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lunes, 6 de junio de 2016

El Andariego

El viaje no hace al viajero. El viajero es el viaje. Parece una pelotudez, lo reconozco. Pero es muy así.

Me explico.

Santos Capobianco descubrió hace poco una serie de cosas que de alguna forma había ido aprendiendo de a partes, como le pasó siempre. Un método medio autista de ir aprendiendo por la vida. Registra, guarda, clausura y treinta años después, por cualquier cosa, hila todo de vuelta y comprende. O cree comprender.

Resulta que acaba de comprender algo muy tonto y evidente. Y le parece una genialidad. Y lo escribe, peor, lo publica: lo ha considerado suficientemente relevante para comentárselo a otro.

Resulta que uno –o una- anda esperando casi con pesadumbre ese momento inalcanzable en que se junta algo de guita, se viaja y se siente eso lindo de viajar. Lo desconocido, el asombro existencial ante cosas que para muchos lugareños/as es una pelotudez. Eso que nos pasa cuando rompemos la rutina machacante de todos los días y dormimos por primera vez de nuevo en una cama desconocida, como cuando nos pasaron de cuarto a los 10 años o como cuando tuvimos suerte y conocimos un nuevo amante.

Pero no hace falta esperar a viajar. Si uno ha viajado bien, con recordar las enseñanzas del viaje, y traerlas a los “mismos días que se repiten” alcanza. Y sobra. Sí, sobra, ya verá.
Ponele el Parque Centenario. Centro geográfico de la ciudad. Santos vivió allí toda una etapa de su vida. Muy importante. Un lugar hermoso convertido en marco contexto cotidiano, una verga. Pero ya le pasó dos veces que vuelve del laburo en bici –no por hi-pie, sino porque entre Kicciloff y Aranguren le cagaron la posibilidad del auto o del bondi- y se para a ver que la Luna Renaciente aparece por el Oeste, tipo seis y media de la tarde, comienzo del crepúsculo, con el Sol ya metidito en la misma cucha. Y digo cucha, porque Santos Capobianco, ya entregado a la sorpresa, se rescata que siempre aparece en un cuadradito que forman las ramas de una tipa alta y la enorme araucaria que está al este del Parque, en la salida donde ahora el pelotudo de Bragueta puso los postes plateados con el apeadero de bicis amarillas.

Entonces, como sabían los surrealistas que escabiaban lúpulo hace mil años y recomiendan los sicólogos de ciertas escuelas, una cosa lleva a la otra y se obsesiona con el Oeste. Que no es Liniers. Para los porteños que nunca viajaron, y me refiero a cualquiera que viva en la ciudad, el Oeste es Liniers. Ojo, que para los porteños que viven pasando General Paz el Oeste es Luján, para los lujaneros o lujaneras o lujanenses debe ser, no sé, alguna localidad de la ruta 8, o La Pampa como mucho. Para los pampeanos y puntanos el Oeste es Mendoza y para los acomplejados y megalómanos mendocinos el Oeste es el Aconcagua y el fin del mundo civilizado, mientras que para los chilenos el Oeste es un Océano bien ancho, bravío, un Sol coloradísimo tragado por el mar y unas bahías bucólicas, de ensueño. Y ahí recién empieza la aventura.

Cuestión que uno –o una- aprende cosas importantes en los viajes. Porque Santos Capobianco es pobre, y cuando viaja debe desarrollar al máximo su creatividad para resolver sin guita la mayor cantidad de cosas posibles. Entonces desarrolla estrategias de sobreviviente. La mejor siempre es relacionarse con los lugareños y lugareñas, para ahorrarse costosos colectivos o taxis por cinco cuadras bien preguntadas, o ahorrarse una cena porque se hizo amigo y lo convidaron. En la montaña, acampando sin anafe ni ducha, las estrategias son más, digamos, vitales. La montaña te obliga, la naturaleza es draconiana aunque la Naturaleza no haya ido a la escuela y no puede saber que Dracón fue uno de sus hijos. Y por ejemplo alguien te enseña en la montaña que el viento que viene de allá es jodido, pero cuando sopla de otro allá es bueno y cosas así.

En Buenos Aires el viento del Oeste es muy sano. Por varios motivos, empezando porque lo más choto y evidente de Buenos Aires es su persistente y molesta humedad, que es lo que mata, claro. En verano te hace sentir ese pegote alienante y en invierno le permite al frío pasar hasta el hueso y quedarse a vivir, hacerse resfrío, gripe, otitis, moco, su ruta.
Pero el viento Oeste es frío y seco. Y claro, porque viene del Pacífico, cargado de agua, que la tira toda líquida sobre las costas y toda dura sobre las altas cumbres, pasando absolutamente seco al otro lado. Lo que para el porteño puede ser un viaje de mil horas, el viento del Oeste lo resuelve en muchas menos y se manda desde los viñedos y olivares del oasis de los warpes, al paraíso artificial de los Saadi, a la siempre tormentosa Pampa, cabalga la ruta 8, Luján, todas las estaciones del Sarmiento y toma por Díaz Velez hasta ese lugar debajo de la Araucaria donde está Santos Capobianco volviendo del laburo, como todos los días. Y llega cargado de oxígeno –eso es el frío, mucho oxígeno- del bueno, de la Alta Cumbre, pero sin gota de humedad. Y limpia. El viento Oeste limpia. Saca la humedad, la empuja de vuelta al estuario, al Delta ese enorme sobre que estos gringos de la Uropa construyeron la máquina de cemento, entubando los bracitos de agua que iban a liberarse y crecer en el Río de la Plata y el ancho mar.

Entonces, como limpia, Santos Capobianco levanta la cabeza y arriba suyo ve un profundo y cristalino azul petróleo, como en los tubitos de Windsor & Newton que tan lindos y tan caros eran, y algunas estrellas, la Cruz del Sur también por el Oeste en otoño, ponele. Y acá ya cagamos, porque ver estrellas en este enorme cajón de cemento es raro. Eso sí es montaña, montaña.

Así recuerda Santos Capobianco el raye de su amiga Nelly, la del apellido bandera de lucha, que dice que el viento le habla, la limpia, la sacude, no sé, se comunica con ella. O de la Negra Negro, más filosofal y más negra, que dice que el viento le hace notar que es el amigo más viejo, que estaba acá cuando el planeta empezó a girar sobre su eje y que va a seguir estando millones de años más, mientras haya planeta, no importa que nos hayamos muerto todos, capitalismo o socialismo, barbarie a full y entonces ir a hacerle la cena a sus hijas o correr a pagar la Sube chupa un huevo y ya se va a resolver de alguna manera.

-Y pensar que yo andaba queriendo deprimirme porque nunca viajo, eppur si muove –pensó Santos Capobianco. Pero claro, cuando uno viaja tanto y ama tanto viajar y viaja tanto cuando ama, a uno se le pegan las cosas que enseña el viaje y se hace viaje. Para no ser redundante no se hace viajero, porque lo importante es caminar, por eso de hacer camino, y por moverse y mover el cuerpo. Porque recuperamos lo más arcaico de nuestra especie, que mutó de un primate hace tres millones y medio de años al borde de un lago –como el que estoy pasando ahora, en el centro de la ciudad- y desde allí inundó todo el continente hasta que hace 60 mil años cruzó el Sinaí y salió a vagar hasta llegar a todo el planeta.
Somos caminantes por costumbre. Andamos y viajamos desde que nacimos. La ficción sedentaria nos quiere convencer de otra cosa, pero cuando caminamos y viajamos nos damos cuenta quiénes somos en realidad, andariegos.

Sabe Santos Capobianco que el Parque Centenario se hizo, como la Plaza de los Dos Congresos y el susodicho Congreso Nacional, al final de un camino importante. En donde está el Parque y el Durand, por esa zona, estaban los puestos y pulperías de la estancia de los vascuences Gauna, llegados con los primeros barcos de madera y tela, que tenían tierras también en Morón, donde criaban vacas salvajes antes del fuerte de Luján, que nos separaba de los tehuelches, ranqueles y mapuches, ladrones de ganado y mujeres, se sabe. Mendoza era tan lejana como Marte, pongamoslé.

La Posta de Gauna era la última donde descansar las caballadas antes del pueblo de Flores, un lugar propicio para el descanso, los juegos por guita, el sexo y la puñalada. Después se hicieron la Huella de Gauna hasta las estancias de Morón, remontando el zanjón enorme del Maldonado hasta La Matanza y más allá. Mucho después, cuando el tráfico de carnes, ovejas y cereales de las tierras lujaneras o lujanenses hasta el puerto hizo chica a la Huella de Gauna, empalizaron un flor de Camino del Rey un kilómetro más al sur y surgió la más larga y más ancha del mundo, que bautizaron con ese apellido gallego del tipo más vendepatria del mundo, que no pienso repetir para no cagarle la belleza al relato. Y algún día del 1910 los intendentes de Julio Argentino pusieron la tarasca, armaron un Parque que simboliza la Civilización, el Orden y el Progreso sobre las ruinas de los últimos pulperos criollos y empedraron la Huella, que pasó a ser avenida y le cagaron la “u” a la familia por una más fluida Avenida Gaona, reino del 106 y de miles de bondis allende la General Paz.

No sabe cómo ni de dónde, pero cuando pasó por la laguna artificial y el islote ídem del centro del Parque relacionó con esa primer laguna donde nacimos, donde nos erguimos para caminar sin los brazos, donde empezaron los dolores de cintura y cadera, pero también eso de mirar al océano del cielo y sus barquitos iluminados. La vida surgió del agua. El elemento de la calma, de la paz uterina. La primera vez que miramos para arriba.

Otra cosa que aprendió viajando, que los porteños no miran más allá de los toldos y los balcones del primer piso. Tenemos una mirada encajonada, producto del cansancio laboral, las cervicalgias y su correspondiente pérdida temporal del pensamiento poético. Y nos perdemos todo.

Así que Santos Capobianco desde ahora ha decidido viajar siempre que pueda, pero sobre todo, siempre que sienta que la explotación cotidiana empieza a asfixiarlo. 

El centro geográfico de Buenos Aires parece una buena posta desde donde arrancar a vagar. Parece mentira, porque desde los romanos para acá, cosa de dos mil años más o menos, al Oeste se le dice Occidente y a los pibes se le parece una materia de mierda Geografía por cosas como complicar a la mitad del mapa con el nombre de Hemisferio Occidental, y Occidente viene de occiso, de occidere, de morirse, por ese error tan natural de los humanos que pretenden que saben y no saben un choto, porque el Sol no se muere por ahí, porque el planeta gira sobre sí mismo revolcándose de oeste hacia el este y por eso la flasa ilusión de la muerte occidental. 

Entonces arrancamos naciendo con Luna desde el centro y el oeste. 

-Puede andar -pensó que pensó.

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