NOROESTE
La
maquinaria vegetal
Finalmente,
terminamos.
Vengo del modesto pero sentido brindis que organizó el Gran
Arquitecto (la prensa lo rebaja al llamarlo Gran Jardinero de la Ciudad) Don
Carlos Thays en la próspera intimidad del equipo que lo acompañó estos últimos
años. Ejecutó un speech corto y
sentido, como es toda su impactante figura. Debo señalar que noté cierto dejo
de amargura aunque su nobleza le haya impedido referirse al desprecio de la
Municipalidad, que le negó la pompa de una inauguración oficial como le habían
prometido. Después de mucho cabildeo, el sacrosanto aniversario del centenario
de la Gloriosa Revolución de Mayo, la primera de todas las Revoluciones de
nuestra intrincada Historia Nacional, se hizo recorriendo el camino de los
Libertadores: nuestra aristocracia se reservó para sí misma el lujo y la pompa
que son de la Nación toda, desfilando con embajadores y princesas desde el
Retiro hasta la Plaza de Francia.
Nuestro Gran Arquitecto también estuvo en esos festejos,
como corresponde, porque también trabajó para ellos, como sabemos que llevó su
arte científico y poético a sus grandes parques privados, sus ostentosas
quintas. No obstante quiso hacerle honor al que llamó su obra más querida, el
Parque del Centenario. Es por eso que eligió otro centenario, el del notable
discurso y arenga ante los indios que realizase el prócer injustamente acallado
Juan José Castelli en las ruinas eternas de Tiwanaku, al año de la legendaria
epopeya de mayo. Conocedor de nuestras tradiciones patrias, el Gran Arquitecto,
después de citar fragmentos de ese notable encantamiento, producto de una verba
punzante y épica, volvió a repetirnos lo que tantas veces nos hubo contado
estos años de esforzada labor, a quienes tuvimos el orgullo de acompañarle.
No habrá nunca, según nos juró tantas veces, otra obra
salida de su imaginación frondosa en todas las ciudades que le contrataron para
ornamentarse, un parque de diseño como el nuestro. Un perfecto círculo
concéntrico con distintas órbitas de arboledas y los ocho puntos cardinales
señalados con otros tantos círculos de araucarias (pinopsida aucariaceae).
La forma perfecta de Dios, y al mismo tiempo la muy pagana Rueda
del Progreso y la Fortuna.
Me pregunto si las futuras generaciones que disfruten de
este Parque conocerán el poder que el Gran Arquitecto diseñó para ellas. Así lo
dijo en el brindis, “donamos al Pueblo,
único genuino heredero de la Gloria de Mayo, una máquina perfecta para elevar
su espíritu hasta el más sagrado cenit de la iluminación.”
Es menester que deje anotado aquí, donde tantos apuntes hube
tomado de aquéllas tardes y noches, que la imagen del viejo Sánchez brotó en la
emoción del brindis, presta y nítida frente a mis jóvenes e ingenuos ojos, como
si las palabras del Gran Arquitecto la hubiesen invocado. Han pasado pocos días
y más de diez años desde que lo despedimos en el nuevo Cementerio del Oeste, en
la vieja Chacrita de los Colegiales del San Carlos, seguramente cerca de los
restos mortales de su gran mentor, Don Alonso Quesada, a quien siempre mentaba
en sus anécdotas.
Dejaré sentado aquí, como en todos estos años de labor
ininterrumpidos, una semblanza para la posteridad del viejo Sánchez, porque
creo profundamente en las palabras y conceptos vertidos hoy por el señor Thays.
No se me ocurre mejor representante de ese Pueblo invisible y desconocido al
que nuestro Arquitecto pretendió legar su Parque Circular. El día de su
entierro fuimos modestos testigos del fin de su paso por esta tierra de
sufrimientos, tan sólo sus dos sepultureros y yo. Ergo, me pareció un acto de
justicia donarle con unas últimas palabras a cambio de tantas que me hubo
brindado en esos años que le conocí.
Nuestras conversaciones han llenado las páginas de este
diario tantas veces, releo en ellas una parte seguramente esencial y definitiva
de mi juventud primera, y en la ingenuidad de las palabras vertidas en tinta
sobre estos rugosos y amarillentos papeles, también se irá para siempre en el azul
de mis nuevos días. ¡Oh, Juventud! “Divino tesoro” en la semblanza del poeta,
que tan feliz viví lleno de ideales y que ahora abrirán el paso al triunfo de
la Razón pragmática de la adultez sabia.
Mientras otros muchachos de mi generación supieron emprender
viajes a París, Nueva York o Berlín para iniciar su camino en la sociedad
cumplimentando nuestros estudios abstractos en la contemplación de las grandes
obras de la humanidad, un poco por la “corta manta” de la pequeña fortuna de mi
padre, otro poco por algo de rebeldía juvenil, decidí que mi gran camino de
iniciación sería empeñarme en las labores prácticas de la mensura y diseño de
las obras que la Municipalidad comenzaba en el Parque del Oeste.
Hacía diez años que el flamante presidente Roca había federalizado
la Atenas del Plata para darle el broche definitivo a la historia arcaica de
esta Gran Ciudad. La vieja aldea fundada dos veces por los vascos quedaba
enterrada ahora para siempre en el pasado ancestral, sumados seis años luego
los pueblos viejos de Belgrano y San José de Flores para cruzar el Rubricón y
hacerla digna capital del nuevo Imperio de América del Sud al que está
destinada.
Me emocionaba formar parte, aunque más no fuera que un
modesto agrimensor recién egresado de la Escuela de Ingenieros, de la creación
concreta de esta nueva ciudad. Si el inmortal Huergo desplegaba sus dotes
brillantes en la frontera Este, cara al Plata, sentíame en este Parque del
Oeste, junto al nuevo límite de Almagro y el novísimo barrio del Caballito, un
verdadero Adelantado, como Don Pedro de Mendoza o el mismo Garay, porque las
grandes capitales de la ecúmene humana tuvieron que ser fundadas alguna vez en
planos sencillos, pasar de la imaginación y las necesidades de los gobernantes
que las decretaron hasta convertirse en realidad palpable.
El Parque del Oeste venía a formar parte de un cordón
higiénico y moral que sirviera para unir las dos almas de Buenos Aires y la
Nación en una sola y única. Sagrado matrimonio entre el pasado rural y
demorado, junto al futuro pujante del Progreso, victoria definitiva de la
Civilización humana más alta que la Historia contemplase en las más australes
latitudes de la especie elegida para reinar sobre todas las creaturas diseñadas
por el Creador.
El viejo Sánchez había sido el último sereno de la quinta
familiar de los Piñero. Creo que uno de los herederos acaba de fundar la
psicología experimental; el otro tristemente falleció hace poco, soltero,
aunque registran las malas lenguas que sólo era soltero de mujeres... Al viejo
Sánchez le hubiera gustado saber que parte de las ganancias por la venta de su
querido palmo de tierra va a servir para inaugurar el hospital general más
importante del barrio de Flores, cerca del Riachuelo.
Recuerdo que el viejo sereno siguió visitando el predio
todos los días, como si la compra de los terrenos por la Municipalidad nunca
hubiese pasado, como si necesitara seguirlos custodiando con sus últimos
esfuerzos. Claro que en esos años que me acompañaba con sus mates “cimarrones”
mientras yo esforzaba los trípodes y astrolabios no sabía que estaba donando
sus últimas bocanadas de aire y esfuerzo. Petiso pero robusto, era imposible
imaginarse que este hombrón de sesenta años iba a visitar tan temprano el
Paraíso Celestial.
Quizá su energía vital estaba unida demasiado fuerte a esos
viejos durazneros de los que siempre hablaba, quizás él también tenía algo de
árbol y no soportó ver trasplantadas sus raíces de esa forma. Murió en la
primavera de 1899 y fue como un sino de la Providencia que nos señalaba una
verdad invisible e indescifrable. Porque a ciencia cierta, ¿por qué habría Dios
-en su inconmensurable poder - reservado un destino trascendente sólo para los
Grandes Hombres? ¿No sería más justo que en su Omnipotencia hubiera encerrado
una cifra mágica capaz de explicar todo el sentido de su Creación a quien
pudiera interpretar su Voluntad incluso en cada una de sus insignificantes
creaturas? ¿Por qué debería ser exclusivo de los Faraones, Alejandro Magno,
Julio César o Napoleón el privilegio de dejar hilvanadas en sus humildes
biografías mortales las sagradas razones de los dioses? ¿Por qué no podría
valer tanto la miserable vida del viejo Sánchez para escudriñar las verdades
cósmicas de la Voluntad Divina como vale el trabajo despreciable de los
escarabajos estercoleros o las inmundas moscas en la creación de la vida fértil?
¿Qué diría el viejo Sánchez si pudiera ver la magnífica obra
de Thays desde su eterna morada? Por más increíble que parezca, el viejo
Sánchez nunca había conocido más palmos del universo que las pocas hectáreas
que rodeaban a las quintas de Piñero. Había sido, según su propio relato, el
hijo bastardo de alguno de los cientos de miles de gauchos que cruzaban la
infinita pampa entre el Partido de Flores y los viejos Corrales de Miserere,
ilustre Plaza Once de Setiembre y desde 1957 depositaria orgullosa del Mausoleo
a cielo abierto más imponente de toda la América Latina, el del pionero y
previsor Rivadavia.
Sus anécdotas siempre tenían como eje la identificación
positiva o negativa de los protagonistas de sus aventuras con respecto al
Tirano Rosas, propietario de su quinta presidencial donde el sarcástico
Sarmiento mandase construir Zoo y Parque 3 de febrero. El propio Thays me contó
la historia y su simbología, puesto que él mismo vivió con su familia hasta
hace poco en frente del lugar donde el Tirano dormía y celebraba sus horrendas
orgías de sangre y depravación. Me contó que el propio Sarmiento decidió ubicar
el Zoo en el viejo casco de la quinta para dejar inmortalizado su concepto del
Dictador, una bestia salvaje que finalmente la refinada cultura occidental de
la Gran Europa había logrado enjaular.
Sembró de rosales, con algo de poesía y maldad, el exacto
lugar donde el heroico secuaz Chilavert y sus tres mil mazorqueros fueron
pasados a degüello, para que su nombre vulgar, su color y las punzantes espinas
de sus notorias fechorías quedasen inmortalizadas, eludiendo, sin embargo,
mentar de nuevo su nefasto y temido nombre en las placas de bronce de los
mausoleos que sólo sirvieron de homenaje a sus vencedores. Allí debajo seguirá
alimentando alguna de esas trágicas flores (rosoidae
magnopilia) la sangre coagulada del padre del viejo Sánchez.
Si alguna vez me animo, intentaré destinar algunos pesos a
la edición de la carta que encontré en sus pocas posesiones, donde su mentor
Don Alonso le dejó por escrito el testimonio que explicaba las razones que lo
llevaron a adoptarlo bajo su cuidado. Cruel ironía la de Don Alonso, que nunca
habría llegado siquiera a sospechar que su protegé
se escapaba de las aulas a las que lo mandó religiosamente para jugar entre
los bosques de duraznos que tanto añoraba. Nunca pudo el viejo Sánchez haber
leído la verdadera historia de su niñez. Sabía sólo las cosas que había podido
ver y experimentar, pero las claves de su destino le estuvieron siempre
vedadas, aunque hubieran dormido siempre en un cajón de su mesada de noche.
El plan votado en la Legislatura de la nueva Capital Federal
de la Nación Argentina era continuar una frontera imaginaria del Gran Parque
Central fundado por Sarmiento en el nuevo norte de Palermo, en un abanico
imaginario que contuviera la vieja ciudad virreinal y la purificase de sus
habituales aires húmedos y malsanos con el oxígeno de las nuevas arboledas
insulfado por los aires frescos y limpios de los vientos del oeste, el eterno
pampero que venía bajando despojado de lluvias desde sus montañas natales,
último aliento del Zonda con el que las Ancestrales Cumbres del Ande saludan la
inmensa madre oceánica del Atlántico.
El Parque del Oeste continuaría el anillo perimetral de la
nueva capital junto a su pariente más cercano, el Parque de Rivadavia, en la
misma latitud y el Parque de los Patricios al Sud, sepultando ahí donde palpitó
los inicios de la economía saladeril con su metáfora de sangre derramada el
viejo Matadero de la Convalescencia, sobre el boulevard de la Avenida Caseros. Aunque pasaron más de treinta años
de la batalla que terminó con la tiranía de Rosas, sus vencedores no quedan
contentos de haberlo borrado de la faz de la Nación. Se ensañan en marcar cada
parte del territorio conquistado con las señales de su victoria. La nueva
ciudad fundada por tercera vez cien años después de la Independencia, que
gracias a la Providencia o el divino azar atestiguo, circunvalada de norte a
sur con la fecha y el nombre de la Batalla que parió el presente en el útero
mismo del pasado.
Este anillo de Parques viene a ser también, si se lo piensa
un poco, el gran cementerio donde la nueva ciudad sepulta su barbárico pasado.
Un mecanismo particular para fundar la nueva Nación. Sobre las raíces y
cimientos que no niega, pero que quiere dejar atrás, con pequeñas adivinanzas y
pistas desperdigadas aquí y allá plantadas para quien necesite volver a
recuperar la verdad del pasado, pero que no tengan nunca la burda transparencia
que permite la pedagogía del maestro ciruela.
Sepultar el pasado sin erradicarlo definitivamente. ¿Temor a
la revancha de los fantasmas? ¿Algún dejo de esa vieja mentalidad mística de la
barbarie que sospechan quedó impresa a fuego en la genética de la Nación que
supieron construir?
Ese viejo siglo se me representaba siempre en la figura del
viejo Sánchez. No solamente en su vestimenta rústica de arcaico peón de quinta,
ni en ese corte federal de las patillas y la barba. En su voz y sus historias
(que alguna vez me animaré a intentar remedar como hacen los literatos, si las
horas de mi vejez me son permitidas) era donde vivía todo el siglo que estaba
muriéndose con él.
Qué pensaría de los anillos de Paraísos (meliaceae, melia azedarach), Tipas
Amarillas (magnoliopsida, tipuana tipu),
Ceibas (magnoliopsida, ceiba petandra)
y Jacarandás (magnoliopsida, jacarandá
mimosifolia) con que el Gran Arquitecto vino a señalar en perfecta armonía
las tres murallas circulares llenas de vida y color con las que encerró el
Parque de afuera hacia el centro. El propio Thays me refirió el profundo
impacto emocional que le provocaron sus visitas a la Garganta del Diablo en la
conjunción del Iguazú con el Paraná en el Territorio Nacional de las Misiones.
Como si la enormidad de la selva lo hubiera hechizado a este científico con
espíritu de niño y ética profesional de Antiguo Artesano griego, lleva años
yendo y viniendo del pulmón más salvaje de esta Patria, arriesgando su fortuna,
apostando su prestigio internacional en el estudio de estas especies arbóreas
que lo fascinan. Descubrió con alegría que estos gigantes de coloridas flores,
de la misma familia de las rosas que obsesionaban al viejo Sarmiento,
soportaban a la perfección el clima invernal de Buenos Aires, que no alcanza su
latitud para ser tan impiadoso como los de París o Nueva York.
No hay capital de las viejas Provincias Unidas que no haya
sembrado con estos árboles. Tienen la majestuosidad del Roble y el Álamo
europeos, siempre nos comentaba, pero son autóctonos de este noble Paraíso
Americano.
Cuando supimos que la Municipalidad iba a limitar los
territorios de la nueva Capital a la avenida que lleva el nombre del General
más temido por el Tirano, ese verdadero Aníbal rioplatense que fuera el Manco
Paz, nuestros trabajos de medición determinaron que un punto concreto del
rectángulo más al oeste de la quinta de Piñero había pasado a ser, sin que
ninguno de sus vecinos miserables y parroquianos de sus tabernas y pulperías
desvencijadas lo hubiese podido soñar nunca, el centro geográfico de la nueva
ciudad.
No pretendo arrogarme ninguna clarividencia ni prestigio
adicional si dejo sentada aquí una verdad para mis futuros hijos y nietos si me
los concede la Providencia Divina, pero fui yo el encargado de señalarle al
equipo del Gran Arquitecto ese hecho frío y científico tan relevante para el
proyecto como lo es de irrelevante para el resto del mundo. Creo que Thays me
tomó estima por haberle señalado el asunto. Él mismo me dijo que fue por eso
que se decidió a diseñar este Parque como ninguno de los que había hecho y me
prometió que nunca más usaría el círculo perfecto y concéntrico en ninguna obra
que le tocase diseñar, sin importar el prestigio o la fortuna que le
prometieran en paga.
Imposible saber hoy, ahora que cierro esta etapa de mi paso
mortal por este maravilloso universo, lo que me espera después de cada futuro paso.
En pocos días terminaremos de firmar con mi padre la escritura del terrenito
donde pasaba las horas el viejo Sánchez, que me he apurado a señar no bien fue
lanzado a loteo por los buitres de la politiquería local. Espero comenzar la
edificación de mi hogar en primavera, una vez que las viejas paredes de
ladrillo y adobe sean removidas.
Me he guardado de diseñar los planos de manera tal que el
viejo duraznero que tanto cuidaba el viejo Sánchez persista como última
reliquia de ese pasado perfecto que ya nunca volverá a existir. Prefiguro en mi
última imaginación juvenil los otoños y primaveras que pasaré a la sombra de
sus flores con mis propios retoños de carne y sangre y ruego a lo más sagrado
me permita disfrutarles en salud con nietas y bisnietos.
Quizás estuviera escrito, no lo dudo, lo sospecho, que en mi
camino tuviera que encontrarme con Thays para terminar de descifrar el hilo
miserable que el viejo Sánchez aportó a la infinita enhebradura de la alfombra
universal. Al terminar el brindis vino a despedirse de mí en privado.
-Guardé para este
solemne momento la última de mis anécdotas –me dijo, todo serio,
arrastrando las consonantes con el acento de su lengua materna. –Le voy a decir por qué elegí las araucarias
para coronar la magnificencia de este Parque Central.
Ni del Centenario ni del Oeste, el Gran Arquitecto Charles
Thays siempre le llamó desde el día que le comenté su característica
topográfica más destacada, el Parque del Centro del Universo, o central para
aligerar la charla.
-Como usted y todo
buen estudiante de la agronomía saben, las familias de la Pinopsida, gobernaron el mundo biológico hace
trescientos millones de años, durante el Carbonífero, mucho antes que los
primeros grandes reptiles lo hicieran. En mi tierra natal las coníferas siguen
generando admiración en los últimos bosques que el Progreso y la Civilización
no han decidido transmutar. Todavía. Imagínese mi asombro cuando las ví por
primera vez gobernando con autoridad las selvas del Alto Paraná. El Perito
Moreno me confió que los salvajes que estudió en la Conquista del Desierto
llevan miles de años adorándolas como sagradas en los bosques húmedos de los
valles centrales de la Cordillera, en el Territorio Nacional de Neuquén, y
comen sus frutos hervidos y tostados como manjares que sus dioses les legaron
para sobrevivir en los inviernos que la carne del venado escasea.
Piñones, les llaman. Me
llamó la atención la familiaridad premonitoria del apellido de los dueños de la
quinta expropiada para nuestros fines. A sus frutos, porque a los árboles les
llaman pehuén con diptongo y hache,
como prefieren ustedes los castellanos, o con doble uve, como preferimos los
germanos.
Cuando
soñé el parque por primera vez hace un año, después que usted me refiriera el
detalle del centro geográfico de la nueva capital y las historias de su pasado
como posta en el viejo camino virreinal entre la vieja ciudad del puerto y el
primer poblado del oeste, me vino a la memoria la historia referida por el
Perito Moreno pero preferí remitirme a su alterego, Don Florentino Ameghino, con quien es más
apacible hablar de los antiguos moradores de estas pampas, usted sabe, su
interés científico es más, digamos, antropológico que el del Perito,
obsesionado con estudiar a esos seres como piezas de numismática y espíritu de
anatomista, o carnicero.
Don
Florentino me refirió la historia de Ngüenchén, máxima divinidad de los mapuche que pueblan la Patagonia desde antes de la llegada de los Inkas al
Cusco. Los jesuitas le equipararon a Dios pero Ameghino pensaba que se trataría
de una divinidad más primitiva, incluso neolítica, comparable con las
mitologías más antiguas de los sumerios.
Verá,
parece que en las primeras fantasías religiosas de la humanidad las divinidades
creadoras eran una Primera Unidad que concentraba el Todo Universal. Ni primus inter pares, ni Dios o Diosa madre, como si Urano y Gea
fueran simplemente dos facetas del Único. O de la Unicidad. Como sea, este
Negüenchén sería al mismo tiempo hombre y mujer, y lo que más me llamó la
atención, porque no lo he visto en otras mitologías del Antiguo Mundo, es que
se desdobla en cuatro, hombre viejo y mujer vieja, que conservan la sabiduría
necesaria del camino ya recorrido y hombre y mujer joven, que contienen la
fuerza física necesaria para caminar el camino del presente y andar el del
futuro.
Verá
Carrasco, me dan cierto fastidio estos aristócratas de medio pelo que gobiernan
su país. No se ofenda. Mi familia en Francia dio la sangre de dos o tres
generaciones para fundar una República de Iguales sobre las cabezas guillotinadas de la
aristocracia. Es por eso que he decidido hacer de cada parque público que sus
gobiernos me han encargado, un templo para las clases miserables, estos obreros
que usted ha visto deambular por aquí de sol a sol. Ellos serán los verdaderos
herederos de mi obra.
Vendrán
aquí con sus familias a disfrutar de las pocas tardes de ocio que sus amos les
permitan, a renovar sus pulmones destrozados por la hulla y el amianto de las
fábricas modernas con el oxígeno purificador de estas plantas sagradas. El
oxígeno les limpiará también los cansados cerebros, que podrán abrirse en la
contemplación de la luz del saber y la ciencia, notarán la repetición de
especies y aprenderán sus nombres y significados, conocerán algo más de sí
mismos cuando disfruten las bellas formas del arte escultórico, la increíble
capacidad humana para recrear de la imaginación todo lo que pueda ser mirado
con sus propias manos. Sus vidas serán mejores porque la luz de este Saber
correrá las telarañas que las viejas clases dominantes implantaron en los
rincones más recónditos de sus cabezas. Dejarán de ser laberintos donde reinan
dioses y mistificaciones para albergar oficinas de comprensión y progreso.
Como
nuestros primeros ancestros, joven Carrasco, que sólo contaban con viejos
cerebros de primate pero les alcanzó la repetición cotidiana de las formas de
la siempre eterna juventud lunar para diseñar los primeros calendarios, la
primera vez que comenzamos a comprender la Arquitectura del Gran
Diseñador Original. Verán que las
araucarias se ubican exactamente en grupos de diez señalando con exactitud los
ocho puntos cardinales. Comprenderán que hemos fabricado un Gran Reloj y
Brújula del universo, como el palacio del Inka en el Cusco o el del Emperador
de China en Pekín. Todos los caminos del vasto universo comienzan y terminan en
estas araucarias.
Alguno
indagará las bibliotecas y leerá que se trata de plantas relictas, joven amigo.
-¿Relictas, Don
Thays, como el derecho de herencia?- me permití interrumpir su magnífico relato
para comprender toda la sabiduría en su detalle.
-Así, mismo Carrasco,
porque los bienes materiales son el único legado que un ser humano puede dejar
tras de sí para quienes le sobreviven, en este mundo frío y materialista que
nuestro Progreso construye implacablemente todos los días sobre las ruinas de
su antigua barbarie.
En
botánica, mi especialidad más querida aunque tenga que atenerme a los dictados
férreos de los contadores, las especies relictas son el legado de las eras ecológicas y geológicas más antiguas, que de
alguna forma han logrado sobrevivir hasta el presente a pesar de que los
ambientes que les dieron la vida hayan desaparecido casi totalmente. Ameghino
me aseguró que ya Darwin había podido observar en su viaje pionero a la
Patagonia con su Tirano Rosas en el 33, fósiles de dinosaurios herbívoros con
claras semillas de Araucaria en sus zonas ventrales o fecales.
Como
los baobabs y las ceibas, las araucarias gobernaron
el planeta emergido de las aguas océanicas cuando creemos que estaba unido en Pangea, lo que explicaría que sigamos encontrando
subespecies y familias en continentes que llevan millares de eras separados.
Hace 65
millones de años, como usted bien habrá estudiado, la Cordillera de los Andes
emergió del choque de placas resurgiendo la Patagonia de su pasado como lecho
marino y al mismo tiempo quebrando toda la superficie visible de la placa que
ahora venimos a habitar. La Garganta del Diablo en el corazón austral de la Amazonia es
hermana gemela de la Quebrada Kalchakí de
los Umawaka y los Kakán. Por eso en ambos polos de esta nueva
nación que armó el Coronel Roca con sus huestes imperiales encontramos
Araucarias, Tipas, Ceibas y Jacarandás, joven amigo.
Aquí,
en el centro imperial de su nación les dejaremos impreso para siempre el
verdadero sentido del Todo Original. El origen y centro de la sabiduría natural
que conservan estos majestuosos especímenes. Y dudo mucho que estos cagatintas de
escritorio vayan a enterarse que les dejé escrito un viejo mito mapuche bajo
sus arrogantes narices.
Más o menos eso fue lo que me acaba de decir el Gran
Arquitecto. No sé si volveré a disfrutar charlas con este gran hombre en el
futuro y espero sacrificar mi vida de estudio y ejercicio de la ciencia para
comprender en toda su cabal extensión la profundidad de sus palabras. Hoy sólo
puedo imaginarlo paseando por los terrenos de Palermo escuchando del anciano
Sarmiento la explicación de cada detalle de su Parque contra Rosas, elucubrando
la picardía de plantarles la misma jugarreta alguna vez que la oportunidad se
lo permitiera. Quizás me quede todavía ese mismo orgullo impune de la infancia
y la juventud cuando me represento mis charlas con el viejo Sánchez recorriendo
los recodos de su propio viejo feudo, o ínsula, desenterrando la historia de
cada pulgada de tierra con una anécdota, como aquéllas de Sarmiento y Thays.
Esa valentía soberbia me habrá animado a preguntarle
-¿Qué mecanismos secretos desplegará este Gran Reloj y
Brújula, maestro, para quien descubra su verdadero funcionamiento?
Espero algún día comprender su respuesta:
-El Gran Arquitecto se
limita a diseñar las maquinarias celestes, joven amigo, lo que hagan los
mortales con sus juguetes está en nuestra libertad natural poder decidirlo.
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