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sábado, 18 de junio de 2016

Síndrome de marinero en tierra

Santos Capobianco no tiene muchos amigos, en parte porque conoce muy bien sus problemas. La gente no soporta que Santos Capobianco intente ser consciente de lo que pasa y lo que ocurre todo el tiempo. Al principio parece exótico, divertido, la posibilidad de un amigo extravagante y ocurrente, flashero, como dice la juventud hoy día (aportando probablemente un neologismo con muchas posibilidades de Real Academia en el futuro, como rescatarse).

Pero es estresante tener a alguien así cerca muy seguido.

Esto lo tiene muy claro, siempre me dice:

-Mi problema es que soy un marinero en tierra, Leo.

“Marinero en tierra” pienso. El sufrimiento permanente de la Sirena de la fábula, que prefiere el hechizo de las piernas y la nostalgia eterna del mar con tal de compartir su amor verdadero en tierra. Estar en paz sólo cuando el agua te rodea. Cangrejo capaz de sobrevivir eternamente caminando mal, de costado o hacia atrás, demostrándole al observador científico que su hábitat natural es el agua.

Un anfibio, eso es lo que soy. Un ser sin lugar, un alma en pena. Inmigrante en todos lados. Nómade entre sedentarios.

El sedentarismo es, además de la capacidad de revolucionar el mundo, una enfermedad. La biología en su azar ha querido inventar un cuerpo destinado a caminar poco, sobre cuatro extremidades, sentarse mucho tiempo a comer toneladas de hojitas verdes y cada tanto moverse entre las copas de los árboles, pero con una mutación horrorosa: la posibilidad de erguirse sobre sus dos patas, permitir una visión del horizonte y caminar largos trechos.
La humanidad padece hace tres millones de años por esa mutación. Sus rodillas, caderas, espalda y cuello le recuerdan cuando se contracturan y crujen que hace más de 50 millones de años había nacido para nadar, que luego fue creada para reptar o movilizarse horizontalmente en cuatro patas.

Entonces los seres humanos son felices cuando nadan, navegan, vuelan o se hamacan. El resto del tiempo, camina, y sufre el camino.

El caminante no debe detenerse mucho tiempo en lugar fijo. Primero porque sabe que no busca ninguna casa donde echar raíces, porque eso no existe. Sin embargo es su anhelo mayor. Porque al poder pararse puede –puede, sí- contemplar el horizonte, despegar su mirada de lo concreto, abstraer y prefigurar el futuro, la meta, el próximo paso, la tormenta que viene, la claridad al final del túnel. Es más, sueña. Tiene premoniciones de lo que acontecerá si se dan ciertos sucesos, intuye, es capaz de anticiparse.

Las ciudades son laberintos tramposos de una sutil perfección morbosa. Pretenden ilusionarnos con la idea de un presente permanente e inmutable, han inventado la rutina, la repetición monocorde del tiempo y el espacio. Un enorme féretro de cemento bellamente decorado.

Entonces Santos Capobianco decide romper todo cada tanto y fluir. Desorganizar el tiempo y el espacio para que tenga la apariencia original del universo en caos y azar. Y sale a caminar. A cansarse. A que su cuerpo recupere la conciencia muscular de la especie original, a sumergirse en la sensación física y espiritual del nomadismo.

Encuentra ayuda en la misma ciudad que lo oprime. La rompen los trenes. Los trenes rompen la continuidad de los colectivos, como si fuesen barcos de movimiento rectilíneo en un mar de llanura terrestre.

Los sábados del otoño lejano de 1997 Santos Capobianco tenía que recorrer el Sarmiento de Once a Castelar, bajando prácticamente en cada estación del recorrido para caerle a la casa a los enfermeros y enfermeras del Durand, del Clínicas o del Fernández que habían comprado enciclopedias en cuotas para sus hijos e hijas. La clave del éxito consistía en tomarse una hora antes de arrancar y armarse, con la Filcar o la Lumi en mano, un brillante tejido de rutas y caminos que permitiesen llegar a todos lados aprovechando el tiempo al máximo. La otra clave era olvidarse de los dolores y fatigas del cuerpo, sometido a diez horas de subirse y bajarse del tren, adivinar la estación, sorprenderse con barrios cuya forma real distaba mucho de parecerse a un cuadriculado de manzanas y calles perfectamente dibujadas por la guía. Y cada tanto un bondi.

Ahora que tiene que vender sus propios libros, tarea que Santos Capobianco sufre como un tatuaje, ya que a la maravillosa experiencia de conocer a sus lectoras y lectores, llevarse una nueva experiencia vital a su cabeza llena de emociones, renovar su sensibilidad de olores, colores y texturas del camino nuevo desconocido o revisitado, tengo que admitir la necesidad de transformar en dinero sucio una obra de arte. Sentir que vendo a mis cachorros para comprar algo de comida.

Y retomo el viejo método. Feriado. Ese día que puedo romper la cotidianeidad y salir a vagar vendiendo la vida en cuotas de 200 pesos. Me calzo la boina que todo el mundo no comprende, la pipa cargada de buen tabaco barato, el gabán azul marino de marinero y gracias al viejo traidor de Randazzo, la Sube pertrechada.


Al comienzo del Invierno fue el Sarmiento, primera parada en Liniers, segunda en Moreno, última en Mercedes y vuelta a casa. En total cinco libros que salvaron el mes de la línea de pobreza del INDEC. Pero también una historia de viejas amantes que nunca fueron de verdad amantes porque ni para el beso dio o dio sólo para el beso. Coitus interruptus graficado con exactitud por las nuevas normas de un sistema de transporte colapsado y fraudulento, que rompió el orden preestablecido del cronograma de viaje al despertarme en Moreno con la realidad de que el último tren a no sale de Moreno después de las 21.15, para favorecer a las empresas de bondis que cargan el ganado parado y apretujado desde esa extraña plaza hasta Liniers acompañando la bajada del Maldonado entubado por Gaona.

Santos Capobianco intenta tomarse el Sarmiento después de las 12 si es posible, porque el Sarmiento alcanza su máximo de magia cuando atardece, por esa sensación de estar cogiéndose al tiempo y el espacio de cara al Sol en su rápido descenso al inframundo de la oscuridad. En realidad es mucho mejor que en la ilusión humana. Resulta que uno se anda moviendo sobre el riel a 90km por hora en el mismo eje de rotación del planeta, pero en el sentido contrario. Mientras esta enorme bola esférica de millones de toneladas y seres vivos y muertos gira hacia el Este como quien se acomoda para dormir en la cama, uno corre hacia el horizonte cada vez más violáceo que turquesa, hacia el oeste, como negándose a dormir, como buscando excitado el deseo de cruzar al otro lado del universo, esperando que en la vida de la oscuridad haya un día más claro que la profunda noche que te habita por todos lados.

Ya pudo Santos Capobianco demostrar en su primer libro todo lo que le moviliza viajar en el Roca. Quiso el azar que el último viernes feriado del otoño de 2016, ayer nomás, el organigrama arrancase en el centro del universo conocido, en Parque Centenario, tomando a las 9.45 el único bondi que conecta Villa Ortúzar con Lanús, el 112 ahora en lucha contra el vaciamiento patronal, primo hermano del 165 de mismos colores celestes y azules, para encontrarse con un nuevo barrio popular en formación, que como un conquistador español Capobianco bautizó sin mucha imaginación con el nombre de la calle que lo guió desde el anonimato del GPS de su celular que ahora suplanta con mucho más ingenio a la vieja Lumi. Barrio Oyuela le puso.

Porque todo venía normalito. El Roca que los feriados arranca a las 11 de la mañana y te obliga al 112, chipa en la estación, paso bajo nivel ferroviario y 625 a Cadorna en la esquina del Claro. Bajás en 9 de Julio al 3000 y cuando doblás una calle más de ese Lanús Este que nada tiene que ver ni siquiera con el Lanús Oeste o con el Monte Chingolo más allá, parece que querés encontrarte con otra de las casitas de laburantes tanos o gallegos medio arruinada por el paso de Quindimil y sin embargo al final de la calle florecen esas casitas de ladrillo hueco a la vista, chapa medio pegada a los tortazos y pasillos estrechos de una villa en sus inicios.

“No es una villa”, dicen los vecinos, pero uno que dejó su vida durante ocho años seguidos, de lunes a jueves en Villa Soldati, sabe que cuando una esquina abandonada o una calle sin número empieza a ver florecer del asfalto mal pavimentado estas casitas se viene la villa nueva, el barrio obrero. En el centro de la calle, te recibe el esqueleto del chasis de algo que alguna vez pudo haber sido un Duna o un Regatta. Esqueleto sin carne, sin asientos, sin ruedas de caucho, sin nada de lo blando que puede tener un auto, sin vidrios claro. Por los ocres y anaranjados que recubren el metal uno puede imaginarse el incendio intencional o el largo abandono a la eroción del aire y la lluvia que crearon este nuevo objeto.
¿Qué hace allí? ¿Cómo llegó al centro de la calle Oyuela? ¿Tenía ruedas cuando lo trajeron o simplemente lo arrastró una grúa improvisada? ¿Por qué es mantenido allí? ¿Se trata de un monumento que los nuevos fundadores del nuevo barrio han plantado para decirle algo al viajero improvisado o simplemente no han terminado con su tarea las y los seres carroñeros que todavía tienen mucho para nutrirse del viejo auto que ya no lo es?

Santos Capobianco recuerda largas horas con la Negra Negro compartiendo como en partida de Tute Cabrero las anécdotas de las mil y un historias que tejen con sus extrañas vidas los villeros de Barrio UTA o la Villa 3, historias interminables de casualidades y metidas de cola del demonio, que no tienen fin ni principio y son pasto del olvido de los libros de historia que nunca las harán públicas. Condenadas a ser rememoradas por escritoras y escritores o simplemente llenar los huecos de las charlas de borrachos y borrachas en los piringundines eternos del arrabal del tiempo.

Del barrio nuevo que consume el esqueleto de la vieja industria trasnacional del automóvil el 625 deja paso a una caminata de dos kilómetros para transitar de Estación Lanus al viejo y querido barrio de esa tercera infancia que Santos transcurrió en Remedios de Escalada. A mitad de camino conocer a una vieja militante que se niega a ser fundida por la falta de visión y roce de sus viejos responsables partidarios, en una de las mejores esquinas para morfarse un pancho con ingeniosas y riquísimas salsitas que hay por el Sur.

Luego tomarse el Roca desde Escalada, con el edificio orgulloso de ladrillo inglés a la vista, su torre con reloj y su “Entrada para Obreros” recordando las hulgas y a Mariano, mientras se espera con ansiedad que el próximo tren a Lomas pase rápido. Y lo que iba a ser un trámite de venta más se transforma inesperadamente en otro encuentro mágico con un pibe que ya mira con ojos de tristeza y que estuvo esa fatídica tarde del estampido atroz del .22 artero en las manos de Favale un 20 de octubre que va quedando lejano en el recuerdo aunque todavía no alcanza para cumplir el trámite burocrático de poder ser nombre de tu escuela.

Santos Capobianco le dice a este hermoso pibe que pasea perros que es el cuarto amigo de Mariano Ferreyra que conoce después del 20 de octubre, como si el universo quisiera que yo conozca personalemente a cada pedazo de Mariano que fue su amigo (¿cuándo y cómo conocí al Be?) pero que no estuvo ese día o a cada compañero que sí estuvo (el Tolo del Coto) o lo subió a la ambulancia para quedarse grabado en mis retinas hasta el día que sea polvo y viento (un docente de Lomas) o como ahora, uno que fue ganado por El Jefe hace más de 6 años atrás, que ahora pasea dos perros contradictorios y complementarios y me trata como si yo fuese su mejor amigo, o el único.

¿Qué se debe hacer con tantas historias tan profundas? ¿Qué hago con todas las caras curtidas por el Sol del invierno que voy viendo, que se me van metiendo en los pliegues del alma sin pedir permiso, que me dejan ver en microsegundos los detalles superficiales de una vida ruda y sin amor? ¿Qué hago con este aguafuerte ácido sobre el metal de mi mundo sensible que me deja una larga plazoleta sucia, de hamacas oxidadas y cientos de madres con sus polluelos pasando la tarde al costado de la Estación Florencio Varela? ¿Qué tengo que hacer con tantas caras de miradas apagadas y ceños fruncidos, con este grito silencioso que siento por todos lados de unas imples risas de niños y niñas de menos de diez años que creen que están en el parque más bello de juegos posible de ser inventado mientras sus madres, tías y primas juegan a mantenerles la ilusión sabiendo con conocimiento de causa que sólo han podido arrebatarle 50 pesos para cuchuflitos y una coca a la enorme y cruel amansadora que es su vida de mierda de todos los días porque a algún diputado díscolo se le escapó un viernes feriado que sus amos no querían pero que tampoco pueden arrebatarle al pobre que tanto castigan hoy en día?

La respuesta la tiene este Federico, filósofo de Varela, aprendiz de bolchevique guiado por un maestro en el arte de nunca aflojar, que gambetea todos los traumas del mundo sacándole viruta a las pistas de bachata del lejano sur del conurbano y que siempre cuelga una sonrisa de paz de la comisura de sus labios.

Relajate. Dejate llevar a otros mundos que no sean los que vos siempre andás buscando, parece decirme esa sonrisa, esas dos o tres profundas palabras tiradas de la boca como si fuesen un simple “hola” de este pibe enorme que sólo intuyo detrás de un chat.
Esta vez el otoño cierra al revés. Cuando uno encara por la tarde el Roca hacia el profundo Sur de su pasado, el frío en los huesos, la humedad del Estuario enorme tan cercana, la mugre pesando en la nariz, a su izquierda sabe siempre el Río de la Plata, a su derecha el Sol buscando el reposo nocturno. Pero cuando uno se vuelve en crepúsculo desde Varela, por alguna razón el Sol, que debería estar a la izauierda va bajando hacia el frente. Descolocado veo el enorme barrio obrero de Rafael Calzada, mancha furiosa de ladrillo y chapa creciendo a la orilla del terraplén como si la vida se obstinase en seguir irrumpiendo y desparramándose contra todo presagio. Calles irregulares de tierra ni siquiera consolidada, mezca de coches viejos que todavía andan y carros tirados por algo parecido a caballos, pibes que todavía juegan a ser Ronaldo o Messi en potreros o clubes de barrio que son potreros con bardas de cemento, alambrados y arcos de caño blanco con redes agujereadas donde no deben.

Y me pregunto si habrá otras tardes y otros feriados para poder seguir absorbiendo toda la inescrutable belleza que florece en la vida cotidiana de este pequeño palmo de tierra, luchando por vencer al olvido, al costado del mundo.

Vuelvo al mundo conocido de a poco. En Adrogué recuerdo que detrás de esos enormes y viejos árboles alguna vez un joven Borges detuvo el tiempo y el espacio en una quinta de un escritor uruguayo y comunista para imaginarse Tlön y parir los libros más bellos que supo escribir; los murales de Banfield me recuerdan que también Julio Cortázar pobló alguna vez las miradas de los laburantes que se tomaron el Roca. Más allá de Constitución, la C y la B me depositan cansado de todo cansancio en un local mágico y renovado en la víspera, mi ansiado retorno a casa se cumple lo suficientemente tarde para evitar un encuentro incómodo pero también para esquivar el beso y abrazo de la pequeña persona que más luz y calor aporta a mis huesos.

Para no desfallecer, una compañera compra el último de los 220 libros vendidos sí, uno a uno, biografía tras biografía, en este largo camino que fundé hace 7 meses atrás.
No podía ser de otra manera, hoy se cumplen 9 meses de la despedida de Pablo Rieznik. Me he pasado todo el día absorbiendo la energía maravillosamente creativa de los mejores herederos de una sufrida clase obrera que lucha todos los días para ganarse su lugar en el concierto universal.

Sólo así calma su angustia el marinero en tierra.  

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