Reseña de Los hombres
vuelven al monte, texto y dirección de Fabián Díaz, sábados 19hs., Apacheta Sala Estudio, Pasco 625, entradas
anticipadas por Alternativa Teatral.
Fue lo primero que se me ocurrió al salir de Apacheta Sala
Estudio, aturdido emocionalmente, cansado y muerto de calor, a pesar del
agradable clima de la pintoresca sala y el frío invernal de junio en Balvanera.
Con la vista clavada en el adoquín del cordón de Pasco 625,
trataba de entender qué me había pasado y recordé una reflexión de Borges sobre
La Divina Comedia, aquella que habla
de la monstruosidad de dios en Nietzsche, como un ser indescifrable, equiparado
a un monstruo gigante compuesto de todos los seres que habitan el universo. El
monstruo mete miedo pero no tanto por sus facciones o sus actos, sino por ser
una figura imposible de representarse, de ser pensada, de ser juzgada o
traducida.
En Los Hombres vuelven
al monte, Iván Moschner interpreta un texto alucinante, lisérgico -al decir de Cohen Arazi- en
el que un hijo se atormenta interiormente en la búsqueda de su padre,
desaparecido, aparentemente como consecuencia de un trauma psicológico
provocado por su participación como soldado raso en la Guerra de Malvinas. Y no
es necesario decir más. Salvo que en su tormento, el protagonista rememora una
historia con más de diez personajes, entreverados en un relato no lineal,
interrumpido y deformado por la angustia del relator.
Pasé la hora que dura la puesta intentando imaginar cómo
hubiese sido la lectura de ese texto, y no pude. Porque si el guión sigue los
compases del monólogo interior de una mente quebrada en astillas, Iván
personifica cada una de las facetas de ese trauma, cada una de las imágenes y
recuerdos de este tipo cobran vida literalmente, y gracias al tremendo
despliegue físico de Moschner podemos identificar claramente la voz, la cara,
el lenguaje corporal de cada uno y cada una.
También de Borges aprendí un concepto literario brillante.
Contaba el ilustre ciego que Dante Alighieri lo cautivaba por su capacidad de
resumir los más de cien personajes secundarios de la Comedia en una sola pincelada, en un par de versos. Borges
disfrutaba haber descubierto en Shopenhauer la explicación de tan sutil destreza
literaria, por aquello de que cada ser humano se define en un acto de su
voluntad. Detectar ese acto que define a una persona y narrarlo en un renglón o
tres versos era la clave de la maestría de Dante.
Moschner hace lo mismo. Estudia el personaje y detecta una
mirada, un gesto con las manos –abrirse el escote para abanicarse y sugerir los
pechos, apoyar las palmas en la cara para sostenerla ante eventos asombrosos o
pecaminosos-, una forma de caminar, incluso un tono de voz, un matiz en el
acento, el lugar del escenario donde se para; cada detalle define al personaje
de manera tal que la actuación de Moschner funciona de mapa para que el
espectador o espectadora pueda comprender quién habla, de quién se habla, qué carajo
pasa, que es en última instancia lo que todo espectador –o espectadora- busca
cuando sienta su humanidad en la butaca de cualquier teatro: entender.
El despliegue de Iván Moschner en escena es abrumador,
monstruosamente abrumador. La obra no es cómoda, usted no está invitado a
divertirse, aunque sea invitado a ello por la cantidad de gags humorísticos
desde el mismo comienzo. Pero es un humor grotesco, puesto para subrayar el
delirio, el contraste, la anormalidad, la disfuncionalidad de lo que pasa. Todo
es una locura, incluso que algunos/as espectadores/as se rían ingenuamente,
llevados a la trampa por un magistral Iván. Lenta pero sistemáticamente, aunque
usted decida luchar en contra, será llevado sin darse cuenta al laberinto de un
loco, de un sicótico que ha adoptado la irrealidad del mundo que nos rodea -su
irracionalidad e injusticia, su acostumbrada y trivial violencia- como verdades
absolutas.
Hasta aquí he dicho suficiente para que cualquiera considere
un acierto meterse en internet y gastarse tres atados de puchos en una entrada
y clavarse 18:50 en la puerta de la Sala, ansioso por atestiguar una de las
muestras de excelencia teatral más importantes de su vida.
Ahora lo mío, lo que es propio a mi sensibilidad y que Iván
puso en juego esta tarde. Recuerdo el comienzo de El Río Oscuro, la novela de Alfredo Varela, desconocido escritor
para los grandes titulares de la prensa, pero bello defensor del realismo
socialista por estas tierras, amado por las masas de nuestro país que no lo
conocen pero que han visto hasta hartarse su gran epopeya hecha película en Las aguas bajan turbias, del gran Hugo
del Carril.
Dice la leyenda que Hugo del Carril se jugó la ropa para
estrenar esa película, debido a que Varela se encontraba detenido o perseguido
por la policía de Perón, por ser militante del Partido Comunista.
Mitos o realidades aparte, Varela comienza su emocionante
descripción de la explotación de los obreros de los yerbatales misioneros con
la imagen de un cuerpo bajando por las aguas del Alto Paraná y oscureciendo las
marrones aguas con la sangre de sus heridas mortales a la vera de la Bajada
Vieja. Los cadáveres que bajaba el río habitualmente eran el humo que adivinaba
el fuego, allá arriba, monte arriba, en esos lugares inciertos de la selva, que
todo el mundo sabía que existían pero que muy poca gente conocía de primera
vista.
Los cadáveres venían a probar que los capangas castigaban
con la muerte el intento de libertad de los mensús. Y que a ningún posadeño de
bien parecía moverle un pelo el evento. Algo en esa imagen siempre me pareció
aterrador, como el terror de los cuentos de la selva de Horacio Quiroga,
asentado menos en lo desconocido y salvaje de la selva y mucho más en los seres
humanos deformados por su apetito de dinero o su egoísmo.
Mil veces escuché de chiquito variantes macabras del “algo
habrán hecho” que justificaban la ausencia permanente y sorpresiva de los “desaparecidos”.
En Posadas era muy común explicar toda ausencia repentina con el giro “se habrá
ido pa´l monte”. No pude evitar asociar la imagen con ese otro giro que se
populariza en las barriadas obreras más empobrecidas de nuestras ciudades: “se
habrá escapado con el noviecito”, dicho en tono de sorna para explicar la
ausencia de las pibas de 12 a 15 años que no aparecen más por la casa, chupadas por los traficantes de esclavas y el Estado que las ampara.
¿Cuántas hijas e hijos vuelven al monte y volverán a él
buscando a su padre o a su madre?
¿Cuántos desaparecidos y desaparecidas serán
necesarios/as todavía para que el pueblo y sus hijos/as emprendan definitivamente su
tarea de purga y reconstrucción de la vida?
Toda la angustia de esta obra es, en definitiva, una
monstruosa denuncia contra las secuelas que deja el Estado argentino entre los
sobrevivientes de cada una de sus matanzas. Elija lo que quiera, Malvinas,
Cromañón, la Masacre de Once, las millones de familias desalojadas, viviendo en
ranchos a la intemperie, las imágenes que labra en las cabezas infantiles cada
inundación dramática, las epidemias de cáncer de todo tipo y forma que siembran
en nuestros cuerpos por la alimentación y la contaminación ambiental.
Elija usted donde le duele más y va a sentir que esta obra
le explica con brutalidad lo que es vivir en este país.
La enorme y monstruosa cara de Mariano Ferreyra en la
Primero de Mayo, camino a la parada del 105 después de la obra, me mostró qué
hacer con toda esa furia y dolor, con todas las secuelas de la alienación
cotidiana.
Aquí va otra vez mi agradecimiento por tu reflexión, muchas gracias. Iván
ResponderEliminarDe nada, Iván, el agradecido soy yo. No pude transmitir ni un diez por ciento de lo que me impactó tu actuación.
ResponderEliminarMuy bueno el comentario de la obra. Me dieron ganas de verla.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias Chapardi, es la mejor crítica que recibí hasta ahora después de 14 años de escribir reseñas de arte.
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