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sábado, 20 de junio de 2020

La lengua boba del progresismo

Una crítica de Lengua sucia. Antología poética personal, de Reynaldo Sietecase, publicado por Lumen en Buenos Aires, marzo 2020. 
Primero en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2020/06/19/lengua-sucia-reynaldo-sietecase/?fbclid=IwAR1HfW8teVBkgPtAo1eJ-em5CVPI7P8IDlPuEzZiwRGFZQlZhjidySt1wr8 


Pocos poetas acceden en nuestro país al privilegio concedido a Reynaldo Sietecase de publicar una antología de su propia obra de treinta y cinco años. Menos todavía las y les poetas que deben esperar el escándalo, la muerte trágica o la moda. Artesanía sacralizada y marginal, la poesía en nuestro régimen cultural sigue siendo Parnaso de especialistas inalcanzables, aristocrático, o círculo hermético de bohemies malditos y maldecidos que deben yugarla duro para llegar al papel.

Más que una reflexión cerca de sus sesenta años, Lengua sucia nos ha dejado un sabor a confesión con cierta vergüenza ajena este poemario que saludan y felicitan Jorge Bocanegra y Andrés Calamaro. Como el propio autor reconoce en el prólogo, probablemente haya sido el reconocimiento alcanzado en otra profesión obligada por el hambre, el periodismo, la razón que explica el raro privilegio de ser publicado por “Lumen, que ha difundido durante medio siglo a los más destacados poetas de Hispanoamérica.” aunque su absorción por el pulpo capitalista más grande del imperio editorial de habla hispana, Penguin Random House le haya quitado el alma de rebeldía original a todas las empresas editoriales otrora heroicas que ha fagocitado.

Sietecase es reconocido como un buen tipo por cualquiera que lo haya tratado en público, imagen simpática que le valió un lugar en los medios de comunicación más importantes y de mayor peso en la construcción de ideologías de nuestro país, Telefe, del pulpo Telefonica de España. En su  poemario, sin embargo, sostiene el orgullo de ser poeta y desnuda con absoluta honestidad un machismo camuflado de recursos progresistas y una particular concepción de la poesía que reduce al juego de palabras, el lugar común y la metáfora con explicaciones.

De peor a menos peor

Se trata de un compendio que se despliega al revés, desde el presente exitoso de un Sietecase que encarna la tercera pata de una mesa que sostiene el discurso hegemónico de la progresía devaluada del presente, la pata izquierda de una Corea del Centro, un poco kirchnerista y un poco macrista, que conforma junto a Ernesto Tenembaum y María O´Donell, hacia esos orígenes marginales de sus veinte y treinta años entre las últimas ilusiones revolucionarias de los años 80 frustradas bajo la impiadosa contrarrevolución material y simbólica del neoliberalismo de los años 90.

Compartimos con el prólogo de Bocanegra una sensación que él no despliega pero nosotros sí, lo mejor de su obra está en esos primeros “poemas que repartía por las mesas de los bares de Rosario a comienzos de los años ochenta” y que pintaba “en las paredes de mi ciudad natal desafiando a las autoridades militares con mis compañeros de El Poeta Manco”.

De Neruda a Arjona

Leemos una serie de continuidades en la poesía que Sietecase nos ofrece. La construcción de una identidad auto-percibida de poeta maldito, reivindicación del romanticismo heroico del siglo 19 sin embargo alejada de las pretensiones líricas de simbolistas y vanguardistas, heredero de aquéllos a quienes reivindica, los versos sencillos y claros del realismo costumbrista de los compañeros de ruta del PC latinoamericano de los 60 y 70.

Tenemos una sensación extraña leyendo a Sietecase. Primero porque nuestro gusto estético reivindica como él el rechazo sarcástico de las pretensiones elitistas de la poesía hermética de las vanguardias y la preferencia de la tradición latinoamericana de los grupos Pan Duro (surgido en los costados heterodoxos del PC argentino de la mano de Mangieri, César Silvain y el primer Gelman en las épocas del deshielo estalinista y la culpa peronista después del 55) o alrededor del grupo Barrilete en los 60 (Roberto Santoro, Humberto Constantini). Sietecase retoma los temas de la cultura popular de masas del hombre de barrio: el tango meloso de Le Pera, sarcástico y desesperanzado de Discépolo o ácido de los hermanos Expósito; la metáfora futbolística de Fontanarrosa. La crítica de las injusticias sociales, la denuncia de los genocidios de los setenta y una obsesión con el amor y las mujeres se pueden descubrir de cabo a rabo en cualquier sentido que se recorra esta antología.

Segundo, porque nos parece que Sietecase confunde el rechazo al elitismo de las vanguardias con un abandono total por el esfuerzo en la construcción del verso y el símbolo. Aquello de Picasso que exigía el mayor grado de capacidad técnica para permitirse la sencillez o el absurdo. Lejos estamos de creer que Gelman, Neruda o incluso Benedetti abdicasen de la disciplina y autoexigencia igual que Sietecase. Mucho más González Tuñón, Lorca y Miguel Hernández, quienes defendieron la sencillez en la expresión y la comunicación de la idea o el sentimiento pero nunca la disciplina estética que los consagró antes de su militancia como líderes de la vanguardia.

El cambio más notable, sin embargo, son las marcas de las situaciones concretas que moldearon en cada momento del recorrido la sensibilidad del poeta. Sus versos y temas son más honestos, sinceros y descarnados mientras más cercanos están los ecos de las batallas encarnadas por las masas obreras y campesinas derrotadas a fines de los 70. Los homenajes a Conti y Urondo antes de la década de sus asesinatos y un repudio visceral a la búsqueda de redención de los genocidas bajo democracia. En esos primeros años el joven poeta maldito no pretende el reconocimiento de la crítica, no tiene el cuidado por la corrección política ni formal. Grita, putea, escupe.

Todo lo contrario parece pasarle a medida que los años le van alejando de la esperanza en el triunfo de las ilusiones revolucionarias y la derrota lo va ahogando en el cinismo bien pensante. Se distingue un tufillo de moralina en los poemas que reivindican la rebeldía obrera en los últimos años contrastados con el orgullo épico de los primeros. El poeta que ha triunfado después de haber acomodado su rebeldía a las exigencias de corrección del liberalismo permitido por los grandes medios de comunicación que lo contratan, no se hace cargo de sus propias traiciones a las ilusiones adolescentes y se enoja contra las masas que deberían rebelarse y no lo hacen.

Aplaude la huelga de los albañiles de Puerto Madero desde muy lejos, casi como un reproche por lo que considera una tardía reacción de esta población a la que concibe demasiado pasiva, como maniquíes que no se rebelan contra quienes los han condenado a ser objetos pasivos de consumo, mercancías desechables. La amargura del revolucionario derrotado muta en un cinismo amargado, quitándose culpas del lomo y poniéndoselas a las masas que no hicieron lo que los teóricos de la revolución dicen que deberían hacer.

La poesía de Sietecase no se esmera por alcanzar nuevas y complejas texturas en el verso, las palabras escogidas ni las metáforas. Lo que en los sesenta y setenta era un acto de audacia contra el elitismo aristocrático de la poesía oficial, queda banalizado, reducido en el poemario de los últimos veinte años a juegos de palabras infantiles expresados con total impunidad. Parece deteriorarse más cada vez que se aleja de las emociones de las luchas obreras de fines de los 90 y se comienza acomodar a su rol de sensatez y pragmatismo que le permitieron los gobiernos “setentistas” del nuevo siglo.

Parece jactarse de lo contrario que supone la búsqueda poética, sus metáforas van acercando el significante al significado cada vez más, y si en algún poema siente que ha enmascarado un poquito tan solo la referencia, al final viene y te lo explica, como si fueses lo suficientemente inútil de reconocer metáforas obvias.

Parece un acto de rebeldía contra la búsqueda obsesiva de las vanguardias pero una no sabe si se trata en realidad de hacer de la incapacidad para imaginar una virtud. ¿Se resigna a la obviedad y el lugar común porque no puede otra cosa o porque no quiere? Quizá el único misterio de este poemario. Misterio que antes de despedirse de su juventud revolucionaria al menos tenía la honestidad intelectual de auto cuestionarse cuando en 1996 se lamenta de su “pobre poema con lugares comunes”. En su balance de su propia trayectoria, Sietecase se define con claridad cuando repite los que parece considerar sus mejores versos: “melodías del día / me dolías el día”.

Confesiones de un macho progresista

Si el fracaso de la revolución con la que soñara de joven lo amarga al punto de criticar a quienes la siguen agitando hoy en las redes sociales (que son los nuevos bares y muros de la sociabilidad de masas) porque “no mueven el culo” (dicho sea de paso un poco de vergüenza no le vendría mal a alguien que sermonea desde la comodidad de la fm más escuchada del momento y Telefe, que admitamos no son la cadena de Prensa Libre de Walsh y Masseti) su reflexión sobre el deseo se deterioran para exponer lo más lamentable de su tradición de macho romántico.

En los 80 y 90 seguía los pasos de Joaquín Sabina o Fito Páez intentando incomodar la moralina pacata hegemónica, reivindicando la figura del amante que amenazaba la sacralidad del matrimonio y publicando versos elegíacos de las geografías prohibidas de la corporalidad heterosexual: las tetas y los culos. Sin embargo no es la poesía de Sietecase un intento serio de subvertir al fondo esas convenciones. Las tetas que homenajea son las de la madre que nutre y de la amada que alimenta al amado. Un clishé que sólo es disruptivo cuando parece reconocer la perversión de su propia educación sexual, cierto morbo del deseo sexual del varón que no distingue del todo en esa teta su tragedia edípica; aunque al final se acerca al abismo y reclama el máximo posible de la idealización, tener él en su cuerpo aquello que lo obsesiona en los cuerpos ajenos.

Abismo que no cruza ni explora. Cuando encara la elegía prohibida al culo, no osa abrir la puerta del propio y meter el dedo en esa llaga, se limita a homenajear y enaltecer “los culos que deseo”, los de ellas, la paja en el culo ajeno y no la enorme viga en el propio. Poco, muy poco para una poesía que se pretende maldita cuando cae en otro lugar común de la mirada masculina de la sexualidad en el más disruptivo y obsceno de sus poemas de 1989 “Nadie es de nadie”:

Cómo mirarla entonces

sin este deseo infernal

de hacerla mierda


Cómo pensarla durmiendo

acompañada

sin la dulce intención

de fragmentarla

partirla en pedacitos

de colores


Cómo escuchar callado

su buen día

sin querer hundirle

mi sexo hasta los ojos


Cómo ir tontamente

a saludarla

sin pretender tapar

tanto agujero

que le sobra

                        en fin

mojarle el corazón

con un buen polvo.


Dejemos de lado el debate de si estamos frente a la sublimación del deseo pervertido del violador en potencia y su validez para denunciar la misoginia evidente de la masculinidad hegemónica o ante un poeta que aprovecha la impunidad concedida a su género para irritar con una confesión descarnada de su propia imaginación golpeada por la autonomía de la mujer deseada y el derecho a la propiedad privada de su cuerpo. Dejemos de lado también la metáfora obscena por lo burda que casi no se despega del insulto callejero.

En todo su poemario Sietecase expone una mirada machista del cuerpo femenino al que admira cuando le permite que lo invada para saciar su propio deseo, al que felicita cuando se rebela a los límites morales del matrimonio para saciar sus necesidades de amante que reduce la libertad sexual a un permiso para que él disfrute de todos los cuerpos que desea pero que protesta cuando ese deseo no se le regala en todos los poemas en que destila rabia contra las que lo “traicionaron”. Un machito forjado por la idealización freudiana de la madre luchona que sufre para nutrirlo, que idealiza a la amante audaz que se pone en riesgo para saciar sus propias pasiones y que se enoja cuando se va con otro o prefiere “la monotonía de los hijos” a la aventura extra-matrimonial.

No se aleja ni un poco de la temática más atrasada del machito llorón del tango gardeliano, como si más de cien años no fueran suficientes para empalagarlo. Para colmo muy lejos de la imaginación y creatividad poética de quienes esforzaban las neuronas persiguiendo la métrica, la rima, el símbolo. Versión degradada de mentores a quienes no intenta superar, el autor de una oda a las bombachas de seda nos parece más al bolero de Arjona que a la sevillana de Sabina o Calamaro, aunque los cuatro compartan un mismo amor por la misoginia disfrazada de osadía.

Claro que luego pretende la redención del macho progre, elogiando el amor sexual de las gordas en un poema o alabando un ícono del feminismo como María Luisa Bemberg. Pero como ya sabemos es en su búsqueda frenética por “deconstruirse” donde estos varones más muestran la hilacha. En sus treinta y cinco años de poesía no abandona nunca la imagen “de las piernas abiertas” como epítome de la sexualidad femenina, que nunca es activa, que siempre se abre para él. En el poema a María Luisa todavía peor, las tetas pierden su función primordial cuando pierden la turgencia juvenil a causa de haber amamantado. Y el poeta cree que alaba a la mujer porque saluda su vitalidad a pesar de haber perdido sus atributos de femineidad.

Nos cuesta mucho encontrar una forma sietecasiana de salvar estas interpretaciones encontrando una crítica que equilibre “lo bueno y lo malo”.

Una falsa búsqueda de irritar la moral pacata que sin embargo nunca abandona la mojigatería. Ni en sus épocas de poeta marginal y maldito Sietecase escribe pija en vez de pene o vulva y sólo una vez –muy lamentable- nombra vagina. En 36 años sigue prefiriendo referirse a los genitales con la insípida y monástica “entrepierna”. Y aunque hay que reconocerle que al menos una mujer en el barrio de La Boca logró sacudirlo de sus esquemas elementales, porque mantenía relaciones sexoafectivas con otras mujeres sin esconderlas y porque en lugar de abrirse para él “lo partió al medio”, se burló de su pene, lo hizo descubrir el otro lado del amor sexual, después de castrarlo del centro y el poder fálico (“Última cena”) parece que no alcanzó para que el poeta encontrase allí una veta a explorarse, para iniciar un camino que lo lleve de nuevo a sus enormes ganas de tener tetas propias y quizás termine de darse cuenta que la soledad y el desamor que lo ahogan en los últimos treinta años no se deban a que es un amante revolucionario incomprendido sino de que ha sido un perfecto idiota, un egoísta emocional sin autocrítica ni responsabilidad afectiva.

Un camino que lo lleve a darse cuenta que el tango, el fútbol y todas las formas de sociabilidad masculinas son una reverenda bosta que fabrica cobardes llorones que reprochan su frustración sexual de hijos abandonados por madres santas que se transforman en “compañeras putitas” o “vírgenes que se mojan a su paso” que desea violar para demostrar su hombría.

Una lengua boba que no lastima la mano que lame

En suma, tanto en sus obsesiones temáticas como en sus recursos estéticos, la poesía de Sietecase no pretende abandonar el lugar común, la metáfora evidente y los clishés del machito romántico incomprendido. No somos quiénes para ejercer un juicio ético ni estético sobre su obra, pero creemos haber descubierto las razones de su publicación por la empresa editorial más importante.

Incluso si esta poesía alguna vez pareció subversiva o irritante a una moral pacata y reaccionaria, después del abandono de toda pretensión por forzar los límites de la superficialidad y el lugar común es lo suficientemente inofensiva y no arriesga el producto comercial que nos vende su autor desde las pantallas y micrófonos hegemónicos, la oferta de un lugar insulso e inofensivo para la nueva moral progresista liberal edulcorada y bienpensante.

No hemos pretendido una crítica caníbal, aunque debemos reconocer la indignación ineludible al leer tanta impunidad misogínica ampararse en la corrección política cuando las mujeres y los géneros disidentes sufrimos cotidianamente el azote de un femigenocidio sofocante. Si hemos de ser sinceres, una profunda pena no nos permite el repudio absoluto. Pena de ver la debacle moral y ética de una generación que sucumbe sin darse cuenta a la peor de las nostalgias, aferrándose sin autocrítica a lo peor de la herencia política de la estética que alguna vez se rebeló contra la derrota y que ahora se justifica en un liberalismo progresista fariseico.

Aunque no se note, esperamos que esta crítica sirva para sacudir de su comodidad lo que quede de idealismo revolucionario en estas conciencias aparentemente torturadas, que si son incapaces de ver en el presente las reservas morales de las millones de juventudes que siguen luchando contra el capitalismo patriarcal, ecocida y racista sean capaces al menos de una verdadera autocrítica y abandonen para siempre la hipocresía de señalar en el otre sus propios defectos e insuficiencias.

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