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domingo, 13 de diciembre de 2020

Entretiempos - Norte - Ronda de cartas

 


Norte

 

 

 

 

 

 

 

 

Ronda de cartas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estimado Sánchez, si abrió este sobre espero me haya hecho caso. Entonces confío en su honor que ya estaré muerto. Le escribo así porque no podría contarle todo esto en la cara, como no pude hasta hoy. No vaya a creer que es por vergüenza o por culpa. Siempre creí que era mejor para usted que viviera sin conocer su origen, en la felicidad de la ignorancia. Pero tampoco es justo enfrentarme al Juez Máximo del otro lado del río cargando sobre mi espalda estos fantasmas del pasado.

El tozudo Mitre nos ha embarcado en esta Cruzada por la Democracia (de los ingleses) como pago por mantener seguras las cajas y presupuestos de la provincia y aquí me ve, aprontando las vituallas para galopar a Corrientes y (si Urquiza juega bien sus cartas), quizá lleguemos a liberar el Paraguay. He visto correr muchas hazañas de nacionales y provincianos en estos años para saber muy bien que el destino glorioso de la Patria se borda con la sangre de los pelotudos que vamos al frente de las caballadas.

Como no me quiero ir cargado de esta alforja, aquí me he demorado antes de dejar el pago para dejar en estos papeles y garabatos el lastre que me acompaña desde que usted nació.

Fue en un invierno del 39. La noche del 18 de julio para más precisión. Imposible olvidar la cifra. Ya para esos años yo andaría por mis veinticuatro abriles y mi viejo me había conchabado como asistente del asturiano Riera Sánchez en la pulpería La Figura, ahí donde usted sigue viviendo, aunque casi nada quede del establecimiento salvo algunos muros.

(Nadie sabe por qué el petiso cabrón de Riera le puso ese nombre. ¿La figura de una muchacha que le habrá gustado en su años mozos? ¿La figura de alguna idea importante que conocía o buscaba? Quién sabe.)

Yo lo ayudaba con los números del fiado y acomodando bultos durante la clara, y a la noche le hacía de segundo para controlar que los borrachos y guapos no descontrolaran el aguardiente que les metíamos al garguero a cambio de sus patacones. El asturiano era petiso pero morrudo, confiaba más en la pegada de mula de sus propios puños antes que en el “arte bárbaro del facón” (así decía él), “que eso de andar cuereándose a cuchillazos era propio de indios, de bestias y no de gente civilizada”.

Pero si la cosa se ponía cruda también sabía defenderse con la daga, no crea. No se puede ser pulpero en estas pampas si no se tiene algo de oficio para el diente de acero. Tenía un humor jodido el petiso, se cabreaba a la primera broma o si le contestaban faltándole el respeto. Así le iba también a su señora y sus hijos, que cobraban parejo cuando el asturiano se pasaba de escabio o perdía más de lo que hubiera esperado jugando al mus, o las bochas detrás del salón.

Además del salón y la cancha de bochas y taba, ya tenía por esos años (que yo recuerde) las dos o tres piecitas de la tapera del fondo que le alquilaba al peso a los gauchos que pasaban la noche en la posta. Mucho movimiento siempre hubo en la posta de Gauna, desde que la fundaron los de ese apellido para descansar las caballadas en el 1719, camino a los campos de Don Flores y poquito antes de la bajada que va al Maldonado. Fue para cuando armaron el camino de postas, antes de fundar el fortín de Luján. Los Gaona tenían vaquerías por los pagos de Morón y el Maldonado los llevaba derechito para allá, pero había que descansar las bestias esas dos o tres leguas saliendo de los corrales de Miserere para el oeste. Sobre todo para los señoritos que gastaban monturas de porte, las mulas, los bueyes y la negrada podían aguantar mucho más sin hacerse del todo inservibles.

Si le cuento todo esto del pasado de la posta es porque quiero que me entienda bien, estimado Sánchez. Usted y yo poco podemos hacer para cambiar nuestro destino. Estamos atados al nudo que armaron muchos caminantes antes que nosotros, cruzando la pampa, yendo y viniendo a la Buenos Aires. Maldición si damos querencia a las razones de los indios ranqueles que se afincaban en la posta y nos contaban que en sus indómitos espíritus nómades, era un sacrilegio echar raíces permanentes en tierras nacidas para ser navegadas, no enclavadas.

El 39 fue uno de esos años moviditos de los que nuestra historia parece estar tan llena. El Rubio Rozas parecía tener al país bien domado como cualquiera de sus ganados en Los Cerrillos, allá por Guardia del Monte, o en el delta del Maldonado, en Palermo. Venía de conquistar las indiadas hostiles y amigas en el Río Negro y la Patagonia como César las Galias, y su mujer se volteó al viejo Balcarce usando su telaraña de alcahuetas mulatas y la Mazorca ahogaba en sangre cualquier disidente. Pero por alguna cosa de Mandinga que todavía no entiendo, ese año se empezó a ir todo al mismo demonio.

El pardejón Fructuoso Rivera se acababa de sublevar en el 36 a su segundo Oribe, que hacía de presidente para porteños y portugueses, tratándose de zafar de los juicios de corrupción que le endilgaban. Fundó partido propio, el Colorado, y Oribe vino a pedirle ayuda al Rubio de Palermo con su nuevito Partido Blanco. Ahí empezó el canchengue de nuevo, con los viejos generales de Rivadavia, Lavalle y Paz que entraron a sublevar las provincias de arriba y también preparaban los puñales los Libres del Sur que iban a dar el Grito de Dolores en el 39, cuando ya se sumaron también los franchutes y hasta Garibaldi y sus “camicie rosse” fueron de la volteada hasta que Don Juan Manuel les copó la parada en el 45 y los ingleses le ayudaron a conseguir la tan mentada Paz y Unidad para su Santa Federación.

El cabezón de Mitre anduvo por esas haciendo sus primeras intrigas, como el viejo cabrón de Sarmiento desde Chile. Don Bartolo en Montevideo y La Paz, aunque era más uruguayo que argentino, se fue abriendo camino hasta este de hoy, todo presidente y conquistador de dictaduras.

Esa noche me tocó atender una partida que venía llevando al Oriental Echegoyen desde el puerto hasta Exaltación de la Cruz, al norte de la provincia. Lo traían desde la Banda Oriental, encanutado de las partidas fieles al pardejón Rivera porque había sido bien conocido suyo y de Oribe desde las épocas que todos juntos cortaban panzas al servicio de Don Gervasio Artigas. Tenía que unirse al ejército que Don Juan Manuel le había dado a Oribe para asegurar caballadas y hombres en Santa Fé y Córdoba antes de irse a sitiar Montevideo y no querían usar el camino más rápido pero menos seguro del arroyo Reconquista. Iban a remontar el Maldonado hasta Luján y de ahí pal norte. Acamparon con sus petates en La Figura a matar la noche y arrancaban al despunte del alba del nuevo día.

La cosa ya venía rara cuando pusieron las sillas para echarse un truquito. El responsable de la guardia de seguridad del Oriental Echegoyen era uno de los más fieles y sanguinarios lacayos del Rubio de Palermo, el mazorquero Cuitiño. Es por tipos como esos que nunca pude ser federal de Rozas, estimado Sánchez. Todos queríamos defender el honor y el orgullo de la provincia, pero no a costa de insulfar terror en las conciencias como hacían estos salvajes. Si llevamos la cinta punzó hasta para cagar en las letrinas no era por fe o convencimiento, estimado Sánchez, sino para que la cinta roja no viniera de nuestra propia sangre con el cuello abierto.

Cuitiño llegó al último, todo bañado de sudor amargo que se sentía la baranda desde el mostrador. Pidió refuerzo de caña y aguardiente para la mesa pero ya venía entonado a juzgar por la forma en que hacía eses con las botas de potro sobre el piso de tierra. Igual se sentó a jugar las cartas boqueando su supuesta sabiduría en el criollo arte de mentir el retruco y el envido.

Algo de todo lo que iba a terminar pasando esa noche yo me tendría que haberlo visto venir. El Oriental Echegoyen no era menos hombre de campo y cuatrerías que el mazorquero Cuitiño, pero estaba sereno y prolijo, con el saco largo de paño impecable y un modesto pero pulcro pañuelo de hilo atado al garguero como corbata. Contaría unos sesenta abriles y se le notaba que repugnaba la presencia de su escolta y protector. Cuitiño armó los equipos para que estuvieran enfrentados, “la Vieja Guardia Federal contra la Nueva Esperanza” le dijo así, con sorna. No serían tantos los años que los separaban como la confianza y la experiencia que el Oriental Echegoyen parecía llevarle, y aceptó sin decir nada.

Cuando pasaron a las buenas, los mazorqueros juntaban los porotos en la redonda pero viera que los perdían todos juntos en el pica pica, en el que Echegoyen la daba una paliza por ronda al carnicero Cuitiño. Y en cada ronda se iba cebando más. Charlaban de política en un duelo paralelo al de las cartas.

“Ustedes no saben una mierda lo que es un verdadero federal” –me acuerdo que le dijo el Oriental entre las señas que se pasaban sus compañeros –“Artigas es un federal, ustedes son porteños disfrazados de rojo, nomás”.

“Cuidado, compañero, no suba la apuesta ni se le vaya la mano. Que acá somos todos amigos pero algunos venimos siendo locales”- le contestó Cuitiño, que ya estaba más púrpura que el punzó de su poncho.

No le puedo referenciar todo el duelo de palabras y de tantos de esa noche, estimado Sánchez, van a ser ya casi treinta años de esas tonadas. Recuerdo que el Oriental le reprochaba a Rozas lo mismo que hoy le reprochan al Doctor Alsina, que cuidaba más de los cueros y tasajo de Buenos Aires y los patacones que los ingleses pagaban por ellos, antes que la soberanía de las Provincias Unidas. Así le decía el Oriental a la Santa Federación que defendía Cuitiño, que le recordó que todos vivían de cuerear vaquitas en las dos Bandas del río de Solís.

“Nosotros dimos la vida por la independencia cuando su jefe le cuidaba los pastos a los Anchorena”- lo chuceaba el Oriental

“Si no fuera por nosotros usted estaba chupando “o caralho” de algún bandeiranchi, mi Coronel”- se defendía el mazorquero.

“Ser federal era repartirle tierras a los soldados, ya fueran guaraníes de Andresito, negros, mulatos o pardos” –apuraba el Oriental.

“Los indios y la negrada están bien protegidos en Buenos Aires, Oriental, y su querido Don Gervasio anda criando conejos con los paraguayos desde Tacuarembó que yo sepa”- retrucaba Cuitiño mientras a su costado cantaban la falta.

Yo me esperaba junto al asturiano que Cuitiño lo acusara de hacer trampa con las cartas para justificar el combate a duelo por el honor cuando nos sacudió del mostrador el grito de la esposa del asturiano que venía de los galpones donde dormía la servidumbre de la fonda. Lo seguimos a Riera con el farol de kerosene en la mano mientras yo calzaba la vela en el platito atrás suyo. Cuando llegamos, la señora estaba en un ataque de histeria desesperada frente al cuerpo tirado de Ramona, la negra liberta que todavía trabajaba para los Gauna aunque su padre había comprado su libertad en el 22, antes de palmarla. La negra seguía haciendo el mismo trabajo para su patrón porque en esa época nadie conchababa a los libertos de otro amo.

Ramona era una muchacha hermosa, querido Sanchez, debo confesarle. Nos criamos casi juntos en los juegos de la infancia. Teníamos edades parecidas y a mis padres no les importaba que corriéramos pegados entre las ranchadas de la posta, persiguiendo escuerzos en los arroyitos y esas cosas que hacen a la inocencia de los que todavía no saben que son diferentes por el color de la piel ni de leyes y libertades. Cuando nos hicimos mozos me tenía enamorado con sus ojazos negros y su pelo azabache. Cosas de la juventud, estimado Sánchez, pero no crea que alguna vez me propasé. El viejo Quesada me hubiera despellejado a cinjazos de saber que había manchado su sangre con una raza inferior.

No por eso me dolió menos en la carne verla tirada allí, pobrecita, si no había almita más buena en esos pagos que Ramona. Dos heridas tenía claras sobre las ropas blancas, la sangre manaba de una segura puñalada a la altura del estómago como también de la enagua. Llevaba un tiempo de seguro ahí tirada, resoplando, cualquiera de los presentes sabía suficiente de masacrar vacas y cerdos como para notarlo.

Cuitiño fue el primero en acusar al Oriental Echegoyen de la canallada. No fuera que le importase una criada negra sino porque “no se estropea la mercadería del anfitrión” dijo, y no sabíamos si se refería al asturiano Riera o al patrón de toda la provincia donde estábamos.

El Oriental Echegoyen lo llamó “infame y cobarde” por hacerle cargo de una muerte para zafar del zaino que le venía dando con las cartas y exigió justicia en su descargo. Mal que hizo, porque en ese palmo de tierra, esa noche, la Justicia Suprema, y no sé si también la Divina, estaban en las manos de Cuitiño. Haciendo gala de magnanimidad, el mazorquero sentenció que le permitiría batirse a duelo por su honor y la verdad, y que fuera el Dios del Cielo quien dejara vivir al inocente. Poco le sirvieron a Echegoyen sus veinte años de contrabandear hacienda portuguesa con Don Gervasio, las dos guerras contra los ingleses, los combates contra los españoles en San Lorenzo y las cuchillas orientales, la gloria de Las Piedras o la hazaña de los 33 de Lavalleja. Si en algo era especialista Cuitiño, que no en las cartas ni las palabras, fue en el arte de la cuchillada. Lo dejó sentado en tres amagues y dos planadas y le zurció el cuello de oreja a oreja por la nuca, como sabíamos era su marca registrada.

La noche esa del 60 que encontramos el gualicho, estimado Sánchez, habrá notado usted mi cara desencajada. Ese mismo que vimos ensartando las fotos de los próceres fue el cuchillo que usó el mazorquero Cuitiño para desgraciar al Oriental Echegoyen. Imposible que me confunda con otro, mi querido amigo. Era el que usaba Ramona para destripar las mollejas de las vacas y hacerse sus guisos con mondongo en las ranchadas. La poca herencia que le dejara su propio padre de sus años como esclavo de los Gauna.

Ella misma me había contado una tarde, bajo el ombú grande en la cañadita, que el mango había sido de una madera de baobab que el padre se había traído consigo como único recuerdo de sus raíces en los tres meses que el buque negrero los fuera digiriendo sobre el Atlántico hasta que lo cagó frente a la barranca del Retiro de los ingleses.

La última vez que lo vi fue en el 52. Cuando el Tirano eligió la cañonera inglesa antes que el degüello, yo fui de la partida que remató a los últimos mazorqueros del Coronel Chilavert en sus quintas de Palermo. Quiso la Fortuna (o la Desgracia) que me tocara ajusticiar al salvaje de Cuitiño. Urquiza pidió que lo ultimara con la misma marca registrada con la que se había cargado más de ciento almas. Cuitiño me pidió por piedad que usara su cuchillo de la suerte, el mismo que según él lo había salvado de perder mucha plata en un juego de cartas. Él no se acordaba de mí, pero ahí entendí por qué había llegado tarde al truco, todo sudado y aparentemente borracho. En su desenfreno sexual, el degenerado mazorquero había arrebatado el cuchillo tripero a la pobre Ramona, que seguro lo había intentado usar en defensa de su virginidad y que terminó bautizando su futuro de puñal en las manos del agresor.

Llevo cinco años indagando entre mis contactos en el Partido Autonomista para averiguar cómo llegó ese cuchillo a la noche del gualicho. Alguien que no puedo nombrar me aseguró que esa misma noche se sembraron muchos como ese en distintos lugares sensibles de Buenos Aires, marcando los ocho puntos cardinales de la ciudad que tiene el destino de gobernar al fin la Nación toda. Esa noche se firmó en la Tenida Nacional de los masones el acuerdo secreto entre Sarmiento, Mitre y Justo José que decidió la confusa batalla de Pavón, por la que hoy estoy a punto de entregarles lo que queda de mi vida.

¿Será así, querido Sánchez, que todas las batallas que forjaron la Patria fueron coreografías de un teatro donde nos dicen a los peones el guión que tenemos que interpretar?

Acaso un ajedrez arreglado entre los dueños del tablero.

Como sea, alguien se guardó esa tarde de febrero el famoso cuchillo del mazorquero más famoso como trofeo y otro soñó un poder oculto en ese mango, en esa hoja barata finita de tanto afilada en gargueros y pescuezos y quiso sellar con su carácter mágico el pacto oculto que fundaría de nuevo esta Patria nuestra. Por eso también me dio temor tocarlo siquiera y le ordené dejarlo donde estaba. Quién soy yo para saber si no era ese su destino, volver a la tierra donde jugaban su dueña y mi pasado, pobre ajuar para tan lindo amor.

Todo esto le escribo, estimado Sánchez, para que el día que ya no esté para protegerlo usted me entienda por qué le hice de padre suplente todos estos años. Si le evité las levas y las montoneras, si lo mantuve cuidado cerca de sus quintas y durazneros, no fue para asegurarme su servicio. Ramona no murió desangrada esa noche del 18 de julio del 39. Quiso la Providencia que respirara lo suficiente para parir al hijo que Cuitiño le ensartó esa noche en el vientre. Su cuchillo barato de tripera no le sirvió para protegerle el honor y al cambio Cuitiño se lo embolsó como defensa y más luego lo usó para destripar injustamente al finado Echegoyen, el Oriental. Usted, estimado Sánchez, podría haber sido mi hijo si de joven me hubiera animado a salvar mi amor de los decretos y las razas. Pero terminó siendo el hijo de la finada Ramona y el infame Cuitiño.

Creí mi deber prometerle que lo cuidaría en el mismo lecho que fue de muerte y de parto, porque la sentía si no mi amada, al menos mi hermana.

Una gitana me dijo una vez, en la posada de La Figura, alumbrados por un siniestro fogón debajo de las estrellas cerradas, que no hay peor maldición en este mundo que no saber cuándo nació uno. Porque así es imposible saber el destino, como si tuviera la línea de la palma de la mano toda tajeada.

Sólo espero que esta carta mía le sirva, estimado Sánchez, para saber de dónde viene y los vientos que le esperan el día que yo no esté y se anime a romper amarras con sus queridos durazneros para conocer el mundo que lo rodea y de seguro, lo llama.

Con aprecio, Alonso Quesada,

 

Tercer Batallón de Infantería “Guardia Nacional”

acantonado en San José de Flores.

22 de marzo de 1865

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