Norte
Ronda de cartas
Estimado
Sánchez, si abrió este sobre espero me haya hecho caso. Entonces confío en su
honor que ya estaré muerto. Le escribo así porque no podría contarle todo esto
en la cara, como no pude hasta hoy. No vaya a creer que es por vergüenza o por
culpa. Siempre creí que era mejor para usted que viviera sin conocer su origen,
en la felicidad de la ignorancia. Pero tampoco es justo enfrentarme al Juez
Máximo del otro lado del río cargando sobre mi espalda estos fantasmas del
pasado.
El tozudo Mitre nos ha embarcado en esta Cruzada por la Democracia
(de los ingleses) como pago por mantener seguras las cajas y presupuestos de la
provincia y aquí me ve, aprontando las vituallas para galopar a Corrientes y (si
Urquiza juega bien sus cartas), quizá lleguemos a liberar el Paraguay. He visto
correr muchas hazañas de nacionales y provincianos en estos años para saber muy
bien que el destino glorioso de la Patria se borda con la sangre de los
pelotudos que vamos al frente de las caballadas.
Como no me quiero ir cargado de esta alforja, aquí me he
demorado antes de dejar el pago para dejar en estos papeles y garabatos el
lastre que me acompaña desde que usted nació.
Fue en un invierno del 39. La noche del 18 de julio para más
precisión. Imposible olvidar la cifra. Ya para esos años yo andaría por mis
veinticuatro abriles y mi viejo me había conchabado como asistente del
asturiano Riera Sánchez en la pulpería La Figura, ahí donde usted sigue
viviendo, aunque casi nada quede del establecimiento salvo algunos muros.
(Nadie sabe por qué el petiso cabrón de Riera le puso ese
nombre. ¿La figura de una muchacha que le habrá gustado en su años mozos? ¿La
figura de alguna idea importante que conocía o buscaba? Quién sabe.)
Yo lo ayudaba con los números del fiado y acomodando bultos
durante la clara, y a la noche le hacía de segundo para controlar que los
borrachos y guapos no descontrolaran el aguardiente que les metíamos al
garguero a cambio de sus patacones. El asturiano era petiso pero morrudo,
confiaba más en la pegada de mula de sus propios puños antes que en el “arte
bárbaro del facón” (así decía él), “que eso de andar cuereándose a cuchillazos
era propio de indios, de bestias y no de gente civilizada”.
Pero si la cosa se ponía cruda también sabía defenderse con
la daga, no crea. No se puede ser pulpero en estas pampas si no se tiene algo
de oficio para el diente de acero. Tenía un humor jodido el petiso, se cabreaba
a la primera broma o si le contestaban faltándole el respeto. Así le iba
también a su señora y sus hijos, que cobraban parejo cuando el asturiano se
pasaba de escabio o perdía más de lo que hubiera esperado jugando al mus, o las
bochas detrás del salón.
Además del salón y la cancha de bochas y taba, ya tenía por
esos años (que yo recuerde) las dos o tres piecitas de la tapera del fondo que
le alquilaba al peso a los gauchos que pasaban la noche en la posta. Mucho
movimiento siempre hubo en la posta de Gauna, desde que la fundaron los de ese
apellido para descansar las caballadas en el 1719, camino a los campos de Don
Flores y poquito antes de la bajada que va al Maldonado. Fue para cuando
armaron el camino de postas, antes de fundar el fortín de Luján. Los Gaona
tenían vaquerías por los pagos de Morón y el Maldonado los llevaba derechito
para allá, pero había que descansar las bestias esas dos o tres leguas saliendo
de los corrales de Miserere para el oeste. Sobre todo para los señoritos que
gastaban monturas de porte, las mulas, los bueyes y la negrada podían aguantar
mucho más sin hacerse del todo inservibles.
Si le cuento todo esto del pasado de la posta es porque
quiero que me entienda bien, estimado Sánchez. Usted y yo poco podemos hacer
para cambiar nuestro destino. Estamos atados al nudo que armaron muchos
caminantes antes que nosotros, cruzando la pampa, yendo y viniendo a la Buenos
Aires. Maldición si damos querencia a las razones de los indios ranqueles que
se afincaban en la posta y nos contaban que en sus indómitos espíritus nómades,
era un sacrilegio echar raíces permanentes en tierras nacidas para ser
navegadas, no enclavadas.
El 39 fue uno de esos años moviditos de los que nuestra
historia parece estar tan llena. El Rubio Rozas parecía tener al país bien
domado como cualquiera de sus ganados en Los Cerrillos, allá por Guardia del
Monte, o en el delta del Maldonado, en Palermo. Venía de conquistar las
indiadas hostiles y amigas en el Río Negro y la Patagonia como César las
Galias, y su mujer se volteó al viejo Balcarce usando su telaraña de alcahuetas
mulatas y la Mazorca ahogaba en sangre cualquier disidente. Pero por alguna
cosa de Mandinga que todavía no entiendo, ese año se empezó a ir todo al mismo
demonio.
El pardejón Fructuoso Rivera se acababa de sublevar en el 36
a su segundo Oribe, que hacía de presidente para porteños y portugueses,
tratándose de zafar de los juicios de corrupción que le endilgaban. Fundó
partido propio, el Colorado, y Oribe vino a pedirle ayuda al Rubio de Palermo
con su nuevito Partido Blanco. Ahí empezó el canchengue de nuevo, con los
viejos generales de Rivadavia, Lavalle y Paz que entraron a sublevar las
provincias de arriba y también preparaban los puñales los Libres del Sur que
iban a dar el Grito de Dolores en el 39, cuando ya se sumaron también los
franchutes y hasta Garibaldi y sus “camicie rosse” fueron de la volteada hasta
que Don Juan Manuel les copó la parada en el 45 y los ingleses le ayudaron a
conseguir la tan mentada Paz y Unidad para su Santa Federación.
El cabezón de Mitre anduvo por esas haciendo sus primeras
intrigas, como el viejo cabrón de Sarmiento desde Chile. Don Bartolo en
Montevideo y La Paz, aunque era más uruguayo que argentino, se fue abriendo
camino hasta este de hoy, todo presidente y conquistador de dictaduras.
Esa noche me tocó atender una partida que venía llevando al
Oriental Echegoyen desde el puerto hasta Exaltación de la Cruz, al norte de la
provincia. Lo traían desde la Banda Oriental, encanutado de las partidas fieles
al pardejón Rivera porque había sido bien conocido suyo y de Oribe desde las
épocas que todos juntos cortaban panzas al servicio de Don Gervasio Artigas.
Tenía que unirse al ejército que Don Juan Manuel le había dado a Oribe para
asegurar caballadas y hombres en Santa Fé y Córdoba antes de irse a sitiar
Montevideo y no querían usar el camino más rápido pero menos seguro del arroyo
Reconquista. Iban a remontar el Maldonado hasta Luján y de ahí pal norte.
Acamparon con sus petates en La Figura a matar la noche y arrancaban al
despunte del alba del nuevo día.
La cosa ya venía rara cuando pusieron las sillas para
echarse un truquito. El responsable de la guardia de seguridad del Oriental
Echegoyen era uno de los más fieles y sanguinarios lacayos del Rubio de
Palermo, el mazorquero Cuitiño. Es por tipos como esos que nunca pude ser
federal de Rozas, estimado Sánchez. Todos queríamos defender el honor y el
orgullo de la provincia, pero no a costa de insulfar terror en las conciencias
como hacían estos salvajes. Si llevamos la cinta punzó hasta para cagar en las
letrinas no era por fe o convencimiento, estimado Sánchez, sino para que la
cinta roja no viniera de nuestra propia sangre con el cuello abierto.
Cuitiño llegó al último, todo bañado de sudor amargo que se
sentía la baranda desde el mostrador. Pidió refuerzo de caña y aguardiente para
la mesa pero ya venía entonado a juzgar por la forma en que hacía eses con las
botas de potro sobre el piso de tierra. Igual se sentó a jugar las cartas
boqueando su supuesta sabiduría en el criollo arte de mentir el retruco y el
envido.
Algo de todo lo que iba a terminar pasando esa noche yo me
tendría que haberlo visto venir. El Oriental Echegoyen no era menos hombre de
campo y cuatrerías que el mazorquero Cuitiño, pero estaba sereno y prolijo, con
el saco largo de paño impecable y un modesto pero pulcro pañuelo de hilo atado
al garguero como corbata. Contaría unos sesenta abriles y se le notaba que
repugnaba la presencia de su escolta y protector. Cuitiño armó los equipos para
que estuvieran enfrentados, “la Vieja Guardia Federal contra la Nueva
Esperanza” le dijo así, con sorna. No serían tantos los años que los separaban
como la confianza y la experiencia que el Oriental Echegoyen parecía llevarle,
y aceptó sin decir nada.
Cuando pasaron a las buenas, los mazorqueros juntaban los
porotos en la redonda pero viera que los perdían todos juntos en el pica pica,
en el que Echegoyen la daba una paliza por ronda al carnicero Cuitiño. Y en
cada ronda se iba cebando más. Charlaban de política en un duelo paralelo al de
las cartas.
“Ustedes no saben una mierda lo que es un verdadero federal”
–me acuerdo que le dijo el Oriental entre las señas que se pasaban sus
compañeros –“Artigas es un federal, ustedes son porteños disfrazados de rojo,
nomás”.
“Cuidado, compañero, no suba la apuesta ni se le vaya la
mano. Que acá somos todos amigos pero algunos venimos siendo locales”- le
contestó Cuitiño, que ya estaba más púrpura que el punzó de su poncho.
No le puedo referenciar todo el duelo de palabras y de tantos
de esa noche, estimado Sánchez, van a ser ya casi treinta años de esas tonadas.
Recuerdo que el Oriental le reprochaba a Rozas lo mismo que hoy le reprochan al
Doctor Alsina, que cuidaba más de los cueros y tasajo de Buenos Aires y los
patacones que los ingleses pagaban por ellos, antes que la soberanía de las
Provincias Unidas. Así le decía el Oriental a la Santa Federación que defendía
Cuitiño, que le recordó que todos vivían de cuerear vaquitas en las dos Bandas
del río de Solís.
“Nosotros dimos la vida por la independencia cuando su jefe
le cuidaba los pastos a los Anchorena”- lo chuceaba el Oriental
“Si no fuera por nosotros usted estaba chupando “o caralho”
de algún bandeiranchi, mi Coronel”- se defendía el mazorquero.
“Ser federal era repartirle tierras a los soldados, ya
fueran guaraníes de Andresito, negros, mulatos o pardos” –apuraba el Oriental.
“Los indios y la negrada están bien protegidos en Buenos
Aires, Oriental, y su querido Don Gervasio anda criando conejos con los
paraguayos desde Tacuarembó que yo sepa”- retrucaba Cuitiño mientras a su
costado cantaban la falta.
Yo me esperaba junto al asturiano que Cuitiño lo acusara de
hacer trampa con las cartas para justificar el combate a duelo por el honor
cuando nos sacudió del mostrador el grito de la esposa del asturiano que venía
de los galpones donde dormía la servidumbre de la fonda. Lo seguimos a Riera
con el farol de kerosene en la mano mientras yo calzaba la vela en el platito
atrás suyo. Cuando llegamos, la señora estaba en un ataque de histeria
desesperada frente al cuerpo tirado de Ramona, la negra liberta que todavía
trabajaba para los Gauna aunque su padre había comprado su libertad en el 22,
antes de palmarla. La negra seguía haciendo el mismo trabajo para su patrón
porque en esa época nadie conchababa a los libertos de otro amo.
Ramona era una muchacha hermosa, querido Sanchez, debo
confesarle. Nos criamos casi juntos en los juegos de la infancia. Teníamos
edades parecidas y a mis padres no les importaba que corriéramos pegados entre
las ranchadas de la posta, persiguiendo escuerzos en los arroyitos y esas cosas
que hacen a la inocencia de los que todavía no saben que son diferentes por el
color de la piel ni de leyes y libertades. Cuando nos hicimos mozos me tenía
enamorado con sus ojazos negros y su pelo azabache. Cosas de la juventud,
estimado Sánchez, pero no crea que alguna vez me propasé. El viejo Quesada me
hubiera despellejado a cinjazos de saber que había manchado su sangre con una
raza inferior.
No por eso me dolió menos en la carne verla tirada allí,
pobrecita, si no había almita más buena en esos pagos que Ramona. Dos heridas
tenía claras sobre las ropas blancas, la sangre manaba de una segura puñalada a
la altura del estómago como también de la enagua. Llevaba un tiempo de seguro
ahí tirada, resoplando, cualquiera de los presentes sabía suficiente de masacrar
vacas y cerdos como para notarlo.
Cuitiño fue el primero en acusar al Oriental Echegoyen de la
canallada. No fuera que le importase una criada negra sino porque “no se
estropea la mercadería del anfitrión” dijo, y no sabíamos si se refería al
asturiano Riera o al patrón de toda la provincia donde estábamos.
El Oriental Echegoyen lo llamó “infame y cobarde” por hacerle
cargo de una muerte para zafar del zaino que le venía dando con las cartas y
exigió justicia en su descargo. Mal que hizo, porque en ese palmo de tierra,
esa noche, la Justicia Suprema, y no sé si también la Divina, estaban en las
manos de Cuitiño. Haciendo gala de magnanimidad, el mazorquero sentenció que le
permitiría batirse a duelo por su honor y la verdad, y que fuera el Dios del
Cielo quien dejara vivir al inocente. Poco le sirvieron a Echegoyen sus veinte
años de contrabandear hacienda portuguesa con Don Gervasio, las dos guerras
contra los ingleses, los combates contra los españoles en San Lorenzo y las
cuchillas orientales, la gloria de Las Piedras o la hazaña de los 33 de
Lavalleja. Si en algo era especialista Cuitiño, que no en las cartas ni las
palabras, fue en el arte de la cuchillada. Lo dejó sentado en tres amagues y
dos planadas y le zurció el cuello de oreja a oreja por la nuca, como sabíamos
era su marca registrada.
La noche esa del 60 que encontramos el gualicho, estimado
Sánchez, habrá notado usted mi cara desencajada. Ese mismo que vimos ensartando
las fotos de los próceres fue el cuchillo que usó el mazorquero Cuitiño para
desgraciar al Oriental Echegoyen. Imposible que me confunda con otro, mi
querido amigo. Era el que usaba Ramona para destripar las mollejas de las vacas
y hacerse sus guisos con mondongo en las ranchadas. La poca herencia que le
dejara su propio padre de sus años como esclavo de los Gauna.
Ella misma me había contado una tarde, bajo el ombú grande
en la cañadita, que el mango había sido de una madera de baobab que el padre se
había traído consigo como único recuerdo de sus raíces en los tres meses que el
buque negrero los fuera digiriendo sobre el Atlántico hasta que lo cagó frente
a la barranca del Retiro de los ingleses.
La última vez que lo vi fue en el 52. Cuando el Tirano
eligió la cañonera inglesa antes que el degüello, yo fui de la partida que
remató a los últimos mazorqueros del Coronel Chilavert en sus quintas de
Palermo. Quiso la Fortuna (o la Desgracia) que me tocara ajusticiar al salvaje
de Cuitiño. Urquiza pidió que lo ultimara con la misma marca registrada con la
que se había cargado más de ciento almas. Cuitiño me pidió por piedad que usara
su cuchillo de la suerte, el mismo que según él lo había salvado de perder
mucha plata en un juego de cartas. Él no se acordaba de mí, pero ahí entendí
por qué había llegado tarde al truco, todo sudado y aparentemente borracho. En
su desenfreno sexual, el degenerado mazorquero había arrebatado el cuchillo
tripero a la pobre Ramona, que seguro lo había intentado usar en defensa de su
virginidad y que terminó bautizando su futuro de puñal en las manos del
agresor.
Llevo cinco años indagando entre mis contactos en el Partido
Autonomista para averiguar cómo llegó ese cuchillo a la noche del gualicho.
Alguien que no puedo nombrar me aseguró que esa misma noche se sembraron muchos
como ese en distintos lugares sensibles de Buenos Aires, marcando los ocho
puntos cardinales de la ciudad que tiene el destino de gobernar al fin la
Nación toda. Esa noche se firmó en la Tenida Nacional de los masones el acuerdo
secreto entre Sarmiento, Mitre y Justo José que decidió la confusa batalla de
Pavón, por la que hoy estoy a punto de entregarles lo que queda de mi vida.
¿Será así, querido Sánchez, que todas las batallas que
forjaron la Patria fueron coreografías de un teatro donde nos dicen a los
peones el guión que tenemos que interpretar?
Acaso un ajedrez arreglado entre los dueños del tablero.
Como sea, alguien se guardó esa tarde de febrero el famoso
cuchillo del mazorquero más famoso como trofeo y otro soñó un poder oculto en
ese mango, en esa hoja barata finita de tanto afilada en gargueros y pescuezos
y quiso sellar con su carácter mágico el pacto oculto que fundaría de nuevo
esta Patria nuestra. Por eso también me dio temor tocarlo siquiera y le ordené
dejarlo donde estaba. Quién soy yo para saber si no era ese su destino, volver
a la tierra donde jugaban su dueña y mi pasado, pobre ajuar para tan lindo
amor.
Todo esto le escribo, estimado Sánchez, para que el día que
ya no esté para protegerlo usted me entienda por qué le hice de padre suplente
todos estos años. Si le evité las levas y las montoneras, si lo mantuve cuidado
cerca de sus quintas y durazneros, no fue para asegurarme su servicio. Ramona
no murió desangrada esa noche del 18 de julio del 39. Quiso la Providencia que
respirara lo suficiente para parir al hijo que Cuitiño le ensartó esa noche en
el vientre. Su cuchillo barato de tripera no le sirvió para protegerle el honor
y al cambio Cuitiño se lo embolsó como defensa y más luego lo usó para
destripar injustamente al finado Echegoyen, el Oriental. Usted, estimado
Sánchez, podría haber sido mi hijo si de joven me hubiera animado a salvar mi
amor de los decretos y las razas. Pero terminó siendo el hijo de la finada
Ramona y el infame Cuitiño.
Creí mi deber prometerle que lo cuidaría en el mismo lecho
que fue de muerte y de parto, porque la sentía si no mi amada, al menos mi
hermana.
Una gitana me dijo una vez, en la posada de La Figura,
alumbrados por un siniestro fogón debajo de las estrellas cerradas, que no hay
peor maldición en este mundo que no saber cuándo nació uno. Porque así es
imposible saber el destino, como si tuviera la línea de la palma de la mano
toda tajeada.
Sólo espero que esta carta mía le sirva, estimado Sánchez,
para saber de dónde viene y los vientos que le esperan el día que yo no esté y
se anime a romper amarras con sus queridos durazneros para conocer el mundo que
lo rodea y de seguro, lo llama.
Con aprecio, Alonso Quesada,
Tercer Batallón de Infantería “Guardia Nacional”
acantonado en San José de Flores.
22 de marzo de 1865
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