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domingo, 13 de diciembre de 2020

Entretiempos - Este - Runners y Linyeras

 




ESTE

 

 

 

 

 

 

 

Runners y linyeras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

-Yiran y yiran sin sentido, como los ratoncitos en la rueda esa. –dijo el linyera –¿no cierto, Don Carlos?

Tito… Lito… ¿cómo se llama este coso? Lito, pongamoslé. Siempre tirado acá al lado del chino éste. También… si se hace la guita loca vendiendo chupi barato. Uno se rompe los sesos pensando un nombre poético y ganchero para su boliche y este mete “Argenchino”. Eso sí que son estrategias de márketing, qué carajo.

Es cierto igual. Estos putos raners son una plaga, nos invadieron el Parque. Es este hijo de mil putas de Bragueta, pelado de mierda, cara de mono con diarrea, que los deja venir a usar el Parque de gimnasio sin pagar una mierda de alquiler, ABL, luz, gas y teléfono como todos los demás. Los decentes. Al pedo fui un comerciante serio toda mi vida, al pedo en este país. Yo entiendo, hermano, que es mejor tener a estos trotando, pelando el lomo, mostrando las tetas, con las zapatillas de las mejores marcas y los cosos esos para llevar el celular lujoso en el brazo, yo entiendo que son mejores que los pacosos y los vendedores de frula que apestaban el Parque hace quince años.

Mamita, esos cosos, qué jodido era. Tuve que pechar solito con los clientes del Durand cuántos años. Menos mal que a los doctores siempre les gusta el cafecito o la ensaladita en un lugar pipí cucú, alejados de la grasada de las secretarias y enfermeras, mirá si se van a comer un tostado en el buffet del hospital, ni locos, hay que marcar bien la pertenencia. En el fondo, un Hospital es también un cuartel, una empresa, hay que mantener a raya a los subordinados sino después la disciplina es imposible.

Pero los tordos solos no levantaban la guita buena. Y este nunca fue barrio de putas o cafiolos. Los políticos no sé, se juntan todos cerca del Congreso o Tribunales. El Molino (quenpazdescanse), la Taberna, hasta el Casablanca donde los mandaba Galán en la primera cita, todos llenos de políticos, abogados, jueces y runfla, y también putas, claro, putas elegantes, putas que no parecen putas, para los bolsillos distinguidos. Pero acá no, el político toma café cerca del queso, no hay vuelta. Muchos viven acá cerca, no jodamos, esos pisos cajetillas de Rivadavia y Acoyte no los paga cualquiera, pero ahí tienen los cafés del Parque Rivadavia y de ahí hasta La Plata. Esa es otra jurisdicción.

No, si hasta que no vino el patilludo llegaba con lo justo para tener una vida promedio. Qué susto me pegué carajo con ese hombre. Hizo toda la campaña en burro recorriendo los llanos de La Rioja hasta Córdoba, me acuerdo que tenía las patillas hasta la garganta, parecía un mono piojoso y hablaba como Facundo Quiroga del salariazo, la revolución productiva. ¡Chau! Vamos a tener un presidente montonero, lo que faltaba me acuerdo que pensé. Si yo lo voté al cordobés, al Angeloz ese, tipo fino, elegante, de buen porte. La voz, qué vozarrón tenía ese hombre, carajo, daba gusto verlo debatir. Un radical de cuño, con la prosapia de los Alfonsín, los Balbín, un radical de verdad, no como ese esperpento que mandó todo a la mierda.

Y pensar que el Angeloz hoy cuesta recordarle la cara y con Carlitos me fui para arriba… Ahí sí, yo sabía que alguna vez iba a pasar. Disfrutar la vida en serio, no andar corriendo la coneja o llegando justo. Buenas vacaciones, una casa grande para la familia en un buen barrio, una casa en la provincia, Castelar, nada de zona sur o esas grasadas de los cauntris cerrados y esa bosta, no, una casa de dos plantas con quincho y quinta y pileta en Castelar, con acceso para el coche, un buen coche, alemán o japonés según qué cosecha viniera mejor ese año. Vacaciones en el extranjero, Miami o Punta del Este dependiendo a cuánto el dólar. No tener que andar mendigando moneditas, contando y recontando, la manta corta y toda esa mierda. Se acabó.

Vivir bien, sin apuros, qué más me puede pedir la ingrata de mi hija… Que cumplí toda su vida como padre, carajo. Que me rompí el culo para pagarle jardín y colegio privados. Bien que me fajaron el sablazo catorce años seguidos las monjitas del Divino Rostro, carajo. Ma´ qué generosidad y voto de pobreza. Lujoso Rostro. Y le hubiera pagado la mejor universidad yanqui si no se le daba por andar de rebelde con esos troscos de mierda de Puán, tirapiedras, sucios, piqueteros. Estaba mucho mejor de fábrica de Particulares, producía algo, no tanto pendejo pajero. Intelectuales. Pa qué mierda le sirvieron al país los intelectuales.

Qué van a saber de socialismo esos degenerados. Socialista yo, socialismo el del abuelo, que dios lo tenga en la gloria.

No, no voy a llorar, abuelo, no lloro.

Tiene razón el linyera, miralos dar vueltas a la noria, como hánsters, todos trabados, las minas con las tetas hechas, no me joden a mí que esas así todas paraditas y redondas, son de verdad, qué mierda… y estos pelotudos, con esos cortes de pelo de cinco mil pesos, los dientes perfectos y músculos por todos lados, parecen putos. Ma´qué metrosensuales… pu-tos. Es así nomás, se la gastan en peluquería y pilchas estos maricones, nunca pisaron el boliche. Ni cambiando el menú por esas mierdas veganas y comidas sanas, y el brunch y no sé qué mierda. Estos pelotudos si tienen que salir de copas se van a gastar la guita en sillas altas, con el culo incómodo y medio parados, chupando cervezas artesanales y pintas y toda esa mierda foránea.

De dónde, me pregunto yo, de dónde carajo vino esa gastronomía. Es así, se acabó Buenos Aires. Se van para Palermo, que ahora es Soho, es Vilash, hasta Almagro tiene esos boliches nuevos. La puta madre si hasta hace diez años eran unas fondas piojosas de borrachines… les metieron un poco de yeso y luces fifís y le dicen remodelación. Esos sí que la hicieron bien, con un poco de guita se mandaron los boliches esos. Pero ya les va a tocar a esos también, este país es ingrato con los que laburamos. Te comen las piernas con los impuestos y este hijo de puta de Mauricio que me prometió que iba a terminar con los planeros y los subsidios y míralo cómo nos tiró el dólar a la mismísima mierda, la puta madre.

Parece mentira, carajo. Mañana tengo que firmar la quiebra. No me dejaron llegar a los cuarenta años seguidos. Tener que verlo así, cerrado y plagado de estos afiches. Municipalidad de mierda, Bragueta hijo de puta a ver si mandás a alguien para que saque los afiches. Estoy cansado de llamar y denunciar. El gobierno del orden y la prolijidad mi verga. ¿O no es un delito acaso pegar los afiches en un lugar que no está permitido? Los políticos, los cines. Manga de hijos de puta, se aprovechan de todo lo que uno construyó sudando. Ma´ qué me vienen a contar a mí. Eso sí, la placa esa de mierda sigue ahí, no la dan sacada ni para vender el bronce. Ni esa suerte tengo. Qué desgracia. Justo a mí me la iban a poner, ni aunque los coimeara. No. Ta bien que cuando la inauguraron me hice el buen ciudadano ilustre del barrio, al final este es mi barrio, ¡Caballito para todo el mundo, carajo!

Ahí lo pone, “1990, Leopoldo Marechal”. No podían ponerla un metro más allá, no, me la tenían que encajar en la pared del boliche. Sí, claro que dí un discurso y todo, una vez que la macana estaba hecha había que sacarle el jugo. Estos políticos rastreros estaban en la ola del renacer del peronismo heroico y toda esa bola. El patilludo los dejó en or sai también a ellos, no creas. Qué patilludo inteligente. Llegó al sillón de Rivadavia, se afeitó la pelusa de la cara, se metió el liftin de la abejita, se empezó a empilchar en Versace con esos trajes lujosos, todo brillantes y al carajo Facundo Quiroga. En el 96 lo voté a dos manos. Pero estos pelotudos, como todos los pelagatos, como todos, cagando más alto de lo que les da el culo. “El gran escritor de la resistencia peronista” el “ciudadano ilustre del barrio”. Ma qué ilustre, si vivía allá para Villa Crespo, sobre Monte Egmont o Tres Arroyos, qué se yo. El abuelo Carrasco lo había conocido en esa época, que además de poeta simbolista, vanguardista y no sé qué carajos más se decía socialista.

El abuelo lo odiaba porque se hizo peronista, llegó a funcionario del ministerio de instrucción pública cuando al abuelo lo rajaban de todas las cátedras. Lo jubilaron de prepo los peronchos. Después se dio vuelta la taba, como siempre en este país. Carajo, si el viejo brindaba todos mis cumpleaños celebrando el día que nací porque los gorilas de la extrema derecha, los boy scouts de la Parroquia de Nuestra Señora de Dolores le metieron fuego a las gradas de madera del Anfiteatro que Perón le había construido en el centro de su Parque. Siempre decía que el fuego y el escándalo que armaron los vecinos con los bomberos fueron la tormenta que sacudió a mi viejita para que al fin me pariera.

Abuelito querido, si vieras hoy tu casa tapiada con estos afiches de morondanga. Pero no voy a dejar que se la lleven de arriba estos hijos de puta, abuelito, te lo juro. Es patrimonio histórico esto. Mis buenos pesos me costó coimear a los inspectores para trabar su venta. La quiebra sí, claro, del boliche, para meter la guita en las cuentas off shore. Si el presidente puede por qué no voy a poder yo. Hay que ir con los tiempos, no quedarse en la nostalgia. La nostalgia es de maricones, y de cantores de tango. No de hombres de progreso. Eso también es del abuelo. Si cuando compró estos terrenos y se mandó la esquina, con la arquitectura típica de zaguán y adornos griegos y romanos, acá solo había taperas. Todavía se llamaba Brown Segunda esta calle, qué Marechal ni qué ocho cuartos. Brown, como el Almirante. En esa época era igual que ahora, los cafiolos de la Municipalidad dibujaban lotes en los mapas y vendían y revendían los pedazos de tierra sin saber qué mierda había ahí, sellaban los planos antes de ponerse a pensar qué nombre ponerle a las calles. Brown Primera era Campichuelo, después quedó sólo esta y tardaron mil años hasta que se avivaron que quedaba feo tener la calle Brown y la avenida Brown, como si fuésemos un municipio rotoso de provincia, donde se cruzan Eva Perón y Eva Perón.

Todavía tenía empedrado cuando yo venía a encerrarme con el abuelo a revisar sus papeles viejos y me contaba sus historias con té y escones. Él me convenció de la importancia del Parque. No importa que nadie le haya escrito un cuento genial, ni Cortázar ni Borges, no importa que no tenga la prensa del de Palermo o el Central Park. El abuelo Carrasco lo había medido palmo a palmo, había laburado con Thays y sabía que tenía un poder encerrado. Me lo acuerdo emocionado antes de morir, en el 71, contándome lo importante que había sido que el Presidente Justo haya fundado el Museo de Ciencias Naturales acá en el 37. “Entubó el Maldonado, barrió los cabarulos del Bajo para poner la Nueve de Julio y hasta desplazó la San Nicola de Bari para plantar el Obelisco y nos puso el Museo en el Parque del Centenario. Tenía que venir el hermano del fundador del Socialismo a refundarnos la ciudad” repetía como un mantra senil. Me llevaba de la mano para mostrarme la colección de fósiles de Florentino Ameghino, se la conocía en detalle, de qué parte de Santa Cruz lo habían sacado, de la leyenda de los reptiles prehistóricos que estaban vivos en la Patagonia, que contaban los tehuelches y que se robó Arthur Connan Doyle para su Mundo Perdido… Tuvo la mala leche de morirse la última noche de junio, casi con el Viejo Perón, qué ironía la vida. Casi cien años, ni ciudadano ilustre ni una mierda. Una jubilación de universitario, una casona vieja llena de papeles y moho. País desagradecido.

Qué van a saber estos pendejos inflados y estas minas que se maquillan para correr lo que es el Parque, lo que es el barrio. Viven en sus departamentos en las torres altas que se mandaron en los últimos años como si fuera de ellos. Disfrutan del esfuerzo que hicimos los demás y no lo valoran. Les dejan sus mascotas de lujo a los paseadores que llevan como treinta atados al cinturón para que caguen y meen como si fuera todo su perrera. Ah, no, caniles, ahora son caniles, con una canilla de agua para los pichichos y bolsitas en unas cajitas amarillas. Tratan a esos perros mejor que a cristianos.

Si fui yo que lo tuve que convencer al pelotudo del comisario de la 11 para que se deje de joder y desaloje a los ocupas del viejo banco hipotecario sobre Ángel Gallardo y se meta con eso de hacer torres. Ni un edificio abandonado, ni un baldío trabado en sucesión. Todo torres, edificios. Ya me la voy a cobrar esa. Toda junta. Ahora se la da de empresario inmobiliario, ya va por la cuarta o quinta. Y seguro regentea la coima de los ranners estos para que usen el Parque de gimnasio sin poner un mango, como los trapitos de la feria de los domingos. Inspectores, comisarios, abogados, todos parásitos, todos chupándonos la sangre a la gente de trabajo. Como siempre. En el mismo lodo, todos manoseáos. Cuánta razón tenía Discepolín, carajo. Un visionario.

Pero este lunes se acaba. Los empleados… ¿qué me tienen que reprochar esos ingratos a mí? A mí que les enseñé un oficio para que se puedan ganar sus miserables vidas. Nunca les faltó nada. Siempre les pagué a horario, y por encima del convenio. Les ayudé a meter a sus hijos en las mejores escuelas, los invité a mil asados, los traté como si fueran mis propios hijos. Alberto aprendió a ser mozo conmigo, si cuando lo saqué de ese parrillón de medio pelo no sabía llevar una bandeja como dios manda. El gordo, otro. Pastelero, pastelero, lo que se dice pastelero, lo aprendió conmigo. Si yo me maté por estos negros de mierda. Sí, está bien, seguro que van a tener que ponerse en fila para cobrar algo. Pero qué quieren si este gobierno de mierda nos llevó puestos a toda la clase media. Qué me iba a esperar yo. Qué otra cosa pueden pedir. Por lo menos ahora pueden mostrar un currículum, un oficio, encontrar otro lugar donde laburar. Yo les enseñe a pescar, eso no me lo pueden negar.

Pero el edificio no. El edificio se queda trabado ahí. Andá a saber, por ahí todavía tengo tiempo para cumplirle el sueño al abuelo, hacerlo un museo, algo que les guste a estos soretitos mal cagados que se la gastan en Palermo Soho. Un museo que cuente la historia de este barrio, del Parque hermoso y único. Para que sepan. En una de esas con un servicio petit bacano de té fino, como los de Belgrano o Martínez. Ni en pedo lo alquilo para una de esas cadenas de cafés yanquis. Blockbaster, no, ¿cómo se llaman? la puta madre, esos cosos que te venden un latte por un café con leche. Café con Leche, hijos de puta, Café con Leche se llama. Qué latte ni capuchino ni qué mierda, Café con Leche, así, con la taza gorda de cerámica y las dos líneas verdes o azules. Como fue toda la vida, como me enseñó mi viejo.

Este es mi barrio, mi país. No voy a dejar que estos pendejos con guita que pasean perros que les costaron el sueldo de un mes de alguno de mis mozos me lo vengan a sacar. Raners y la concha de su madre.

Don Carlos… Don Carlos… así me conoce el barrio, del prestigio que me hice yo solito en el boliche del viejo hasta hoy. Qué le importa a este pobre infeliz que me llame Daniel, uno es el nombre que se forjó sudando. Hasta los linyeras del barrio saben mejor que nadie como me llamo, quien soy de verdad.

Claro que lo tuve que cambiar. ¿Qué iba a hacer? ¿Abrir un café con repostería, restaurant y comidas para llevar en una casona antigua? Esa nostalgia la dejé atrás cuando salí de la colimba. Fue otra señal de Dios: la estatua, claro que me acuerdo, cómo no me voy a acordar. Ahí está todavía: La Aurora del francés Emile Peynot. Cacciatore la trajo en el 78, yo estaba haciendo la colimba con los milicos en Campo de Mayo y los tipos se mandaron toda la reforma del Parque, lo dejaron increíble, como le hubiera gustado al viejo Thays. Donde estaba el Anfiteatro de los peronchos pusieron este hermoso lago y en el extremo Este: La Aurora de Peynot.

Yo tenía que decidirme si meterme a la Facultad de Letras, ese berretín que tenía de las tardes de historias del abuelo, fantasías de juventud, y el viejo Rodríguez me cinchaba para que lo ayudara con las cuentas y los empleados en el boliche de Rivadavia y Río de Janeiro.

Un visionario en lo suyo, también, mi viejo. Pizzas, tartas, tortas, masas finas y secas, empanadas, salón comedor, de todo tenía. Esos gallegos de antes, que se mataban laburando y ahorrando para que no nos faltase nada. Y yo que le quería salir poeta, inteletual. A la vieja le hubiera gustado que me reciba, festejar al hijo universitario como su padre, justificarse al fin tantas privaciones, tanta falta que le hacía el ambiente cultural de su papá, por este gallego bruto que la había puesto a limpiar la casa y criar chicos. Tanto sacrificio pero iba a estar bien pagado, supongo que me imaginaba de traje y corbata con el título arrollado en la mano y una cintita celeste y blanca, todo serio jurando a la Patria, un hijo universitario.

Me acuerdo las vueltas que le dí al Parque ese día después de averiguar los papeles para el curso de ingreso y la inscripción. El abuelito y la vieja ya no estaban, me habían dejado abandonado. El gallego bruto ese que tanto despreciaban era el que iba a pagar con el lomo al niño poeta. Cuántas horas estuve devanándome los sesos en frente del lago nuevo, con el sol de la tarde alumbrando esas ninfas y diosas griegas tan sublimes, tanto que no te dabas cuenta de las toneladas que pesaba ese mármol de carrara, parecía que eran etéreas, que se despegaban del suelo del Parque como ángeles, como espíritus de todo lo bello que tenía el arte y la poesía. Ya me había convencido de cumplirle la promesa al abuelo y a la viejita, ya iba caminando para Río de Janeiro y Cangallo a buscar el subte para inscribirme y le ví la espalda a las nereidas y me sorprendí.

Un mensaje, eso sentí, un sopapo de realidad. Debajo de las diosas de mármol flotantes el francés puso una base oculta, de espaldas a todos los espíritus alegres que paseaban por el lago. Un campesino retacón y rudo, casi sin cara, tirando de una yunta de bueyes enormes, robustos. El mismo mármol parecía marrón, terrón arrancado con vigor y sudor, sufrimiento de mis otros abuelos, esos que nadie recordaba porque mi viejo no se andaba con mariconerías. Había que ser muy rudo para arar en las montañas de Ourense y Lugo, arrancar piedra y piedra para meter un poco de maíz y trigo en los hórreos de los romanos.

Ahí estaba toda mi verdad. ¿Cuándo me iba a dar a mí la guita para pagarme una vida la universidad y la poesía, cuándo? El mundo festeja los artistas, los intelectuales, pero debajo de todos esos ilustres inteligentes y cultos, alguien tuvo que romperse el culo y llenarse de barro las uñas para pagarles el bocado, desayuno, merienda y cena, una casa donde quemarse las pestañas estudiando, los vicios.

La estatua que más parques recorrió en la historia porteña, La Aurora de Peynot. El abuelo me hubiera entendido. Por algo la trajo el mismísimo Thays a la Plaza Rodríguez Peña de Callao y Paraguay en 1918, por algo la llevaron a Parque Rivadavia en el 28, hasta que los peronchos se mandaron ese bodoque a Simón Bolívar y pusieron La Aurora en otro de los Parques de Thays, el Chacabuco.

Un mensaje del mismísimo Thays para el nieto de su asistente preferido, que los milicos trajeron justo para que yo me definiera la vida para siempre. Ese mismo día entendí que había que pelarse el lomo como mi viejo: bajé convencido por Río de Janeiro hasta el frente de la confitería del viejo, y en lugar de doblar a la izquierda para meterme en la vieja estación de la Anglo, no me olvido más, giré a la derecha y le dije al viejo que me ponía a laburar para él.

“San Carlos” le puso el viejo a la suya, en homenaje al suegro, que le había contado de su amistad con el viejo Thays que siempre le puso a sus hijos y nietos el mismo nombre, Carlos. Si no le habrá dado laburo el Parque Rivadavia a mi viejo, como para no honrarlo a Thays.

Y no me equivoqué. Aprender a manejar una Confitería y Pizzería fue mi universidad de la vida. Empecé barriendo los pisos de la cuadra y limpiando los baños, me hice bien de abajo. Aprendí a amasar y manejar los hornos, la muñeca para meter y sacar la pizza, aprendí a manejar los ingredientes para que los sánguches de miga salieran justos, ni muy cargados, ni vacíos, nunca secos pero para nada aguachentos; el viejo me enseñó todo, manejar la cafetera y entender de vinos y whiskys, llevar hasta diez platos por brazo sin caerse y caminando con gracia y elegancia, fajinar copas mientras bajaba el pico en el salón, atender siempre con una sonrisa y buen manejo de la carta, me enseñó a tener bien cuidados a los empleados para que no te escupan la comida o te metan una cucaracha en el plato, pero el ojo del amo bien atento para que no falte ni una moneda de la caja, ni una feta de jamón cocido de la heladera.

Y levantamos mucha guita. No digo que no haya habido gente que se fundió con Rodrigo, Martínez de Hoz y la tablita de Machinea, pero a mí siempre me fue bien. Si uno laburaba y no se metía en nada raro, hacía guita. Esa avenida Rivadavia de esos años estaba llena de guita, en los negocios y los institutos privados que empezaron a meter por todos lados, el salón siempre estuvo lleno, los pedidos no daban abasto. Yo lo fui convenciendo al viejo de meter la guita en dólares y las mesas de dinero, la plata dulce, claro que sí. Dejalos que se hagan los progresistas ahora, o cuando hacían las Asambleas, dejalos. Bien me sé yo que la clase media se hizo con los milicos. Este es mi barrio, a mí no me engaña nadie.

Y ya nadie chistaba, se acabaron los mozos y el laudo de Perón, la guita de las propinas, el famoso 22 por ciento, lo manejábamos nosotros. El que chistaba un poco, de patitas a la calle, qué sindicato ni qué ocho cuartos. Disciplina y respeto. Qué me vienen ahora con el cuento de los 30 mil desaparecidos. Zurdos, comunistas vende patria. Piojosos y hippies. Si les hubieran dejado diez años más los milicos nos metían en el primer mundo antes que el patilludo. Claro que sabía que chupaban gente. Era lo que había que hacer. Los de la casa esa, cruzando Ángel Gallardo, pasando Los Chanchitos. Los del otro lado, de la casa de Hidalgo donde nace Antonio Machado…

Los Chanchitos, ni loco, para eso la quiebra. Este lunes. Que no me armen una cooperativa. Me da el bobazo.

Me acuerdo el quilombo que era este país en el 75. Cualquiera paraba una fábrica como si fuese el dueño. Querían el cielo por asalto sin gastarse el sudor ni los callos en las manos. Eso no era el socialismo del abuelo. Joder, que hubiera buenos sueldos, claro, pero rompiéndose el lomo y respetando a los que siempre dimos trabajo. Y las instituciones, las leyes, sino todo es un carnaval, un viva la pepa. Después el borracho de Galtieri la cagó toda por esas islitas que no valen una mierda.

Pero ya para ese año había juntado suficiente para abrir mi propio boliche. Acá, en la vieja esquina que el abuelo me dejó en herencia. Puerta del Sol, porque el amanecer maravilloso al que le cantan los poetas se hace con trabajo, con esfuerzo. Le saqué todas las molduras, la yesería italiana, las puertas de hierro forjado, las maderas pulidas, los vitraux de la cancel. Sin gastar una lágrima. A la mierda lo viejo, saludo al progreso. Un visionario, como el abuelo, pero pegado a la tierra, como mi padre, el único boliche para sentarse a mirar el Parque por las mañanas, mediodías y tardes. Junto a la avenida, atendiendo a los doctores del Durand, todo era perfecto.

Mis dos herencias contentas. Tenía treinta años y ya era todo un hombre. Esa estatua me libró de las confusiones, me hizo ver la realidad a la cara. Me casé, nació la piba, no importa que no me hable, todo lo que tiene fue gracias a mi esfuerzo. Que se haga piquetera, trosca o montonera, pero con la guita del bruto del padre, eso no se lo puede quitar ni con lejía.

Ya vendrán tiempos mejores. Sortearemos esta malaria de alguna manera. Si la bruja quiere el divorcio bien le va a costar sacarme un peso a ella y sus abogados. Cuervos, parástitos. La guita no la van a encontrar nunca y el edificio no se mueve para nadie. El lunes se acaba una etapa y empieza una nueva. Que se caguen.

-Sí, hermano, tenés razón, dan vueltas como ratones.

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