Ensayo sobre Toy Story, de
Disney o la fidelidad al Estado, la familia patriarcal y la propiedad
privada.
Quien quiera
ejercer una crítica seria sobre la forma en que el cine infantil intenta
moldear las conciencias de las familias no puede eludir la película que inventó
el género en su forma actual: Toy Story,
de Disney, estrenada en 1995.
Vino viejo en odres nuevos
Toy Story fue la primer película exitosa hecha por
entero con la novedosa técnica de la animación computada o CGI. Y al mismo
tiempo fue la mejor recibida por la élite de críticos del mundo entero y, lo
que es más relevante, por las más amplias masas. Nadie que tenga más de 3 o 4
años y no esté en condiciones de exilio por culpa del imperialismo (lo que
lamentablemente reduce cada vez más el sujeto de esta reflexión) pude decir que
no vió la peli o la imagen pegajosa de sus personajes en todo tipo de
mercancías.
Es la película
que revolucionó el cine no sólo infantil, creando una nueva rama de la
industria, sino inundando la totalidad del negocio. La primer mención que
cualquiera puede leer en Wikipedia sobre este éxito de taquilla y de premios de
1995, veinte años atrás, sin smartphones todavía, es que costó 700 sueldos
menos para ser producida que el último gran tanque de dibujos animados clásicos
de Disney hasta ese momento, El Rey León,
estrenado el año anterior, en 1994.
El éxito de Toy Story cambió la industria, además
del acierto en la confección de la animación, en la técnica misma, sino porque
ésta fue puesta al servicio del argumento, la trama, la constitución actoral de
los personajes desde las voces y la concepción narrativa visual de directores y
productores. Y esos creativos fueron de los primeros en ser hiper-explotados,
la mayoría fueron contratados del ámbito de la televisión y con los sueldos
inferiores al convenio de Cine en ese momento.
Si damos por ciertas
las crónicas de las revistas del género (otra gran empresa capitalista que gira
sus ruedas atada a la transmisión de Hollywood) todo el proceso creativo estuvo
trabado por esa realidad empresarial: el Director de Contenidos de Disney
aparece todo el tiempo cambiando el guión, el carácter de cada personaje, su
identidad, etc. por sondeos de opinión, contratos de propiedad intelectual de
otras compañías de animación, comics o de la industria del juguete. No lo hemos
leído pero con tanta guita en danza y viniendo de Disney Co. ¿sería muy
conspirador sospechar que instituciones de varias confesiones religiosas habrán
sido consultadas asimismo, o con la ética y la moral de los patrones de Disney
habrá sido suficiente?
Un mundo ideal
Es un muy buen
ejemplo de una contradicción habitual en la producción artística en general,
una forma revolucionaria para un contenido profundamente conservador.
Veamos los
indicios. Sería el colmo de la obviedad decir que el éxito de Toy Story radica
en que se trata de una re-elaboración por parte de los directores y guionistas
de uno de los pilares de la formación de la vida emocional de una persona, el
momento del juego, de la construcción de un mundo imaginario con reglas
propias, dominado exclusivamente por uno/a mismo/a.
Entonces Disney
mete mano y trata de encontrar una línea con el pasado de una sociedad
norteamericana de clase media, profesional, pequeño burguesa o de la clase
obrera mejor paga, el tan vituperado y denunciado “American Dream” que prometía
el Estado imperialista y belicista que se proponía para dominar al mundo en la
Segunda Guerra Mundial. Y un joven de los suburbios de alguna ciudad, blanco
con un cuarto enorme para él solo en la planta alta de una flor de casona, que
sabemos su familia es capaz de costearle un auto propio y mucho más caro, un
futuro en alguna universidad privada bien saladita.
El pequeño
burgués extraña su infancia indolora e insípida, pura ingenuidad, donde no había
más malos que los buenos que le vencían siempre. Toy Story aprieta los botones de todos los lugares comunes sobre
los “buenos valores” encarnados en un encantador
Sheriff de trapo, Woody, a través del cual Tom Hanks nos trae una versión
políticamente correcta del héroe blanco patriarca, una especie de John Wayne
sin racismo ni mujeres golpeadas.
La primer peli
ofrece casi únicamente esa idea maravillosa que confirmaría las ilusiones
infantiles universales: que los juguetes tienen vida. Y en su vida cotidiana no
hacen más que desarrollarse del mismo modo que cuando creamos universos
imaginarios para nuestros juegos privados. Pero casi nada más. Con eso le
alcanza para atrapar a todos los que fuimos niños/as y jugamos con algo que
diera soporte a nuestra imaginación.
El conflicto
central es banal, la envidia de un juguete viejo y su angustia ante un nuevo
juguete moderno que lo desplace. Algo más siniestro, el Sheriff siente un temor
que lo lleva a generar las condiciones para un “accidente” que lleve a la
muerte al nuevo juguete por un miserable temor a ser desplazado incluso de su
lugar de líder carismático del mundo de juguetes propiedad de Andy. Es también
conservador que el otro personaje capaz de desplazar al Sheriff sea también un
agente de fuerzas represivas del Estado, un “guardían” del espacio
interestelar. Vale decir que como en todas las películas gobernadas
ideológicamente por Disney se repite una puja de poder restringida al mundo de
los varones, en este caso, para colmo, figuras del aparato represivo.
El niño malo,
significativamente, vuelca en sus objetos de juego toda la violencia que
consume en una familia probablemente rota que no es capaz de sostenerle un
mundo concreto de amor como el de Andy. Disney aparece otra vez con toda su
fuerza censora para bloquear las expresiones de esa frustración infantil con el
paraíso prometido y traicionado, el niño malo parece disfrutar del heavy metal
o el punk, desconoce el destino prefijado por los fabricantes, destrozando los
juguetes y convirtiéndolos en mutaciones mosntruosas, aberrantes. Parece que
para Disney no toda imaginación es buena si se sale de los cánones oficialmente
aceptados.
El primer film,
entonces, nos plantea como solución a las crisis de identidad de los personajes
centrales (el sheriff que ve su liderazgo cuestionado y el gendarme espacial
que descubre que es un simple juguete de plástico) la fidelidad irracional e
incondicional al statu quo, al orden establecido por el dueño de los juguetes,
aceptando el rol que le toca a cada quien en el sistema con cierta alegría.
El capitalismo bueno vs. el capitalismo zombie
En la secuela de
1999 algún viento de cambio andaba soplando en las cabezas de la
intelectualidad yanqui para que se colase una tímida revisión del argumento
original, ya que el conflicto principal gira en torno a la denuncia del costado
empresarial y comercial del mundo infantil del juguete, con la aparición de un
villano que colecciona juguetes para especular con su venta a un museo en Japón
y no para darles su “valor de uso” original.
Incluso se desarrolla una especie
de exposición documental sobre la historia de la industria del juguete ligada a
la época en que la batalla espacial contra la URSS se promovía en las mentes
infantiles de los hijos del imperialismo vendiendo astronautas que pusieron en
el olvido a los cow boys.
Una especie de
nuevo giro nostálgico de adultos criados a caballo de los años cincuenta y
setenta del siglo XX que recuerdan cómo pasaron de comprarse sheriffs a jugar a
que eran astronautas, no en vano el nombre del segundo protagónico homenajea al
segundo tipo en pisar la Luna, Buzz Aldrin.
Si en la primer
película el énfasis de los guiños a los adultos espectadores está puesto en la
referencia de diferentes juguetes que ilustran diferentes “modas” (el Señor
Papa, los dinosaurios, etc.) y en los valores igualados moralmente a la
inocencia infantil, como la solidaridad, la fidelidad a los amigos y la
familia; en la secuela, con un niño más maduro, los guiños son al mundo de las Barbies,
las jugueterías y el homenaje a una derivación masiva de la propaganda del
poderío espacial norteamericano que fue Star
Wars, porque el “nuevo” Buzz recopila la historia “padre-hijo” de Skywalker
y Darth Vader, pero en esta oportunidad con una resolución positiva del vínculo
conflictivo original de la peli de los 70.
Como máximo
incorpora a una tercer protagonista, aunque secundaria aún, en la figura de la
vaquerita, quien para darle un tono más progresista se destaca por habilidades
de destreza y fuerza física propias del mundo varonil, propias del muñeco Buzz,
quien se enamora de ella por esa misma razón, cortando una posible evolución
prohibida del amor masculino entre Buzz y Woody, no vaya a ser cosa que a
Disney dos amigos se le hagan amantes…
Los cuatro años
que separan a las dos producciones están marcados por el optimismo desenfrenado
de un sistema capitalista que habría abolido la historia humana, llegando de la
mano de las nuevas tecnologías y la caída del muro al punto máximo de felicidad
posible, hasta el primer anuncio de que todo eso había sido una falsa ilusión,
entre la crisis de los “trigres asiáticos” y de los países emergentes del
momento.
Disney parece
reclamar un capitalismo bueno, de rostro humano, que no abandone el sentido
original del sistema, supuestamente la satisfacción de las necesidades de la
gente. Los juguetes son para que los niños y niñas jueguen con ellos, no para
enriquecerse especulando e inflando su valor de colección, un fin, estéril,
improductivo.
Entre los
intersticios de esa crisis de conciencia se cuela la antítesis del mensaje de
fidelidad al dueño y la familia: Jessie, la vaquerita, nos hunde en el profundo
desconsuelo del abandono, defendiendo como mejor destino cualquier cosa que la
aleje de las falsas ilusiones del amor familiar. Disney toma ligeramente el
guante de las millones de personas en el universo que hemos sufrido igual que
Jessie en carne propia el fracaso de las promesas de felicidad eterna de la
familia tradicional, insostenibles en medio de la falta de recursos materiales
y emocionales de un capitalismo que no tiene más nada que ofrecerle a los seres
que explota.
Y responde sin
argumentos, salvo que cualquier otra opción es peor, que te adopte una familia
de las que todavía funcionan, como si los crímenes de la sociedad pudiesen ser
subsanados por un puñado de familias pudientes rescatando huérfanos/as de la
miseria.
¿Y si probamos con el socialismo?
Recién en la
tercer parte, estrenada en 2010, crisis de conciencia mediante en la cultura
norteamericana, generada por las Torres Gemelas y la crisis de la Lehman
Brothers, el conflicto se vuelve más humano y profundo, enfrentados a la
angustia de una eternidad sin su “amo-amigo”, quien ya entrado en años se “iba
a la universidad”, cortando con la infancia y adolescencia, los juguetes se
plantean un dilema sobre la organización política de su sociedad, contrastando
el liderazgo a una figura carismática que defiende un programa de fidelidad al
amo con la posibilidad de un mundo organizado por los propios juguetes.
Toy Story 3 finalmente se plante a un dilema
parecido al de Wells y Huxley aunque sin tanta profundidad cuando los juguetes
caen por accidente en una guardería infantil. Aunque hay que reconocerle el
mérito de lograr una de las escenas más emocionantes del cine yanqui, cuando
están a punto de ser derretidos en la fragua de un horno en una planta
procesadora de basura y se toman las manos, entregándose con valentía a la
muerte definitiva apoyados en sus afectos.
Con todo, la
saga termina hasta aquí (estarían cocinando la cuarta parte) con el mismo sabor
a moho, ya que la diferencia entre un mundo igualitario y feliz donde ningún/a
niño/a es propietario de ningún juguete, que son de propiedad colectiva del
jardín de infantes y uno donde una casta de muñecos explota la angustia eterna
de otros basándose en el uso de la violencia y la coerción, está solamente en
la calidad moral del líder, y el único atisbo de un planteamiento democrático y
popular reside en los breves instantes que uno de los secuaces del Oso de Peluche
malvado, Kent, intenta ejercer una especie de “Carta de Derechos” en nombre de
los jefes subalternos de la casta dominante.
Finalmente, la
crisis de la maduración y la pérdida de la juventud del viejo Andy se resuelve
favorablemente, tanto para el amo como para los juguetes a su servicio, en un
eterno retorno, cíclico y tranquilizador, ya que siempre habrá nuevos niños con
familias que le compren o donen juguetes para ser felices. Incluso peor, ya que
aquellos que recalan azarosamente como propiedad privada y exclusiva de una
niña buena, con una casa enorme en el mismo barrio pudiente del protagonista
original, la pasan mucho mejor que los juguetes que por el mismo azar
terminaron conviviendo en el espacio reducido de una salita de un jardín de
infantes.
De conjunto, y a
pesar de que nos ha donado definiciones bellísimas sobre el amor fraternal y el
coraje para enfrentar los obstáculos de la vida, la saga termina enfrentando a
sus espectadores ante las visiones deformadas de lo que la derecha liberal
entiende por el socialismo. Así, la
ausencia de propiedad privada y un orden capitalista tiene la incertidumbre
insoportable del caos, ya sea que te toque un líder “positivo” como el Kent
adoctrinado del final o un líder autoritario y despótico como Lotso. Mejor la
seguridad de la propiedad privada, la herencia familiar y la linda casita del
suburbio.
El punctum siniestro
La peli me hizo recordar
un concepto del filósofo francés Roland Barthes (1915-1980) que intentaron
enseñarme en Semiología, allá en el viejo CBC de Puán para la época en que Disney
la pegaba con esta peli y yo no imaginaba que iba a estar escribiendo esto sobre
ella.
Barthes decía algo así como que en una fotografía se puede entender una
serie de mensajes universales, comprensibles por todo el mundo, ya sea que su
autor los haya querido transmitir o no. Pero hay algunas lecturas posibles que
se pueden desviar del mensaje universal, lo que él llamó crípticamente, “el
punctum”. Un detalle de la imagen que se conecta con una experiencia
absolutamente personal que me puede llevar a interpretaciones no necesariamente
contenidas en el deseo del autor.
Escribiendo este
ensayo descubrí un “punctum” siniestro en la saga de Toy Story que no he leído
ni escuchado en otras reseñas. En las tres pelis aparece, además de Andy, su
mamá, pero en ninguna aparece su padre. Este detalle debería ser importante en
una historia que pretende moralizar sobre la fidelidad a la familia
tradicional.
No importa por
qué falta, lo concreto es que se trata de una peli que reflexiona sobre las
vivencias de un varoncito con las necesidades materiales satisfechas que
identifica a sus dos juguetes más importantes con figuras viriles masculinas,
en una peli donde el papá no está.
¿El comisario del far west y el gendarme
espacial reemplazan la ausencia de la figura patriarcal ausente? La obsesión
afectiva de Andy con Woody y Buzz parece demostrarlo.
Finalmente el
conservadurismo de la saga se vuelve reaccionario. Si ya era lastimoso
proponerle a los niños y niñas del mundo entero que abandonen todo esfuerzo
creativo en la búsqueda de un sistema social donde la felicidad no sea quebrada
por la traición del mundo adulto, encontrar líderes carismáticos donde acobacharnos
sin mucha discusión, el punctum siniestro parecería indicar una metáfora más
siniestra, a saber, que los problemas del mundo familiar y colectivo radican en
que el Estado, el Padre, la Patria, abandonen su lugar de liderazgo.
En conclusión,
el único “amigo fiel” de Disney sigue siendo el poder social encarnado en el capitalismo
y defendido por familias ideales sostenidas por varones-dueños, padres-amos,
líderes con carisma, simpatía y coraje que no parecen necesitar de sistemas
asamblearios o igualitarios para concretar los sueños de todos.
Todos los
problemas vienen de la ausencia de una figura masculina fuerte, o de la
ausencia de un Estado fuerte. De ahí la solución de Toy Story.
Quienes sabemos
en carne propia que ese mundo es tan ilusorio como la mejor animación digital
no podemos menos que identificarnos con Jessie, Bebote o Risitas, que no niegan
el profundo dolor del desamparo, del amor traicionado, de ese “American Dream”
falso e hipócrita. Disney los condena a aceptar su rol secundario en los
márgenes de un mundo liderado por otros y a nosotros nos encantaría dejarles
decir su verdad y ponerlos al frente de la organización de otra sociedad, a ver
qué sale.
¿Quién dice que
del dolor real no pueda parirse algo más concreto y bello que de la falsa
ilusión del amor?
¿Cómo serían las
pelis que cuenten el mundo infantil del juego de varones y mujeres de la clase
obrera? De los niños y niñas obligados a jugar con lo poco que tienen a mano, haciendo
esfuerzos creativos mil veces más exigentes que los de los animadores digitales,
ya que además de transformar basura en
algo digno de ser llamado juguete, deben imaginar todavía la felicidad propiamente
dicha, cuando han asumido demasiado tempranamente la violencia de la
explotación, la humillación y el hambre.
Y sin embargo es
cierto, también son niños y niñas, también juegan a que son los protagonistas
principales de una historia en la que vencen, en la que son felices.
¿Cómo lo hacen? ¿De
dónde sacan la confianza en sí mismos cuando sus adultos se la niegan? ¿Dónde
guardan los tesoros que los hacen ricos y bien comidos aquéllos/as que tienen
los bolsillos de sus vestiditos donados todos rotos o llenos de agujeros?
Parafraseando la pregunta retórica del poeta, ¿de dónde saldrán los juguetes verdugos de las infancias rotas? Pues, que salgan del corazón adulto de quienes hemos sido también, niños y niñas tristes, traicionados por el desamor de una sociedad criminal e hipócrita como la nuestra.
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