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sábado, 20 de mayo de 2017

Partida de hojas punzó

Un estampido seco. Potente llena todo el salón y se extingue sin eco ni reverberación. En primerísimo plano la ficha blanquinegra de marfil, con una sutil división dorada, muy fina, y alguna de las 28 combinaciones de la escala del uno al seis. Y el enorme y fornido brazo de mi viejo cayendo como un relámpago sobre la fórmica de la mesa.
Su mano temida en el mismo golpe de vista ahora está por encima de su cabeza, y también ahora como el gato famoso, está dando ese golpe machazo sobre la mesa.
Detrás de su hombro veo o adivino la mueca de la sonrisa victoriosa, desafiante y algo infantil, subrayando no simplemente el acierto en la jugada sino también, y al mismo tiempo, el gesto viril del golpe sobre la mesa.
Luego alguna frase de triunfo o escarnio en perfecto galego. Los otros tres que sostienen la tensión del juego, también batirán sus brazos y muecas a su tiempo. Siempre que el inescrupuloso azar de sus emociones y su capacidad para seguir el ritmo de las combinaciones de números que se desnudan fugaz y velozmente, vomitadas por sus anteriores centinelas, puedan otorgarles esas minúsculas victorias parciales que de sostenerse determinarán la última, que anula las previas.
Los más refinados no se someten a la ronda del gesto y el golpe seco, sólo juegan a colocar las fichas. Tampoco atizan el ida y vuelta del desafío varonil. O quizás se la guardan para el final. Especuladores temerosos o perfectos empiristas.
Todos ellos falan el mismo lenguaje. Después de las primeras decenas de tardes acompañando a mi viejo podía distinguir también el acento cerrado, gutural e incomprensible criado en las montañas húmedas y frías, mordiendo cada palabra de la misma forma que picaban la fría piedra para despejar el palmo de tierra donde sembrarían sus patatas o sus fabas, de aquéllos otros más gentiles con el oído inculto, dulcificados por las costas o los valles donde los forasteros obligan al esfuerzo de la modulación para conseguir la venta, el favor o lo que sea que se diga.
Todas las tardes de su vida adulta mi viejo iba a “echar la partida” con los muchachos en algún tugurio más o menos honrado donde se encontraban sus paisanos en la diáspora, diez o doce mil kilómetros lejos de las tierras y los cielos que amasaron sus personalidades en la infancia o juventud.
Compiten también sobre su éxito, inflando las anécdotas de propiedades compradas y vendidas, los cartos acumulados, las hectáreas de eucaliptus en disputa por las decenas de hermanos y hermanas que no tuvieron la suerte de arrancarse de sus raíces en barcos negreros para deslomarse en las Américas, en un plus ultra que para los más no tuvo nada de imperialista y sí mucho de morriña, desamor y olvido.
También había hermosas tardes donde compartían sus recuerdos de valles, romerías, pasodobles y muiñeiras, gaitas y rulos de tamboriles enredándose en divertidos debates sobre la toponimia de cada pequeño lugar que probablemente haya medio siglo sin existir ya, guardándose con pudor cada uno para sí la cadena de otras memorias que esos paisajes y nombres olvidados desencadenan en sus suspiros.
Fui presenciando la lenta colonización de las arrugas en el rostro pulido y la poderosa cabeza cana de mi padre en miles de partidas como esa.
La Estrella Federal que puse hace un año sobre la fórmica corrompida -después de varios accidentes y mudanzas y mucho descuido- de la mesa del desayuno que heredé de mi viejo, casi se marchita en su primer invierno. Logré rescatarla, pero las ocho hojas centrales que le dan su nombre gracias a su característico punzó sanguíneo, no volvieron nunca más.
La nostalgia es algo parecido, la mantenemos viva aunque más no sea para recordar aquéllos detalles que dan su justa medida a las cosas y los seres que ya no están.
Daría un pie para volver a ver esas hojas carmesí en el centro del tallo, sobre la fórmica corroída de una mesa que en la próxima mudanza seguramente dejaré atrás.
Pasa algo así cuando Leyla me pide jugar al dominó con sus veintiocho cartones con combinaciones impresas de personajes del último dibujito famoso de Disney. Pero de alguna extraña forma soy yo, ahora, quien imprime pequeños detalles, gestos, manías, frases o carrasperas en esta jovencísima conciencia que algún día será sub. Y en algún registro muy por debajo de todo esto que digo y pienso sé que algún día yo mismo seré ocho hojas punzó que ya no estarán.
Espero que sea así, que el imperceptible pero constante horadar del tiempo y el cruel juzgado de la nostalgia destilen un mejor balance en la sensibilidad de mi hija que este amargo sinsabor que yo mismo supe heredar.

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