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domingo, 26 de junio de 2016

Crónica de un 26 de junio




¿Tiene clase el arte? Claro que sí. El sentimiento poético, ése que es la materia      
prima de la creación -de la creación de cualquier cosa- en las familias obreras, que tienen negada la posibilidad de siquiera pensarse como artistas, se expresa en voces como “mi mamá cocina con amor”. 

Ese plus que distingue la transformación de una masa de ingredientes en algo que es más que la simple suma de las partes, un todo nuevo y novedoso, que no puede ser reproducido idéntico a sí mismo. Ese “saborcito especial” de la “comida casera” es sencillamente el objeto creado con el único afán de cumplir su deseo como valor de uso, sin pensar un segundo en su valor de cambio. Ese objeto que se crea para ser consumido, compartido, no para ser intercambiado o vendido. Ese objeto que no busca ser mercancía, sino sencillamente, pan o alimento de quienes uno ama.

Para poder crear objetos de esa calidad un ser humano cualquiera necesita tiempo y espacio. Tiempo y espacio para bajar la guardia, quitarse la armadura, animarse a vivir plenamente, desplegar al viento en toda su amplitud las alas o las velas –depende de lo que usted tenga- que le permitan navegar las aguas turbulentas del inconsciente, permitirse un fluir de emociones, de imágenes, de sensaciones, sin la represión consciente de lo “permitido”, de lo “que puede o debe” ser. 

Para eso hay que arrancarle al Estado, a las patronales, una parte del tiempo que usted entrega todos los días en calidad de plusvalor y ganancia.

Porque se pueden tener sensaciones y estados poéticos, pongamoslé, en medio del tren, viajando hacia la fábrica, o volviendo de ella, pero después están los tiempos entregados al otro, al capital cualquiera sea la forma particular que le tocó asumir en tu vida. En los tiempos del capital vos no podés desplegar lo que flashaste en el tren en un bastidor o en una compu. No. Se debe trabajar, o dormir para reponer la energía para trabajar, o coger rápido y mal para justificar que tenés una familia para poder seguir vivo y mantener la ficción de que trabajás por tus hijos e hijas, o cualquier otra cosa necesaria para mañana volver a estar en el escritorio, el mostrador o frente a la máquina.

Robarle tiempo al explotador para construir relaciones, afectos, u obras poéticas, sin valor de cambio, sin valor de transacción, no es nada sencillo para los y las artistas que vienenvenimos [sic] de la clase obrera.

Entonces, despierto con una sensación de felicidad y plenitud que me embarga. Giro la cabeza sobre la almohada, para que mis ojos confirmen sin ninguna duda que ella, su cuerpo, su rostro, la noche de amor que acabamos de nadar juntos, son aquello que mis manos habían tocado, la causa de mi sensación al despertar.

Los diques de contención de la memoria colapsan. Comienza a fluir desde lo más profundo un recuerdo particular. Miro la hora. Exactamente hace 14 años este mismo que soy yo, que no es el mismo que era, se tomaba un 133 desde Saavedra hacia Nueva Pompeya.

Es muy interesante –y bello- que los militantes basemos toda nuestra actividad política en un entramado de citas. Una cita es -o debería serlo- el encuentro pautado con anticipación. Es propio del lenguaje de los enamorados y enamoradas, que se citan, o debaten planes y criterios sobre que hacer en la “primer”, “segunda” o “tercer” cita.

Y hay, claramente, una filosofía de la cita. Existe un círculo especial del infierno de Dante en el castigo social que la militancia tiene preparado para quien clava una cita. El clavador serial es una especie profundamente odiada. También están quienes mensajean preguntando o pidiendo confirmación, una hora antes, media hora antes, incluso minutos antes de la cita para ver si con este método aparentemente “serio y responsable” logran evitar la carga comprometida el día anterior, en la reunión de círculo previa.

La cita del mediodía del 26 de junio de 2002 era una cita muy particular. Era una cita con el enemigo de clase. Una de las cosas que menos comprende la población que nunca en su vida se organizó con alguien más para luchar por transformar la realidad –en cualquier sentido posible- es que los luchadores y luchadoras socialistas, marxistas, leninistas, troskos, -póngale usted la etiqueta que mejor le cierre en su conciencia- somos luchadores y luchadoras conscientes.

La tarde anterior, el 25 de junio hace 14 años, el responsable de la regional donde militábamos un grupo de doce o quince compañeros y compañeras entre 19 y veintipico de años, nos reunió en un plenario de suma importancia. Íbamos a discutir en pie de igualdad –en votos y cuerpos- la participación o no de nuestro equipo en el corte a todos los accesos votado ya por la Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados el fin de semana anterior, en el Estadio Gatica de Wilde.

El responsable del frente obviamente venía a proponer la participación. Los argumentos políticos en defensa de la necesidad de ir a ponerle el cuerpo a esa lucha particular estaban claros. Nuestra organización había promovido la resolución en la Asamblea, muchos de nosotros estuvimos allí, ese día, y votamos con nuestra mano alzada la resolución de lucha.
¿Entonces por qué el plenario? ¿De dónde surgía la necesidad de juntarnos todos, mirarnos a los ojos, y decir esta boca es mía?

El peligro. Infiltrados en el movimiento piquetero informaban en detalle a las fuerzas represivas del Estado argentino las intenciones políticas de la Asamblea. El sábado previo a la votación del plan de lucha en el Gatica los voceros del régimen ladraban por la radio y las páginas impresas que matarían, que iban a matar, que una reunión del presidente, los gobernadores y el Estado Mayor de la Burguesía reunidos en Asamblea habían tomado la decisión de reprimir, de atacarnos, de quebrarnos físicamente para detener el fluir de nuestras pasiones y deseos.

Iban a matar. En la tele podían decir, en los diarios escribir, “garantizaremos el orden”, “se respetarán las leyes” o cualquier eufemismo, pero la policía bonaerense pasó toda la noche dándole a la merca y el vino barato con pastillas para darse coraje, para sacarse el cagazo, porque al otro día iban a enfrentar a esos “piqueteros de mierda” que se quieren quedar con tu sueldo, que odian a los rattis, que dicen que sos un pobre negro de mierda que no piensa, que se burlan de tu familia, de tu religión de tu patria, que garchan por el orto y acaban afuera los muy putos y cagones. Toda esa lavada de cabeza, para sacarse el cagazo, porque el sargento y el suboficial sabían muy bien que no era moco de pavo enfrentarse a cinco mil o seis mil compañeras y compañeros del Polo Obrero, la Aníbal Verón, la Cuba o el MTR decididos, conscientes.

Duhalde intentó influir en la Asamblea amenazando derramar sangre. Nadie ese día se pudo hacer el boludo en el Gatica. Las intervenciones públicas de las delegadas y delegados podían asumir el tono de la formalidad revolucionaria que sea, pero en los pasillos debajo de las gradas, la militancia reunida en el frío y húmedo estadio, se cruzaba volviendo de los baños, o en la cola esperando el chori, o simplemente fumando alejados de niños y niñas, para no cagarles los pulmoncitos, y se armaban asambleas espontáneas.

Recuerdo una que sintetizó al alcance de mis ojos lo que seguramente había pasado en las reuniones de los dirigentes, de esos seres tan particulares, tan poco comprendidos, que cargaban en sus hombros la enorme responsabilidad de tomar decisiones basadas en la voluntad de miles de compañeros y compañeras, decisiones que podían significar la vida o la muerte de los compañeros y compañeras. En esa humilde asamblea algún delegado con cara curtida por el hambre y la lucha contra el hambre se animó a decir lo que todos pensábamos: “si cortamos nos matan a todos”.

Otro rostro idéntico de heridas, con absoluta ternura y comprensión, le respondió: “si no cortamos nos matan de hambre”.

Y no hubo más que decir.

Los representantes del orden y la muerte organizada habían intentado meternos el miedo en los cuerpos, un miedo que nos paralice, que nos desvíe de nuestras convicciones, de nuestros derechos, que reprima sin necesidad de la represión abierta, en las cámaras, ante la vista del mundo. Pero no pudieron.

El miedo. Lo primero que recuerdo es el miedo. En ese plenario de la víspera debatimos nuestro miedo, procesamos colectivamente ese miedo, volvimos a poner en debate la resolución ya debatida y votada. Lo volvimos a revisar, porque sabíamos que nos jugábamos la vida.

Permítanme compañeros, compañeras, arrogarme un derecho que no me es exclusivo. Permítanme ponerme en la piel y el cuerpo de los mártires. Permítanme decir, escribir, publicar a los vientos, que en ese plenario yo fui también Kosteki, Santillán o Mariano. Guerreros conscientes. Habían decidido, votado, debatido una y todas las veces necesarias, analizado sus acciones, la serie de decisiones que los llevaron a estar ese día, ese momento, en el lugar que decidieron estar.

Los mártires decidieron como miles más de nosotros estar allí. No decidieron, como pretenden mentirnos los vocales de la mentira, encontrar su muerte. Nunca pusimos eso a votación. Votamos la dignidad de la lucha. Votamos ponerle un fin a la muerte de nuestros seres queridos, la muerte sueldo bajo, la muerte desocupación, la muerte no tengo un miserable lugar donde poner una cama y llamarlo hogar, la muerte del hambre de la pancita de los pollitos, la muerte humillándote por un plan social, por una chapa, la muerte paco, la muerte me secuestro a tu hermana para venderla como puta en una whiskería de Calle Corrientes o en medio de una miserable ruta de muerte.

Votamos luchar para terminar con la muerte y la muerte, consciente también ella, nos tendió emboscadas, nos puso patoteros barrabravas con una .22 en la mano, nos esperó escondida en la Estación Avellaneda y nos tiró por la espalda, y nos cazó como a perros y mató al héroe que quiso salvarnos la vida.

Pero después de la Asamblea, después del plenario, uno se sienta en su casa, pone la pava, toma una sucesión de mates infinitos durante toda la madrugada y repasa en su consciencia los dos argumentos definitivos de la misma Asamblea, del mismo plenario. Esta vez no hay compañeros ni compañeras. No existe la presión de la costumbre, de la rutina, de la moral del amor o la competencia. Estás solo. Con vos mismo. Sos vos debatiendo el plenario y la Asamblea y toda tu vida, con un solo testigo y juez.

Era muy joven. Muy miedoso. Veinticuatro años de vivir con la vida resuelta por otros, entre los algodones uterinos de una vida sobre-protegida, quizás fuese la primera vez en la vida que tomaba una decisión de lucha consciente como ese día. Pienso eso ahora que vuelvo a ese día. Pienso más, pienso que escasos seis meses antes había tenido mi primer prueba de fuego con la furia del Estado derribando a De la Rúa en Plaza de Mayo. Pero aquello había sido al calor de una erupción volcánica de las masas que venían pegando desde el Cutralcazo pero yo me había sumado tardíamente y de lejos.

Esta era mi primera vez como guerrero consciente.

Y tenía miedo. Mi lucha con el miedo que el Estado se había encargado de calarme en los huesos mucho más hondo que el frío y la humedad del estuario esa mañana, se mantuvo disputándome las ganas de llamar y dejar una excusa para clavar la cita. Nunca tuve valor o coraje surgido naturalmente como manantial sereno. Probablemente porque no tenía la cara curtida de heridas de guerra más cotidianas, como las que sufrían los compañeros y compañeras cada vez que enfrentaban el laburo cotidiano, las desgracias de la vida, sólo para sostenerse respirando. Lo único que le paró la mano al llamado y la excusa, al hacerme el boludo si total el corte no depende de mí, si total soy uno más, un estudiante universitario que ni siquiera tiene un par de años militando, fue mi consciencia política.

Otros fueron todavía más conscientes. Otros tomaron mates sabiendo que iban a estar en el cordón de seguridad, en la primer línea de fuego. Otros se despertaron esa mañana, si es que pudieron dormir, otros y otras vale decirlo, se despertaron con la plena consciencia de que deberían ordenar una masa humana de seis mil otros y otras para que la acción de lucha cumpliese nuestros deseos. Otros y otras sabían que el lugar que ocuparían en el combate era mucho más grande que ellos mismos y su destino.

No clavé la cita. Y porque ninguno de nosotros y nosotras clavamos la cita, el Estado Mayor de la Burguesía tuvo que comerse su orgullo y renunciar. El último presidente del régimen de terror instaurado por Perón en 1973 se tuvo que ir contra su voluntad y contra la voluntad de su clase y contra la voluntad de todo el imperialismo, que lo habían puesto allí para frenar la furia incontrolable de las masas luchando por su vida y el control de sus destinos colectivos.

-¿Qué sentís cuando te reprimen? –pregunta Santos Capobianco haciendo gala de una ingenuidad poco habitual en él.

-Mirá, es bastante más simple de lo que parece de afuera. El bastonazo, el gas pimienta vencido, la bala de goma o de plomo, si sobrevivís, claro, afirman tu conciencia. Si estabas pensando en bajarte de la lucha, la represión en cuerpo presente te confirma la decisión de abandonar. Si fuiste a la lucha consciente de que no había nada más que hacer para conquistar tu deseo, la represión gatilla sobre el profundo odio que te consume contra todos los responsables de la muerte organizada y cotidiana que inunda los hospitales y las salas velatorias del mundo, las de la vuelta de tu casa y las de todos los barrios funebreros del país y del planeta.

Si cortamos nos matan, si no cortamos nos siguen matando.

Pero cortamos. Y los obligamos a renunciar.

Tardé catorce años en construir este texto, ponerlo en un papel virtual, introducirlo en una botella y lanzarlo a la red de redes para que te llegue, seas quien seas y opines lo que opines sobre él, sobre mí, sobre los míos. Catorce años de mi vida, que desde hace catorce años es una vida de lucha consciente y afirmada por la vida, contra la muerte organizada del Capital. 

Pasaron muchas cosas, pero hoy, esta mañana, asumo conscientemente mi lugar en la trinchera, me paro como artista, como artesano consciente y meticuloso de mis estados poéticos, asumo mi lugar como artista de la clase obrera, porque obrero soy, pero también como artista consciente y revolucionario, constructor de un partido político para emanciparme junto a mi clase social, mi gran familia adoptiva, soporto el vértigo –que no es miedo pero sí pánico- de pararme en el escenario, avanzar hacia el micrófono y desnudarme frente a todos para gritar, cantar, escribir, interpretar o dibujarte mi más profunda convicción de amar y de seguir luchando para que triunfe el amor.

Quiero que todos sepan que lo más bello de la lucha, la poesía más absoluta, es la de ganar.

Amo la victoria con sabor a miel.

Para todos todo.
Para todas todo.

Para todos y todas, victorias con sabor a miel, todas las mañanas, nos deseo.

1 comentario:

  1. que puedo decir tus palabras son poema y tu poema es arte gracias por escribir y no dejes de luchas desde el lugar que lo haces como artista

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