Santos Capobianco no tiene muchos amigos, en parte porque
conoce muy bien sus problemas. La gente no soporta que Santos Capobianco
intente ser consciente de lo que pasa y lo que ocurre todo el tiempo. Al
principio parece exótico, divertido, la posibilidad de un amigo extravagante y
ocurrente, flashero, como dice la
juventud hoy día (aportando probablemente un neologismo con muchas
posibilidades de Real Academia en el futuro, como rescatarse).
Pero es estresante tener a alguien así cerca muy seguido.
Esto lo tiene muy claro, siempre me dice:
-Mi problema es que soy un marinero en tierra, Leo.
“Marinero en tierra” pienso. El sufrimiento permanente de la
Sirena de la fábula, que prefiere el hechizo de las piernas y la nostalgia
eterna del mar con tal de compartir su amor verdadero en tierra. Estar en paz
sólo cuando el agua te rodea. Cangrejo capaz de sobrevivir eternamente
caminando mal, de costado o hacia atrás, demostrándole al observador científico
que su hábitat natural es el agua.
Un anfibio, eso es lo que soy. Un ser sin lugar, un alma en
pena. Inmigrante en todos lados. Nómade entre sedentarios.
El sedentarismo es, además de la capacidad de revolucionar
el mundo, una enfermedad. La biología en su azar ha querido inventar un cuerpo
destinado a caminar poco, sobre cuatro extremidades, sentarse mucho tiempo a
comer toneladas de hojitas verdes y cada tanto moverse entre las copas de los
árboles, pero con una mutación horrorosa: la posibilidad de erguirse sobre sus
dos patas, permitir una visión del horizonte y caminar largos trechos.
La humanidad padece hace tres millones de años por esa
mutación. Sus rodillas, caderas, espalda y cuello le recuerdan cuando se
contracturan y crujen que hace más de 50 millones de años había nacido para
nadar, que luego fue creada para reptar o movilizarse horizontalmente en cuatro
patas.
Entonces los seres humanos son felices cuando nadan,
navegan, vuelan o se hamacan. El resto del tiempo, camina, y sufre el camino.
El caminante no debe detenerse mucho tiempo en lugar fijo.
Primero porque sabe que no busca ninguna casa donde echar raíces, porque eso no
existe. Sin embargo es su anhelo mayor. Porque al poder pararse puede –puede,
sí- contemplar el horizonte, despegar su mirada de lo concreto, abstraer y
prefigurar el futuro, la meta, el próximo paso, la tormenta que viene, la
claridad al final del túnel. Es más, sueña. Tiene premoniciones de lo que
acontecerá si se dan ciertos sucesos, intuye, es capaz de anticiparse.
Las ciudades son laberintos tramposos de una sutil
perfección morbosa. Pretenden ilusionarnos con la idea de un presente
permanente e inmutable, han inventado la rutina, la repetición monocorde del
tiempo y el espacio. Un enorme féretro de cemento bellamente decorado.
Entonces Santos Capobianco decide romper todo cada tanto y
fluir. Desorganizar el tiempo y el espacio para que tenga la apariencia
original del universo en caos y azar. Y sale a caminar. A cansarse. A que su
cuerpo recupere la conciencia muscular de la especie original, a sumergirse en
la sensación física y espiritual del nomadismo.
Encuentra ayuda en la misma ciudad que lo oprime. La rompen
los trenes. Los trenes rompen la continuidad de los colectivos, como si fuesen
barcos de movimiento rectilíneo en un mar de llanura terrestre.
Los sábados del otoño lejano de 1997 Santos Capobianco tenía
que recorrer el Sarmiento de Once a Castelar, bajando prácticamente en cada
estación del recorrido para caerle a la casa a los enfermeros y enfermeras del
Durand, del Clínicas o del Fernández que habían comprado enciclopedias en
cuotas para sus hijos e hijas. La clave del éxito consistía en tomarse una hora
antes de arrancar y armarse, con la Filcar o la Lumi en mano, un brillante
tejido de rutas y caminos que permitiesen llegar a todos lados aprovechando el
tiempo al máximo. La otra clave era olvidarse de los dolores y fatigas del
cuerpo, sometido a diez horas de subirse y bajarse del tren, adivinar la
estación, sorprenderse con barrios cuya forma real distaba mucho de parecerse a
un cuadriculado de manzanas y calles perfectamente dibujadas por la guía. Y
cada tanto un bondi.
Ahora que tiene que vender sus propios libros, tarea que
Santos Capobianco sufre como un tatuaje, ya que a la maravillosa experiencia de
conocer a sus lectoras y lectores, llevarse una nueva experiencia vital a su
cabeza llena de emociones, renovar su sensibilidad de olores, colores y
texturas del camino nuevo desconocido o revisitado, tengo que admitir la
necesidad de transformar en dinero sucio una obra de arte. Sentir que vendo a
mis cachorros para comprar algo de comida.
Y retomo el viejo método. Feriado. Ese día que puedo romper
la cotidianeidad y salir a vagar vendiendo la vida en cuotas de 200 pesos. Me
calzo la boina que todo el mundo no comprende, la pipa cargada de buen tabaco
barato, el gabán azul marino de marinero y gracias al viejo traidor de
Randazzo, la Sube pertrechada.
Al comienzo del Invierno fue el Sarmiento, primera parada en
Liniers, segunda en Moreno, última en Mercedes y vuelta a casa. En total cinco
libros que salvaron el mes de la línea de pobreza del INDEC. Pero también una
historia de viejas amantes que nunca fueron de verdad amantes porque ni para el
beso dio o dio sólo para el beso. Coitus interruptus graficado con exactitud
por las nuevas normas de un sistema de transporte colapsado y fraudulento, que
rompió el orden preestablecido del cronograma de viaje al despertarme en Moreno
con la realidad de que el último tren a no sale de Moreno después de las 21.15,
para favorecer a las empresas de bondis que cargan el ganado parado y
apretujado desde esa extraña plaza hasta Liniers acompañando la bajada del
Maldonado entubado por Gaona.
Santos Capobianco intenta tomarse el Sarmiento después de
las 12 si es posible, porque el Sarmiento alcanza su máximo de magia cuando
atardece, por esa sensación de estar cogiéndose al tiempo y el espacio de cara
al Sol en su rápido descenso al inframundo de la oscuridad. En realidad es
mucho mejor que en la ilusión humana. Resulta que uno se anda moviendo sobre el
riel a 90km por hora en el mismo eje de rotación del planeta, pero en el
sentido contrario. Mientras esta enorme bola esférica de millones de toneladas
y seres vivos y muertos gira hacia el Este como quien se acomoda para dormir en
la cama, uno corre hacia el horizonte cada vez más violáceo que turquesa, hacia
el oeste, como negándose a dormir, como buscando excitado el deseo de cruzar al
otro lado del universo, esperando que en la vida de la oscuridad haya un día
más claro que la profunda noche que te habita por todos lados.
Ya pudo Santos Capobianco demostrar en su primer libro todo
lo que le moviliza viajar en el Roca. Quiso el azar que el último viernes
feriado del otoño de 2016, ayer nomás, el organigrama arrancase en el centro
del universo conocido, en Parque Centenario, tomando a las 9.45 el único bondi
que conecta Villa Ortúzar con Lanús, el 112 ahora en lucha contra el
vaciamiento patronal, primo hermano del 165 de mismos colores celestes y
azules, para encontrarse con un nuevo barrio popular en formación, que como un
conquistador español Capobianco bautizó sin mucha imaginación con el nombre de
la calle que lo guió desde el anonimato del GPS de su celular que ahora
suplanta con mucho más ingenio a la vieja Lumi. Barrio Oyuela le puso.
Porque todo venía normalito. El Roca que los feriados
arranca a las 11 de la mañana y te obliga al 112, chipa en la estación, paso
bajo nivel ferroviario y 625 a Cadorna en la esquina del Claro. Bajás en 9 de
Julio al 3000 y cuando doblás una calle más de ese Lanús Este que nada tiene
que ver ni siquiera con el Lanús Oeste o con el Monte Chingolo más allá, parece
que querés encontrarte con otra de las casitas de laburantes tanos o gallegos
medio arruinada por el paso de Quindimil y sin embargo al final de la calle
florecen esas casitas de ladrillo hueco a la vista, chapa medio pegada a los
tortazos y pasillos estrechos de una villa en sus inicios.
“No es una villa”, dicen los vecinos, pero uno que dejó su
vida durante ocho años seguidos, de lunes a jueves en Villa Soldati, sabe que
cuando una esquina abandonada o una calle sin número empieza a ver florecer del
asfalto mal pavimentado estas casitas se viene la villa nueva, el barrio
obrero. En el centro de la calle, te recibe el esqueleto del chasis de algo que
alguna vez pudo haber sido un Duna o un Regatta. Esqueleto sin carne, sin
asientos, sin ruedas de caucho, sin nada de lo blando que puede tener un auto,
sin vidrios claro. Por los ocres y anaranjados que recubren el metal uno puede
imaginarse el incendio intencional o el largo abandono a la eroción del aire y
la lluvia que crearon este nuevo objeto.
¿Qué hace allí? ¿Cómo llegó al centro de la calle Oyuela? ¿Tenía
ruedas cuando lo trajeron o simplemente lo arrastró una grúa improvisada? ¿Por
qué es mantenido allí? ¿Se trata de un monumento que los nuevos fundadores del
nuevo barrio han plantado para decirle algo al viajero improvisado o
simplemente no han terminado con su tarea las y los seres carroñeros que
todavía tienen mucho para nutrirse del viejo auto que ya no lo es?
Santos Capobianco recuerda largas horas con la Negra Negro
compartiendo como en partida de Tute Cabrero las anécdotas de las mil y un
historias que tejen con sus extrañas vidas los villeros de Barrio UTA o la
Villa 3, historias interminables de casualidades y metidas de cola del demonio,
que no tienen fin ni principio y son pasto del olvido de los libros de historia
que nunca las harán públicas. Condenadas a ser rememoradas por escritoras y
escritores o simplemente llenar los huecos de las charlas de borrachos y
borrachas en los piringundines eternos del arrabal del tiempo.
Del barrio nuevo que consume el esqueleto de la vieja
industria trasnacional del automóvil el 625 deja paso a una caminata de dos
kilómetros para transitar de Estación Lanus al viejo y querido barrio de esa
tercera infancia que Santos transcurrió en Remedios de Escalada. A mitad de
camino conocer a una vieja militante que se niega a ser fundida por la falta de
visión y roce de sus viejos responsables partidarios, en una de las mejores
esquinas para morfarse un pancho con ingeniosas y riquísimas salsitas que hay
por el Sur.
Luego tomarse el Roca desde Escalada, con el edificio
orgulloso de ladrillo inglés a la vista, su torre con reloj y su “Entrada para
Obreros” recordando las hulgas y a Mariano, mientras se espera con ansiedad que
el próximo tren a Lomas pase rápido. Y lo que iba a ser un trámite de venta más
se transforma inesperadamente en otro encuentro mágico con un pibe que ya mira
con ojos de tristeza y que estuvo esa fatídica tarde del estampido atroz del
.22 artero en las manos de Favale un 20 de octubre que va quedando lejano en el
recuerdo aunque todavía no alcanza para cumplir el trámite burocrático de poder
ser nombre de tu escuela.
Santos Capobianco le dice a este hermoso pibe que pasea
perros que es el cuarto amigo de Mariano Ferreyra que conoce después del 20 de
octubre, como si el universo quisiera que yo conozca personalemente a cada
pedazo de Mariano que fue su amigo (¿cuándo y cómo conocí al Be?) pero que no
estuvo ese día o a cada compañero que sí estuvo (el Tolo del Coto) o lo subió a
la ambulancia para quedarse grabado en mis retinas hasta el día que sea polvo y
viento (un docente de Lomas) o como ahora, uno que fue ganado por El Jefe hace
más de 6 años atrás, que ahora pasea dos perros contradictorios y
complementarios y me trata como si yo fuese su mejor amigo, o el único.
¿Qué se debe hacer con tantas historias tan profundas? ¿Qué
hago con todas las caras curtidas por el Sol del invierno que voy viendo, que
se me van metiendo en los pliegues del alma sin pedir permiso, que me dejan ver
en microsegundos los detalles superficiales de una vida ruda y sin amor? ¿Qué
hago con este aguafuerte ácido sobre el metal de mi mundo sensible que me deja
una larga plazoleta sucia, de hamacas oxidadas y cientos de madres con sus
polluelos pasando la tarde al costado de la Estación Florencio Varela? ¿Qué
tengo que hacer con tantas caras de miradas apagadas y ceños fruncidos, con
este grito silencioso que siento por todos lados de unas imples risas de niños
y niñas de menos de diez años que creen que están en el parque más bello de
juegos posible de ser inventado mientras sus madres, tías y primas juegan a
mantenerles la ilusión sabiendo con conocimiento de causa que sólo han podido
arrebatarle 50 pesos para cuchuflitos y una coca a la enorme y cruel amansadora
que es su vida de mierda de todos los días porque a algún diputado díscolo se
le escapó un viernes feriado que sus amos no querían pero que tampoco pueden
arrebatarle al pobre que tanto castigan hoy en día?
La respuesta la tiene este Federico, filósofo de Varela,
aprendiz de bolchevique guiado por un maestro en el arte de nunca aflojar, que
gambetea todos los traumas del mundo sacándole viruta a las pistas de bachata
del lejano sur del conurbano y que siempre cuelga una sonrisa de paz de la
comisura de sus labios.
Relajate. Dejate llevar a otros mundos que no sean los que
vos siempre andás buscando, parece decirme esa sonrisa, esas dos o tres
profundas palabras tiradas de la boca como si fuesen un simple “hola” de este
pibe enorme que sólo intuyo detrás de un chat.
Esta vez el otoño cierra al revés. Cuando uno encara por la
tarde el Roca hacia el profundo Sur de su pasado, el frío en los huesos, la
humedad del Estuario enorme tan cercana, la mugre pesando en la nariz, a su
izquierda sabe siempre el Río de la Plata, a su derecha el Sol buscando el
reposo nocturno. Pero cuando uno se vuelve en crepúsculo desde Varela, por
alguna razón el Sol, que debería estar a la izauierda va bajando hacia el
frente. Descolocado veo el enorme barrio obrero de Rafael Calzada, mancha
furiosa de ladrillo y chapa creciendo a la orilla del terraplén como si la vida
se obstinase en seguir irrumpiendo y desparramándose contra todo presagio.
Calles irregulares de tierra ni siquiera consolidada, mezca de coches viejos
que todavía andan y carros tirados por algo parecido a caballos, pibes que
todavía juegan a ser Ronaldo o Messi en potreros o clubes de barrio que son
potreros con bardas de cemento, alambrados y arcos de caño blanco con redes
agujereadas donde no deben.
Y me pregunto si habrá otras tardes y otros feriados para
poder seguir absorbiendo toda la inescrutable belleza que florece en la vida
cotidiana de este pequeño palmo de tierra, luchando por vencer al olvido, al
costado del mundo.
Vuelvo al mundo conocido de a poco. En Adrogué recuerdo que
detrás de esos enormes y viejos árboles alguna vez un joven Borges detuvo el
tiempo y el espacio en una quinta de un escritor uruguayo y comunista para
imaginarse Tlön y parir los libros
más bellos que supo escribir; los murales de Banfield me recuerdan que también
Julio Cortázar pobló alguna vez las miradas de los laburantes que se tomaron el
Roca. Más allá de Constitución, la C y la B me depositan cansado de todo
cansancio en un local mágico y renovado en la víspera, mi ansiado retorno a
casa se cumple lo suficientemente tarde para evitar un encuentro incómodo pero
también para esquivar el beso y abrazo de la pequeña persona que más luz y
calor aporta a mis huesos.
Para no desfallecer, una compañera compra el último de los 220
libros vendidos sí, uno a uno, biografía tras biografía, en este largo camino
que fundé hace 7 meses atrás.
No podía ser de otra manera, hoy se cumplen 9 meses de la
despedida de Pablo Rieznik. Me he pasado todo el día absorbiendo la energía
maravillosamente creativa de los mejores herederos de una sufrida clase obrera
que lucha todos los días para ganarse su lugar en el concierto universal.
Sólo así calma su angustia
el marinero en tierra.
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