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domingo, 13 de diciembre de 2020

Entretiempos - Noroeste - La maquinaria vegetal

 



NOROESTE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La maquinaria vegetal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Finalmente, terminamos.

Vengo del modesto pero sentido brindis que organizó el Gran Arquitecto (la prensa lo rebaja al llamarlo Gran Jardinero de la Ciudad) Don Carlos Thays en la próspera intimidad del equipo que lo acompañó estos últimos años. Ejecutó un speech corto y sentido, como es toda su impactante figura. Debo señalar que noté cierto dejo de amargura aunque su nobleza le haya impedido referirse al desprecio de la Municipalidad, que le negó la pompa de una inauguración oficial como le habían prometido. Después de mucho cabildeo, el sacrosanto aniversario del centenario de la Gloriosa Revolución de Mayo, la primera de todas las Revoluciones de nuestra intrincada Historia Nacional, se hizo recorriendo el camino de los Libertadores: nuestra aristocracia se reservó para sí misma el lujo y la pompa que son de la Nación toda, desfilando con embajadores y princesas desde el Retiro hasta la Plaza de Francia.

Nuestro Gran Arquitecto también estuvo en esos festejos, como corresponde, porque también trabajó para ellos, como sabemos que llevó su arte científico y poético a sus grandes parques privados, sus ostentosas quintas. No obstante quiso hacerle honor al que llamó su obra más querida, el Parque del Centenario. Es por eso que eligió otro centenario, el del notable discurso y arenga ante los indios que realizase el prócer injustamente acallado Juan José Castelli en las ruinas eternas de Tiwanaku, al año de la legendaria epopeya de mayo. Conocedor de nuestras tradiciones patrias, el Gran Arquitecto, después de citar fragmentos de ese notable encantamiento, producto de una verba punzante y épica, volvió a repetirnos lo que tantas veces nos hubo contado estos años de esforzada labor, a quienes tuvimos el orgullo de acompañarle.

No habrá nunca, según nos juró tantas veces, otra obra salida de su imaginación frondosa en todas las ciudades que le contrataron para ornamentarse, un parque de diseño como el nuestro. Un perfecto círculo concéntrico con distintas órbitas de arboledas y los ocho puntos cardinales señalados con otros tantos círculos de araucarias (pinopsida aucariaceae).

La forma perfecta de Dios, y al mismo tiempo la muy pagana Rueda del Progreso y la Fortuna.

Me pregunto si las futuras generaciones que disfruten de este Parque conocerán el poder que el Gran Arquitecto diseñó para ellas. Así lo dijo en el brindis, “donamos al Pueblo, único genuino heredero de la Gloria de Mayo, una máquina perfecta para elevar su espíritu hasta el más sagrado cenit de la iluminación.

Es menester que deje anotado aquí, donde tantos apuntes hube tomado de aquéllas tardes y noches, que la imagen del viejo Sánchez brotó en la emoción del brindis, presta y nítida frente a mis jóvenes e ingenuos ojos, como si las palabras del Gran Arquitecto la hubiesen invocado. Han pasado pocos días y más de diez años desde que lo despedimos en el nuevo Cementerio del Oeste, en la vieja Chacrita de los Colegiales del San Carlos, seguramente cerca de los restos mortales de su gran mentor, Don Alonso Quesada, a quien siempre mentaba en sus anécdotas.

Dejaré sentado aquí, como en todos estos años de labor ininterrumpidos, una semblanza para la posteridad del viejo Sánchez, porque creo profundamente en las palabras y conceptos vertidos hoy por el señor Thays. No se me ocurre mejor representante de ese Pueblo invisible y desconocido al que nuestro Arquitecto pretendió legar su Parque Circular. El día de su entierro fuimos modestos testigos del fin de su paso por esta tierra de sufrimientos, tan sólo sus dos sepultureros y yo. Ergo, me pareció un acto de justicia donarle con unas últimas palabras a cambio de tantas que me hubo brindado en esos años que le conocí.

Nuestras conversaciones han llenado las páginas de este diario tantas veces, releo en ellas una parte seguramente esencial y definitiva de mi juventud primera, y en la ingenuidad de las palabras vertidas en tinta sobre estos rugosos y amarillentos papeles, también se irá para siempre en el azul de mis nuevos días. ¡Oh, Juventud! “Divino tesoro” en la semblanza del poeta, que tan feliz viví lleno de ideales y que ahora abrirán el paso al triunfo de la Razón pragmática de la adultez sabia.

Mientras otros muchachos de mi generación supieron emprender viajes a París, Nueva York o Berlín para iniciar su camino en la sociedad cumplimentando nuestros estudios abstractos en la contemplación de las grandes obras de la humanidad, un poco por la “corta manta” de la pequeña fortuna de mi padre, otro poco por algo de rebeldía juvenil, decidí que mi gran camino de iniciación sería empeñarme en las labores prácticas de la mensura y diseño de las obras que la Municipalidad comenzaba en el Parque del Oeste.

Hacía diez años que el flamante presidente Roca había federalizado la Atenas del Plata para darle el broche definitivo a la historia arcaica de esta Gran Ciudad. La vieja aldea fundada dos veces por los vascos quedaba enterrada ahora para siempre en el pasado ancestral, sumados seis años luego los pueblos viejos de Belgrano y San José de Flores para cruzar el Rubricón y hacerla digna capital del nuevo Imperio de América del Sud al que está destinada.

Me emocionaba formar parte, aunque más no fuera que un modesto agrimensor recién egresado de la Escuela de Ingenieros, de la creación concreta de esta nueva ciudad. Si el inmortal Huergo desplegaba sus dotes brillantes en la frontera Este, cara al Plata, sentíame en este Parque del Oeste, junto al nuevo límite de Almagro y el novísimo barrio del Caballito, un verdadero Adelantado, como Don Pedro de Mendoza o el mismo Garay, porque las grandes capitales de la ecúmene humana tuvieron que ser fundadas alguna vez en planos sencillos, pasar de la imaginación y las necesidades de los gobernantes que las decretaron hasta convertirse en realidad palpable.

El Parque del Oeste venía a formar parte de un cordón higiénico y moral que sirviera para unir las dos almas de Buenos Aires y la Nación en una sola y única. Sagrado matrimonio entre el pasado rural y demorado, junto al futuro pujante del Progreso, victoria definitiva de la Civilización humana más alta que la Historia contemplase en las más australes latitudes de la especie elegida para reinar sobre todas las creaturas diseñadas por el Creador.

El viejo Sánchez había sido el último sereno de la quinta familiar de los Piñero. Creo que uno de los herederos acaba de fundar la psicología experimental; el otro tristemente falleció hace poco, soltero, aunque registran las malas lenguas que sólo era soltero de mujeres... Al viejo Sánchez le hubiera gustado saber que parte de las ganancias por la venta de su querido palmo de tierra va a servir para inaugurar el hospital general más importante del barrio de Flores, cerca del Riachuelo. 

Recuerdo que el viejo sereno siguió visitando el predio todos los días, como si la compra de los terrenos por la Municipalidad nunca hubiese pasado, como si necesitara seguirlos custodiando con sus últimos esfuerzos. Claro que en esos años que me acompañaba con sus mates “cimarrones” mientras yo esforzaba los trípodes y astrolabios no sabía que estaba donando sus últimas bocanadas de aire y esfuerzo. Petiso pero robusto, era imposible imaginarse que este hombrón de sesenta años iba a visitar tan temprano el Paraíso Celestial.

Quizá su energía vital estaba unida demasiado fuerte a esos viejos durazneros de los que siempre hablaba, quizás él también tenía algo de árbol y no soportó ver trasplantadas sus raíces de esa forma. Murió en la primavera de 1899 y fue como un sino de la Providencia que nos señalaba una verdad invisible e indescifrable. Porque a ciencia cierta, ¿por qué habría Dios -en su inconmensurable poder - reservado un destino trascendente sólo para los Grandes Hombres? ¿No sería más justo que en su Omnipotencia hubiera encerrado una cifra mágica capaz de explicar todo el sentido de su Creación a quien pudiera interpretar su Voluntad incluso en cada una de sus insignificantes creaturas? ¿Por qué debería ser exclusivo de los Faraones, Alejandro Magno, Julio César o Napoleón el privilegio de dejar hilvanadas en sus humildes biografías mortales las sagradas razones de los dioses? ¿Por qué no podría valer tanto la miserable vida del viejo Sánchez para escudriñar las verdades cósmicas de la Voluntad Divina como vale el trabajo despreciable de los escarabajos estercoleros o las inmundas moscas en la creación de la vida fértil?

¿Qué diría el viejo Sánchez si pudiera ver la magnífica obra de Thays desde su eterna morada? Por más increíble que parezca, el viejo Sánchez nunca había conocido más palmos del universo que las pocas hectáreas que rodeaban a las quintas de Piñero. Había sido, según su propio relato, el hijo bastardo de alguno de los cientos de miles de gauchos que cruzaban la infinita pampa entre el Partido de Flores y los viejos Corrales de Miserere, ilustre Plaza Once de Setiembre y desde 1957 depositaria orgullosa del Mausoleo a cielo abierto más imponente de toda la América Latina, el del pionero y previsor Rivadavia.

Sus anécdotas siempre tenían como eje la identificación positiva o negativa de los protagonistas de sus aventuras con respecto al Tirano Rosas, propietario de su quinta presidencial donde el sarcástico Sarmiento mandase construir Zoo y Parque 3 de febrero. El propio Thays me contó la historia y su simbología, puesto que él mismo vivió con su familia hasta hace poco en frente del lugar donde el Tirano dormía y celebraba sus horrendas orgías de sangre y depravación. Me contó que el propio Sarmiento decidió ubicar el Zoo en el viejo casco de la quinta para dejar inmortalizado su concepto del Dictador, una bestia salvaje que finalmente la refinada cultura occidental de la Gran Europa había logrado enjaular.

Sembró de rosales, con algo de poesía y maldad, el exacto lugar donde el heroico secuaz Chilavert y sus tres mil mazorqueros fueron pasados a degüello, para que su nombre vulgar, su color y las punzantes espinas de sus notorias fechorías quedasen inmortalizadas, eludiendo, sin embargo, mentar de nuevo su nefasto y temido nombre en las placas de bronce de los mausoleos que sólo sirvieron de homenaje a sus vencedores. Allí debajo seguirá alimentando alguna de esas trágicas flores (rosoidae magnopilia) la sangre coagulada del padre del viejo Sánchez.

Si alguna vez me animo, intentaré destinar algunos pesos a la edición de la carta que encontré en sus pocas posesiones, donde su mentor Don Alonso le dejó por escrito el testimonio que explicaba las razones que lo llevaron a adoptarlo bajo su cuidado. Cruel ironía la de Don Alonso, que nunca habría llegado siquiera a sospechar que su protegé se escapaba de las aulas a las que lo mandó religiosamente para jugar entre los bosques de duraznos que tanto añoraba. Nunca pudo el viejo Sánchez haber leído la verdadera historia de su niñez. Sabía sólo las cosas que había podido ver y experimentar, pero las claves de su destino le estuvieron siempre vedadas, aunque hubieran dormido siempre en un cajón de su mesada de noche.

El plan votado en la Legislatura de la nueva Capital Federal de la Nación Argentina era continuar una frontera imaginaria del Gran Parque Central fundado por Sarmiento en el nuevo norte de Palermo, en un abanico imaginario que contuviera la vieja ciudad virreinal y la purificase de sus habituales aires húmedos y malsanos con el oxígeno de las nuevas arboledas insulfado por los aires frescos y limpios de los vientos del oeste, el eterno pampero que venía bajando despojado de lluvias desde sus montañas natales, último aliento del Zonda con el que las Ancestrales Cumbres del Ande saludan la inmensa madre oceánica del Atlántico.

El Parque del Oeste continuaría el anillo perimetral de la nueva capital junto a su pariente más cercano, el Parque de Rivadavia, en la misma latitud y el Parque de los Patricios al Sud, sepultando ahí donde palpitó los inicios de la economía saladeril con su metáfora de sangre derramada el viejo Matadero de la Convalescencia, sobre el boulevard de la Avenida Caseros. Aunque pasaron más de treinta años de la batalla que terminó con la tiranía de Rosas, sus vencedores no quedan contentos de haberlo borrado de la faz de la Nación. Se ensañan en marcar cada parte del territorio conquistado con las señales de su victoria. La nueva ciudad fundada por tercera vez cien años después de la Independencia, que gracias a la Providencia o el divino azar atestiguo, circunvalada de norte a sur con la fecha y el nombre de la Batalla que parió el presente en el útero mismo del pasado.

Este anillo de Parques viene a ser también, si se lo piensa un poco, el gran cementerio donde la nueva ciudad sepulta su barbárico pasado. Un mecanismo particular para fundar la nueva Nación. Sobre las raíces y cimientos que no niega, pero que quiere dejar atrás, con pequeñas adivinanzas y pistas desperdigadas aquí y allá plantadas para quien necesite volver a recuperar la verdad del pasado, pero que no tengan nunca la burda transparencia que permite la pedagogía del maestro ciruela.

Sepultar el pasado sin erradicarlo definitivamente. ¿Temor a la revancha de los fantasmas? ¿Algún dejo de esa vieja mentalidad mística de la barbarie que sospechan quedó impresa a fuego en la genética de la Nación que supieron construir?

Ese viejo siglo se me representaba siempre en la figura del viejo Sánchez. No solamente en su vestimenta rústica de arcaico peón de quinta, ni en ese corte federal de las patillas y la barba. En su voz y sus historias (que alguna vez me animaré a intentar remedar como hacen los literatos, si las horas de mi vejez me son permitidas) era donde vivía todo el siglo que estaba muriéndose con él.

Qué pensaría de los anillos de Paraísos (meliaceae, melia azedarach), Tipas Amarillas (magnoliopsida, tipuana tipu), Ceibas (magnoliopsida, ceiba petandra) y Jacarandás (magnoliopsida, jacarandá mimosifolia) con que el Gran Arquitecto vino a señalar en perfecta armonía las tres murallas circulares llenas de vida y color con las que encerró el Parque de afuera hacia el centro. El propio Thays me refirió el profundo impacto emocional que le provocaron sus visitas a la Garganta del Diablo en la conjunción del Iguazú con el Paraná en el Territorio Nacional de las Misiones. Como si la enormidad de la selva lo hubiera hechizado a este científico con espíritu de niño y ética profesional de Antiguo Artesano griego, lleva años yendo y viniendo del pulmón más salvaje de esta Patria, arriesgando su fortuna, apostando su prestigio internacional en el estudio de estas especies arbóreas que lo fascinan. Descubrió con alegría que estos gigantes de coloridas flores, de la misma familia de las rosas que obsesionaban al viejo Sarmiento, soportaban a la perfección el clima invernal de Buenos Aires, que no alcanza su latitud para ser tan impiadoso como los de París o Nueva York.

No hay capital de las viejas Provincias Unidas que no haya sembrado con estos árboles. Tienen la majestuosidad del Roble y el Álamo europeos, siempre nos comentaba, pero son autóctonos de este noble Paraíso Americano.

Cuando supimos que la Municipalidad iba a limitar los territorios de la nueva Capital a la avenida que lleva el nombre del General más temido por el Tirano, ese verdadero Aníbal rioplatense que fuera el Manco Paz, nuestros trabajos de medición determinaron que un punto concreto del rectángulo más al oeste de la quinta de Piñero había pasado a ser, sin que ninguno de sus vecinos miserables y parroquianos de sus tabernas y pulperías desvencijadas lo hubiese podido soñar nunca, el centro geográfico de la nueva ciudad.

No pretendo arrogarme ninguna clarividencia ni prestigio adicional si dejo sentada aquí una verdad para mis futuros hijos y nietos si me los concede la Providencia Divina, pero fui yo el encargado de señalarle al equipo del Gran Arquitecto ese hecho frío y científico tan relevante para el proyecto como lo es de irrelevante para el resto del mundo. Creo que Thays me tomó estima por haberle señalado el asunto. Él mismo me dijo que fue por eso que se decidió a diseñar este Parque como ninguno de los que había hecho y me prometió que nunca más usaría el círculo perfecto y concéntrico en ninguna obra que le tocase diseñar, sin importar el prestigio o la fortuna que le prometieran en paga.

Imposible saber hoy, ahora que cierro esta etapa de mi paso mortal por este maravilloso universo, lo que me espera después de cada futuro paso. En pocos días terminaremos de firmar con mi padre la escritura del terrenito donde pasaba las horas el viejo Sánchez, que me he apurado a señar no bien fue lanzado a loteo por los buitres de la politiquería local. Espero comenzar la edificación de mi hogar en primavera, una vez que las viejas paredes de ladrillo y adobe sean removidas.

Me he guardado de diseñar los planos de manera tal que el viejo duraznero que tanto cuidaba el viejo Sánchez persista como última reliquia de ese pasado perfecto que ya nunca volverá a existir. Prefiguro en mi última imaginación juvenil los otoños y primaveras que pasaré a la sombra de sus flores con mis propios retoños de carne y sangre y ruego a lo más sagrado me permita disfrutarles en salud con nietas y bisnietos.

Quizás estuviera escrito, no lo dudo, lo sospecho, que en mi camino tuviera que encontrarme con Thays para terminar de descifrar el hilo miserable que el viejo Sánchez aportó a la infinita enhebradura de la alfombra universal. Al terminar el brindis vino a despedirse de mí en privado.

-Guardé para este solemne momento la última de mis anécdotas –me dijo, todo serio, arrastrando las consonantes con el acento de su lengua materna. –Le voy a decir por qué elegí las araucarias para coronar la magnificencia de este Parque Central.

Ni del Centenario ni del Oeste, el Gran Arquitecto Charles Thays siempre le llamó desde el día que le comenté su característica topográfica más destacada, el Parque del Centro del Universo, o central para aligerar la charla.

-Como usted y todo buen estudiante de la agronomía saben, las familias de la Pinopsida, gobernaron el mundo biológico hace trescientos millones de años, durante el Carbonífero, mucho antes que los primeros grandes reptiles lo hicieran. En mi tierra natal las coníferas siguen generando admiración en los últimos bosques que el Progreso y la Civilización no han decidido transmutar. Todavía. Imagínese mi asombro cuando las ví por primera vez gobernando con autoridad las selvas del Alto Paraná. El Perito Moreno me confió que los salvajes que estudió en la Conquista del Desierto llevan miles de años adorándolas como sagradas en los bosques húmedos de los valles centrales de la Cordillera, en el Territorio Nacional de Neuquén, y comen sus frutos hervidos y tostados como manjares que sus dioses les legaron para sobrevivir en los inviernos que la carne del venado escasea.

Piñones, les llaman. Me llamó la atención la familiaridad premonitoria del apellido de los dueños de la quinta expropiada para nuestros fines. A sus frutos, porque a los árboles les llaman pehuén con diptongo y hache, como prefieren ustedes los castellanos, o con doble uve, como preferimos los germanos.

Cuando soñé el parque por primera vez hace un año, después que usted me refiriera el detalle del centro geográfico de la nueva capital y las historias de su pasado como posta en el viejo camino virreinal entre la vieja ciudad del puerto y el primer poblado del oeste, me vino a la memoria la historia referida por el Perito Moreno pero preferí remitirme a su alterego, Don Florentino Ameghino, con quien es más apacible hablar de los antiguos moradores de estas pampas, usted sabe, su interés científico es más, digamos, antropológico que el del Perito, obsesionado con estudiar a esos seres como piezas de numismática y espíritu de anatomista, o carnicero.

Don Florentino me refirió la historia de Ngüenchén, máxima divinidad de los mapuche que pueblan la Patagonia desde antes de la llegada de los Inkas al Cusco. Los jesuitas le equipararon a Dios pero Ameghino pensaba que se trataría de una divinidad más primitiva, incluso neolítica, comparable con las mitologías más antiguas de los sumerios.

Verá, parece que en las primeras fantasías religiosas de la humanidad las divinidades creadoras eran una Primera Unidad que concentraba el Todo Universal. Ni primus inter pares, ni Dios o Diosa madre, como si Urano y Gea fueran simplemente dos facetas del Único. O de la Unicidad. Como sea, este Negüenchén sería al mismo tiempo hombre y mujer, y lo que más me llamó la atención, porque no lo he visto en otras mitologías del Antiguo Mundo, es que se desdobla en cuatro, hombre viejo y mujer vieja, que conservan la sabiduría necesaria del camino ya recorrido y hombre y mujer joven, que contienen la fuerza física necesaria para caminar el camino del presente y andar el del futuro.

Verá Carrasco, me dan cierto fastidio estos aristócratas de medio pelo que gobiernan su país. No se ofenda. Mi familia en Francia dio la sangre de dos o tres generaciones para fundar una República de Iguales sobre las cabezas guillotinadas de la aristocracia. Es por eso que he decidido hacer de cada parque público que sus gobiernos me han encargado, un templo para las clases miserables, estos obreros que usted ha visto deambular por aquí de sol a sol. Ellos serán los verdaderos herederos de mi obra.

Vendrán aquí con sus familias a disfrutar de las pocas tardes de ocio que sus amos les permitan, a renovar sus pulmones destrozados por la hulla y el amianto de las fábricas modernas con el oxígeno purificador de estas plantas sagradas. El oxígeno les limpiará también los cansados cerebros, que podrán abrirse en la contemplación de la luz del saber y la ciencia, notarán la repetición de especies y aprenderán sus nombres y significados, conocerán algo más de sí mismos cuando disfruten las bellas formas del arte escultórico, la increíble capacidad humana para recrear de la imaginación todo lo que pueda ser mirado con sus propias manos. Sus vidas serán mejores porque la luz de este Saber correrá las telarañas que las viejas clases dominantes implantaron en los rincones más recónditos de sus cabezas. Dejarán de ser laberintos donde reinan dioses y mistificaciones para albergar oficinas de comprensión y progreso.

Como nuestros primeros ancestros, joven Carrasco, que sólo contaban con viejos cerebros de primate pero les alcanzó la repetición cotidiana de las formas de la siempre eterna juventud lunar para diseñar los primeros calendarios, la primera vez que comenzamos a comprender la Arquitectura del Gran Diseñador Original. Verán que las araucarias se ubican exactamente en grupos de diez señalando con exactitud los ocho puntos cardinales. Comprenderán que hemos fabricado un Gran Reloj y Brújula del universo, como el palacio del Inka en el Cusco o el del Emperador de China en Pekín. Todos los caminos del vasto universo comienzan y terminan en estas araucarias.

Alguno indagará las bibliotecas y leerá que se trata de plantas relictas, joven amigo.

-¿Relictas, Don Thays, como el derecho de herencia?- me permití interrumpir su magnífico relato para comprender toda la sabiduría en su detalle.

-Así, mismo Carrasco, porque los bienes materiales son el único legado que un ser humano puede dejar tras de sí para quienes le sobreviven, en este mundo frío y materialista que nuestro Progreso construye implacablemente todos los días sobre las ruinas de su antigua barbarie.

En botánica, mi especialidad más querida aunque tenga que atenerme a los dictados férreos de los contadores, las especies relictas son el legado de las eras ecológicas y geológicas más antiguas, que de alguna forma han logrado sobrevivir hasta el presente a pesar de que los ambientes que les dieron la vida hayan desaparecido casi totalmente. Ameghino me aseguró que ya Darwin había podido observar en su viaje pionero a la Patagonia con su Tirano Rosas en el 33, fósiles de dinosaurios herbívoros con claras semillas de Araucaria en sus zonas ventrales o fecales.

Como los baobabs y las ceibas, las araucarias gobernaron el planeta emergido de las aguas océanicas cuando creemos que estaba unido en Pangea, lo que explicaría que sigamos encontrando subespecies y familias en continentes que llevan millares de eras separados.

Hace 65 millones de años, como usted bien habrá estudiado, la Cordillera de los Andes emergió del choque de placas resurgiendo la Patagonia de su pasado como lecho marino y al mismo tiempo quebrando toda la superficie visible de la placa que ahora venimos a habitar. La Garganta del Diablo en el corazón austral de la Amazonia es hermana gemela de la Quebrada Kalchakí de los Umawaka y los Kakán. Por eso en ambos polos de esta nueva nación que armó el Coronel Roca con sus huestes imperiales encontramos Araucarias, Tipas, Ceibas y Jacarandás, joven amigo.

Aquí, en el centro imperial de su nación les dejaremos impreso para siempre el verdadero sentido del Todo Original. El origen y centro de la sabiduría natural que conservan estos majestuosos especímenes. Y dudo mucho que estos cagatintas de escritorio vayan a enterarse que les dejé escrito un viejo mito mapuche bajo sus arrogantes narices.

Más o menos eso fue lo que me acaba de decir el Gran Arquitecto. No sé si volveré a disfrutar charlas con este gran hombre en el futuro y espero sacrificar mi vida de estudio y ejercicio de la ciencia para comprender en toda su cabal extensión la profundidad de sus palabras. Hoy sólo puedo imaginarlo paseando por los terrenos de Palermo escuchando del anciano Sarmiento la explicación de cada detalle de su Parque contra Rosas, elucubrando la picardía de plantarles la misma jugarreta alguna vez que la oportunidad se lo permitiera. Quizás me quede todavía ese mismo orgullo impune de la infancia y la juventud cuando me represento mis charlas con el viejo Sánchez recorriendo los recodos de su propio viejo feudo, o ínsula, desenterrando la historia de cada pulgada de tierra con una anécdota, como aquéllas de Sarmiento y Thays.

Esa valentía soberbia me habrá animado a preguntarle

-¿Qué mecanismos secretos desplegará este Gran Reloj y Brújula, maestro, para quien descubra su verdadero funcionamiento?

Espero algún día comprender su respuesta:

-El Gran Arquitecto se limita a diseñar las maquinarias celestes, joven amigo, lo que hagan los mortales con sus juguetes está en nuestra libertad natural poder decidirlo.

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