Catarsis en feisbuk el domingo 12 de mayo de 2019 sobre una
epifanía trans en el bondi de vuelta de la Feria del Libro
Al fin puedo llorar. Desde enero vengo volviendo a pensar en
él. No hay coincidencias, dicen los chinos. El 27 de ese mes nació hace 83 años
y justo Leyla y yo encarábamos la ruta de vuelta de nuestras primeras
vacaciones juntas.
Y empecé a pensar que este diez de mayo ya cumplíamos siete años
que se terminó de secar por dentro, como los árboles del barrio envenenados
sobre una fuga de gas. Otra prueba que mi (trans)ición de género es lo más
genuino y honesto que hice hasta ahora en 42 años sobre este suelo, empecé a
pensar si no era hora ya de redimirlo, de darle su perdón, así lo pasan -al
menos- al purgatorio. También sabias voces
me aconsejan que no es sano odiar sin tapujo, odiar herméticamente, y que
alguna vez debería reconciliarme con él y de paso con la masculinidad. Que no
todo lo masculino es tóxico, que no todos son iguales y eso.
Cuando murió, llevábamos dos meses sin hablarnos, yo le había
negado el saludo porque había decidido reincidir 18 años después de un abuso,
con la misma víctima.
Les juro que siempre que lo pienso quiero perdonarle. Carajo,
si yo lo amaba.
La primera vez que lo intenté, salió el primer cuento que me
elogiaron personas que cumplen dos características ideales en la crítica
literaria: no eran amigos míos y algo saben de literatura. Hasta el día de hoy,
la gente desconocida que lee ese cuento, me comparte su experiencia horrible
con su propio padre.
Conclusión, todes tenemos o conocemos un padre sorete.
Cada vez que intento perdonarle fracaso rotundamente. Lo
volví a intentar hace tres años. Arranqué ese capítulo de mi primera novela con
intenciones de redimirlo, y otra vez no pude. En su lugar, terminé encontrando
un padre parecido que hubiese deseado tener.
Ahora, que venía relajade como una campeona, que vengo
aguantando los trapos para que la gurisa/gurise que llevo dentro salga a
hacerse cargo de nuestra vida, nuestra identidad; ahora que ya no me pesan las
forradas de obligarme a ser un buen machito porteño y me permito ser una flor
misionera, ahora sí, dije, ya estoy lista para aceptar el pasado, darle un beso
a la noble calavera y dejarlo descansar en paz.
Pero este viernes, cuando se cumplían los siete años exactos
de su muerte, por puro azar nos conectamos como personas con una estudiante de
diecisiete años que cursa en una de las escuelas donde trabajo. Después de ocho
meses me entero de su condición de salud. Me tocó muy de cerca porque es la
misma condición de mi hermana y porque todo esto en la puerta de una escuela
donde laburo hace doce años, a cinco cuadras del hogar donde pasamos nuestro
primer y fatídico año en Buenos Aires después de migrar.
Llegamos al “diagnóstico” de la alumna porque estaba en una
crisis de angustia y bronca debido al maltrato naturalizado de dos de sus docentes,
una que viene a destilar sus frustraciones a la escuela, la otra que anda
desbordada por la macrisis. Me hice de fuego. Avisé a dios y María Santísima
que voy a activar todos los protocolos del universo pero en la escuela no se
abusa más de une menor. Nunca más.
Y después de esto fui a la Feria del Libro, y conocí a
Ioshua y su poesía, que yo caracterizo de Proletaria-Punk,
me golpeó duro y me recordó mis principios y banderas. Y volviendo de la feria,
ya en el 141, me dí cuenta que mi viejo falleció la madrugada siguiente a que
la cloaca del Senado aprobase la Ley de Identidad de Género. Y me reí a
carcajadas bajo la lluvia pensando que quizá fue la gota que rebasó el bazo de mi viejo, escuchar esa noticia
en la radio de la terapia intensiva, o verla en TN. Porque si mi viejo me viera
en tacos, maquillada y con las manos decoradas como gitana, se moría más
rápido.
Porque ese señor besó las tumbas de Primo de Rivera y Franco
en el Valle de los Caídos que ahora quieren remover. Y lo hizo en 1986, con la
democracia del PSOE fresquita. Y lo hizo frente a una cola enorme de turistas españoles
que escupían la tumba. Y lo hizo frente a mi vieja, que es republicana.
Porque mi viejo, además de facho consciente, mi viejo era un maldito provocador.
Entonces, en la feria donde mi amiga Dafne Pidemunt coordinó el único stand de
ferias del libro del mundo que concentró la actividad y energía creativa de les
colectives LGTTTBIQ+ y pude comprar en la misma mesa varios libros. Entre ellos,
los de Ioshua y Las Malas de Camila
Sosa Villada (TusQuets, 2019), y el último de Marlene Wayar, Travesti.
Una teoría lo suficientemente buena (Muchas Nueces, Buenos Aires, 2018).
Mirá cómo serán los prejuicios y los bloqueos, que te voy a
contar la verdadera anécdota detrás de esta parrafada verborrágica. Yo no sabía
que la Wayar es psicóloga social y que uno de los centros de su lucha política
es la defensa de las infancias trans. Entonces, qué pasa. Que en dos charlas de
amigas me rescaté por qué lo odio tanto a mi viejo. Y por primera vez en 42
años verbalicé una conclusión que explicaba fragmentos archivados en distintas
cajas naturalizadas de la caverna mocosa de mi más profundo interior.
Mi viejo no estuvo en mi crianza: ni cuando estuve en el
útero ni después. Por hache, por be, criarme fue tarea exclusiva de mí mamá,
que lo hizo con una empatía excesiva que igual le agradezco. Mi viejo irrumpió
en mi crianza por la fuerza, en dos o tres otoños después de la primavera de
1983, en la que el director coimero del colegio católico privado donde hacía
primer grado le comentó que todo el curso de treinta varoncitos me hostigaba en
"bromas" y canciones por maricón, porque en una emboscada
premeditada, uno de ellos fingió ser mi primer beso de amor, en el baño del
colegio.
Entonces el tipo se acordó que era padre para impedir que su
hijo se hiciera maricón, no para apapacharme. El primer verano siguiente vio
que yo flashaba Karate Kid en los pasillos de la casa para actuar una defensa
que no podía en la escuela... Y me mandó a entrenar en artes marciales. O sea,
a un lugar con relaciones homo-eróticas reprimidas y vínculos militares, a
cagarme a trompadas con los nuevos amigos que me hice.
Para quien haya conocido mi sensibilidad infantil, una cosa
horrible. Y lo sostuve dos años. Fui el más disciplinado combatiente. Porque
amaba a mi padre y quería que fuera orgulloso de mí, porque no quería que me
maltraten más en la escuela, no quería seguir siendo un monstruo anormal y
pecador, un maricón.
Otro verano se avivó que yo no sabía nadar y que las olas de
Camet hacían de mí un estropajo. Me obligó a ir a aprender con el equipo de
natación provincial. Fue horrible todo. Se burlaron de mi absoluta incapacidad,
casi me ahogo. Mi viejo no sabía que en un cumpleaños casi me ahogué jugando en
lo hondo y que el colorado Fazio me había salvado de milagro gracias a su
estatura por encima del promedio de su edad. Mi viejo no sabía que me daba
vergüenza estar desnude en un vestuario de varones porque me arrepentía de mi
cuerpo rollizo y poco masculino, rosadito e imberbe.
Los dos traumas me tuve que fumar. Y lo hice porque lo amaba
y porque quería dejar de ser un monstruo anormal y pecador, un maricón.
Recién este viernes me rescaté de lo que sé hace tantos años,
que un adulto que intenta reprimir la orientación sexual y la identidad de
género de un niñe de seis años es un abusador sorete. Me sentí sanade. Sentí
que ahora lo podía dejar de odiar con tanto hermetismo, tan irracional, que
podía relajarme.
Pero leí a la Wayar. Y sí, entenderlo es sano, me relaja, me
conecta sanamente con el universo. Pero no lo perdono una mierda. Porque ni
olvido ni perdón mucho menos reconciliación. Porque fue un abusador. Porque me
hizo daño. Porque me cagó una parte de la vida. Porque no perdonarlo me permite
ser de fuego y ponerme a disposición de mis hermanes y camaradas, ser una
combatiente contra abusadores. Porque mi deseo es ser furia y no ceniza. Porque
a donde vayan los iremos a buscar.
Porque como dice la Wayar, el tema no somos las travas y
trans adultas, cómo hacemos con la vida y la sarasa, el tema es que la
heteronorma quiebra niñes de cinco años todos los días en todas las casas del
país y del mundo y eses niñes no tienen ningún recurso para defenderse de sus
propias familias y ESE ES EL PROBLEMA de esta sociedad inhumana y violenta en la
que vivimos.
Recién hoy, que me dí cuenta de todo, y lo até, pude llorar. Era hora. Porque necesitaba volver a ser río y savia, porque no me quebraron y vuelvo a empezar de cero y ser quien soy de verdad, una hermosa flor de Mburucuyá, criada entre la Bajada Vieja y Balvanera, que vino al mundo para ser arte proletario y bolchevique, para hundir al Imperio Burgués y sumarme algún día a una Brigada Migrante Antifachista Antimachista y Trava Marica, para que la Tierra sea el Paraíso.
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