salariales pero hasta ahora no se ha constatado que
enfrenten al Estado imperialista en su doble carácter de sostén de sus
condiciones de explotación y de principal consumidor y difusor de las ficciones
que ellos mismos crean.
A la altura de los grandes
burgueses “innovadores” como Edison (fundador del pulpo energético General
Electric en 1890) o Henry Ford, Walt Disney contribuyó con su industria a
ofrecer el placebo del american dream a
una clase obrera norteamericana sacudida por la miseria de la Gran Depresión y
acicateada por el ascenso de la Revolución Proletaria en la Unión Soviética.
Mickey Mouse, el Pato Donald y
Goofy, las historias populares germánicas de los hermanos Grimm, se pusieron al
servicio de la maquinaria imperialista como propaganda en las cabezas de
obreros y obreras sumisos/as, obedientes y futura carne de cañón de la masacre
humanitaria más grande de los últimos doscientos años. Disney reemplazó en
eficacia al servicio de la ideología dominante del Estado a la industria
ideológica más importante desde las Cruzadas de 1061, la Iglesia Católica. Vino
viejo en nuevos y relucientes odres.
Bob Esponja épica del trabajo tercerizado
La proyección mundial de The Little Prince por la Paramount
realizada con capitales de la televisión privada francesa, dirigida por uno de
los creativos más reconocidos de la nueva generación de los años 90, expresa
sino un salto revolucionario, al menos el reconocimiento de mejores bases para
la producción cultural destinada al público infantil.
El trabajo de Mark Osborne (New
Jersey, 1970) podría ser considerado una bisagra clave en el mundo de la
cultura infantil contemporánea. Antes de alcanzar el éxito comercial con Kung Fu Panda en 2008, co-dirigió la
animación de la exitosa tira televisiva Bob
Esponja, difundida por la cadena de televisión por cable Nikelodeon
(heredera díscola de la Warner y prima hermana de MTV en los 80) desde 1999,
creada por el biólogo marino Stephen Hillenburg (Oklahoma, 1961). Bob Esponja
es probablemente la primer serie de dibujos animados que traslada al consumo
infantil –con éxito comercial equivalente- la sátira de las relaciones
afectivas en crisis de las familias obreras que popularizaron tiras animadas
para el mundo adulto como Los Simpsons
y South Park (creada en 1997 por Trey
Parker y Matt Stone para Comedy Central).
Su protagonista es un joven
trabajador precarizado de una cadena de hamburguesas dirigida por un cruel y
avaro cangrejo burgués, enemistado con su competidor, un despiadado y ridículo
plancton con delirios de megalomanía. Las aventuras de Bob y sus amigos y
amigas van desnudando la hipocresía de las relaciones sociales en Bikini Bottom
(el fondo de Bikini), el fracaso del sistema educativo, la competencia
despiadada entre capitalistas, la explotación que aliena al amargado compañero
de trabajo y alter-ego de Bob, Calamardo.
La conciencia alienada de Bob,
que parece tener una ingenuidad a prueba de balas, rayana en la torpeza boba de
Patricio, que irrita a su mejor amiga Sandy, la única mamífera que vive en el
fondo del mar, con escafandra permanente, la Señorita Puff, símbolo de la
docente cándida pero sobrepasada… todas caracterizaciones de las diferentes
respuestas posibles en las conciencias obreras alienadas por una sociedad
organizada para explotarles y generarles las crisis personales más absurdas y
delirantes.
Al mismo tiempo, Bob Esponja subvierte las narraciones
clásicas de los dibujitos animados infantiles, haciendo masiva por primera vez
la propuesta más disruptiva hasta ese momento, proyectada también por
Nickelodeon entre 1990 y 1996, la surrealista y ácida escatología de Ren y Stimpy, del canadiense John
Kricfalusi (Quebec, 1995), a quien Los
Simpsons reconocieron el impacto de su propuesta en un chiste del sofá y
capítulos de la “Casita del Horror”. Bob
Esponja hace masivo por primera vez ese tono bizarro en la narración, esa
adaptación del guión al caos que construyen niños y niñas con los fragmentos de
realidad que alcanzan a comprender a su propio modo y ritmo. Algo que Tiempo de Aventuras, de Pendleton Ward
(EE. UU., 1982), presentado por Cartoon Network desde 2006, ha llevado al
paroxismo, transformando para siempre el universo de los dibujitos animados
para chicos/as, en una especie de narración caótica cuya única estructura está
en permanente mutación, habilitando una variedad infinita de interpretaciones y
lecturas.
Más de lo mismo
Osborne es por lo tanto un
representante magistral de esta joven generación de creativos que creyó repetir
con el manejo de las nuevas técnicas de animación a fines de los 80, el camino
de éxito y millones de Disney a comienzos del siglo que terminaba, pero
atravesados por la dura realidad de una industria que tempranamente reservaba
los millones para los Steve Jobs (Pixar) y los Spielberg (DreamWorks)
condenando a la explotación a los más jóvenes y recién llegados.
En 1998 Osborne presentó un
cortometraje ideado y dirigido por él, de seis minutos de duración y filmado
utilizando la técnica de animación previa a la era digital, el stopmotion, titulado More (Más en https://www.youtube.com/watch?v=cCeeTfsm8bk)
premiado por el progresismo de la industria en Sundance y Cannes y reconocido
por la industria comercial tradicional con una nominación al Oscar.
Se trata de un verdadero
manifiesto clasista de la nueva generación de escritores y animadores de la
industria yanqui. Tres años después del boom técnico y taquillero de Disney
Pixar Toy Story, Osborne imprime las
sensaciones de angustia que provoca la alienación de la industria infantil en
sus obreros. El protagonista se levanta a las seis menos cuarto con una cara de
tristeza y soledad que se intensifica a medida que lo vemos atravesar una
enorme ciudad gris y opresiva, hacia su laburo, mirando al vacío por la ventana
del colectivo (un creativo yanqui tomándose un bondi para ir a laburar,
increíble).
La desolación y desesperanza en
su mirada son idénticas a sus compañeros de colectivo y de trabajo, en una
línea de montaje infinita, separada en escritorios individuales donde cada
operario construye con sus propias herramientas una máquina extraña, especies
de visores de realidad 3D con una “carita feliz” en la carcaza, única nota de
color en todo el film, y de marca “Happy” (feliz). En medio del laburo tedioso
el capataz interrumpe la monotonía arengando desde lo alto y bramando para
controlar la intensidad en los ritmos de producción.
El protagonista del corto, un
humanoide de masilla gris con rasgos que inevitablemente nos llevan a la imagen
del extraterrestre de E.T., sufre
porque en medio de esa alienación una imagen se proyecta desde su bajo vientre
-sus vísceras- y va invadiendo sus sueños, imponiéndose de a poco en su mundo
consciente, distrayéndolo de sus obligaciones y rutina. De a poco empieza a
trabajar en sus horas libres y luego en su propio trabajo para crear con las
piezas de los proyectores que fabrica un nuevo invento, hasta que lo logra.
Diseña una especie de lentes redondos que filtran la realidad y la transforman
en su opuesto. Así, a través de estos lentes, la ciudad gris y monótona se
transfigura en un paraíso lleno de colores cálidos, eléctricos y alegres.
La clave para terminar su
invento la encontró cuando tomó un poco de la materia de sus sueños viscerales
con la punta de los dedos y tocó las pantallas de sus lentes mágicas. La
identificación con el impacto emocional de E.T.
en la conciencia prematura de estos creativos parece repetirse en Osborne como
aseguraba DeBlois.
El invento, llamado Bliss (Felicidad) le vale el título de greatest inventor ever (el más grande
inventor de la historia) reemplaza en el mercado al producto que él fabricaba y
lo catapulta de la mesa de montaje a la dirección de la megaempresa que los
fabrica.
Sin embargo, nuestro gran
inventor vuelve a sentir la angustia, ahora desde lo alto de su gran oficina.
La felicidad que mira a través de su invento se le aparece vacía y falsa,
mientras debajo suyo el obrero que lo reemplaza en la línea de montaje,
idéntico a él, toma sus lentes para mirar al mismo capataz que le grita y lo
acosa, aunque ahora se le aparece como un ser bondadoso y amable rodeado de
arcoíris lisérgicos.
Por primera vez hacia el final,
el narrador toma el control de la historia y nos fuga a vuelo de pájaro desde
el balcón de la oficina donde el Gran Inventor mira al vacío de su propia
angustia existencial y nos lleva a hacia una modesta plaza en un barrio obrero
de la gran ciudad. Allí observamos la misma escena que inicia el corto, el
sueño que nacía desde las vísceras del protagonista.
Cuatro chicos o chicas, de
colores cálidos, sobre una calesita de hierro gris, de esas que se mueven
centrífugamente con el movimiento de los cuerpos infantiles, con una pierna en
tierra para dar impulso y aferrados al manubrio que los une en círculo,
riéndose con la felicidad del esfuerzo colectivo.
Esa imagen de felicidad es la
que atormentaba al obrero alienado. Con esa materia prima inventó una máquina
que superaba la vieja máquina de ilusiones de felicidad. Pero el corto termina
con un acercamiento al pivote del juego de plaza, que llamativamente remata en
la punta con una serie de espejitos que reflejan los cuerpos y caras de los/as
niños/as.
El mensaje es transparente: los
sueños de felicidad que alimentan a los creativos de la industria son nada más
que limitados reflejos en su inconsciente de una alegría infantil deformada. Su
vida adulta es una verdadera bosta porque de ese mundo feliz sólo les queda un
recuerdo deforme. Es imposible reconstruir un mundo feliz inventando mecanismos
tecnológicos que recreen con absoluta fidelidad esa nostalgia.
Una crítica demoledora a Pixar
y su planteo revolucionario para la industria de imágenes infantiles y mundos
ideales sintetizada en Toy Story.
Las nuevas técnicas de
animación, aunque puedan desterrar a las viejas técnicas clásicas de Disney,
nunca van a servir para construir el mundo feliz que promueven. Una denuncia
demoledora también contra la otra ilusión de felicidad ligada a la innovación
digital: en la línea de montaje siguen habiendo obreros explotados y alienados
de su humanidad, aunque ahora nos digan que los nuevos dueños y capataces son
seres maravillosos e inspiradores como los que fabrica la nueva cultura de
empresarios “cool” y “motivadores” onda Steve Jobs.
Es una farsa, una ilusión
mentirosa, el triste remedo de un apagado recuerdo de felicidad.
Mark Osborne pertenece a la
misma generación de escritores y dibujantes que protagonizó las dos huelgas más
largas y duras de la historia de la industria, las 22 semanas de 1988 y las 14
semanas de noviembre de 2007 a febrero de 2008. Su manifiesto clasista de 1998
anticipa en doce años a la demoledora imagen de la industria cultural infantil
que promueve el famoso chiste del sofá de Bansky en Los Simpsons en 2010 que citamos más arriba.
De príncipe a laburante
Ésta es la calidad de director
de animación multipremiado que consiguió financiamiento por fuera de las
grandes empresas de cine infantil para erigir un monumento estético de la más
alta calidad tecnológica a la novela de Saint-Exupéry en 2015, a setenta años
de su primera edición y la muerte de su autor.
En ella Osborne pone toda su
capacidad creativa en función de resolver una estructura narrativa
absolutamente sorprendente. Se trata de una historia inventada por el director
dentro de la cual se va narrando la historia original casi por completo. La
primer genialidad es sencilla: cómo enhebrar la historia original siendo
absolutamente fieles al texto y además contar una historia que re-interpreta el
libro desde la visión del a director, logrando que ambas se complementen y
desenvuelvan una narración fluida.
El segundo elemento que nos
provoca absoluta admiración es que Osborne construye una interpretación
personal de la obra de Exupéry que extrae la intención del autor y la reformula
devolviéndole su brillo, enalteciendo el original.
Mientras Exupéry expone su
diálogo con su propia infancia feliz para explicarse al esencia del mundo
adulto, Osborne nos ofrece la historia de una madre soltera que trabaja en una
oficina y construye un mundo obsesivo para disciplinar a su pequeña hija de 10
años, a quien planifica cada minuto de su vida para conseguir entrar a la mejor
escuela y el mejor trabajo, para alcanzar la felicidad.
Al invertir el género de la
pareja protagónica, Osborne complementa el drama original con una realidad más
popular y realista de nuestro presente y lleva la reflexión filosófica genérica
del texto original hacia un contexto de alienación obrera, otra vez, volviendo
en un nivel superior a su cortometraje de 1998.
La pequeña protagonista está
convencida que la obsesión de su madre se construye desde el amor y la búsqueda
de “lo mejor para ella” y obedece a conciencia, asumiendo como propio el
mandato de alcanzar la misma vida de su mamá. Hasta que un anciano que vive del
otro lado de la medianera de su nueva casa, un viejo aviador que pasa sus días
trabajando en un jardín enorme (en una casa vieja que nos recuerda la imagen de
Up de una casita de abuelos con dos
plantas, jardín interno y techo a dos aguas en medio de un barrio de monótonas
y grises casas funcionales) sobre los restos de un avión modelo Camel rojo,
como los que usaba la aviación francesa en la Primer Guerra Mundial.
El viejo aviador se esfuerza en
construir un vínculo de amistad con la niña con el mismo método que el zorro
propone al principito en la novela para domesticarlo, pero en lugar de usar
comida como medio físico para generar el interés, usa la novela de Exupéry, con
sus dibujos originales.
De esta forma, las dos
historias se van complementando en una danza armónica que tiene la virtud,
encima, de no ser demasiado explícita, permitiendo al espectador que conoce la
obra, los vacíos de sentido necesarios para que los complete apelando a su
propia capacidad, convocándonos a un juego permanente de asociaciones e
hipótesis de lectura que además de entretenernos nos sostiene en una tensión
emocional a la espera de cómo se va a resolver la trama.
Osborne elije usar dos técnicas
de animación diferentes para cada plano de la historia. Usa la última
tecnología digital logrando frescos hiperrealistas increíbles para ambientar la
felicidad infantil en un jardín que por momentos nos envuelve en una selva
mágica de verano, como en los mejores pasajes del océano de Nemo o los cielos de Cómo entrenar a tu dragón pero en un
ambiente mucho más cercano y real a nuestros propios registros emotivos, ya que
es mucho más plausible que hayamos encontrado esos paraísos infantiles en las
vacaciones de plazas y jardines de parientes incluso para quienes nos criamos
en las urbes más modernas y graníticas.
Pero las historias del
principito son representadas usando la antigua técnica del stopmotion, la
fotografía cuadro por cuadro de modelos reales en miniatura. Este recurso, que
varios creativos modernos siguen reivindicando (en Lego, the movie y El libro de la vida se combinan ambas
técnicas) en la película de Osborne adquiere un significado más profundo, el de
señalar la vieja historia de la especie humana en su esfuerzo por contar
historias, ya que los objetos fotografiados para contar la historia del
principito son figuras de papel que remiten al origami, dando vida con
fidelidad los dibujos originales del escritor francés.
Usted comprenderá por qué hemos
decidido darle un lugar tan importante al análisis de esta peli en nuestro
libro. Cada capa provoca asombro, fascinación y una alegría al mismo tiempo
emotiva y racional que pocos productos de la industria del entretenimiento
pueden generar en los últimos años. Setenta años después Osborne es capaz de
reconstruir en nuestra sensibilidad las mismas sensaciones que nos provocara la
historia para niños más difundida del planeta. Se trata de un desafío casi
imposible de lograr.
Para rematarla, si era posible
pedirle más a esta genialidad,
Osborne cierra la historia anclando todavía más una lectura clasista del
principito. El nudo angustiante de la peli nos atraganta cuando el viejo
aviador comienza a alertar a su amiga de su próxima partida, repitiendo el
tratamiento maravilloso de la angustia ante la separación definitiva de los
afectos más sentidos cuando se despiden el zorro del principito y el principito
del aviador perdido en el desierto. Paralelamente, la madre de la niña descubre
que ha roto toda la planificación por relacionarse con este viejo sospechoso,
la castiga y confronta con violencia represiva.
Ante esta angustia de muerte,
provocada por la internación del viejo en un hospital, la niña repite el
maravilloso último capítulo de la novela original, y entra en un trance donde
nadie puede afirmar con pruebas contundentes si se trata de un sueño la
búsqueda del pozo de agua en la noche del desierto y el viaje de la niña en el
avión rojo del patio del viejo buscando al verdadero principito.
Osborne relee con genialidad
todo el viaje original y la niña va encontrando al Rey, el Vanidoso y al
Empresario dueño de las Estrellas pero en el planeta urbano que su madre
construyó alrededor de ella; Osborne transforma al Vanidoso en un agente de
policía y al Empresario en un Empresario que gobierna el mundo basando su poder
de manipulación de los súbditos explotados en la expropiación de la
imaginación, porque todas las estrellas están encerradas en los depósitos
bancarios de la empresa y ningún obrero puede soñar con un mundo diferente al
no contar con ningún elemento concreto que dispare su fantasía.
Mientras Exupéry sólo forjó un
modesto farolero en el libro de 1943 para representar a la clase obrera
mundial, encadenada a trabajos con algún sentido productivo y social verdadero
pero de factura absurda y rutinaria, Osborne encuentra al principito perdido y
ya adulto, trabajando como deshollinador de las tuberías del edificio de la
empresa, explotado y alienado por el Empresario expropiador de las estrellas.
Intentando sostener viva su nueva
ilusión infantil, la niña protagonista que ha comprendido cabalmente la
metáfora de la novela original, saca al principito de su letargo adulto, le
devuelve su memoria de niño, le enseña a ver lo esencial de nuevo y juntos
encabezan una rebelión, el principito confronta a su patrón, renuncia y liberan
las estrellas que vuelven al cielo para iluminar las grises vidas de los
millones de explotados, quienes vuelven a soñar con futuros de libertad y
felicidad, sugiriendo la rebelión mundial contra el orden capitalista.
Mark Osborne ha diseñado con
meticulosidad de artesano y respeto de niño adulto una hermosa metáfora
anticapitalista para que podamos disfrutarla junto a nuestros hijos e hijas
cada vez que lo deseemos. Si ya deberíamos estarle agradecidos por la diversión
rebelde de tantas mañanas de Bob Esponja y esa bella epopeya de libertad de Kung Fu Panda su esfuerzo para producir
esta maravillosa reinterpretación de El
Pequeño Príncipe debería alcanzar para que le demos nuestra eterna
gratitud.
Eppur… si muove
Necesito terminar este libro
compartiendo con ustedes una anécdota muy íntima. Cuando por fin empecé a
reconstruir una estructura de vida “normal” después de los primeros y confusos
meses de la separación, entre el otoño y la primavera de 2014, Leyla y yo
disfrutamos juntos de uno de los barrios más tranquilos y verdes que se pueden
vivir en esta enorme masa de furia y alienación que es Buenos Aires.
Aprovechamos cada segundo libre para conocer y disfrutar juntos el Parque de
Agronomía, el más grande y “rústico” pulmón verde de la ciudad, rodeado de
barrios bucólicos de pequeña burguesía acomodada hacia el sur como Villa del
Parque o Barrio Rawson y rudas geografías mágicas de barrios obreros como
Paternal al este y Parque Chas al noroeste.
Un ámbito terapéutico ideal
para que a mis 38 años y en medio de una crisis existencial plagada de
frustración y violencia trabajase en relajarme y un mundo perfecto para que
Leyla pudiese disfrutar de la naturaleza, los gatitos semi-nómades y los
enormes espacios abiertos, acompañando la creación de un mundo de ingenuidad
para nutrirla a sus cuatro años de elementos de felicidad que contrapesaran una
muy temprana angustia provocada por la separación de sus seres más queridos.
Al comienzo del otoño compramos
en el Barrio Chino –nuestro lugar preferido de aventuras- una bolsita con
estrellas y un cuarto creciente fosforescentes de plástico, idéntico al que
tenía pegado en el techo del cuarto del hogar donde nació. Mi idea era recrear
en el departamento que había alquilado para transitar mi soltería no deseada,
un ambiente lo más parecido al de su casa, tratando de generar artificialmente
una sensación tranquilizadora de continuidad para aplacar la nostalgia.
Pero Leyla no quiso que las
pegase en el techo sobre la cama de su nueva casa. Al principio me negué,
intenté explicarle con miles de argumentos perfectos e indestructibles que las
estrellitas y la luna iban en el cielo, arriba de ella, como en la casa de su
mamá. Recuerdo que llegamos a pelearnos hasta que de muy mala gana me resigné a
su único argumento pueril y caprichoso: eran su cuarto y sus estrellas
y luna y ella decidía dónde iban a ir.
Después de un rato enojado
volví para notar que los había pegado a la altura de su horizonte visual, metro
y medio del suelo sobre la parel lateral donde se apoyaba su cama. No dije nada
hasta que unas semanas después noté que no estaban en su lugar original, en el
que se podía distinguir la huella del adhesivo, y que las había vuelto a
colocar unos treinta centímetros a la izquierda, con evidentes daños producto
del trabajo de sus manitos arrancando el plástico.
Cuando le pregunté por qué lo
había hecho, casi en tono de reproche por las miguitas de plástico esparcidas
debajo de la cama, con toda simpleza me contestó: porque se mueven, como en el cielo.
Leyla observa con asombro
filosófico el mundo que la rodea desde su más temprana infancia, como todes les
niños y niñas del mundo, siempre.
Podría recordar decenas de
ejemplos como este, en los que Leyla defendió, con la misma tenacidad que el
principito repite sus cuestionamientos al mundo adulto en la novela (que nunca en su vida había renunciado a una
pregunta una vez que la había formulado), argumentos y razonamientos
aparentemente ilógicos y caprichosos, pero que si me permitía sopesarlos desde
su punto de vista y no desde mi configuración racional, terminaban cobrando una
potencia explicativa que superaba largamente mis primeros argumentos.
Aprendí a desarmarme en cada
conversación, abandoné el tono complaciente que con muy buena voluntad tenía
con ella, me bajé del trono para dialogar desde el mismo plano donde ella
absorvía y sentía el mundo. Es algo más difícil de lograr que la empatía,
implica el esfuerzo por deconstruir
–como se dice ahora- todo el entramado racional con el que yo mismo encaro la
vida adulta para reconstruir la realidad fragmentada, lo que se ve con los
ojos, con los mecanismos y estrategias de una conciencia que aún no ha sido
sepultada en el inconsciente ni formateada por la educación formal y las leyes
sociales.
Es el ingrediente secreto con
que se forjan los grandes descubrimientos científicos y artísticos, el pensar
los viejos problemas desde puntos de vista desviados,
incontaminados por la presión de la rutina y la costumbre conservadora, desde
Newton y la manzana hasta Einstein pensando el mundo sin un tiempo y espacio
absolutos.
La prueba que no se trata de
una mera idealización oportunista de la relación entre un padre soltero y su
hija única, que me resisto como la peste a reproducir, está en que comencé a
resolver las frustraciones de mi vida concretamente. En estos tres años de
entrenamiento, Leyla me ayudó a dejar atrás la bronca irracional e irreflexiva
que me transformaba en un ser que descargaba la violencia y la tensión del
fracaso personal sobre sus seres queridos, que en el mejor de los casos después
de diez años de trabajo psicológico sólo había podido canalizar contra mí mismo
y contra el Estado, y pude encontrar nuevos caminos, fuera de la programación a
la que me había sometido durante veinte años desde que dejé la juventud para
transformarme en un adulto.
En estos tres años admití que
mi sueño y deseo estaba vinculado al arte, con mucho esfuerzo llevo publicados
con este tres libros de forma independiente y tengo dos listos para imprimir y
uno en escritura; admití también que no estaba viviendo una sexualidad plena
bajo el mandato patriarcal y heterosexual y asumí una búsqueda consciente de mi
verdadera identidad de género; confronté a las estructuras y personas que había
idealizado y colocado artificialmente en un lugar protagónico para esconder mi
cobardía personal a la hora de tomar decisiones fundamentales.
Tres años después de la última
crisis existencial importante, gracias a este entrenamiento perseverante y
sistemático evité la posibilidad real y concreta de que mi camino se truncara
en una forma negativa y hoy soy mejor docente, mejor militante, mejor amigo,
mejor amante y por sobre todo, un mucho mejor padre del que era. Y ese, amigos,
fue siempre mi mayor sueño.
Charlie Brown y un Snoopy aviador buscando
un final feliz
Leyla Isis también ha superado
esta primer etapa de su desarrollo consciente exitosamente. Su familia se ha
reconstruido de la mejor forma al alcance de una mamá y un papá con los
limitados medios materiales que nos deja la etapa de mayor explotación sobre la
clase obrera docente desde 1956. Ha sabido construir relaciones afectivas con
sus pares de la mejor madera, fue elegida por sus compañeras y compañeros de
salita durante cuatro años para representarles en su fiesta de graduación. Es
la amiga de todos los subgrupos de amigos/as en que se han fragmentado
naturalmente.
Para ser justo con ella, el
último año se ha identificado plenamente con una peli que ha pasado bajo el
radar en el mercado de habla hispana, Snoopy
y Charlie Brown, Peanuts la película
(Blue Sky, 2015) basada en la serie de historietas más conocida de la cultura
anglosajona, que el dibujante Charles Shultz (Minneapolis, 1922 – California,
2000) publicó ininterrumpidamente desde 1950 hasta su muerte.
Se trata de una comunidad de
niños y niñas de clase obrera y clase media yanqui, blancos, anglosajones,
protestantes que viven sin grandes conflictos en los suburbios de la infancia
idealizada de Shultz, una especie de eterno e inmortal paraíso del American
Dream en el recuerdo nostálgico de uno de los pocos privilegiados que lo
disfrutó. Esa armonía social y material le permitieron desarrollar uno de los
símbolos más famosos de la amistad fraterna en la cultura occidental, su perro
Snoppy y su canario desprolijo, sus amigos y amigas de la primaria. No dejo de
pensar que las aventuras infantiles de Bart y Lisa Simpson son una reversión y
homenaje de Matt Groenring a esta tradicional tira.
En esta peli, los hijos del
dibujante, con mucho respeto por la trama y la iconografía del padre,
desarrollan dos historias entreveradas que bien podrían explicar dos facetas
complementarias de la vida del autor. En un plano las aventuras dramáticas de
Charlie Brown, el típico pibe torpe que fracasaba a la vista de todos en cada
cosa que intentaba, desde volar un barrilete hasta seducir a la niña que le
gustaba. El arquetipo del pibe tímido, impopular, sin suerte ni características
socialmente premiadas, que sin embargo logra el éxito final gracias a su
irrenunciable opción por la honestidad y la solidaridad desinteresada, aún en
contra de su propio beneficio personal.
Con la ternura de los planteos
sencillos, en paralelo, su perro escribe una novela de aventuras basada en todo
lo contrario, audacia y arrojo, donde el perro es –en un guiño evidente al
genial Exupéry- un valiente aviador francés de la primer guerra mundial. El
tímido dibujante suburbano animándose a vivir de un trabajo basado en el
desafío personal de enfrentarse a las crisis creativas, asumirse como un
artista cuando todo tu entorno te empuja a una gris oficina, ayudándose en la
idealización de todas sus fantasías en los personajes que crea. El mismo
mecanismo sicológico de Exupéry y de miles de artistas de diferente calidad y
reconocimiento.
Creo que a Leyla la atrae esta
sensación íntima mezclada de ansiedad y terror que significó para todes el
pasaje a la primaria, a una nueva etapa desconocida de relación con el mundo y
con una misma. Mirándola con ella no pude más que sentirme reflejado en la
angustia de sostener contra viento y marea las decisiones personales –íntimas,
profesionales y políticas- que esta nueva etapa de mi vida me tiran como
desafío.
Si como decía Piglia el arte de
la literatura pasa por saber enmascarar como ficticios los verdaderos sentimientos
y opiniones de les escritores/as, creo que con estos ensayos irresponsables
sobre las pelis y dibujitos que compartimos con Leyla Isis durante tres años no
hice más que tratar de armarme para la nueva etapa con las armas que nos
permitieron madurar juntos, y a la par.
Si todo sale bien, la
continuidad de este libro tendría que comprobar que lo hemos logrado.
La decisión de imprimirlo en
papel y hacerlo público, de compartirlo con todes ustedes, sin embargo, está
motivada por otro deseo. El de contribuir un poquitito a entrenarnos juntos/as
como individuos mejores, ya seamos padres y madres, militantes o luchadores/as
no-organizados/as, infantes/as luchando contra la represión de la sociedad de
clases o seres encerrados en sexualidades impuestas y roles que odiamos
reproducir.
En la esperanza que todes les
deshollinadores/as de volcanes, jardineros/as de baobabs, sembradores/as de
rosas y faroleros/as del mundo, podamos unirnos cada vez más y alcanzar
juntos/as alguna vez la posibilidad de construir un Paraíso de Felicidad
Infantil en la Tierra, enfrentando con éxito a los Emperadores del trabajo
ajeno y reapropiándonos de las estrellas y lunas que desde hace cinco mil años
nos han arrebatado.
Para que, como dijo un sabio
ukraniano hace más de setenta años, las futuras generaciones puedan disfrutar
con plenitud de la hermosa vida que ha nosotres nos han arrancado.
Así sea.
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