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sábado, 6 de febrero de 2016

¡¡Pegue Ralph, pegue!!

Ensayo crítico de Ralph, el Demoledor, Disney, 2012


Años después de terminada la saga de Toy Story, Disney vuelve al mundo íntimo del juego infantil en Ralph, el Demoledor, de 2012 (en inglés el título original es Wreck it Ralph!, algo así como “¡Rompélo Ralph!”). En lo esencial se mantienen los ejes centrales que garantizaron el éxito de Woody y sus amigos, pero esta vez se exploran con mayor intensidad las posibilidades emotivas y políticas de los protagonistas perjudicados por el lugar que el orden social les impuso. Sin llegar a rozar la posibilidad de un mundo superador, la necesidad de quedarse un tiempo del otro lado de la trama del mundo feliz del capitalismo es suficiente para que a Leyla y a mí esta peli nos haya gustado mucho más que su pionera.

En el mundo secreto de los fichines

Esta vez no se trata de juguetes sino de otra cara del mundo imaginario de los juegos infantiles, el de los video juegos. Los protagonistas son personajes de juegos “arcade” de fines de los 70 y de toda la década del 80, como Pac Man o Mario Bros., lo que quienes hemos sido niños y pre-púberes en esos años en el territorio argentino conocemos como “fichines” y si somos del interior y bastante viejos seguimos denominando como “Sacoa” en referencia a la primer gran cadena de “fichines” del país.

De nuevo el recurso de la industria cinematográfica y de fabricación y comercialización de juguetes y video juegos apelando al mercado de treintañeros nostálgicos de su infancia perdida y bien dispuestos a erogar parte de su salario en la pesquisa de viejos juguetes que les hagan volver a sentir algo de ese paraíso perdido.

Ralph es uno de los protagonistas “villanos” de un juego muy arcaico en el que decenas de personajes que representan a “personas comunes” viven en un edificio muy alto, que Ralph intenta demoler con sus dos enormes brazos como pistones. Su alter ego, Félix Jr. (Feliz) un petiso rubio de muy buenos modales que arregla todos los desastres que rompe Ralph y se gana el puntaje y el afecto de todos los habitantes del edificio. La película nos lleva a atestiguar toda la pasión tortuosa de la crisis de identidad de Ralph, icónicamente un enorme obrero de la construcción, que rechaza el lugar asignado por el destino y las leyes sociales de malvado y odiado.

Cuando el juego termina y los humanos cierran el salón de fichines, la película nos introduce en el mundo real de los personajes de los videojuegos, que desarrollan actividades humanizadas en el contexto de cada consola. Así, la crisis de Ralph estalla cuando descubre que no fue invitado a la fiesta en celebración de los 30 años de vigencia del videojuego, en el penthouse del edificio, donde su adversario Félix es homenajado por todos y él es sometido a una serie de humillaciones insoportables.

Ralph asiste a un encuentro de Villanos Anónimos, una terapia de grupo que intenta que cada villano acepte su lugar en la sociedad, donde intentan persuadirlo a reprimir su deseo de aceptación como un miembro útil de la sociedad, obligándolo a resignarse a su condición de malvado. Todo con el objetivo de sostener el statu quo: que los juegos sigan funcionando.
Lo mejor de la película transcurre alrededor de las peripecias que desencadena en todo el universo conocido de ese local de fichines este personaje rebelde, que se cuela contra todas las leyes en otro videojuego, uno moderno similar al Counter Strike, donde comandos de infantería se cagan a tiros y explosivos contra alienígenas, con tal de conseguir medallas y ser reivindicado por los habitantes del edificio.

En toda su torpeza Ralph libera un virus cibernético que pone en jaque a todas las máquinas y plantea la posibilidad de la quiebra del pequeño comercio. Que es lo que pasa cuando un rebelde pone en riesgo, como Ralph, el orden social y político.

La vida de Ralph es desesperante, cada decisión que toma buscando su felicidad individual cuestiona el orden establecido y genera un desastre peor, sin satisfacer su necesidad de reconocimiento. El clímax llega cuando se encuentra fortuitamente en otro juego (una especie de universo de caramelos y golosinas donde una veintena de personajes diminutos construyen autos de Fórmula 1 o Nascar con las golosinas y compiten en una carrera automovilística por todo el Reino de Dulces) con la co-protagonista del film, una pequeña niña llamada Vanellope, que fue condenada a una especie de exilio a los márgenes del mundo de alegría por ser una “falla” del sistema.

¡Fuck you, Woody!

Como en grandes películas del cine existencialista occidental de la segunda mitad del siglo XX, Ralph y Venellope desarrollan una fuerte amistad en el polo contrario de la felicidad idílica de Woody y Buzz en Toy Story. Son amigos en la desgracia. Uno destruye todo lo que toca, frustrado en su deseo de ser reconocido y amado como un buen tipo que es esencialmente, la otra expulsada y estigmatizada por una discapacidad congénita, llora con desconsuelo su deseo frustrado de ser la mejor corredora de autos de caramelo de la Historia.

Llegados al borde del abismo, como en El perfecto asesino, el poético film de Luc Besson de 1994 donde un aparentemente frío asesino profesional encarnado por Jean Reno se encuentra con una niña melancólica y su plantita, en la inolvidable actuación de una joven Natalie Portman, Ralph usa su único valor, su fuerza bruta capaz de romper todo, para fabricarle a Venéllope un veloz auto de carrera muy imperfecto en su terminación, como uno de esos regalos que los chicos le hacen en el Día de la Madre a sus progenitoras en las salas de jardín.

Cuando, sostenidos únicamente por su generoso amor desinteresado, Ralph y Vanellope están a punto de cumplir sus sueños, el Rey del Mundo del Dulce, un enano que se parece mucho a un personaje de Alicia en el País de las Maravillas o que puede rememorar al Mago de Oz, corrompe a Ralph, le entrega su añorada medalla pagándole el abandono de Venéllope y la destrucción del auto, símbolo de su amor fraternal.

En una segunda crisis existencial, más amarga que la primera, ya que Ralph ha traicionado a conciencia a la única persona que le había dado afecto y reconocimiento en el mundo a cambio de satisfacer su vanidad, nuestro protagonista se rescata a sí mismo, vuelve al reino del dulce y ayuda a Vanéllope a ganar la carrera y en el proceso de lograrlo, desenmascarar al Rey del Dulce como lo que era en realidad, un virus arcaico que se había colado en este juego, un criminal que hizo que Vanéllope pasase de ser una de las mejores corredoras del formato original transformándola en una falla.

Toda la secuencia de situaciones que atraviesa Ralph desde que comienza su angustia hasta el final de la película son lo más interesante y logrado del film, tanto en su contenido político y ético como en la realización técnica. De un mundo casi cuadrado y pixelado hasta un universo irreal como el del Reino del Dulce, la película es un despliegue de creatividad, personajes, situaciones, formas y colores inabarcables, imposibles de gobernar. La sensación es la del universo desconocido para el viajero como de un caos ordenado, que no cesa de fluir.

Como todo proceso revolucionario (los conflictos individuales no son más que la expresión en la parte de las contradicciones del todo) lo más interesante son las enseñanzas que deja la vida cuando pierde la contención rutinaria de los esquemas legales, morales o éticos estructurados. Ralph debe demoler el orden establecido en su mundo para encontrarse con una verdad superadora, que le permita sanar su angustia y reconstruirse, ubicarse en un lugar de satisfacción.

Relájate y goza, otra vez

El problema está en la incapacidad ideológica de los creadores de la película para permitirse soñar con un mundo tan diferente en donde los Ralph puedan erigirse en lo que sueñan, gobernar su propio destino. La tragedia de Ralph se resuelve cuando a raíz de su entrega generosa y desprendida por la felicidad de otro, de alguien que lo ha amado y que era más infeliz que él mismo, es lo que lo transforma en un verdadero héroe. Sin embargo, todo eso sólo le alcanza para terminar resignándose a ocupar el lugar que el sistema prefijó para él de antemano, el del villano.

Después de tanto trajín, Ralph vuelve a su juego original, continua haciendo lo que siempre hizo, jugando su rol malévolo, pero al menos con el reconocimiento de sus “víctimas”. Su integración al mundo como un ser funcional a cambio de la satisfacción moral de seguir viendo desde lejos como su mejor amiga triunfa finalmente en el mundo de los dulces, la máquina de fichines frente a la suya.

Y a quien se apure a criticar esta reseña como un acto de extrapolación delirante de reflexiones políticas sobre una simple peli “para chicos”, baste decir que los mismos creadores colocan en la misma resolución de la peli una prueba de que ésta es una lectura plausible. Cuando se descubre la estafa del falso Rey, Vanéllope es repuesta en su lugar original como Reina del Mundo de los Dulces y ella declina el trono para transformar al Reino en una República Democrática, declarándose Presidenta. Es la marca que devela el revés de la trama, que demuestra que toda la película ha sido pensada como un ejercicio de catarsis político, una reflexión sobre la injusticia del mundo a la hora de designar lugares fijos a los individuos, de imprimirles un destino adverso.

Pero el mensaje tiene el mismo tufillo hipócrita de Toy Story, aún a pesar de la evidencia de que vivimos un mundo basado en la hipocresía, en la existencia de grupos sociales privilegiados que disfrutan una felicidad basada en el sufrimiento de los grupos sociales “marginados”, “expulsados” como Vanéllope o lisa y llanamente explotados, como Ralph, la clave de la felicidad de los oprimidos, nos dicen estos directores y creativos “progresistas”, es relajarse y aceptar lo bueno de lo que nos tocó en suerte. Tanta tecnología y creatividad para volver a los viejos cuentos moralistas y complacientes que las distintas confesiones religiosas inyectan en las cabezas juveniles desde el feudalismo para acá.

Para el pobre, sufrimiento y resignación.

Con todo, las películas, como toda obra de arte, se completan realmente en la conciencia del espectador, dejando cierto margen para que uno o una le imponga un sentido diferente al concebido por el o les autores.

Leyla y yo disfrutamos con locura de la bellísima relación alimentada en medio de las dificultades más extremas de esos dos sobrevivientes con su amor quebrado y golpeado. Al punto que la hermosa criatura que es mi hija no sólo elije poner esa peli cuando me vé un poco abrumado por la carga de la alienación del trabajo y la lucha cotidiana por sobrevivir, una noche usó el Paint de la computadora para dibujar y pintar el auto chueco que construyeron juntos Ralph y Venéllope, símbolo de su amor, base material del éxito final en su lucha por un mundo mejor.

Para Leyla y para mí, como seguramente para mi amigo Gabriel Falzetti, quien insistió en esta reseña, la victoria de Vanéllope frente al tirano representa una satisfacción suficiente para salvar la peli, para defenderla con un sonrisa frente a Disney y sus directores de arte y contenidos, con la confianza plena que en el mundo sin clases sociales ni explotación que soñamos y construimos juntos, algún día cierto, las Vanéllopes seguirán su revolución de forma permanente, atravesando los fichines de arcade y el ciber espacio para liberarse definitivamente junto a todos los Ralph de las cadenas de su destino.

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