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sábado, 6 de febrero de 2016

¿Quién es tu amigo fiel?

Ensayo sobre Toy Story, de Disney o la fidelidad al Estado, la familia patriarcal y la propiedad privada.


Quien quiera ejercer una crítica seria sobre la forma en que el cine infantil intenta moldear las conciencias de las familias no puede eludir la película que inventó el género en su forma actual: Toy Story, de Disney, estrenada en 1995.

Vino viejo en odres nuevos

Toy Story fue la primer película exitosa hecha por entero con la novedosa técnica de la animación computada o CGI. Y al mismo tiempo fue la mejor recibida por la élite de críticos del mundo entero y, lo que es más relevante, por las más amplias masas. Nadie que tenga más de 3 o 4 años y no esté en condiciones de exilio por culpa del imperialismo (lo que lamentablemente reduce cada vez más el sujeto de esta reflexión) pude decir que no vió la peli o la imagen pegajosa de sus personajes en todo tipo de mercancías.

Es la película que revolucionó el cine no sólo infantil, creando una nueva rama de la industria, sino inundando la totalidad del negocio. La primer mención que cualquiera puede leer en Wikipedia sobre este éxito de taquilla y de premios de 1995, veinte años atrás, sin smartphones todavía, es que costó 700 sueldos menos para ser producida que el último gran tanque de dibujos animados clásicos de Disney hasta ese momento, El Rey León, estrenado el año anterior, en 1994.

El éxito de Toy Story cambió la industria, además del acierto en la confección de la animación, en la técnica misma, sino porque ésta fue puesta al servicio del argumento, la trama, la constitución actoral de los personajes desde las voces y la concepción narrativa visual de directores y productores. Y esos creativos fueron de los primeros en ser hiper-explotados, la mayoría fueron contratados del ámbito de la televisión y con los sueldos inferiores al convenio de Cine en ese momento.

Si damos por ciertas las crónicas de las revistas del género (otra gran empresa capitalista que gira sus ruedas atada a la transmisión de Hollywood) todo el proceso creativo estuvo trabado por esa realidad empresarial: el Director de Contenidos de Disney aparece todo el tiempo cambiando el guión, el carácter de cada personaje, su identidad, etc. por sondeos de opinión, contratos de propiedad intelectual de otras compañías de animación, comics o de la industria del juguete. No lo hemos leído pero con tanta guita en danza y viniendo de Disney Co. ¿sería muy conspirador sospechar que instituciones de varias confesiones religiosas habrán sido consultadas asimismo, o con la ética y la moral de los patrones de Disney habrá sido suficiente?

Un mundo ideal

Es un muy buen ejemplo de una contradicción habitual en la producción artística en general, una forma revolucionaria para un contenido profundamente conservador.
Veamos los indicios. Sería el colmo de la obviedad decir que el éxito de Toy Story radica en que se trata de una re-elaboración por parte de los directores y guionistas de uno de los pilares de la formación de la vida emocional de una persona, el momento del juego, de la construcción de un mundo imaginario con reglas propias, dominado exclusivamente por uno/a mismo/a.

Entonces Disney mete mano y trata de encontrar una línea con el pasado de una sociedad norteamericana de clase media, profesional, pequeño burguesa o de la clase obrera mejor paga, el tan vituperado y denunciado “American Dream” que prometía el Estado imperialista y belicista que se proponía para dominar al mundo en la Segunda Guerra Mundial. Y un joven de los suburbios de alguna ciudad, blanco con un cuarto enorme para él solo en la planta alta de una flor de casona, que sabemos su familia es capaz de costearle un auto propio y mucho más caro, un futuro en alguna universidad privada bien saladita.

El pequeño burgués extraña su infancia indolora e insípida, pura ingenuidad, donde no había más malos que los buenos que le vencían siempre. Toy Story aprieta los botones de todos los lugares comunes sobre los “buenos valores” encarnados en un encantador Sheriff de trapo, Woody, a través del cual Tom Hanks nos trae una versión políticamente correcta del héroe blanco patriarca, una especie de John Wayne sin racismo ni mujeres golpeadas.

La primer peli ofrece casi únicamente esa idea maravillosa que confirmaría las ilusiones infantiles universales: que los juguetes tienen vida. Y en su vida cotidiana no hacen más que desarrollarse del mismo modo que cuando creamos universos imaginarios para nuestros juegos privados. Pero casi nada más. Con eso le alcanza para atrapar a todos los que fuimos niños/as y jugamos con algo que diera soporte a nuestra imaginación.

El conflicto central es banal, la envidia de un juguete viejo y su angustia ante un nuevo juguete moderno que lo desplace. Algo más siniestro, el Sheriff siente un temor que lo lleva a generar las condiciones para un “accidente” que lleve a la muerte al nuevo juguete por un miserable temor a ser desplazado incluso de su lugar de líder carismático del mundo de juguetes propiedad de Andy. Es también conservador que el otro personaje capaz de desplazar al Sheriff sea también un agente de fuerzas represivas del Estado, un “guardían” del espacio interestelar. Vale decir que como en todas las películas gobernadas ideológicamente por Disney se repite una puja de poder restringida al mundo de los varones, en este caso, para colmo, figuras del aparato represivo.

El niño malo, significativamente, vuelca en sus objetos de juego toda la violencia que consume en una familia probablemente rota que no es capaz de sostenerle un mundo concreto de amor como el de Andy. Disney aparece otra vez con toda su fuerza censora para bloquear las expresiones de esa frustración infantil con el paraíso prometido y traicionado, el niño malo parece disfrutar del heavy metal o el punk, desconoce el destino prefijado por los fabricantes, destrozando los juguetes y convirtiéndolos en mutaciones mosntruosas, aberrantes. Parece que para Disney no toda imaginación es buena si se sale de los cánones oficialmente aceptados.

El primer film, entonces, nos plantea como solución a las crisis de identidad de los personajes centrales (el sheriff que ve su liderazgo cuestionado y el gendarme espacial que descubre que es un simple juguete de plástico) la fidelidad irracional e incondicional al statu quo, al orden establecido por el dueño de los juguetes, aceptando el rol que le toca a cada quien en el sistema con cierta alegría.

El capitalismo bueno vs. el capitalismo zombie

En la secuela de 1999 algún viento de cambio andaba soplando en las cabezas de la intelectualidad yanqui para que se colase una tímida revisión del argumento original, ya que el conflicto principal gira en torno a la denuncia del costado empresarial y comercial del mundo infantil del juguete, con la aparición de un villano que colecciona juguetes para especular con su venta a un museo en Japón y no para darles su “valor de uso” original. 
Incluso se desarrolla una especie de exposición documental sobre la historia de la industria del juguete ligada a la época en que la batalla espacial contra la URSS se promovía en las mentes infantiles de los hijos del imperialismo vendiendo astronautas que pusieron en el olvido a los cow boys.

Una especie de nuevo giro nostálgico de adultos criados a caballo de los años cincuenta y setenta del siglo XX que recuerdan cómo pasaron de comprarse sheriffs a jugar a que eran astronautas, no en vano el nombre del segundo protagónico homenajea al segundo tipo en pisar la Luna, Buzz Aldrin.

Si en la primer película el énfasis de los guiños a los adultos espectadores está puesto en la referencia de diferentes juguetes que ilustran diferentes “modas” (el Señor Papa, los dinosaurios, etc.) y en los valores igualados moralmente a la inocencia infantil, como la solidaridad, la fidelidad a los amigos y la familia; en la secuela, con un niño más maduro, los guiños son al mundo de las Barbies, las jugueterías y el homenaje a una derivación masiva de la propaganda del poderío espacial norteamericano que fue Star Wars, porque el “nuevo” Buzz recopila la historia “padre-hijo” de Skywalker y Darth Vader, pero en esta oportunidad con una resolución positiva del vínculo conflictivo original de la peli de los 70.

Como máximo incorpora a una tercer protagonista, aunque secundaria aún, en la figura de la vaquerita, quien para darle un tono más progresista se destaca por habilidades de destreza y fuerza física propias del mundo varonil, propias del muñeco Buzz, quien se enamora de ella por esa misma razón, cortando una posible evolución prohibida del amor masculino entre Buzz y Woody, no vaya a ser cosa que a Disney dos amigos se le hagan amantes…

Los cuatro años que separan a las dos producciones están marcados por el optimismo desenfrenado de un sistema capitalista que habría abolido la historia humana, llegando de la mano de las nuevas tecnologías y la caída del muro al punto máximo de felicidad posible, hasta el primer anuncio de que todo eso había sido una falsa ilusión, entre la crisis de los “trigres asiáticos” y de los países emergentes del momento.

Disney parece reclamar un capitalismo bueno, de rostro humano, que no abandone el sentido original del sistema, supuestamente la satisfacción de las necesidades de la gente. Los juguetes son para que los niños y niñas jueguen con ellos, no para enriquecerse especulando e inflando su valor de colección, un fin, estéril, improductivo.

Entre los intersticios de esa crisis de conciencia se cuela la antítesis del mensaje de fidelidad al dueño y la familia: Jessie, la vaquerita, nos hunde en el profundo desconsuelo del abandono, defendiendo como mejor destino cualquier cosa que la aleje de las falsas ilusiones del amor familiar. Disney toma ligeramente el guante de las millones de personas en el universo que hemos sufrido igual que Jessie en carne propia el fracaso de las promesas de felicidad eterna de la familia tradicional, insostenibles en medio de la falta de recursos materiales y emocionales de un capitalismo que no tiene más nada que ofrecerle a los seres que explota.

Y responde sin argumentos, salvo que cualquier otra opción es peor, que te adopte una familia de las que todavía funcionan, como si los crímenes de la sociedad pudiesen ser subsanados por un puñado de familias pudientes rescatando huérfanos/as de la miseria.

¿Y si probamos con el socialismo?

Recién en la tercer parte, estrenada en 2010, crisis de conciencia mediante en la cultura norteamericana, generada por las Torres Gemelas y la crisis de la Lehman Brothers, el conflicto se vuelve más humano y profundo, enfrentados a la angustia de una eternidad sin su “amo-amigo”, quien ya entrado en años se “iba a la universidad”, cortando con la infancia y adolescencia, los juguetes se plantean un dilema sobre la organización política de su sociedad, contrastando el liderazgo a una figura carismática que defiende un programa de fidelidad al amo con la posibilidad de un mundo organizado por los propios juguetes.

Toy Story 3 finalmente se plante a un dilema parecido al de Wells y Huxley aunque sin tanta profundidad cuando los juguetes caen por accidente en una guardería infantil. Aunque hay que reconocerle el mérito de lograr una de las escenas más emocionantes del cine yanqui, cuando están a punto de ser derretidos en la fragua de un horno en una planta procesadora de basura y se toman las manos, entregándose con valentía a la muerte definitiva apoyados en sus afectos.

Con todo, la saga termina hasta aquí (estarían cocinando la cuarta parte) con el mismo sabor a moho, ya que la diferencia entre un mundo igualitario y feliz donde ningún/a niño/a es propietario de ningún juguete, que son de propiedad colectiva del jardín de infantes y uno donde una casta de muñecos explota la angustia eterna de otros basándose en el uso de la violencia y la coerción, está solamente en la calidad moral del líder, y el único atisbo de un planteamiento democrático y popular reside en los breves instantes que uno de los secuaces del Oso de Peluche malvado, Kent, intenta ejercer una especie de “Carta de Derechos” en nombre de los jefes subalternos de la casta dominante.

Finalmente, la crisis de la maduración y la pérdida de la juventud del viejo Andy se resuelve favorablemente, tanto para el amo como para los juguetes a su servicio, en un eterno retorno, cíclico y tranquilizador, ya que siempre habrá nuevos niños con familias que le compren o donen juguetes para ser felices. Incluso peor, ya que aquellos que recalan azarosamente como propiedad privada y exclusiva de una niña buena, con una casa enorme en el mismo barrio pudiente del protagonista original, la pasan mucho mejor que los juguetes que por el mismo azar terminaron conviviendo en el espacio reducido de una salita de un jardín de infantes.

De conjunto, y a pesar de que nos ha donado definiciones bellísimas sobre el amor fraternal y el coraje para enfrentar los obstáculos de la vida, la saga termina enfrentando a sus espectadores ante las visiones deformadas de lo que la derecha liberal entiende por el socialismo. Así,  la ausencia de propiedad privada y un orden capitalista tiene la incertidumbre insoportable del caos, ya sea que te toque un líder “positivo” como el Kent adoctrinado del final o un líder autoritario y despótico como Lotso. Mejor la seguridad de la propiedad privada, la herencia familiar y la linda casita del suburbio.

El punctum siniestro

La peli me hizo recordar un concepto del filósofo francés Roland Barthes (1915-1980) que intentaron enseñarme en Semiología, allá en el viejo CBC de Puán para la época en que Disney la pegaba con esta peli y yo no imaginaba que iba a estar escribiendo esto sobre ella. 

Barthes decía algo así como que en una fotografía se puede entender una serie de mensajes universales, comprensibles por todo el mundo, ya sea que su autor los haya querido transmitir o no. Pero hay algunas lecturas posibles que se pueden desviar del mensaje universal, lo que él llamó crípticamente, “el punctum”. Un detalle de la imagen que se conecta con una experiencia absolutamente personal que me puede llevar a interpretaciones no necesariamente contenidas en el deseo del autor.

Escribiendo este ensayo descubrí un “punctum” siniestro en la saga de Toy Story que no he leído ni escuchado en otras reseñas. En las tres pelis aparece, además de Andy, su mamá, pero en ninguna aparece su padre. Este detalle debería ser importante en una historia que pretende moralizar sobre la fidelidad a la familia tradicional.

No importa por qué falta, lo concreto es que se trata de una peli que reflexiona sobre las vivencias de un varoncito con las necesidades materiales satisfechas que identifica a sus dos juguetes más importantes con figuras viriles masculinas, en una peli donde el papá no está. 
¿El comisario del far west y el gendarme espacial reemplazan la ausencia de la figura patriarcal ausente? La obsesión afectiva de Andy con Woody y Buzz parece demostrarlo.

Finalmente el conservadurismo de la saga se vuelve reaccionario. Si ya era lastimoso proponerle a los niños y niñas del mundo entero que abandonen todo esfuerzo creativo en la búsqueda de un sistema social donde la felicidad no sea quebrada por la traición del mundo adulto, encontrar líderes carismáticos donde acobacharnos sin mucha discusión, el punctum siniestro parecería indicar una metáfora más siniestra, a saber, que los problemas del mundo familiar y colectivo radican en que el Estado, el Padre, la Patria, abandonen su lugar de liderazgo.

En conclusión, el único “amigo fiel” de Disney sigue siendo el poder social encarnado en el capitalismo y defendido por familias ideales sostenidas por varones-dueños, padres-amos, líderes con carisma, simpatía y coraje que no parecen necesitar de sistemas asamblearios o igualitarios para concretar los sueños de todos.

Todos los problemas vienen de la ausencia de una figura masculina fuerte, o de la ausencia de un Estado fuerte. De ahí la solución de Toy Story.

Quienes sabemos en carne propia que ese mundo es tan ilusorio como la mejor animación digital no podemos menos que identificarnos con Jessie, Bebote o Risitas, que no niegan el profundo dolor del desamparo, del amor traicionado, de ese “American Dream” falso e hipócrita. Disney los condena a aceptar su rol secundario en los márgenes de un mundo liderado por otros y a nosotros nos encantaría dejarles decir su verdad y ponerlos al frente de la organización de otra sociedad, a ver qué sale.

¿Quién dice que del dolor real no pueda parirse algo más concreto y bello que de la falsa ilusión del amor?

¿Cómo serían las pelis que cuenten el mundo infantil del juego de varones y mujeres de la clase obrera? De los niños y niñas obligados a jugar con lo poco que tienen a mano, haciendo esfuerzos creativos mil veces más exigentes que los de los animadores digitales,  ya que además de transformar basura en algo digno de ser llamado juguete, deben imaginar todavía la felicidad propiamente dicha, cuando han asumido demasiado tempranamente la violencia de la explotación, la humillación y el hambre.

Y sin embargo es cierto, también son niños y niñas, también juegan a que son los protagonistas principales de una historia en la que vencen, en la que son felices.

¿Cómo lo hacen? ¿De dónde sacan la confianza en sí mismos cuando sus adultos se la niegan? ¿Dónde guardan los tesoros que los hacen ricos y bien comidos aquéllos/as que tienen los bolsillos de sus vestiditos donados todos rotos o llenos de agujeros?

Parafraseando la pregunta retórica del poeta, ¿de dónde saldrán los juguetes verdugos de las infancias rotas? Pues, que salgan del corazón adulto de quienes hemos sido también, niños y niñas tristes, traicionados por el desamor de una sociedad criminal e hipócrita como la nuestra.

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