Translate

jueves, 18 de junio de 2020

La iglesia que arde

Una lectura y un debate con Catedrales, de Claudia Piñeiro, editada por Alfaguara.Random House en Buenos Aires marzo de 2020. Texto publicado en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2020/06/17/catedrales-claudia-pineiro/?fbclid=IwAR1WwClAOF2onONa8LYEiCwAiyTRAV4u9FsTxcvniOggiyUlSkDn2P_kM-Q


En su última novela Claudia Piñeiro alcanza su máximo potencial como intelectual orgánica de la clase media progresista porteña. Lo logra manteniendo una coherencia y honestidad intelectual con las mejores herramientas de su propio arte, la literatura, sin apropiarse de recursos exteriores al oficio al que ha dedicado más de la mitad de su vida. Más allá de las diferencias de apreciación que podamos tener con los resultados de su esfuerzo, merece reconocerse y aplaudirse el coraje de esta escritora, que asume los riesgos políticos, exponiéndose a los poderes materiales y simbólicos que todavía gobiernan y dirigen nuestra sociedad. Precisamente porque hace varios años alcanzó la máxima seguridad material y simbólica de la que puede disfrutar una escritora en nuestro país, reconocida por la cúpula de la industria editorial y el establishment político, nadie la obliga a poner en riesgo sus privilegios asumiendo la crítica de una de las instituciones más poderosas del régimen social que ella misma forma parte.

Catedrales denuncia a la Iglesia Católica y su responsabilidad en los principales crímenes contra las mujeres en nuestro país. Si en toda su producción anterior Piñeiro desplegó siempre la intención de desnudar las estructuras invisibles que oprimen a las mujeres, la hipocresía de las relaciones familiares hegemónicas al interior de la clase media de la que es parte, en Las Maldiciones de 2017 inició un camino de denuncia explícita de los poderes políticos detrás de esos mecanismos invisibles, en su último trabajo apunta con nombre y apellido a una de las instituciones más poderosas que sostienen el edificio social vigente.

Como podemos comprobar en la propia novela, las catedrales católicas son mucho más que edificios dedicados al culto religioso. Se trata, como bien nos enseñaron los teóricos de la semiología moderna, de inventos humanos construidos para transmitir un mensaje, una filosofía, una manera particular de comprender la realidad. Edificios que pueden ser leídos como libros. Como tales, resumen las interpretaciones de la realidad que tuvieron sus constructores en cada momento histórico. Y como tales, también, pueden ser interpretadas de formas distintas dependiendo de las ideas y valores de cada lector, lectora o lectere.

Piñeiro nos ofrece la propia. Una catedral que pueda ser construida conservando los aspectos más bellos de la intención humana por admirar la fuerza de los sentimientos más nobles sobre el amor, la vida y la muerte, execrando todo aquello que contribuya a construir un discurso de control y opresión de las conciencias y los cuerpos. En suma, la autora propone al mismo tiempo una crítica de la ideología católica construida por la curia episcopal desde las oscuras intenciones de la iglesia medieval y sus sostenedores en el presente, presentada como responsable en última instancia de los crímenes de lesa humanidad provocados contra las mujeres en nuestra sociedad, pero también ofrece una tregua con los aspectos espirituales del catolicismo, una redención, un perdón.

Catedrales, entonces, puede y debe ser leído como un ejercicio al mismo tiempo literario y político y también como una reflexión filosófica sobre el poder y los límites de la construcción de narrativas o discursos en la lucha de ideas de nuestra sociedad.

La novela negra y el femicidio como crímen político

Es muy difícil ser una buena escritora del género de la novela negra, llamada en sus orígenes clásicos como policial, detectivesca o de misterio. Se trata de uno de los géneros más populares y exigentes de la literatura, toda vez que sus fanátiques lecteres demandan que se cumplan sus leyes de hierro –un misterio que debe ser ocultado hasta el final pero aportando las pistas que animen a le lectere a descubrirlo antes que les autorxs- pero sin aburrir repitiendo recursos consagrados. Mucho más difícil si se trata de una autora que ha estudiado su tradición y respeta esa demanda con conocimiento de causa, una autora, además, que compite con su propio legado, esforzándose una vez cada dos años en los últimos quince por publicar novelas que sigan sorprendiendo, a pesar de sostener un estilo.

En Catedrales, Piñeiro construye un misterio central, el femicidio horroroso de Ana Sardá, una adolescente de 17 años de una familia católica de clase media de Adrogué a principios de la democracia alfonsinista. Siete personajes intentan develar este misterio treinta años después, en nuestro presente inmediato, dado que la novela incorpora el incendio de Notre Dame de París en abril del 2019 como marca temporal.

La estructura narrativa es la de una polifonía en la que a cada protagonista se le permite exponer sus motivos e intereses para justificar su participación en el conflicto a partir de sendos capítulos donde ejercen una especie de confesión o al menos declaración sumaria en primera persona. Queda a cada subjetividad considerar si Piñeiro ha logrado diferenciar cada voz y cada personaje al nivel que requiere la estructura narrativa elegida, pero a mi gusto y más allá de una excesiva preocupación por fundamentar cada detalle de la trama, el corazón de los personajes -sus motivos- es sólido y se sostiene.

Sorpresivamente ese misterio nodal es develado antes de la mitad de la novela, y los indicios necesarios para que le lectere los anticipe están ya en el primer tercio (pedimos disculpas por no citar con exactitud las páginas ya que hemos leído en Kindle, obligadas por las restricciones del aislamiento social obligatorio). Un giro osado para el género que Piñeiro ya usó en novelas anteriores que sirve para descolocarnos y promover una nueva obsesión. En este caso el misterio al que nos enfrentamos es descubrir a los responsables de un crimen político, que como tal no se limita a las personas concretas que lo ejecutaron y encubrieron, sino a las estructuras sociales que lo hicieron posible.

Este es el principal éxito de Catedrales, el desafío de revolucionar las leyes del género para hacer una pedagogía de absoluta necesidad para nuestra realidad cotidiana: el femicidio del que trata la novela tiene responsables materiales y responsables políticos. Todos ellos deben ser denunciados y perseguidos si queremos terminar con el verdadero femigenocidio al que estamos siendo sometidas las femineidades en nuestro país y el mundo.

Otro acierto que se desprende de éste es que las pistas que permiten anticiparse al develado explícito del misterio, sólo pueden ser comprendidas por quien asuma su lugar en la sociedad en la lucha activa por los derechos de las mujeres. Sólo estas personas podrán “darse cuenta” antes que los demás personajes cuál es el verdadero crimen que sufrió Ana. Este mecanismo narrativo es sutil e invisible, pero quien no lo detecte podrá hacerlo si presta atención a que los varones que persiguieron la verdad durante treinta años y que tuvieron acceso a todas las pruebas nunca pudieron ver lo que tenían frente a sus ojos precisamente porque para ellos, para su estructura mental los problemas fundamentales que oprimen a las mujeres no existen, no se nombran o se minimizan.

Un recurso literario magistral, un ejercicio de pedagogía política sutil e impecable que sólo es posible gracias a la maestría artesanal de la escritora y una conciencia política muy elaborada.

Bellas mentiras para develar horribles verdades

Me parece que el principal éxito de la literatura de Piñeiro está en su coherencia. En ninguna de sus novelas construye ficciones sobre universos que no conoce. Siempre está interpelando a su propia aldea: las familias de la pequeño burguesía de la zona sur del Gran Buenos Aires. Sus personajes tienen una fuerza de verosimilitud que convencen incluso a quienes la critican por lo bajo, porque son arquetipos y no caricaturas de centenares de miles de personas que existen, que piensan, hablan y actúan en nuestro alrededor de formas muy parecidas.

Sobre todo cuando se trata de las mujeres de clase media que Piñeiro moldea. Esposas agobiadas por el corsét del matrimonio y las funciones a las que obliga esta institución, ya sea en un country cerrado en los 90 o como docentes de colegios católicos privados, jóvenes estudiantes enredadas en las falsas ilusiones que ofrece el romanticismo y su fracaso en las parejas realmente existentes o ancianas agobiadas por las culpas de su pasado, las mujeres de Piñeiro tienen una fuerza de convencimiento impresionante y creemos que se debe a la audacia de la autora por sublimar sus propias dudas existenciales en cada una de las etapas que le tocaron vivir. Audacia y coraje, de nuevo, para exponerse de esta forma al mundo, desnudar sus heridas y arrugas que, aunque enmascaradas en las construcciones ficcionales que no la representan de manera concluyente, no dejan de ser posibles variantes de ella misma.

En Catedrales, Piñeiro vuelve al arquetipo de la mujer de clase media que luego de la crisis de los cuarenta y el fracaso de los mandatos sociales elabora su propias contradicciones, en este caso en la figura de Lía, que ha roto con el catolicismo, la argamasa de su familia de sangre y también con la geografía de sus raíces, exiliándose en otro continente y en otra tradición, la literatura. Si el símbolo máximo del templo de les literates es una biblioteca –recordemos a Borges y la Biblioteca Nacional- con mayor humildad Piñeiro construye su refugio en una librería modesta. Lía también aporta el elemento literario que ordena el sentido central de la novela, el cuento Catedrales de John Carver, del que se aprovecha para establecer un homenaje a las tradiciones que la propia autora asume como propias y también para fundar una bella imagen sobre el poder de su arte.

Escribir es, para Carver y Piñeiro, lo mismo que intentar transmitir a una persona no vidente las percepciones sensoriales y sensibles de quien puede ver. Un ejercicio tan íntimo y delicado como tomar la mano de la persona no vidente bajo la propia para guiarla dibujando lo que se puede ver. Las impresiones sensoriales de cada individuo son intransferibles, porque cada une de nosotres procesamos los elementos de la realidad atravesados por nuestras propias y particulares maneras de procesarla. Sin embargo, es posible acercarse al máximo y lograr el milagro de la comunicación, compartir informaciones y puntos de vista, dialogar, emocionarnos.

Lía además reivindica el uso de la literatura como tecnología de comunicación para todes, incluso para quienes no son escriteres profesionales, por eso mantiene una correspondencia con su padre en cartas físicas, de papel, que obligan a esforzarse por dibujar la letra al punto de que sea comprensible por el receptor, de tomar distancia del borrador y corregir, pulir lo que se quiere transmitir y su forma.

La otra figura femenina que construye Piñeiro para reflexionar sobre las leyes de la escritura ficcional es Graciela, la mejor amiga de Ana Sardá, quien la acompaño desde tercer grado de la primaria del Colegio Sagrado Corazón hasta el desenlace de sus últimos momentos. Graciela sufre de una situación patológica que no vamos a espoilear para no privarles de disfrutar al máximo la experiencia de seguir al personaje. Esa situación la obliga a una forma de escritura en la que Piñeiro señala con maestría la clave del oficio, construir ficciones, mentiras que rellenan los huecos que deja la percepción.

Les escriteres no están obligados a contar toda la verdad, ni siquiera toda su verdad. En el apellido de Graciela, Piñeiro nos hace un guiño para que volvamos a la imagen de los personajes clásicos de Borges donde establece por la vía de la paradoja y la ironía la imposibilidad de ningún ser humano para acceder a la comprensión absoluta de la realidad. Graciela entonces usa la literatura como lo hace cualquier ser humano, como soporte concreto de la memoria, así como nació la escritura hace cinco mil años, para retener las cuentas de los depósitos y templos que concentraban los impuestos de las clases explotadas. Y lo que no conoce, lo inventa, completa el sentido para poder construir la narrativa que le permita orientar su vida, justificarse ante el mundo.

El recurso que ha utilizado con Graciela nos recordó la increíble experiencia de Elena sabe, de 2007, en la que Piñeiro logra meternos dentro de la asfixia insoportable que significa vivir cotidianamente con una enfermedad irreversible que nos cancela el acceso a un universo de capacidades sobre los que se construye la sociedad.

Hasta aquí, Lía y Graciela, además de Ana, expresan las voces de las víctimas directas del femicidio que se discute en la novela. Antes de interpelar las voces y motivaciones de los principales responsables, la autora nos presenta a dos varones inocentes, aunque no del todo. Mateo es inocente porque ni siquiera estaba vivo cuando todo ocurrió, es el hijo de la hermana mayor de la chica asesinada, a quien no conoció y Elmer es el detective forense que descubrirá el misterio. Inocentes hasta ahí, porque las mismas estructuras que propiciaron y propician el femicidio que discutimos los colocan a ellos también como potenciales cómplices. Este aspecto no se subraya ni señala en la novela, en la que funcionan como arquetipos de los varones que con las mejores intenciones se dedican a buscar la verdad y la justicia pero que son incapaces de verlas ya sea por un exceso de ignorancia e ingenuidad (Mateo) o debido a las propias limitaciones provocadas por una formación patriarcal y machista de un detective formado en la Policía Federal del que su esposa se ha divorciado porque no logra comprender la dinámica de las relaciones fraternales entre ambos géneros. Las apreciaciones sobre el problema de la igualdad y autonomía femenina en boca del detective “bueno” (bueno porque denuncia la corrupción inherente a la Policía y el Estado) son expuestas para que quien lee juzgue si se trata de un varón intentando torpemente desconstruirse a pesar de su edad –una mirada complaciente- o alguien que es incapaz de asimilar las expresiones de la propaganda feminista contemporánea (el lenguaje inclusivo, por ejemplo) como herramientas para comprender a fondo su propia responsabilidad en la crisis de sus relaciones afectivas. Piñeiro siembra marcas textuales para cualquiera de las dos conclusiones, enmascarando en la “distancia objetiva” que los manuales de la literatura recomiendan para construir a los personajes una estrategia del feminismo conciliador al estilo de Rita Segato, por aquello de no anatemizar a todos los varones.

Para empatizar con este simpático detective Piñeiro nos lo muestra abatido en la soledad que su divorcio le provocó, producto de una intención noble, la de la búsqueda de la verdad sin dejarse corromper. Un anti héroe clásico del género, una especie de Gil Grissom del conurbano, sin la tecnología ni el presupuesto de la ficción de CSI Las Vegas representado por William Petersen en los ocho años que duró la serie televisiva de la cadena yankee CBS desde su lanzamiento en el 2000. Sin embargo, estos límites patriarcales que le son señalados casi con dulzura, explican que no haya visto en treinta años la solución del misterio con todas las pruebas necesarias a su disposición.

En ese mismo camino, la figura arquetípica más discutible de Catedrales es Alfredo, el padre de la niña asesinada, quien después de treinta años de dolor torturante consigue descubrir la verdad y ofrecérsela a las víctimas inocentes que sobrevivieron para poder sanar y reconstruir su afectividad en el futuro. La condescendencia de Piñeiro con esta figura es a mi gusto el mayor límite político de su propuesta y volveremos a ella en el final.

Las razones de los perversos

El segundo ejercicio literario que vale la pena destacar y aplaudir en esta novela es la construcción de los culpables. Piñeiro ejecuta aquí otro desafío importante para cualquier escritere, la de ponerse en la piel de personajes a quienes desprecia. Está claro que Piñeiro no viola las leyes de su oficio e intenta que sus propias opiniones no juzguen a sus personajes, ni siquiera en la aceptable posibilidad de que termine caricaturizándolos. Todo lo contrario, son quienes exponen sus casos con mayor solvencia y contundencia, al punto que la autora necesita que uno de los protagonistas les discuta su defensa argumental más irritante y perversa, para que nadie pueda hacer la lectura de que Piñeiro colabora en la defensa de un machismo reaccionario.

El ejercicio es muy saludable porque la autora intenta mostrar la forma de razonar arquetípica de los varones y mujeres que encarnan la ideología católica oficial fuera del ámbito exclusivo de la curia. No son personajes habituales, como los católicos “no practicantes” que justifican su pertenencia creyendo y repitiendo algunas tradiciones culturales pero no participan activa y militante en los rituales sociales de la Iglesia. No, Carmen y Julián son militantes convencides del dogma más rancio del Vaticano, ella como profesora en Teología y el como ex seminarista, les dos militantes de Acción Católica.

Piñeiro nos hace un aporte fundamental, nos muestra en sus personajes las bases teóricas que utiliza la Iglesia Católica para construir su ideal de masculinidad y femineidad. La autora apunta el dedo y mete sal en la llaga, la Iglesia Católica que formatea este tipo de personajes es la responsable en última instancia de los femicidios que provocan. Una institución creada por varones, los Obispos, que especifican en detalle cuáles son los valores y actitudes esperables de los únicos dos géneros que reconoce como válidos.

Piñeiro expone los mecanismos de manipulación psicológica y física con los que la Iglesia formatea a su juventud en general –retiros espirituales, campamentos, catequesis- y para transformarlos en sacerdotes en particular, utilizando los propios manuales que usa la Iglesia en la realidad, como los libros del ex Papa Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI. Se acusa a la imposición del celibato para el sacerdocio masculino como el principal error que explica las perversas justificaciones del protagonista. Sin desestimar del todo la causa económica del celibato –no fragmentar las riquezas del clero entre potenciales herederos- la autora enfatiza la obsesión del catolicismo contra la sexualidad humana. Y la sexualidad es el nudo que explica el crimen de esta historia.

Pero el personaje mejor logrado, más conmocionante y perturbador de Catedrales es del de Carmen. Sin ahondar demasiado, podemos decir que Piñeiro asume la audacia de señalar el nefasto rol que cumplen las mujeres católicas en la responsabilidad por los crímenes patriarcales, ya que no sólo aceptan el rol que les asignan los obispos sino que lo militan con pasión. Aquí también Piñeiro no se limita a construir el personaje con lugares comunes que ridiculicen a las católicas militantes como locas o desquiciadas. Mucho más inteligente se toma el trabajo de leer a teólogas feministas que critican a los obispos que idearon los reglamentos que indican qué parte de la Biblia debe leerse en cada misa y descubren que siempre se reproducen los pasajes donde aparecen mujeres santas consagradas por su función de madres puras, asexuadas, protectoras y encubridoras, como la Virgen María, mientras desestima todas las imágenes femeninas de la Biblia donde aparecen mujeres luchadoras, heroicas y combativas.

Si la lectura del punto de vista de Julián indigna y subleva, el capítulo de Carmen realmente logra apalear a les lecteres sensibles, abrumados por el horror de los razonamientos, tan habituales en nuestras propias experiencias familiares que nos hielan el corazón reconociéndolos en nuestras madres y hermanas. Arriesgada y saludable apuesta del feminismo de Piñeiro, que acusa a las mujeres que sostienen al patriarcado con mayor violencia y contundencia, con la autoridad que le merece haber atravesado en su propia vida seguramente todas las heridas que puede provocar una familia machista de clase media católica.

Ni olvido ni perdón

Hasta aquí intentamos desarrollar todas las características que nos han fascinado de Catedrales incluso aceptando el riesgo que provoca la extensión del texto. El límite que le encontramos no es literario, sino político. Piñeiro como ya dijimos debe ser saludada por el coraje de señalar la responsabilidad política ineludible de la Iglesia Católica en los crímenes de odio que asolan a las mujeres en nuestro país y el mundo. Sin embargo, se detiene antes de promover una ruptura definitiva con el catolicismo. Comparte con Lía el repudio a los aspectos más nocivos del dogma, la construcción de una neurosis colectiva como medio de manipulación y control de la población, así como repudia el fanatismo reaccionario de los militantes laicos, su hermana y su marido. Pero su ateísmo no va más allá, ni siquiera siguiendo uno de los hilos posibles de su propia cosmovisión.

Si existe un libro literario que demuestre el poder de las ficciones para moldear la realidad, es la Biblia. Ya en el siglo 19 los estudios filológicos alemanes demostraron hasta qué punto el Antiguo Testamento “llena los huecos” del pasado histórico inventando un mítico Jesús (recomiendo leer con paciencia El cristianismo de Karl Kautsky en 1907 reeditado en Buenos Aires hace pocos años por Ediciones Marat) y un igualmente inexistente Reino de Israel, como demostró Mario Liverani, el mayor especialista en arqueología del Antiguo Oriente en 2003 con su excelente libro Más allá de la Biblia. Historia antigua de Israel.

Estas ficciones impunes justificaron la legalidad de casi todos los Estados imperialistas del occidente desde que fuera consagrada religión oficial del Imperio Romano en el siglo cuarto. Recordemos la importancia que tuvo la Biblia para el desarrollo de la cultura comunicacional moderna, habiendo sido el primer libro impreso por Gütemberg y el impacto que tuvo el contraste de las ficciones originales para el bajo pueblo explotado por el Papa y el Emperador Carlos V con las ficciones posteriores. Lo que expuso la imprenta fue precisamente las mentiras del papado que justificaban su rol de explotadores del campesinado y les esclavos de ayer y hoy.

El ateísmo de Lía, por lo tanto, no es militante: se limita a justificar su decisión íntima de arrancarse de su herencia familiar pero no lo impugna, no protesta por el poder que todavía hoy tiene en el control de nuestras vidas. Al contrario, acepta la tregua que le propone su padre, un católico no practicante y anticlerical. Como anticipamos, la autora expone razones para perdonar la responsabilidad de Alfredo como factor dominante en la construcción de los valores que guiaron la crianza de sus hijas, lo absuelve porque lo hizo de manera pasiva, como quien acepta la nefasta justificación “así se pensaba antes”.

Aunque sea verosímil este perdón otorgado por una hija sufrida al padre que se arrepiente antes de morir e intenta por todos los medios a su disposición corregir lo que puede del desastre del que es culpable, rechazo de plano esta posición que caracteriza al feminismo liberal encarnado por Rita Segato, que aunque es capaz de desnudar sin atenuantes la responsabilidad del patriarcado en el femigenocidio que ejecuta sin piedad sobre las mujeres y personas femenizidas, absuelve a los padres “buenos” que se arrepienten de sus crímenes inconscientes o involuntarios.

Es el límite insalvable de un feminismo que se niega a ir a fondo en las conclusiones que tan bien logra identificar. La esposa que redime los errores de su marido, la hija que absuelve a su padre de buenas intenciones, no serán nunca capaces de abolir para siempre esas estructuras elementales e invisibilizadas de la violencia machista. Todo lo contrario, seguirán promoviendo en sus hermanas, amigas e hijas la búsqueda utópica de nuevos príncipes azules, igual de ficticios que sus “buenos maridos” o “chongos aliados”. Esta conciliación humanitaria, aunque bien intencionada, les impide la posibilidad de encontrar caminos para construir futuras familias que rompan con el corazón del patriarcado, su obsesión por prohibir expresiones de género y orientaciones sexuales opuestas a la heteronorma obligatoria.

No alcanza con la buena voluntad de los varones aliados, no alcanza con pedir perdón y reconocer las culpas, no alcanza con deconstruirse. Un padre no machista, en los mismos términos de Rita Segato, no es un padre. Un varón no patriarcal, no es un varón. Porque como bien estableció la antropóloga en sus investigaciones más lúcidas, la mejor expresión de un varón en nuestra cultura y sociedad , el mayor grado de masculinidad al que puede aspirar, es la poder someter la voluntad de las mujeres y personas feminizadas bajo su absoluta voluntad. El arquetipo ideal de nuestra sociedad no es el “buen padre” sino el macho violador.

Es imposible ser un “buen varón”, en una sociedad patriarcal, ser un buen varón, un buen esposo, un buen marido, es necesariamente dejar de serlo. Se trata por lo tanto, para poder pretender una sociedad que libere de sus cadenas a las mujeres y géneros disidentes, no la absolución, sino la abolición de la masculinidad.

Piñeiro, como Lía, es incapaz de romper del todo con su crianza católica. Ser católique no se reduce, como defiende la protagonista de Catedrales, a participar de la neurosis colectiva que cree en la existencia de un dios todopoderoso y omniconsciente que justifica con su voluntad las peores aberraciones. Tampoco alcanza con renunciar a la manipulación emocional que provocan el temor de dios y la hipocresía que le permite a horribles asesinos intercambiar responsabilidades con sus víctimas, invirtiendo los argumentos sobre el libre albedrío sobre el propio cuerpo con cinismo, como bien señala Catedrales. Si Lía es incapaz de quitar de sus catedrales ideales el criterio de la confesión como chantaje a cambio de la absolución de los pecados, le será imposible encontrar los caminos efectivos y concretos para abolir para siempre la reproducción de los crímenes de los que es responsable la iglesia patriarcal.

La iglesia que ilumina

La imputación de culpabilidad contra Ratzinger y los preceptos de la Iglesia medieval que sostienen el celibato por razones materiales y su obsesión contra la sexualidad humana, aunque acertadas y correctas, dejan la puerta abierta para colocar dentro del mismo catolicismo algunas variantes menos oscurantistas o incluso progresistas, con la que no estamos para nada de acuerdo. La novela expone indicios que permiten sospechar un guiño hacia los sectores del clero que promueven la reforma del celibato y una reinterpretación “feminista” del rol de la mujer dentro de la Iglesia, como si el enorme poder material y simbólico del Vaticano fuera plausible de ser reformado o evolucionado con abrir la puerta a discursos renovadores.

La función social que justifica el peso político y material de la Iglesia Católica en nuestras sociedades no deviene de su capacidad ficcional para ofrecer formas de comprender la vida cotidiana, ya sea la fe, el amor o la muerte. Su única justificación es la de ser el gendarme de la familia heterosexual como la única “célula básica” de la sociedad permitida. Su nefasta concepción del rol de la mujer como “madre sagrada” o “puta provocadora”, la Virgen María o Eva, no es por lejos el meollo del problema. La necesidad de explotar masas enormes de personas con acceso a trabajos de mierda y un enorme ejército de desocupades y desesperades en todo el planeta es la que explica las presiones simbólicas y materiales que operan los Estados en todo el globo para que las mujeres sigan siendo fábricas de brazos y no puedan ser seres humanes libres.

Ni aunque Bergoglio representase una intención de reforma progresista del edificio clerical, cosa que no nos consta del jesuita que ha igualado a las personas transgénero y las que cometen “adulterio” con el nuevo demonio (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2016/10/dios-familia-y-negocios-quien-es-el.html), el día que la Iglesia deje de aportar los argumentos que justifican la legalidad de toda represión contra la libertad de las mujeres y les géneros disidentes, el Estado patriarcal buscará alguien que lo haga. Como hace para explotar poblaciones donde el Vaticano no pincha ni corta.

Necesitamos, me parece, construir movimientos políticos que batallen en las conciencias de nuestras familias para desterrar estas ficciones reaccionarias, estos venenos virales que construyen la neurosis femigenocida que asola al planeta. Aunque suene una esperanza metafísica propia de la fé religiosa que combatimos, ojalá que esfuerzos artísticos y políticos como el de Claudia Piñeiro sean anticipos de un futuro frente ateo militante y anticlerical no tan distante.

En última instancia, esta es lo intriga más interesante que deja planteada la novela, ¿qué estarán dispuestes a hacer Lía y Mateo cuando lean la verdad y sus alcances? ¿Hasta dónde estamos dispuestes a llegar, quienes no fuimos quebrades o aniquilades por el patriarcado, quienes por alguna razón ogramos sobrevivir, para erradicar a los responsables últimos de la masacre femigenocida en la que están ahogándonos?

No pretendo exigirle a Claudia Piñeiro o Rita Segato más de lo que son capaces de dar. Me limito a tomar el guante del debate que dejan abierto y ofrecer lecturas que puedan contribuir en la lucha común en la que nos reconocemos del mismo lado de la trinchera y de la que reconocemos el enorme e imprescindible aporte que nos han legado.

Imagino el impacto emocional que puede tener esta novela para una estudiante de cualquier secundario católico privado en cualquier país de América Latina y me emociona saber que contiene lo necesario para ayudar a todas esas víctimas “asintomáticas” del veneno vaticano a romper con los mecanismos de manipulación emocional e intelectual que destruyen sus vidas.

Celebro por eso el coraje de Claudia Piñeiro para escribir y publicar Catedrales y aportar una herramienta poderosa en el camino de sanar las conciencias y estructuras emocionales de millones de adolescentes bajo el yugo de esta verdadera maldición milenaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario