Reseña de “Un
largo y sinuoso surco rojo”, de Eduardo H. Sartelli y Rosana López Rodrigues,
Prólogo a Trotsky, León: Literatura y
Revolución, Ediciones ryr, Bs. As., 2015, pp. 7-189.
Después de 13 años la dirección de la Organización Cultural
Razón y Revolución (en adelante RyR) ha publicado una defensa teórica de su
ruptura con el Partido Obrero en 2002 y de su estrategia política en el ámbito
cultural de la lucha de clases.
Sin embargo no la ha presentado abiertamente. Está contenida
en el Prólogo al libro que compila la totalidad de los textos conocidos en los
que León Trotsky opina sobre arte y cultura.
El Prólogo al que nos referimos tampoco es estrictamente un
Prólogo, en el sentido tradicional del texto que antecede a una compilación
destinado a explicar al lector los criterios que llevaron a la misma, la
metodología que se usó para traducir las fuentes originales o lo que sea. Se
trata en realidad de un estudio de 168 páginas donde se pretende caracterizar
científicamente el programa, la estrategia defendida por Trotsky para el frente
cultural de la lucha de clases. Tampoco es un estudio que se limite a ofrecer
un contexto detallado para la mejor comprensión de los textos compilados, sino
que tiene la intención de demostrar que la posición de Trotsky en este frente
es incorrecta.
Nos encontramos pues ante un texto sumamente paradójico: un
estudio para fundamentar una posición política –la de los editores- contraria a
la del autor que firma el 80 por ciento de las páginas del libro, que son en
realidad las que motivan la compra del mismo.
Pero el interés de esta reseña no está en cuestionar una
política comercial de la Editorial ryr, aunque por lo menos digamos que es
deshonesta. Nuestro interés está en discutir el alcance de las tesis que ofrece
RyR como propuesta política para los interesados en la construcción de una
alternativa revolucionaria a la sociedad existente. No tanto por la importancia
relativa que RyR pueda llegar a tener hoy en día, sino porque ha encarnado una
estrategia de construcción política que siempre ha aparecido como posibilidad
en las diferentes coyunturas de la izquierda argentina.
Aclarando para
no oscurecer
La principal crítica que podemos hacerle al texto es
precisamente que oculta su motivación y por lo tanto compromete dos aspectos
importantes de una obra que pretende ser científica. En primer lugar que
expropia al lector de una premisa fundamental para poder comprender cabalmente
la obra.
Efectivamente, si se ataca la lectura sin saber que se está
leyendo la justificación de la posición política de una agrupación enfrentada a
otras concretas, la comprensión del texto va a ser por lo menos confusa. Por
ejemplo, en la introducción se dice que el interés del estudio es cuestionar la
“caricatura Trotsky”, en particular la que han construido corrientes llamadas “liberal-trotskistas”
en pos de fundamentar su política para el frente cultural. ¿A quiénes se
refiere? ¿Por qué no las menciona con nombre y apellido? No aclarar con quién
se debate inhabilita la comprensión del debate y hace casi imposible una
contra-argumentación.
Pero lo más importante es que al ocultar su verdadero
interés, el estudio no puede hacer explícita la contradicción que sostiene a
todo el texto, y que fundamenta todas las interpretaciones de las fuentes que
utiliza para su argumentación. El
interés concreto del fundador y dirigente principal de RyR es el que guía todo
su análisis, eso hace que las interpretaciones y conclusiones de su Prólogo guíen
desde la selección de las fuentes y las pruebas hasta el ordenamiento
particular del texto. Sin esta aclaración el texto es muy difícil de
comprender. Todo el texto sería más fácil de leer y comprender si los autores
hicieran explícita esta premisa desde el comienzo.
Se puede inferir que ello hubiera obligado a una tarea más
extensa de cuestionar las tesis de RyR contra la realidad de su trabajo durante
estos trece años, es decir, contraponer su propuesta teórica contra las pruebas
fácticas de su propia labor y la de quienes ellos consideran adversarios de su
programa. Está claro que esa tarea sería mucho más compleja y difícil, ya que
implica un balance autocrítico de hondo alcance y que además agregaría varias
páginas a un relato ya de por sí extenso.
Para no calcar el error que criticamos, debemos aclarar que quien
firma esta reseña fue uno de los dos firmantes del documento interno que llevó
a la ruptura con el PO en el 2002 y por lo tanto fue el co-fundador de la
experiencia RyR y miembro de su dirección hasta que fuera expulsado en agosto
de 2006 después de aceptar voluntariamente ser sometido a un juicio interno. No
puedo soslayar el interés personal que me motiva a hacer un análisis de las
bases teóricas que explican mi primer acercamiento a la vida política y sus
consecuencias.
Intentaremos que los enconos personales y los viejos
rencores no opaquen nuestro análisis concreto. Como siempre, dependerá del/a
lector/a considerar si hemos logrado nuestro propósito.
¿Qué dicen?
Las tesis de RyR se pueden resumir así. Trotsky nunca tuvo
una estrategia para el frente cultural, en parte porque no lo consideró nunca
como un frente estratégico o prioritario para un partido revolucionario. Su
posición siempre fue de un oportunismo táctico, interesado en construir
alianzas con intelectuales o personalidades del ámbito cultural que apoyaran su
causa.
Esta ausencia de una política coherente y sistemática en el
frente cultural no es exclusiva de Trotsky, dicen los prologuistas, sino que
forma parte de un déficit en la génesis misma del Partido Bolchevique. Así, los
bolcheviques habrían rechazado y censurado a algunos intelectuales y promovido
la adhesión de otros (en algunos casos los mismos individuos son acercados y
rechazados) no sobre bases teóricas, estéticas o programáticas sino dependiendo
de las necesidades coyunturales de la política del momento.
La única política cultural que tuvo el PCUS se instauró en
1932-34 con el decreto del realismo socialista, no porque Stalin tuviese un
programa para el frente sino que surgió como producto –otra vez- de un largo
proceso de respuestas coyunturales del partido en el debate con los diferentes
agrupamientos culturales originado en 1918 ante la emergencia del Proletkult,
continuado en 1925 con la resolución del PCUS frente al debate con la
Asociación de Escritores Proletarios (VAPP) y concluido entre 1932 y 1934 con
la constitución de la Unión de Escritores de la URSS.
Finalmente, RyR ha encontrado una tradición donde
identificar su propio programa cultural en Alexander Bogdanov, dirigente
bolchevique a quien consideran la única figura de peso teórico capaz de
equipararse o incluso superar a Lenin, quien rompiera con el partido en 1907
para fundar Vpered (Adelante) y que fuera el inspirador del Proletkult y de los
escritores proletarios que fundaron la VAPP, aunque lo desligan de haber
inspirado al realismo socialista.
En sus conclusiones, los autores proponen una línea de
intervención, una política cultural elemental para quien desee construir una
dentro de un partido revolucionario en la actualidad, que recopila aquélla que
justificó la ruptura con el Partido Obrero en 2002 y por lo tanto la fundación
de RyR como organización política particular y que, en última instancia,
sostiene lo fundamental de la propuesta bogdanovista.
Para defender estas tesis, los autores nos ofrecen un
detallado recorrido por las características sociológicas de los diferentes
grupos de intelectuales que protagonizaron la lucha de tendencias en el frente
cultural antes de la revolución del 17 y durante los tres períodos claves de la
fundación el Estado Soviético: el comunismo de guerra (1917-1921), la NEP
(1922-1928) y el ascenso de Stalin al poder (1928-1934). Lo más importante de
su análisis se basa en fuentes secundarias, es decir, en estudios de otros
investigadores, probablemente la totalidad de las existentes para el caso y en
la reconstrucción de las biografías político-intelectuales de los principales
protagonistas, poco conocidos incluso para lectores/as de la historia del
proceso revolucionario ruso. También se han tomado el trabajo de analizar
críticamente las fuentes primarias más relevantes, esto es, el conjunto de
documentos que produjeron los protagonistas del debate incluyendo además de los
textos obvios (los producidos por los dirigentes bolcheviques) las novelas de
los escritores centrales.
Aquí se encuentra el aporte más importante del texto: en la
reconstrucción de un proceso histórico poco estudiado por la academia o por la
izquierda en Argentina. Sin embargo, cabe repetir que la estrategia utilizada
para construir la descripción (ocultar el interés concreto que guía el texto) y
el recurso permanente a deducciones de orden psicológico sobre las acciones de
los protagonistas, en particular de aquéllos que sostienen argumentos
contrapuestos a las tesis de los autores, obligan a sospechar incluso de la
pertinencia del recorte de fuentes seleccionadas. Sin embargo, como no contamos
con el tiempo suficiente para encarar un estudio pormenorizado de las fuentes,
deberemos conformarnos con aceptar el recorte propuesto como válido.
También es justo decir que todo este relato no hace más que
compilar fuentes secundarias, es decir, que Sartelli-Rodrigues no han accedido
a las fuentes originales sobre las que sacan conclusiones tan audaces,
simplemente ofrecen conclusiones basadas en investigaciones de otros. Lo que no
está mal si pretendieran ofrecernos un estado de situación de las
investigaciones sobre el problema, pero que es una base frágil para concluir
tan audazmente una política revolucionaria para el frente cultural.
Trotsky nunca
tuvo un programa para la cultura
La tesis principal es que Trotsky nunca tuvo una estrategia
para el campo cultural de la lucha de clases. La publicación de sus textos
sobre cultura tienen la función de ofrecer al lector las pruebas de esta
aseveración. La intención es demostrar que las estrategias culturales de los
partidos trotskistas argentinos (resumida en la consigna “toda libertad al arte”
que se desprende del famoso manifiesto acordado con Rivera y Bretón) se basa en
una caracterización falsa de la política cultural de Trotsky.
Después de un análisis detallado y exhaustivo de las fuentes
secundarias, Sartelli y Rodrigues creen haber demostrado que para el dirigente
revolucionario el frente cultural es secundario dentro de las tareas políticas
del partido y que sólo debe ser tenido en cuenta tácticamente, es decir, cuando
haya algo que aprovechar según la coyuntura política lo demande. Así, para los
autores quedaría claro que las ideas de Trotsky sobre arte varían dependiendo
de la coyuntura política que se trate: antes de tomar el poder, mientras es
parte de la dirección del partido y el Estado soviético y después de su
expulsión y exilio.
Trotsky es definido entonces como un oportunista en lo que
refiere al frente cultural. Así, sus opiniones sobre arte no deberían
constituir las bases de una política cultural para ningún partido
revolucionario, ya que están dictadas no por una comprensión concreta del
problema sino más bien por las necesidades coyunturales de la lucha.
Siguiendo a los autores, hasta febrero del 17 Trotsky habría
entendido la producción artística sólo como un fenómeno superficial de la vida
social que expresa por lo tanto la forma en que determinada clase o capa social
vive y comprende un momento particular de la lucha de clases. O sea, que Trotsky
se limitaría a ver la producción artística como una prueba, un documento, de lo
que las clases piensan o sienten en un momento dado.
Una vez en el poder y con la tarea de desarrollar el trabajo
de construcción de una sociedad diferente, Trotsky abordaría una posición
positiva sobre el arte y la cultura, estableciendo una línea de intervención
concreta. Pero en este punto, como nunca habría pensado el problema, se habría
limitado a construir su propia visión sobre la base del enfrentamiento con el Proletkult
y la VAPP, entre 1918 y 1925, posición que coagula en su libro más famoso y el
que da el título a la compilación de RyR, Literatura
y revolución. Finalmente, una vez expulsado del partido y de la URSS por el
estalinismo, Trotsky se habría desdicho de sus posiciones frente al Estado
soviético para ofrecer a los intelectuales la más amplia libertad de creación,
no como producto de una posición honesta sino más bien por la necesidad de
rodearse de figuras de renombre universal ante el severo aislamiento político
de la corriente que intentó fundar contra un estalinismo en su momento de mayor
influencia sobre la intelectualidad de izquierda en el mundo.
Debemos decir que esta concepción sobre la “política
cultural de Trostsky” estuvo como base de sustento del proyecto RyR desde su
comienzo, aunque recién ahora ha sido defendida con un exhaustivo despliegue de
argumentos y pruebas documentales.
Lo más importante para Sartelli-Rodrigues es demostrar sin
lugar a duda que antes de ligarse a los surrealistas franceses, Trotsky
demostró en sus acciones y escritos todo lo contrario a una posición de
absoluta libertad en el campo cultural. Son muchas y contundentes las ocasiones
reseñadas en que el dirigente bolchevique ejerce la censura programática contra
las obras que considera opuestas a la ideología revolucionaria, incluyendo
desde la censura material (prohibición, recorte de fondos, etc.) hasta la
crítica despiadada de obras artísticas.
Los autores no critican esta situación, sino que por el
contrario la justifican como parte de las responsabilidades que requiere un
verdadero funcionario de una dictadura obrera. Lo que critican es la “falsa
imagen” liberal que habrían construido las corrientes trotskistas a partir del
manifiesto de Bretón. ¿Cómo explican entonces la aparente contradicción de la
consigna de “máxima libertad a los artstas”? Sencillamente porque era la mejor
forma táctica para establecer una alianza con los intelectuales opuestos al
realismo socialista y por ende al estalinismo. Incluso admiten la posibilidad
de una impostura deshonesta de parte de Trotsky, ya que en su consideración, el
dirigente bolchevique compartiría con la vieja guardia del partido una predilección
estética por las formas más conservadoras, como el realismo del siglo XIX y un
profundo desprecio por las vanguardias estéticas como el futurismo o el
surrealismo.
Aquí debemos señalar que los autores utilizan una serie de
argumentos que no se sostienen en ningún documento. A partir del señalamiento
correcto de las posiciones de Trotsky que se desprenden de sus textos y del
contexto en que fueron escritos, puede admitirse que las posiciones de 1921-25
estaban guiadas por la necesidad coyuntural de la lucha contra la pretensión de
varios grupos de intelectuales de elevarse a la dirección del partido y del
Estado en contra de los intereses de Trotsky y de la dirección bolchevique,
pero no se demuestra que esas intenciones hayan sido guiadas por el interés mezquino
de una camarilla de dirigentes de impedir el acceso de otros, reduciéndolo todo
a una intrincada maraña de miserias y faccionalismos. Los autores del Prólogo
no cuestionan sus afirmaciones preguntándose si Trostsky intentaba interpretar
sinceramente los intereses del proletariado ruso, o de la humanidad entera.
Del mismo modo, concluir que el Manifiesto firmado con
Bretón y el surrealismo se trata de un oportunismo ramplón e incluso hipócrita se
desprende únicamente de los prejuicios de los prologadores. No se preguntan, y
por lo tanto no indagan otras fuentes que podrían responder si Trostsky no ha
llegado a una maduración de sus posiciones originales, si precisamente el
análisis consciente de la experiencia vivida en carne propia desde la toma del
poder hasta el surgimiento y victoria del estalinismo le hicieron comprender que la posición correcta era la expresada en
el Manifiesto, incluso contrariando sus propios gustos estéticos si ese fuese
el caso.
Se podría decir que ofrecemos una mirada indulgente con
Trotsky, incluso religiosa. Pero ese no es el tema, el tema es que la
pretensión de un texto científico como el Prólogo que reseñamos debe ser encontrar
la verdad, a riesgo de quedar reducido a una simple justificación de una
posición particular. Entendemos que el Prólogo no se propone la crítica de
otras fuentes que podrían llegar a encontrar respuestas diferentes a sus
preguntas sobre el problema de la política cultural del trotskismo.
Es decir, que no cuestionan una interpretación alternativa
de su tesis, a saber, que en lugar de un oportunismo coyuntural haya habido una
evolución, una mutación de las ideas de Trotsky a partir de un análisis crítico
de su propia experiencia.
Tampoco tienen en cuenta una segunda variable, a saber, que
lo que ellos tildan de “oportunismo” no es más que la correcta forma de moverse
en el frente siempre que se considere que Trotsky tenía como prioridad la
construcción de un partido revolucionario y no de una organización de intelectuales.
Es indiscutible que Trotsky dedicó casi toda su vida adulta a la construcción
de un partido de combate contra el régimen burgués, por lo que sería lógico
comprender que en lo tocante al campo cultural buscase siempre la mejor forma
de construir puentes con sectores sociales autónomos del partido e incluso de
clases sociales no proletarias que pudiesen ayudar a su sostenimiento y
desarrollo.
Criticar a Trotsky por poner como único requisito para una
relación con los intelectuales únicamente el apoyo a la Revolución de Octubre o
a la IV Internacional es pretender que Trotsky fuese alguien absolutamente
diferente de quien fue.
El Partido
Bolchevique, nido de facciosos
Los autores son audaces. Pretenden que esta suerte de
improvisación oportunista que ven en Trostsky es propia de toda la dirección
del Partido Bolchevique, de la que Trostsky es una mera expresión. Eso
justifica un extenso examen de la dinámica entre el propio partido en su
relación con la intelectualidad rusa antes y después de la toma del poder.
Lo más sustancial del texto es la descripción de ese
proceso, en particular del debate en torno al Proletkult, la resolución sobre
el arte de 1925 y la formación de la Unión de Escritores de la URSS en 1932
paralela a la constitución del cánon del realismo socialista.
Y decimos que su descripción de los debates del Estado y el
Partido sobre estos tres ítems es lo más sustancial del Prólogo porque
efectivamente su lectura es imprescindible para comprender cabalmente Literatura y revolución.
Tradicionalmente se considera este libro de Trotsky como la expresión más
acabada de una posición sobre las tareas del partido en el campo cultural, pero
realmente se trata de una intervención puntual para dar respuesta a una
coyuntura abierta por la lucha de dos agrupamientos de intelectuales –muchos de
ellos militantes bolcheviques y muchos otros no- que reivindican para sí el
reconocimiento como los únicos poseedores de un programa revolucionario en el
campo cultural y que, por lo tanto, exigen al Partido ser colocados al frente
del aparato cultural del Estado Soviético.
En esta lectura tenemos un acuerdo total con el Prólogo.
Como en las épocas previas al capitalismo donde toda discusión sobre religión
era en última instancia un debate sobre la conducción del Estado, detrás de
todo el debate estético con el Proletkult y la VAPP se traduce un debate
político que expresa resultados materiales concretos, como la asignación de
partidas presupuestarias, edición de libros, sueldos, etc.
Efectivamente queda claro que Lenin y Trotsky lideran una
batalla principalmente contra Bogdanov y todos sus seguidores dentro y fuera
del partido para evitar que asuman lugares de importancia en el control de
recursos materiales en el nuevo Estado Soviético, haciendo posible que sus
ideas logren amplia difusión y por lo tanto puedan dirigir las conciencias de
la militancia bolchevique y por su intermedio de las masas.
Lo que no acordamos es, otra vez, con la interpretación que
hacen los autores de este debate pero, sobre todo, con su método. Entendiendo
que se trata de un debate de posiciones políticas, Sartelli-Rodrigues banalizan
los argumentos de Lenin y Trotsky como meras invenciones sin sustento para
justificar una política de exclusividad de la dirección.
Según ellos, la dirección bolchevique decide privatizar la
dirección de todo el proceso revolucionario al reducido grupo representado por
su partido, excluyendo de la dirección del proceso revolucionario a otros
grupos políticos que a ciencia cierta habrían contribuido a la lucha contra el
zarismo y al éxito de la Revolución, como los mencheviques –de gran inserción
en el movimiento obrero industrial-, los socialistas revolucionarios –dirigentes
de la masa campesina sublevada- o el anarquismo –de una presencia real y activa
entre los marineros y los obreros calificados como así también entre el
campesinado y la juvendtud urbana-.
Aquí llegamos al nudo problemático del texto de RyR, la
concepción del proceso revolucionario ruso que explica su posición sobre el
frente cultural. El Prólogo adopta la crítica conocida como “socialismo
libertario”, que adjudica a la propia filosofía de la dirección leninista los orígenes
de la burocratización del partido bajo el estalinismo, ampliamente reconocida
por todas las corrientes marxistas a excepción claro de las estalinistas y
maoístas. Para RyR la concepción del partido revolucionario del bolchevismo es
la madre del borrego y de ella toman distancia.
El problema, piensan, es creer que sólo un agrupamiento de
revolucionarios puede y debe dirigir un proceso revolucionario, es decir, la
lucha por el poder político de una sociedad. Ese proceso obliga a la
intervención de muchos agrupamientos que mientras reclaman ser los herederos de
la mejor expresión del interés de su clase van construyendo los organismos que
terminan enfrentando al enemigo y derrotándolo.
Por lo tanto, esos diferentes agrupamientos deberían tener
una expresión concreta, material, un lugar en el poder estatal surgido de la
revolución. Se deduce de este texto que Sartelli defiende una idea “gramsciana”
del partido. La dirección del Estado soviético no debería haber quedado en
manos exclusivas del Partido Bolchevique, sino que debería haber admitido a
cada grupo –descartando obviamente a los defensores del zarismo o de un régimen
burgués- un lugar en el Estado y la conformación de una dictadura proletaria
sostenida por un Estado con máxima democracia entre las diferentes fracciones
políticas. Como los bolcheviques prohibieron a las otras tendencias –fuera y
dentro del partido- instalaron una dictadura bolchevique dentro de la dictadura
proletaria, es decir, coparon el Estado y eso posibilitó el triunfo de Stalin
primero sobre el partido y luego sobre el Estado.
Aquí cabe decir dos cosas. En primer lugar que quien escribe
no comparte esta mirada de la Revolución Rusa, contando con muchos menos
elementos de juicio y lectura que los autores del Prólogo, nobleza obliga. No
se trata simplemente de una lucha de tendencias que expresan a las clases
sociales o fracciones de clase que enfrentan al enemigo común. Según esta idea
de partido se podrían admitir en un Estado Proletario la presencia de partidos
que expresen los intereses de una burguesía local mercado-internista contra la
burguesía imperialista. Pero el resultado de una ecuación tal no sería un Estado
Obrero sino una República Popular, más allá que la dirija un Primer Ministro
bolchevique.
Sartelli y Rodrigues se enfurecen contra la expulsión del
partido y del Estado de la corriente bogdanovista, de la destrucción de la
autonomía del Proletkult y de la represión parcial de los escritores
proletarios, pero no se enfadan tanto con la supresión de la libertad política
para anarquistas, eseritas y mencheviques. Acá también hay una contradicción
interesante que recorre todo el Prólogo. Por un lado Sartelli no adopta una
crítica ética ni política contra el estalinismo. Es más, contradice –sin pruebas
ni fuentes que lo sostengan- la interpretación trotskista sobre el auge del
stalinismo. Lo entiende como parte de un proceso lógico del que el propio
Trostsky fue parte.
Acusa al Trotsky de Alma Ata y a las corrientes trotskistas de
“liberales-democráticas” porque reclaman derechos democráticos a una revolución
que debe ser autoritaria y dictatorial contra las ideologías enemigas de la
revolución. Está en la base de su crítica en el campo cultural. Si las
corrientes políticas trotskistas no dudan un segundo en atacar con fiereza las
posiciones burguesas en economía, política o salud pública por qué no hacer lo
mismo en el terreno del arte y la cultura. Se trata de una concesión liberal a
la ideología burguesa, dice Sartelli.
En un extremo, plantea que el ascenso de Stalin no se debe
al reflujo de las masas soviéticas después de la Guerra Civil, la NEP y las
purgas, sino que simplemente se trata de un personal político que supo moverse
en la dinámica interna del partido bolchevique mejor que Trotsky, Bujarin,
Zinoviev o cualquier otro, aprovechando una sensibilidad especial sobre el
humor de las bases del partido y el proletariado soviético.
La crítica no es nueva, hasta donde conocemos se trata la
misma crítica expresada por muchos militantes de la Oposición de Izquierda
dirigida por Trotsky, que le exigieron en su momento y luego en el exilio, no
haber sabido o querido construirse un lugar sólido dentro de la estructura
partidaria para enfrentar al estalinismo.
Aquí vale la crítica previa, es decir, que para sostener
esta tesis de forma científica –pretensión de los autores- deberían revisarse
los argumentos del propio Trotsky ante esta acusación. Sartelli/Rodrigues no lo
hacen, simplemente tachan de hipocresía toda argumentación contraria, confiados
en la seguridad de su propia argumentación.
Pero algo más se puede decir también, a diferencia de la
crítica anarquista, que identifica al estalinismo con el propio marxismo ya que
sería la consecuencia lógica de una posición autoritaria de la dictadura del
proletariado, Sartelli acepta como válidos los métodos de que se valió el
estalinismo para hacerse con el poder, proponiendo a Trotsky haber hecho
simplemente lo mismo y mejor. ¿Cómo puede pretenderse construir organismos
democráticos de lucha si se parte de aceptar como válidas las maniobras
faccionalistas y fraudulentas en la constitución misma de esos organismos?
De hecho Trostsky y Lenin se han empeñado desde temprano en
la lucha contra el faccionalismo y el burocratismo, en innumerables textos pero
sobre todo en una tenaz lucha por defender el centralismo democrático como
forma de organización superadora, dialécticamente hablando, de la contradicción
entre la necesidad de crear partidos de combate eficientes y centralizados, con
una dirección y unas bases disciplinadas y al mismo tiempo la necesidad de que
las posiciones políticas surjan de un amplio debate de posiciones de forma
democrática que exprese la voluntad general de los militantes y no simplemente
los intereses de una minoría dirigente.
Sartelli no se da el tiempo de criticar esta realidad,
simplemente, a la luz de los hechos, tiende a concluir que se trata de
propuestas románticas, imposibles de llevar a la práctica, cuando no meras
declamaciones demagógicas e hipócritas.
En su análisis del proceso revolucionario más general no
llega a ser tan crudo pero sí lo es en el análisis detallado del proceso de extinción
de la corriente bogdanovista.
La herejía de
Bogdanov
Bogdanov encabezó la ruptura de un grupo de dirigentes
bolcheviques después de 1907, basada en una diferencia de fondo contra la
dirección de Lenin en lo tocante a la participación del partido bolchevique en
el parlamento burgués creado por el Zar para contener las demandas democrático-burguesas
de la población sublevada y de esa forma poder poner fin a la revolución.
Bogdanov y otros achacaban a esta decisión de Lenin una
responsabilidad en el fracaso de dicha revolución. Como resultado concreto
funda Vpered y concluye en la necesidad de una renovación profunda de los
cuadros dirigentes del partido, para lo que decide fundar en el exilio –en el
bucólico contexto de las bellas Capri y Bologna- una universidad de cuadros,
destinada a formar teóricamente a los elementos más avanzados para que ellos
pudiesen generar los anticuerpos teóricos suficientes que evitasen nuevas
desviaciones en el partido y garantizar así el éxito de la revolución.
Como consecuencia práctica, los intelectuales nucleados en
Vpered se insertaron a partir de 1916 en todas las organizaciones autónomas,
ligadas a la vida sindical y fabril de izquierda –anarquistas, mencheviques e
incluso bolcheviques- que desarrollaban tareas de formación intelectual y
artística entre los obreros industriales de Moscú y San Petersburgo. Estas
organizaciones desarrollaban una tarea fundamental de auto educación para una
clase obrera que estaba excluida de la educación formal en las escuelas del
zarismo, ni hablar de la formación secundaria y universitaria.
Cuando la Revolución de Febrero triunfó, el esfuerzo de los
vperistas –algunos dentro del partido bolchevique, otros como el propio
Bogdanov, afuera- se consumó con la construcción de un movimiento unificado de
todas estas experiencias culturales obreras en el Congreso de las organizaciones
de cultura proletaria de toda Rusia, el Proletkult por su abreviatura en ruso.
Uno de sus dirigentes más importantes fue el propio Lunacharski, a quien Lenin
coloca después de Octubre y sostiene hasta su muerte al frente del Ministerio
de Educación de la URSS.
Surgido fuera del partido, incluso con un fuerte sesgo de
autonomía frente al Estado de Kerenski, el Proletkult saludó la vitoria
bolchevique de Octubre y pretendió ser reconocido al menos en su autonomía como
la herramienta de formación y educación de las masas obreras de toda la URSS.
Al principio el bolchevismo lo reconoció como aparato de apoyo al Ministerio de
Educación en la misma tarea, sobre todo por las necesidades enormes de
formación cultural en el duro contexto material de la Guerra Civil, pero antes
de la constitución de la NEP en 1922 el propio Lenin encabezó una campaña para
subordinar el Proletkult al Estado Soviético, que terminó con la liquidación de
su estructura autónoma y su dilución dentro del aparato cultural oficial.
Un desprendimiento del proletkultismo al interior del
partido bolchevique lo representaron un grupo de periodistas y escritores
jóvenes, surgidos del Ejército Rojo, es decir, cuadros combatientes en la
primer línea de fuego de la revolución, que pretendían expresar el verdadero
programa de Octubre en el plano del arte. Es el grupo que reclamaría en medio
de la NEP que se los ponga al frente de la política cultural del Estado
Soviético al que enfrentarían Lenin y Trotsky y que concluye con la Resolución
de 1925 y el libro Literatura y
Revolución pedido por Lenin para justificar con argumentos teóricos y
estéticos la resolución final.
Hasta aquí los hechos, bien reseñados por el Prólogo que
criticamos y, repetimos, bastante desconocidos incluso para la militancia que
suele discutir este tipo de cosas. El problema empieza en las
caracterizaciones.
Estaríamos parcialmente de acuerdo con los autores del
Prólogo que el centro del debate no radica en la tesis bogdanoviana de la
necesidad de una Cultura Proletaria. Parcialmente porque entendemos con los autores
del Prólogo que la definición final del debate no estuvo asentada en las
posiciones filosóficas y estéticas en pugna, sino por las posiciones políticas
concretas que se desprenden del mismo.
Pero hasta aquí llega nuestra coincidencia. Porque
entendemos que Sartelli/Rodrigues separan demasiado rápidamente el
enfrentamiento filosófico de las posiciones políticas que encarna.
Según los autores del Prólogo, la clase obrera tiene una
forma de enfrentar la realidad propia o por lo menos que debería tenerla para
poder alcanzar una conciencia para sí, una conciencia de su independencia como
clase, de la necesidad de erigirse como gobierno de la sociedad en su conjunto.
Sartelli pretende salvar la tesis de la Cultura Proletaria
de Bogdanov en su esencia y no en la crítica que se le ha hecho. Reconoce que
Lenin y Trotsky tienen razón, que una clase desposeída de recursos materiales e
intelectuales elementales no puede nunca parir una ciencia, una filosofía y una
técnica propias. Incluso le parece una verdad de perogrullo. Pero sí reivindica
la posibilidad de que el proletariado asuma la necesidad de contar con una
visión propia, basada en sus intereses históricos, para guiar el desarrollo de
la ciencia, la filosofía, el arte y la técnica.
En ese sentido podríamos decir que Trotsky y Lenin no
estarían en desacuerdo, se puede comprobar en las directivas de la dirección bolchevique
sobre el Ministerio de Cultura y las Universidades una vez en el poder.
El desacuerdo radica en quién decide en nombre del
proletariado qué debe guiar a la cultura, y cuáles son concretamente los
aspectos que debería desarrollar una cultura proletaria. En este punto Sartelli
no es claro. En ningún momento de las 169 páginas desarrolla un sólo aspecto
puntual de lo que llama el conjunto de “valores y sentimientos” propios de una
visión no burguesa del mundo. Pero, lo que es más grave, es que defiende
acríticamente a Bogdanov en la idea de que es una condición previa para el
éxito de la revolución que el partido revolucionario desarrolle entre la
vanguardia de la clase obrera al menos una cultura proletaria para poder
triunfar –arrancarle el poder a la burguesía- y sostenerse con éxito –evitando desviaciones
burguesas o burocratización-.
Sartelli y Rodrigues desdeñan rápidamente todos los
cuestionamientos filosóficos de Lenin y Trotsky contra la tesis de la Cultura
Proletaria, incluso arañando el insulto personal, tildándolos de mera
hipocresía. Reducen el problema a una disputa mezquina de Lenin que no quiere
ser eclipsado por un dirigente más capaz intelectualmente y con amplia
influencia en la izquierda rusa, incluyendo su propio partido. Así, mientras se
toman el trabajo artesanal de seguir cada biografía de los involucrados en el
debate para distinguir taras sicológicas de posiciones políticas serias en la
explicación de cada paso del entreverado proceso, en dos renglones reducen la
participación de Nadézna Krupskaia, ministra de Instrucción Pública a un simple
y miserable papel de forra de su marido desarrollando una manipulación facciosa
contra Lunacharski para “domesticarlo” y así destrozar al Proletkult.
No tenemos, hay que admitirlo de nuevo, el tiempo y los
recursos necesarios para contraponer en el análisis lo que debería haber hecho
Sartelli, es decir, revisar las fuentes que justifican otra interpretación
plausible a la suya y refutarlas. Simplemente podemos ofrecer dos críticas.
En primer lugar la ya señalada, al admitir como una premisa
básica que todo el Partido Bolchevique funciona con métodos faccionales de
camarilla –por lo menos desde la prohibición de las fracciones en 1921- para
Sartelli las opiniones públicas de todos los entreverados –excepto las de los
proletkultistas y la VAPP- son sencillamente chamuyo para la gilada, excusas
para decisiones burocráticas de inclusión y exclusión de adictos al grupo
leninista. No creemos que eso sea cierto, pero más allá de nuestra creencia inocente
o religiosa, lo importante es que no queda suficientemente demostrado.
Y vamos a decir por qué. Hasta un militante con escasos
recursos y conocimientos como quien firma esta reseña, sabe que Lenin encabeza
en el exilio una furiosa campaña para que todo el partido lea su folleto Materialismo y empiriocriticismo,
probablemente la obra sobre filosofía más importante escrita por Lenin, con el
objetivo de enfrentar y desenmascarar lo que creía una ideología nefasta promovida
por Bogdanov y Lunacharski, reconocidos ex bolcheviques que justificaban en su
acercamiento a la filosofía de Mach, una revisión del materialismo dialéctico
de Marx y por lo tanto una crítica a las bases teóricas y filosóficas que
dirigían al partido bolchevique en esos años.
¿Qué es lo que Lenin quiere evitar que se propague en las
conciencias de la vanguardia bolchevique? Eso Sartelli no lo discute en
profundidad, aunque parece tener un acuerdo con Bogdanov en el punto. Se trata
de una crítica al idealismo. Según
Lenin, la defensa de Vpered de Mach es una maniobra muy sutil de reconciliar el
materialismo de Marx con algún tipo de idealismo filosófico remozado. No
importa en este punto que Bogdanov y Lunacharski hayan renunciado al machismo
con posterioridad, porque por lo que el propio Sartelli reseña, la defensa de
Feuerbach que el propio Lunacharski hace explícita en el Proletkult –la idea de
que el proletariado debe construir una ética seudo religiosa propia, sin dios
en el centro- sigue siendo deudora del idealismo criticado por Lenin en su
libro.
¿Qué es el idealismo? La idea de que la conciencia puede
determinar la realidad. La idea de que una buena idea, una buena interpretación
del mundo, por sí misma, puede construir el mundo real. Es lógico que el
idelismo sea la filosofía de las clases dominantes en general y también de la
Burguesía, ya que es la única clase social que puede valerse de los recursos
materiales necesarios para pensar, para edificar esquemas de ideas y
conceptualizaciones sobre el universo que le permitan desde la creación de
edificios y máquinas hasta leyes y literatura que permitan moldear el mundo
según sus intereses.
Es muy común entre los intelectuales, incluso si provienen
del proletariado, la fascinación con la capacidad creadora del pensamiento. A
tal punto que incluso siendo marxistas y revolucionarios, en los momentos donde
el proletariado es derrotado, adjudiquen una influencia en esa derrota al bajo
desarrollo de la conciencia de la clase obrera.
Bogdanov en 1912 se hace eco de una tesis muy sutil
defendida por Max Weber contra marxistas académicos en la interpretación sobre
las revoluciones burguesas. En su famosísimo tratado La ética potestante y los orígenes del capitalismo, el sabio alemán
propone que la cultura burguesa se forjó en las mentes y mentalidades de la
burguesía que terminaría tomando el poder en el siglo XVIII mucho antes de que
existieran las bases materiales para el poder burgués, mucho antes de que
existiera la Revolución Industrial y las relaciones de producción capitalistas
hubo una concienica burguesa, una ciencia burguesa, una filosofía burguesa y un
arte burgués.
La mayoría de los académicos progresistas defienden una
interpretación dialéctica de Weber, a saber que introduce un elemento
explicativo central que “complementa” las explicaciones marxistas basadas en el
desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales que permitieron
el triunfo del capitalismo. Pero eso no está en Weber. Su estudio hace una
defensa del papel predominante, previo y necesario de las ideas en la
transformación de la realidad.
Por eso Lenin arranca yendo al fondo del asunto en su libro,
criticando a Berkeley, quien es considerado por todo el mundo como el más serio
sostenedor de la versión radical del idealismo: las cosas del mundo sólo
existen cuando existen en la mente del sujeto.
La consecuencia práctica de este razonamiento lleva a
Bogdanov a concentrar sus esfuerzos –magros, como el resto de los
revolucionarios perseguidos por la reacción zarista- en la construcción de esa
cultura proletaria previa en las cabezas de la vanguardia y de la clase obrera,
la creación de cursos de formación en Italia.
Mientras tanto, la dirección bolchevique en el exilio, Lenin
a la cabeza, se esfuerza por sostener y dirigir los magros recursos a la
construcción de un partido de combate, de una organización concreta que
organice a los trabajadores y la juventud en la lucha contra el zarismo en las
fábricas y los lugares de estudio, en cada pueblo de Rusia, como condición
necesaria del triunfo.
Entre 1907 y 1917 no se podían hacer ambas cosas, había que
elegir. La línea de Bogdanov llevaba al bolchevismo, de aceptarla, a remover a
sus principales cuadros de la construcción de la herramienta de poder, el
partido obrero, a la formación de cursos y academias en el extranjero, debido a
la prácticamente imposible tarea de hacerlos bajo la represión zarista. Desde el
punto de vista de Lenin esa línea implicaba liquidar al partido de combate
proletario en aras de la formación de obreros lúcidos sin partido que dirigir.
No es por aprovecharse del diario del lunes, pero la realidad histórica
comprobó el acierto de Lenin y el error filosófico de Bogdanov.
No sabemos qué hubiera pasado si Vpered tomaba la dirección
del Partido Bolchevique en 1912, pero podemos imaginar que se habrían criado
los elementos suficientes para construir casas de educación cultural en cada
fábrica rusa –eso fue el Proletkult- pero no una organización de masas
preparada y entrenada para enfrentar al enemigo de clase en cada fábrica o
barriada obrera de San Peterburgo, que fue lo que construyeron Lenin y los
suyos.
Entonces, creo que existen elementos de prueba que
justifican, al menos, que el Prólogo de Sartelli debería haber hecho un
esfuerzo mayor en la crítica de las posiciones “hipócritas” si pretendía
ofrecer un estudio científico del problema, más allá de su deshonestidad
intelectual al criticar tan lábilmente a personajes de la talla militante de
Krupskaia.
Bogdanovismo
tardío
Volvemos a pedir disculpas por la insuficiencia de una
crítica a la altura del estudio reseñado. También debemos justificar la
ausencia de citas textuales en pos de una mayor brevedad del texto y por la
insuficiencia misma del soporte en que publicamos esta crítica. Esperamos la
compasión del lector o lectora ante tantas y tan repetidas falencias.
Para concluir una serie de observaciones estrictamente
personales.
Si como creemos RyR acaba de entender que su lugar en la
lucha de clases pasa por desarrollar aquella función que ningún partido que se
propone a dirigir al proletariado en la lucha por el poder político estaría
desarrollando, debería también pasar por el tamiz de la crítica su propia
experiencia ya recorrida en estos años.
Efectivamente, RyR luchó por cumplir su propuesta de extraer
un conjunto de intelectuales o estudiantes universitarios de tareas “prácticas”
ligadas a la construcción de partidos políticos o agrupaciones sindicales
clasistas –tarea que RyR no desdeña ni mucho menos- para el desarrollo de un
aparato material que permita la creación y difusión entre la vanguardia que
lucha contra el Estado de una “cultura proletaria” que adaptada al contexto
histórico real han llamado “cultura piquetera”.
Sin embargo, el proletariado en Argentina no cuenta con una
cantidad infinita de personas dispuestas a dejar sus tardes de Sol y torta
frita a cambio del esfuerzo personal que implica construir organizaciones que
luchen por la dictadura obrera. Todo lo contrario, si algún éxito podemos
reconocerle al proceso de reacción abierto por la vuelta de Perón en el 73, la
dictadura fascista de Videla et al y la democracia restauradora en estos
cuarenta y pico de años es que pudieron frenar parcialmente ese proceso que abierto
por el mayo francés y la lucha revolucionaria del 68 que volcaba a capas
numerosas de la pequeño burguesía y la clase obrera a las filas de la
revolución.
Digo parcialmente porque de lo contrario no estaríamos acá,
ni todo el mundo árabe se habría sublevado ni toda América Latina estaría
metida en una crisis de poder desde el caracazo de 1999 hasta hoy.
En este duro contexto, habría que discutir si están las
condiciones dadas para que un partido revolucionario pueda dedicarse al mismo
tiempo a construir editoriales, librerías y fábricas de intelectuales
proletarios y la organización a nivel nacional y sudamericano de organizaciones
de combate, sindicatos, etc.
En todo caso, habría que comparar qué ha aportado la salida
bogdanoviana de RyR al reflujo posterior al argentinazo y qué ha aportado la
contraparte que decidió quedarse en el PO –o volver a él en algún momento-. No
es el caso ponerse a comparar trayectorias personales buscando justificar el
lugar que cada uno ha decidido tomar.
Pero la crítica más importante al planteo de RyR, es que
abandona la dialéctica idea de la praxis. ¿Cómo se desarrolla la conciencia
proletaria más fundamental que necesita la clase obrera hoy, a saber, la
necesidad de independizarse de la burguesía y acaudillar ella misma la vida
social? ¿Se desarrolla haciendo catarsis en las novelas que lee, en obras de
teatro o documentales? ¿Se desarrolla simplemente dándose cuenta que el mundo
es una mierda y encontrando algún libro que le permita entender por qué lo
hace?
Creemos que no. Creemos que es necesario que se enfrente a
una crisis vital, que choque en su experiencia de vida contra la opresión y la
explotación del Estado y su burguesía y que haga el esfuerzo consciente de
organizarse en contra. Es decir que la experiencia de lucha contra el Estado es
la que va a generar la necesidad de una conciencia para enfrentarlo.
Por lo tanto si alguna cosa es necesaria antes de tomar el
poder es la organización contra la burguesía no sólo en cuanto a sus intereses
corporativos, económicos, sindicales sino además en sus intereses de conjunto,
en la necesidad de lo que llamamos un partido obrero.
Es ese el verdadero surco sinuoso y
traumático que debe transitar el proletariado, en toda su material dificultad,
en todo su angustiante parto, para sembrar un porvenir deseado donde nadie
explote a nadie. En ese camino deberá ver cuándo y cómo organiza y destaca a
sus militantes para las tareas necesarias en cada frente donde se reclame,
entre los cuales obviamente es importante la batalla ideológica, comunicacional
e incluso de valores contra la burguesía.
RyR pretende, como Bogdanov, que la lucha de clases es larga
y sinuosa, que no va a haber un solo agrupamiento que pueda acaudillar el proceso
de rebelión de las masas contra el Estado –que parecen dar por descontado- y
que basta edificarse un lugar propio y esperar a que se desencadene la cosa
para reclamarse como los mejores especialistas y pretender ocupar un lugar en
el futuro Estado Obrero.
Esquivan la tarea de construir un partido, incluso a veces
pareciera que pretenden “educarlo” correctamente para que no caiga en errores
que se podrían haber prevenido de consultarlos a ellos –resumiendo su
conclusión sobre el debate contra el campo en 2008-. Piensan que la clase
obrera de alguna forma encontrará su camino a la insurrección, total ya existen
varias organizaciones intentando construir los partidos políticos que
seguramente le darán una dirección al proceso, llegado el caso basta con ocupar
un lugar en las comisiones de cultura de los organismos de poder que se creen –como
hizo RyR en la constitución de la Asamblea de Trabajadores, a la que
consideraba el organismo del cual surgiría el gobierno obrero- y reclamar –como
el Proletkult y los VAPP- su derecho a presidir los organismos de cultura del
nuevo Estado, basados en sus capacidades específicas.
Ahora bien, suponiendo que alguien pudiese defender
abiertamente este cúmulo de barbaridades sin ruborizarse, ¿para qué? ¿Para desarrollar
la cultura proletaria de que los partidos son necesarios pero se hacen solos? ¿Para
distribuir entre los militantes la desconfianza en que sus direcciones son
genéticamente burocráticas o repodridamente facciosas? ¿Desarrollar la idea de
que el imperialismo es un invento de un Lenin bastante bruto? ¿Defender en la
cabeza de los obreros la idea de que si se forman culturalmente tomarán el
poder?
Seguramente los partidos que pretenden organizar a los trabajadores para alcanzar un gobierno obrero que nos saque de la barbarie capitalista tienen mucho que mejorar en su relación con los intelectuales o en su dedicación al “frente cultural”, pero preferimos ayudar a encontrar esos caminos mientras ayudamos a construir una organización de combate contra el enemigo de clase, sin esquivar el bulto, sin gambetear la tarea cultural más urgente para el proletariado hoy en día, construir su propio partido político.
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