Ensayo crítico de Ralph, el Demoledor, Disney, 2012
Años después de
terminada la saga de Toy Story,
Disney vuelve al mundo íntimo del juego infantil en Ralph, el Demoledor, de 2012 (en inglés el título original es Wreck it Ralph!, algo así como “¡Rompélo
Ralph!”). En lo esencial se mantienen los ejes centrales que garantizaron el
éxito de Woody y sus amigos, pero esta vez se exploran con mayor intensidad las
posibilidades emotivas y políticas de los protagonistas perjudicados por el
lugar que el orden social les impuso. Sin llegar a rozar la posibilidad de un
mundo superador, la necesidad de quedarse un tiempo del otro lado de la trama
del mundo feliz del capitalismo es suficiente para que a Leyla y a mí esta peli
nos haya gustado mucho más que su pionera.
En el mundo secreto de los fichines
Esta vez no se
trata de juguetes sino de otra cara del mundo imaginario de los juegos
infantiles, el de los video juegos. Los protagonistas son personajes de juegos
“arcade” de fines de los 70 y de toda la década del 80, como Pac Man o Mario
Bros., lo que quienes hemos sido niños y pre-púberes en esos años en el
territorio argentino conocemos como “fichines” y si somos del interior y
bastante viejos seguimos denominando como “Sacoa” en referencia a la primer
gran cadena de “fichines” del país.
De nuevo el
recurso de la industria cinematográfica y de fabricación y comercialización de
juguetes y video juegos apelando al mercado de treintañeros nostálgicos de su
infancia perdida y bien dispuestos a erogar parte de su salario en la pesquisa
de viejos juguetes que les hagan volver a sentir algo de ese paraíso perdido.
Ralph es uno de
los protagonistas “villanos” de un juego muy arcaico en el que decenas de
personajes que representan a “personas comunes” viven en un edificio muy alto,
que Ralph intenta demoler con sus dos enormes brazos como pistones. Su alter
ego, Félix Jr. (Feliz) un petiso rubio de muy buenos modales que arregla todos
los desastres que rompe Ralph y se gana el puntaje y el afecto de todos los
habitantes del edificio. La película nos lleva a atestiguar toda la pasión
tortuosa de la crisis de identidad de Ralph, icónicamente un enorme obrero de
la construcción, que rechaza el lugar asignado por el destino y las leyes
sociales de malvado y odiado.
Cuando el juego
termina y los humanos cierran el salón de fichines, la película nos introduce
en el mundo real de los personajes de los videojuegos, que desarrollan
actividades humanizadas en el contexto de cada consola. Así, la
crisis de Ralph estalla cuando descubre que no fue invitado a la fiesta en celebración
de los 30 años de vigencia del videojuego, en el penthouse del edificio, donde
su adversario Félix es homenajado por todos y él es sometido a una serie de
humillaciones insoportables.
Ralph asiste a
un encuentro de Villanos Anónimos, una terapia de grupo que intenta que cada
villano acepte su lugar en la sociedad, donde intentan persuadirlo a reprimir su
deseo de aceptación como un miembro útil de la sociedad, obligándolo a
resignarse a su condición de malvado. Todo con el objetivo de sostener el statu
quo: que los juegos sigan funcionando.
Lo mejor de la
película transcurre alrededor de las peripecias que desencadena en todo el
universo conocido de ese local de fichines este personaje rebelde, que se cuela
contra todas las leyes en otro videojuego, uno moderno similar al Counter
Strike, donde comandos de infantería se cagan a tiros y explosivos contra
alienígenas, con tal de conseguir medallas y ser reivindicado por los
habitantes del edificio.
En toda su
torpeza Ralph libera un virus cibernético que pone en jaque a todas las
máquinas y plantea la posibilidad de la quiebra del pequeño comercio. Que es lo
que pasa cuando un rebelde pone en riesgo, como Ralph, el orden social y
político.
La vida de Ralph
es desesperante, cada decisión que toma buscando su felicidad individual
cuestiona el orden establecido y genera un desastre peor, sin satisfacer su
necesidad de reconocimiento. El clímax llega cuando se encuentra fortuitamente
en otro juego (una especie de universo de caramelos y golosinas donde una veintena
de personajes diminutos construyen autos de Fórmula 1 o Nascar con las
golosinas y compiten en una carrera automovilística por todo el Reino de
Dulces) con la co-protagonista del film, una pequeña niña llamada Vanellope,
que fue condenada a una especie de exilio a los márgenes del mundo de alegría
por ser una “falla” del sistema.
¡Fuck you, Woody!
Como en grandes
películas del cine existencialista occidental de la segunda mitad del siglo XX,
Ralph y Venellope desarrollan una fuerte amistad en el polo contrario de la
felicidad idílica de Woody y Buzz en Toy
Story. Son amigos en la desgracia. Uno destruye todo lo que toca, frustrado
en su deseo de ser reconocido y amado como un buen tipo que es esencialmente,
la otra expulsada y estigmatizada por una discapacidad congénita, llora con
desconsuelo su deseo frustrado de ser la mejor corredora de autos de caramelo
de la Historia.
Llegados al
borde del abismo, como en El perfecto
asesino, el poético film de Luc Besson de 1994 donde un aparentemente frío
asesino profesional encarnado por Jean Reno se encuentra con una niña
melancólica y su plantita, en la inolvidable actuación de una joven Natalie
Portman, Ralph usa su único valor, su fuerza bruta capaz de romper todo, para
fabricarle a Venéllope un veloz auto de carrera muy imperfecto en su terminación,
como uno de esos regalos que los chicos le hacen en el Día de la Madre a sus
progenitoras en las salas de jardín.
Cuando, sostenidos únicamente por su generoso amor desinteresado, Ralph y Vanellope
están a punto de cumplir sus sueños, el Rey del Mundo del Dulce, un enano que
se parece mucho a un personaje de Alicia
en el País de las Maravillas o que puede rememorar al Mago de Oz, corrompe
a Ralph, le entrega su añorada medalla pagándole el abandono de Venéllope y la
destrucción del auto, símbolo de su amor fraternal.
En una segunda
crisis existencial, más amarga que la primera, ya que Ralph ha traicionado a
conciencia a la única persona que le había dado afecto y reconocimiento en el
mundo a cambio de satisfacer su vanidad, nuestro protagonista se rescata a sí
mismo, vuelve al reino del dulce y ayuda a Vanéllope a ganar la carrera y en el
proceso de lograrlo, desenmascarar al Rey del Dulce como lo que era en
realidad, un virus arcaico que se había colado en este juego, un criminal que
hizo que Vanéllope pasase de ser una de las mejores corredoras del formato
original transformándola en una falla.
Toda la
secuencia de situaciones que atraviesa Ralph desde que comienza su angustia
hasta el final de la película son lo más interesante y logrado del film, tanto
en su contenido político y ético como en la realización técnica. De un mundo
casi cuadrado y pixelado hasta un universo irreal como el del Reino del Dulce,
la película es un despliegue de creatividad, personajes, situaciones, formas y
colores inabarcables, imposibles de gobernar. La sensación es la del universo
desconocido para el viajero como de un caos ordenado, que no cesa de fluir.
Como todo
proceso revolucionario (los conflictos individuales no son más que la expresión
en la parte de las contradicciones del todo) lo más interesante son las
enseñanzas que deja la vida cuando pierde la contención rutinaria de los
esquemas legales, morales o éticos estructurados. Ralph debe demoler el orden
establecido en su mundo para encontrarse con una verdad superadora, que le
permita sanar su angustia y reconstruirse, ubicarse en un lugar de
satisfacción.
Relájate y goza, otra vez
El problema está
en la incapacidad ideológica de los creadores de la película para permitirse
soñar con un mundo tan diferente en donde los Ralph puedan erigirse en lo que
sueñan, gobernar su propio destino. La tragedia de Ralph se resuelve cuando a
raíz de su entrega generosa y desprendida por la felicidad de otro, de alguien
que lo ha amado y que era más infeliz que él mismo, es lo que lo transforma en
un verdadero héroe. Sin embargo, todo eso sólo le alcanza para terminar
resignándose a ocupar el lugar que el sistema prefijó para él de antemano, el
del villano.
Después de tanto
trajín, Ralph vuelve a su juego original, continua haciendo lo que siempre
hizo, jugando su rol malévolo, pero al menos con el reconocimiento de sus
“víctimas”. Su integración al mundo como un ser funcional a cambio de la
satisfacción moral de seguir viendo desde lejos como su mejor amiga triunfa
finalmente en el mundo de los dulces, la máquina de fichines frente a la suya.
Y a quien se
apure a criticar esta reseña como un acto de extrapolación delirante de
reflexiones políticas sobre una simple peli “para chicos”, baste decir que los
mismos creadores colocan en la misma resolución de la peli una prueba de que
ésta es una lectura plausible. Cuando se descubre la estafa del falso Rey,
Vanéllope es repuesta en su lugar original como Reina del Mundo de los Dulces y
ella declina el trono para transformar al Reino en una República Democrática,
declarándose Presidenta. Es la marca que devela el revés de la trama, que
demuestra que toda la película ha sido pensada como un ejercicio de catarsis
político, una reflexión sobre la injusticia del mundo a la hora de designar
lugares fijos a los individuos, de imprimirles un destino adverso.
Pero
el mensaje tiene el mismo tufillo hipócrita de Toy Story, aún a pesar de la evidencia de que vivimos un mundo
basado en la hipocresía, en la existencia de grupos sociales privilegiados que
disfrutan una felicidad basada en el sufrimiento de los grupos sociales
“marginados”, “expulsados” como Vanéllope o lisa y llanamente explotados, como
Ralph, la clave de la felicidad de los oprimidos, nos dicen estos directores y
creativos “progresistas”, es relajarse y aceptar lo bueno de lo que nos tocó en
suerte. Tanta tecnología y creatividad para volver a los viejos cuentos
moralistas y complacientes que las distintas confesiones religiosas inyectan en
las cabezas juveniles desde el feudalismo para acá.
Para el pobre,
sufrimiento y resignación.
Con todo, las
películas, como toda obra de arte, se completan realmente en la conciencia del
espectador, dejando cierto margen para que uno o una le imponga un sentido
diferente al concebido por el o les autores.
Leyla y yo
disfrutamos con locura de la bellísima relación alimentada en medio de las
dificultades más extremas de esos dos sobrevivientes con su amor quebrado y
golpeado. Al punto que la hermosa criatura que es mi hija no sólo elije poner
esa peli cuando me vé un poco abrumado por la carga de la alienación del
trabajo y la lucha cotidiana por sobrevivir, una noche usó el Paint de la
computadora para dibujar y pintar el auto chueco que construyeron juntos Ralph
y Venéllope, símbolo de su amor, base material del éxito final en su lucha por
un mundo mejor.
Para Leyla y para mí, como seguramente para mi amigo Gabriel Falzetti, quien insistió en esta reseña, la victoria de Vanéllope frente al tirano representa una satisfacción suficiente para salvar la peli, para defenderla con un sonrisa frente a Disney y sus directores de arte y contenidos, con la confianza plena que en el mundo sin clases sociales ni explotación que soñamos y construimos juntos, algún día cierto, las Vanéllopes seguirán su revolución de forma permanente, atravesando los fichines de arcade y el ciber espacio para liberarse definitivamente junto a todos los Ralph de las cadenas de su destino.
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